X. LOS HERMANOS KARAMÁZOV

YA BASTA de dar vueltas por este aereopuerto. Me estoy poniendo nervioso. La pastillita de Renata sigue en mi bolsillo, pero no me hace falta. Aspiro el aire despacio. Espiro. Fue Tania con su yoga quien me enseñó a hacerlo. Vamos. Paso de una vez inmigración y fuera. Ya estoy del otro lado.

Después de aquel encuentro donde Berto me había hablado de su partida hacia Angola, nuestra relación fue volviéndose un proyecto de amistad, como él mismo había pronosticado. Él regresó a Porto, pero entonces empezó a aparecer en mi blog. Yo había colgado una nueva entrada que comentó muy entusiasta, y no sólo eso: me contó por mail que solía conectarse poco a internet, para hablar con la hija por Skype o comunicarse con amigos; sin embargo, mi blog lo tenía cautivado e incluso le había mandado la dirección a conocidos suyos interesados en el tema. Ya tienes nuevos lectores, muchacho, me escribió entusiasta y en algo tenía razón. No es que el número de visitantes creciera enormemente, pero sí noté que había ocurrido un pequeño cambio. Antes de conocer a Berto la mayoría de mis lectores era gente de mi generación. Sobre todo mi clan de Berlín que aprovechaba ese espacio para continuar con nuestras conversaciones. Los detalles y experiencias que aportaban estos se referían entonces al último período de la guerra. Sin embargo, después de conocer a Berto empezaron a aparecer algunos comentarios que, evidentemente, venían de hombres de otra generación. No es que fueran muchos, pero lo importante era que aportaban otro punto de vista y podían sumar sus experiencias a mi intento de encontrar una cronología, no de una sino de todas las guerras africanas en las que habíamos participado. En aquel momento todo eso me pareció bien.

Una vez, hablando con Renata, llegamos a la conclusión de que antes de conocerme Berto era un retirado que se moría de aburrimiento. No tenía mucho que hacer y debía viajar de Porto a Lisboa para visitar al nieto y a la hija quien, encima, lo había prácticamente obligado a dejar el cigarro. Hasta que me encontró a mí, descubrió las maravillas de internet y la blogosfera y su vida se había llenado de intereses. Qué pena, agregó Renata, quizá el extraño hombrecito ya estaba curado y tú volviste a inocularle el vicio de la guerra. En su voz había una mezcla de ironía y tristeza. Yo la miré haciendo una mueca y ella sonrió. Ya que se están haciendo tan buenos amigos, invítalo a cenar a casa, propuso. Y yo lo invité, sí, pero antes volvimos a encontrarnos él y yo solos.

Verano del 2010, mundial de futbol en Sudáfrica. El día que Portugal jugaba contra España en los octavos de final, Berto estaba en Lisboa y quedamos en ver el partido en el bar de João. Aquello estaba lleno de gente, portugueses todos. Me acuerdo de la emoción, las cervezas, las perfectas previsiones que tenían algunos. Cuando España metió el gol, de repente se hizo un silencio que duró más o menos diez segundos; enseguida empezaron las protestas. João afirmó, con ese vozarrón suyo, que eso era un fuera de juego; Berto dio un puñetazo contra la barra; los otros comentaron, aunque sin gritería, porque si algo tienen los portugueses es que no son gritones. El partido avanzaba y cada vez quedaba menos tiempo. Cuando expulsaron a uno de los portugueses se hizo otro silencio que enseguida fue interrumpido por João diciendo que era una injusticia del árbitro; Berto volvió a golpear contra la barra y los otros siguieron protestando. El partido terminó y, mientras los españoles en pantalla festejaban su triunfo, João preguntó quién iba a querer otra cerveza. Todos quisimos. Había que consolarse. Portugal estaba fuera del mundial. Ahí, un tipo que había estado sentado cerca de nosotros en la barra se me acercó diciendo que podía ir a festejar con los míos. En principio no lo entendí, pero enseguida Berto se levantó de su banqueta para aclararle que yo no era español y João se acercó con su servilleta colgada de un hombro. El tipo estaba medio borracho, dijo que había apostado por ese partido y que no soportaba a los españoles. João volvió a explicarle que yo no era español pero aclaró que, incluso si lo fuera, en su café todos eran bienvenidos. El hombre me miró, lo invité a una cerveza y todo volvió a la calma.

