XIV. LA ESPUMA DE LOS DÍAS

YA VAMOS a partir. Entro en tiempo de descuento. A mi lado se ha sentado un tipo con cara y ropa de ejecutivo. Yo sigo escondido bajo mi sombrero. Cierro los ojos y me recuesto contra la ventanilla. Necesito sentirme liviano. Una vez Berto me dijo que tenía la impresión de que yo era demasiado severo conmigo mismo, debía ponerle un poco de ligereza a la vida, que ya de por sí era complicada. Aquello me molestó porque, aunque él no me conocía bien, algo de razón llevaba. A mí me hubiera gustado ser más ligero, sí, quizá parecerme a Lagardère que todo lo veía siempre más fácil, pero nunca lo logré. ¿Cómo coño iba a lograrlo?

De niños Lagardère siempre anduvo varios pasos delante de mí, pero en el preuniversitario fue como una explosión: andaba a mil revoluciones por minuto. Yo, simplemente, lo seguía. Aquellos tiempos los recuerdo de mucha intensidad aunque, bien mirado, hacíamos siempre lo mismo. Durante la semana íbamos a clases y luego a bañarnos en la costa. Eran días de espuma. De mar, espuma y pielecitas bronceadas. Los sábados por la noche nos tocaba ir de fiesta y en Miramar las había tremendas. Aquél fue siempre un barrio chic, muchos de sus vecinos tenían trabajos que les permitían viajar al extranjero y, por tanto, tener productos del mundo capitalista. Los ochenta fueron la edad de oro de la Revolución cubana: había tiendas y productos, pero todos venidos del campo socialista, por supuesto. Las fiestas de Miramar, sin embargo, eran un desfile de moda capitalista y cigarrillos extranjeros. La crema y nata de una sociedad saliente y otra entrante. Lagardère decía que no sólo era importante ir a las fiestas, sino demostrar que se tenía derecho a estar allí y, por eso, si alguien le regalaba un More mentolado el lunes en el pre era capaz de guardarlo para fumárselo en la fiesta del sábado. Su padre era abogado, no viajaba, así que él no tenía acceso ni a More, ni a Marlboro ni a nada de eso pero, según él, debía demostrar que lo tenía.

Cada semana era la misma rutina: bañarnos en la costa, tomar el sol y mirar muchachas; irnos de fiesta, tomar un trago y mirar muchachas. Era como si la vida empezara con cada baño de mar. Uno de esos sábados, sin embargo, las cosas empezaron a volverse más interesantes para mí.

Estábamos en una fiesta. Lagardère se acercó para decirme que, por la hora, ya el padre del Ranger debía estar durmiendo, así que nuestro amigo iba a robarle el carro para irnos a una discoteca donde había un montón de niñas más buenotas que las de la fiesta donde estábamos. Yo reaccioné diciéndole que no me parecía bien, si nos paraba la policía ni el Ranger ni ninguno de los otros teníamos licencia de conducción. No se me olvida la mueca hilarante con que me miró Lagardère.

—¿Y tú no sabes quién es el padre del Ranger? Tres estrellas del MININT, bróder, ¿quién coño nos va a parar? Vamos anda.

Preferí no hacer comentarios y lo seguí hasta reunirnos con los otros. Esa noche, mientras el coronel del Ministerio y su esposa dormían, su hijo cogió las llaves del Lada. Los otros tres esperamos afuera, y cuando el Ranger abrió el garaje entramos y empujamos silenciosamente el carro. Ya en la calle, subimos y él arrancó rumbo a la discoteca que estaba de moda y que todos seguían llamando con su antiguo nombre: el Johnny’s. En el lugar había tremendo ambiente, mis amigos empezaron a saludar a los conocidos, pero la verdad es que yo nunca he sido amante de las discotecas, así que me aparté a un rincón mientras los veía alejarse. En eso estaba cuando sentí una mano en mi hombro y una voz a mis espaldas.

—¿Y un muchacho tan serio viene a estos lugares?

—Di media vuelta y tropecé con una sonrisa que ya había visto.