Berto y yo nos quedamos bebiendo un rato más. La derrota de Portugal lo entristecía porque ése era su país, dijo, después de tantos años lejos de Cuba ya había cambiado el béisbol por el futbol. Cuando su nieto fuera más grandecito lo llevaría al estadio. ¿Tú tienes hijos?, preguntó, y ante mi negativa afirmó que debía tenerlos. Agregó dos o tres cosas más sobre su nieto y por ahí la conversación fue derivando hacia la familia. Eso es lo más importante de la vida, muchacho, aseguró. Cuando la madre de su hija decidió separarse, Berto tenía trabajo en Porto, pero ella quiso regresar a Lisboa y él no pudo evitarlo. Hubiera preferido que el matrimonio durara para siempre y también que su hija tuviera hermanos, pero la vida era como era. ¿Tú tienes hermanos?, preguntó, y le respondí que sí, una, y a pesar de las distancias estábamos muy unidos. Berto sonrió tristemente. A decir verdad, su hija tenía una hermana, dijo, pero él no sabía nada de ella.

En Cuba, Berto se había casado por primera vez y había tenido una hija. Luego vino un divorcio, la vida con sus vueltas; él era muy joven e irresponsable, afirmó, así que perdió bastante el contacto con la madre y, en consecuencia, con la niña. Pequeños errores que cometen los hombres, sentenció. ¿Qué hombre no comete errores? Luego se fue a la guerra, la vida siguió pasando y el contacto con su primera familia terminó por desaparecer. Pero con su segunda hija había sido bien distinto. Cuando nació él ya no era un muchacho loco sino un hombre maduro. Su hija y su nieto lo eran todo para él. La muchacha lo quería mucho y, a pesar de vivir en ciudades distintas, siempre se mantuvieron cercanos. Ella estaba divorciada pero, afortunadamente, el padre del niño era un buen hombre y se ocupaba de su hijo. Así que su nieto tenía un padre y un abuelo, porque Berto Tejera Rodríguez siempre estaba presente tanto para su nieto como para su hija, porque los padres son fundamentales, dijo, los padres son el sostén de los hijos hasta el último día de su existencia. ¿Tus padres viven en Cuba, no?

—Mi padre murió en Angola.

Cuando lo dije Berto hizo un gesto de sorpresa, aunque él no fue el único: también yo me sorprendí por haber dejado escapar esa frase, pero ya nada podía hacer. Él se quedó mirándome. Luego pasó el cigarro apagado por su nariz y suspiró. ¿Y por qué no me lo habías dicho, muchacho? Fue la pregunta que hizo, pero como quien ya sabe la respuesta continuó diciendo que entonces entendía el porqué de mi blog y mi interés en toda aquella historia. Que lo sentía mucho, agregó, lo sentía muchísimo, pero si antes me había respetado por el trabajo de recopilación de información que estaba haciendo, ahora me respetaba todavía más por los cojones que yo tenía de ponerme a hurgar en mis heridas. Así que él iba a hacer lo que fuera por ayudarme. Lo que te haga falta, muchacho, me lo dices, considera que ahora soy como tu padre. ¿Me oíste?, preguntó, lo que necesites, dímelo. Sonreí.

—Invítame a otra cerveza —fue mi respuesta y él también sonrió.

João puso las dos cervecitas frías delante de nosotros y bebí la mía de un tirón. Tenía mucha sed. Entonces agradecí a Berto por sus palabras, dije que en su próximo viaje a Lisboa estaba invitado a cenar a casa y que todo lo que pudiera contarme sería interesante. Mi padre, agregué, se había ido a la guerra un poco después que él.

Berto llegó a Angola en un período de discretos movimientos. Los cubanos tenían una línea de defensa a más de doscientos kilómetros de la frontera sur para impedir la entrada al país de tropas de Sudáfrica. A Berto no le tocó ir para allá; él fue asignado como chofer a una brigada de mantenimiento y con ella se trasladó a un poblado un poco más al norte de la línea. Meses después, Estados Unidos propuso que las tropas cubanas salieran de Angola a cambio de que Sudáfrica diera la independencia a Namibia, pero ni Cuba, ni muchos países africanos, e incluso ni algunos miembros de la OTAN, aceptaron igualar la ocupación de Sudáfrica con la presencia de los cubanos, que era bajo pedido del gobierno de Angola. Dice Berto que, estando allí, él no se enteró de esa propuesta; su problema era poner mucha atención en la carretera cada vez que tenían que hacer algún desplazamiento, porque de lo que sí se hablaba allí era de la UNITA de Savimbi, que cada vez iba ganando más fuerza en el terreno. Ése era el enemigo que él tenía más cercano, por eso no quería tropezárselo. La guerra siguió su curso y Cuba continuó con el envío de hombres, más hombres, muchos hombres —entre ellos mi padre—. Mientras mi padre y Berto estaban en Angola, la guerra empezó nuevamente a despertar de su ligero letargo.

Aquella conversación con Berto no terminó ese día; la familiar, quiero decir. Él me había contado de su primera mujer cubana, pero no dijo cómo llegó a Portugal y conoció a la segunda. Yo le pregunté, por supuesto, aunque lo que me interesaba no era su esposa, sino saber cómo había sido eso de estar en misión en Angola y luego, de repente, irse a vivir a Portugal. Berto volvió a oler su cigarrito. La vida, muchacho, es siempre más complicada de lo que uno puede imaginarse. Su segunda mujer no era portuguesa sino angolana, pero prefería hablarme de eso en otro momento porque se nos había hecho tarde. Anoto tu invitación a cenar para la próxima, concluyó antes de despedirnos.

La vida es siempre muy complicada. Sí. Aquella noche recuerdo que eché a andar hacia casa con la ilusión de que la brisa me despejara un poco de las cervezas bebidas. Toda la conversación sobre la familia me había revuelto un poco la cabeza: la importancia de los hijos que yo no tenía, del padre que ya no tenía y de los hermanos; ésa sí la tenía, pero lejísimo: mi hermanita Karamázov.

Tania vivió la pérdida de nuestro padre de un modo distinto al mío. Era más chiquita y creo que los adultos no repararon mucho en ella. No sé. Dice que nadie le dio muchas explicaciones, que tuvo regazos femeninos, manos que la acompañaban al cuarto y vocecitas dulces que la invitaban a dormir mientras acariciaban su pelo. Pero no le dieron muchas explicaciones, como si no las necesitara.

Un día, meses después de lo de papi, mami entró en mi cuarto diciendo que necesitaba hablarme. La directora de la escuela de Tania la había citado con urgencia y al llegar a la oficina de la secretaria se había encontrado a mi hermana en una esquina toda desgreñada y con el uniforme sucio; en la otra esquina, otra niña con peor aspecto y, de pie, una mujer que apenas vio aparecer a mi madre informó a la secretaria que podía avisar a la directora. En el recreo Tania se había molestado con algo que le hizo su compañerita y le había dicho que se lo contaría a su papá. A la otra niña, por lo visto, aquella frase le resultó extraña, porque enseguida le aclaró a mi hermana que no podía contarle nada a su padre, porque no tenía, porque su —o sea, nuestro— padre estaba muerto. Pero la muchachita no logró terminar de hablar, porque Tania se abalanzó sobre ella y pum, pam, pom, terminaron enredadas en el piso, tirándose de los pelos hasta que el barullo hizo que la conserje se acercara y con la ayuda de una maestra lograra separarlas. La directora primero conversó a solas con las madres. La mía reconoció que la reacción de su hija era errada, pero pidió que la comprendieran. La otra entendía, pero no iba a aceptar que a su hija la agredieran sin más ni más. Hubo un breve careo hasta que la directora sugirió que las niñas se debían una disculpa y las mandó a entrar. Siguiendo el orden de los hechos invitaron a la otra niña a que comenzara y esta pidió disculpas. Le tocaba a mi hermana; mami le acarició la espalda y la invitó a decir algo, pero ella negó con la cabeza y empezó a llorar. Mami se agachó para hablarle, pero Tanita siguió llorando y no hubo frase pronunciada por ninguna de las tres mujeres que lograra arrancarle una palabra. Al final la directora dio por zanjado el asunto, pidió a todas que se fueran y a mami que sacara turno con el psicólogo infantil. De regreso Tanita no paró de llorar y una vez en casa siguió llorando mientras mami y abuemama intentaban consolarla.