Se llamaba Rosa y nos habíamos conocido en el Comité de base de la Juventud. Nunca habíamos hablado mucho, pero al terminar una reunión ella se había puesto a discutir sobre libros con otras muchachas y eso me pareció bien; lo raro fue que sostenía haber leído El capital y proponía que lo analizáramos en el grupo. Sinceramente aquello me resultó raro. Por muy buena alumna que fuera, no la podía imaginar echándose bronceador en la costa para luego recostarse a leer El capital. Tan raro me pareció que cuando salimos la seguí por el pasillo del pre hasta alcanzarla y preguntarle tímidamente si realmente lo había leído. ¿Por qué, tú no lo has leído?, preguntó ella y moví la cabeza diciendo que, bueno, es que aún no lo había terminado. Rosa sonrió antes de concluir: pues cuando termines podemos discutirlo. Tenía una sonrisa linda, muy linda. La misma con que tropecé aquella noche en el Johnny’s.

—¿Tú sabes a quién tú te pareces? —continuó ella—. A Rod Stewart, por la nariz, digo. ¿Nunca te lo han dicho?

Me limité a sonreír. Dijo que ella también solía quedarse en una esquina en las discotecas porque el ambiente la abrumaba; prefería otro tipo de música y encuentros con gente que escribía poemas y canciones, pero estaba acompañando a sus amigas. Yo lo mismo, respondí casi gritando. Sonreímos. La noche acababa de volverse interesante. Y fue allí, lejos del pre y de las reuniones de la Juventud, en medio de tanto ruido, donde empezamos a conversar.

Rosa era un año mayor que yo, por tanto, salvo en las actividades de la Juventud, nunca coincidíamos. Haberlo hecho en el Johnny’s fue una suerte porque luego de nuestra conversación, truncada por la aparición de sus amigas, me quedé con ganas de seguir. Pero lo mejor fue que ella también y de eso me di cuenta después, cuando volvimos a vernos en la reunión mensual de la UJC. Poco antes del comienzo ella me dijo: luego hablamos. Asentí y la reunión fue pasando mientras yo miraba su espalda. Tuve mucho tiempo. Si algo me sorprendió siempre de aquellas reuniones es que eran muy largas. No creo que fuera tan importante lo que discutíamos, sólo sé que necesitábamos mucho tiempo. Rosa tocaba su pelo, yo la miraba, los minutos corrían, la gente seguía hablando. Habíamos perdido totalmente la noción de la síntesis. Fidel Castro empleaba horas en sus discursos. Nosotros también. Como si el tiempo fuera directamente proporcional a la importancia de lo dicho. Pero no es así. Tanto tiempo sólo sirve para dar vueltas sobre el mismo tema. Y dejarnos mareados.

Finalmente, después de analizar en detalle lo que sucedía en nuestro entorno y de haber hecho críticas y autocríticas como era usual, cuando por fin terminó la reunión, Rosa y yo nos fuimos juntos. Su casa quedaba camino de la mía y, a partir de ese día, empezamos a encontrarnos casualmente a la salida del pre. Bueno, yo la buscaba con la vista. A veces era Lagardère quien lo hacía para avisarme. Así empecé a enamorarme de ella, caminando bajo la sombra de los árboles mientras hablábamos de música y de libros. Cierta vez volví a preguntarle si de veras había leído El Capital y me miró sonriendo. ¿Por qué, tú no lo has leído? Fue otra vez su respuesta. Rosa tenía un brillo en la mirada que me encantaba, aunque yo era incapaz de decírselo. Siempre he sido un tímido. Renata decía que en esa palabra se esconde mi secreto, pero Renata siempre tenía algo que decir y ahora yo estoy recordando a Rosa. Es más, voy a escuchar a Rod Stewart para recordarla todavía mejor.

Fue gracias a Rosa que encontré un mundo que ni sabía que existía, pero que estaba allí, escondido en La Habana. En ese entonces yo escuchaba mucho rock sinfónico, Queen o Electric Light Orchestra y, de otro lado, Billy Joel, Sting. A Rosa le encantaba Rod Stewart, pero también los cantautores nacionales. Con nuestra lengua se pueden hacer muchas cosas, Ernesto, me dijo un día, y tragué en seco pidiendo para mis adentros que no se me pusieran demasiado rojas las orejas. Yo de la Nueva Trova sólo conocía a Silvio y Pablo; gracias a ella escuché por primera vez a jóvenes trovadores que apenas pasaban por la radio, pero cuyas canciones hablaban de nosotros, del país. También gracias a ella empecé a ir al teatro y todo aquello me pareció tan interesante que me preguntaba qué demonios hacía yo dejándome arrastrar a una discoteca mientras en otro sitio existía otra ciudad que me interesaba más.