Un rato más tarde llegué yo de la secundaria y entonces mami entró en mi cuarto. Estaba desesperada. Su niña nunca había sido agresiva, dijo, pero estaba sufriendo y ella no sabía qué hacer, porque también ella estaba sufriendo y sola no podía. Los tíos la apoyaban, pero debían ocuparse también de abuelo. Ella sola no podía, repitió. Iba a llevar a Tania al psicólogo pero, además, necesitaba que yo le hablara; yo era importante para mi hermana. Mami confiaba en mí, qué suerte más grande la de tener un hijo como yo, yo era su chiquitico que se había convertido en un hombre.

—Tú tienes que ayudarme, Ernestico, porque yo sola no puedo.

Nunca le pregunté quién iba a ayudarme a mí. Pero eso quizá no sea tan importante. A partir de ese momento me convertí en el hermano-padre de mi hermana. Ella me adoraba. Yo era protector y sabio. Era grande.

En casa sucedió algo curioso. Mami, que siempre había estado al tanto de la prensa, dejó de interesarse en ella. Imagino que no soportaría leer la palabra Angola ni saber lo bien que marchaban las relaciones entre ambos países. Yo, sin embargo, que nunca antes me había interesado en leer el periódico, empecé a hacerlo. La bomba nos había provocado reacciones completamente opuestas. Ella no quería saber más, yo intentaba entender algo. Con los tíos sucedía otro tanto: ante cualquier pregunta mía la mayoría evitaba el tema, “deja eso, mijo”, decían, o simplemente se ponían a recordar a mi padre en sus juegos infantiles o su vida de jovencitos.

Yo tuve que inventarme nuevos territorios. Aquél fue un tiempo en que me aferré a los libros, leí más que nunca, como un loco. Compraba novelas policíacas o de ciencia ficción y las apilaba a los pies de mi cama. Es increíble la capacidad de lectura que se tiene a esas edades. Fue por ahí también que empecé a escribir, aunque mis textos no se los mostraba a nadie; escribía en una libreta que escondía debajo del colchón, yo simplemente necesitaba ordenar mis pensamientos, sólo eso.

Tania también buscó reinventarse como pudo. En mi último viaje a Cuba me dejó desarmado. Dijo cosas que yo no sabía de mí mismo y otras que no había querido saber de ella. Es curioso cómo la relación entre dos personas puede ser percibida de manera distinta por cada una de las partes. Yo asumí el papel de padre-protector que me impusieron y en ése me mantuve. Tania, sin embargo, quiso salirse de su papel y lo consiguió, aunque para ello tuvo que pasar por distintos períodos.

Después de lo de papi, una noche en que mami y abuemama dormían ante la televisión y yo estaba a punto de subir a la azotea con mi libreta de anotaciones, Tanita se paró frente a mí. Voy contigo, me dijo. La miré haciéndole un gesto serio, pero no quise hablar para no despertar a las otras. Yo ya he subido sola, agregó ella, y si no me llevas las despierto, concluyó señalando a las durmientes. No me quedó otra que aceptar el chantaje.

Arriba, nos sentamos en la esquina sobre mi cuarto como yo solía hacer y ahí empecé a regañarla. Cómo era eso de haber subido sola, era peligroso, podía caerse. Pero tú nunca te has caído, replicó ella. Ahora veo esa escena y me parece absurda; yo era apenas algo mayor que mi hermana, pero ahí seguía con que si era peligroso, que no debía hacerlo nunca más, hasta que ella me interrumpió. Ernestico, dijo, ¿por qué papi se fue a la guerra? Yo no esperaba ese tipo de preguntas así que debo de haber respondido cualquier tontería, algo así como que nuestro padre era un héroe y los héroes siempre están donde son más útiles. No sé, no recuerdo exactamente mis palabras, pero sí la expresión con que Tania me miraba, silenciosa, escuchando atenta hasta que terminé de hablar y entonces dijo:

—Pero antes no era un héroe y estaba con nosotros.

Ahí no supe qué decirle. Me dejó sin palabras. Sé que pasé un brazo sobre sus hombros, la atraje hacia mí y le di un beso. Tú no vas a ser un héroe, Ernestico, ¿verdad?, susurró ella. Y yo juré que no, que nunca lo sería, que me quedaría con ella para siempre. Para siempre.

Mucho tiempo después nos convertimos en los hermanos Karamázov. Tania tiene colgada en la pared de su cuarto la foto del día que nos bautizamos de ese modo y yo tengo una copia en casa. De adolescente ella no leía mucho, por eso yo, para estimularla y como premio por haber entrado en la universidad, le regalé la novela de Dostoievski. Apenas vio el título y la portada del libro aseguró que le gustaría, besó mi mejilla y sonrió pegando su cuerpo al mío. Yo eché un brazo tras su espalda. Los hermanos Karamázov, dijo ella, segundos antes de que mami sacara la foto. Y así quedamos retratados, como en la portada del viejo libro de la editorial Bruguera. Para mi sorpresa Tania leyó la novela rapidísimo y, en efecto, le gustó, aunque se sintió ligeramente engañada al descubrir que el hombre y la mujer que se abrazaban en la tapa de aquella edición no eran precisamente hermanos. Bienvenida al mundo Dostoievski, le dije aquella vez, ahora sólo te queda continuar entre jugadores cometiendo crímenes y padeciendo castigos. Pero siempre junto a mi hermano, concluyó ella.

Ser los hermanos Karamázov significaba que éramos iguales pero, evidentemente, yo no me di cuenta y seguí siendo el protector. Entonces llegó la rebeldía. Ya Tania estaba en la universidad, andaría por los veinte años y no me soportaba. Le dio por decir que yo era autoritario, cabeza cuadrada y machista. Que ella hacía lo que le daba la gana y ni yo ni nadie iba a impedírselo. Hacía un tiempo que la guerra había terminado para los cubanos y también habían terminado la Unión Soviética y el campo socialista y en Cuba lo que había era tremenda crisis. Por ahí a Tania le dio por el yoga, así que a veces la encontraba al llegar a casa, en pleno apagón, iluminada por una chismosa y parada en un solo pie como una grulla. Yo no la tomaba en serio, la verdad. Solía colocarme enfrente para mover mi nariz y hacer muecas a ver si lograba hacerla caer, pero qué va, ella estaba súper concentrada mirando un punto fijo. Sólo cuando había cumplido el tiempo necesario en su ridícula posición bajaba el pie tranquilamente y entonces sí que me miraba. ¿Por qué serás tan estúpido? podía ser una de sus preguntas. Yo también te quiero, grulla, podía ser una de mis respuestas.

La vida es siempre muy complicada, como me dijo Berto aquella vez. Tuvimos que pasar un tiempo de hostilidades antes de que volviéramos a ser los hermanos Karamázov. Pero yo ya comprendo bien qué significa serlo. Y ahora, mírame Tania, fuiste tú quien me enseñó a respirar para calmarme: aspiro, espiro, despacio. Cuando esto termine y yo logré reconstruir la historia, entonces te contaré todo. Ya va faltando poco.