Un sábado llamé a Lagardère para proponerle que fuéramos al teatro. En principio la idea no le entusiasmó, pero cuando dije que estaría aquélla que me gustaba acompañada por sus amigas la cosa empezó a interesarle. Y más aún cuando llegamos y vio que eran cuatro las muchachas. Tas acabando, bróder, susurró a mi oído. Rosa se sorprendió de verme; qué casualidad, dijo. Yo ya sabía que ella estaría ahí, claro. Sonreí. Creo que será una puesta en escena interesante, fue lo que dije.

La obra estuvo bien. Lagardère bostezó varias veces, pero a mí me gustó mucho. Después, Rosa y las otras habían quedado con unos amigos en un parque del Vedado y nos invitaron a acompañarlas. Había un montón de gente sentada sobre la hierba, varios con guitarras y dos muchachos que pasaban un sombrero para reunir dinero y comprar ron. Nos sentamos con el grupo. A Lagardère aquello le pareció bien, pero luego de un rato ya no tanto. Escuchábamos canciones que ni él ni yo conocíamos porque los autores eran los jovencitos que cantaban, y entre canción y canción alguien se levantaba para recitar un poema, también de su propia inspiración. Entonces mi amigo se acercó a mi oído para decirme que iba a dar una vuelta y que acabara de meterle mano a la que me gustaba, porque él empezaba a aburrirse. Ahí, por fortuna, una de las amigas de Rosa sacó una caja de cigarros, él le pidió uno y le hizo una seña para irse juntos a fumar fuera del círculo de cantores. La muchacha se levantó y yo tomé su puesto junto a Rosa. Alguien cantaba. Ella acercó su cabeza a la mía y preguntó si la estaba pasando bien. Respondí que sí. Terminada la canción un muchacho se puso de pie y pidió a una amiga suya que leyera alguno de sus poemas. La chiquita, una flaquita de grandes ojos azules y pelo encrespado, se levantó, bebió un trago y dijo que recitaría algo que había escrito hacía un tiempo. Era un poema hermoso. Cuando terminó todos aplaudieron. Rosa volvió a acercar su cabeza a la mía para confesar que también ella había intentado escribir poemas, pero que no le salían tan buenos como el de la flaquita. Sentí su aliento caliente sobre mi oreja y eso me encantó, entonces me acerqué para murmurarle.

—Pero la flaquita es una mentirosa, porque el poema que recitó no es suyo, es de Paul Éluard.

Rosa me miró extrañada. Sin acercarse esa vez preguntó cuánto había leído yo a Paul Éluard que podía acordarme así de un poema. Sonreí con malicia. ¿Por qué, tú no lo has leído?, le pregunté. Ella se echó a reír y yo la seguí. Rosa tenía una sonrisa linda, muy linda, pero tampoco en ese momento fui capaz de decirle nada. Aquella noche Lagardère terminó medio enredado con alguna muchacha. Luego me dijo que yo debía atacar, que la Rosa Luxemburgo, así la llamaba, era una intelectual como yo, por eso tenía que dejar mi bobería y meterle mano de una vez. Pero a mí me faltaba esa ligereza, no sé. Lagardère decía que yo leía libros tristes y no era eso lo que debía leer, porque ya me había tocado la tristeza en la vida real. Tenía que dejar de ser tan correcto y volverme loco de vez en cuando. Yo sonreía envidiándolo. Porque sí, a mí me faltaba esa facilidad de ver la vida como algo quizá más normal, no sé. Algo más ligero.

Cuando perseguir a Rosa y a su mundo se convirtió en mi objetivo, Lagardère y yo empezamos una nueva etapa. Porque tú eres mi hermano, bróder, pero hay que ponerse de acuerdo, me dijo él. Un día descubrí que Rosa se bañaba en la costa de la calle 16 y allí quería ir yo, sólo que Lagardère la tenía cogida con el Cristino. Además de las costas abiertas, en Miramar había establecimientos balnearios que pertenecían a distintos ministerios. El Cristino Naranjo era el del Ministerio del Interior; por tanto, tenía la cafetería mejor surtida y muy buenos servicios. De los amigos el único que podía entrar, por su padre, era el Ranger y ahí empezaban mis problemas, porque lo malo del Cristino no era sólo que Rosa no estaba, sino que mientras el Ranger entraba por la puerta llevando en su mochila nuestras ropas, Baby Ranger, Lagardère y yo teníamos que tirarnos al mar para colarnos nadando. Una vez dentro todos quedaban felices, menos yo, que me ponía a pensar en Rosa mientras contemplaba la espuma que dejaba el mar después de golpear contra los yaquis rompeolas.

Lagardère y yo empezamos una etapa de mundos alternados: una tarde íbamos a la playita de 16 y la otra al Cristino. En cuanto a los fines de semana: “sábado de intelectuales” y “sábado de normales”, como a él le gustaba llamarles.

Uno de los “normales” sucedió algo que no se me olvida. Lagardère, los dos rangers y yo fuimos a una fiesta en un edificio cerca del puente de Hierro. Aquello estaba lleno de gente, pero apenas salí al balcón: sorpresa. Me encontré con Rosa. Resulta que era prima de los hermanos que vivían en ese apartamento; uno era de mi año del pre y el otro de la universidad. Durante la noche pudimos conversar a ratos, porque ella se la pasó ejerciendo de anfitriona. Ya tarde, cuando la gente empezó a irse, yo no sabía dónde se habían metido ni Lagardère ni los otros, pero Rosa se acercó y dijo que no me preocupara, seguro que andaban con su primo, ya aparecerían; lo mejor de las fiestas era cuando quedaba poca gente. En la sala, el primo de la universidad conversaba con sus amigos. Ella y yo nos quedamos en el balcón y allí hablábamos cuando escuché la palabra Angola. No lo puedo evitar, existe en mí una especie de detector de esa palabra.

Por aquel tiempo ya era raro el día que nuestra prensa no hablara de acciones de la UNITA y de su acercamiento a Estados Unidos. En teoría los cubanos estaban para ayudar al gobierno angolano a defenderse de su enemigo externo, Sudáfrica, pero muchos enfrentamientos eran contra el enemigo interno, la UNITA, que peleaba con el apoyo de los sudafricanos. Y el rostro de ésta era su líder Jonás Savimbi.

En la sala el tono de voz de los muchachos fue subiendo. Dicen que por allá la cosa se pone cada vez más mala, el Savimbi ese es peligrosísimo. Rosa y yo nos acercamos a la puerta. A los del servicio militar los están mandando, mi hermano, diecisiete añitos y pa’ una guerra que no es tuya. Yo me recosté sobre el borde de la puerta de cristal. Hay muchas manos metidas en Angola pero, ¿quién pone los cuerpos? Los muchachos empezaron a exaltarse. Sí, está bien, pero si Cuba se va, Sudáfrica y los americanos se comen vivos al MPLA; hay que quedarse. Yo tenía un vasito de ron en la mano. Pero a ver, ¿a ti alguien te preguntó si tú estabas a favor o en contra de esa guerra? Creo que Rosa estaba parada al lado mío. Hay que irse y no mandar más chiquitos de diecisiete añitos pa’ una guerra que nadie entiende. Las voces empezaron a superponerse. Hay que quedarse, qué carajo. Sentí que mi corazón batía más rápido. Pero nosotros qué somos, chico, ¿el papá Noel del tercer mundo o qué? Las palabras se cruzaban. Yo te digo que el que quiera ir que vaya y quien quiera ser un héroe, que lo sea, ¡pero que no jodan a los otros! Apreté fuerte el vaso de cristal dentro de mi mano. Carne de cañón, compadre, eso es lo que somos, carne de cañón. Bebí de un solo trago y empecé a caminar hacia la puerta. De repente me faltaba algo. ¿El aire? No sé. Alcancé la puerta y salí corriendo escaleras abajo. Saltando escalones. Deprisa. Con la prisa de quien tiene que escapar de un sitio sin saber exactamente por qué.

¡Ernesto! Cuando por fin escuché mi nombre me detuve. Ya había llegado a la entrada del edificio. Sentí unos pasos. Rosa apareció tras mi espalda y, casi sin aliento, repitió mi nombre. Tú no sabes, dije moviendo la cabeza de un lado a otro, es que tú no sabes.

—Yo sí sé, chico. ¿Tú te piensas que los de la Juventud no saben lo que le pasó a tu padre?

Yo estaba respirando aceleradamente. Rosa tomó mi mano y abrió lentamente mis dedos para quitarme el vaso que parecía formar parte de mi cuerpo. Entonces habló muy bajito. Dijo que los amigos de su primo no tenían por qué saber, que aquélla era una conversación cualquiera, que no me lo tomara de otra forma. Empecé a calmarme, pedí disculpas. No había nada que disculpar, dijo, no pasa nada, tranquilo. Y yo respiré pensando en tranquilo, no pasa nada. ¿Ya estás mejor?, preguntó. No pasa nada, disculpa, respondí. Rosa empezó a decir algo, pero no pude escucharla porque en ese momento sentimos unas risas que entraban al edificio.

—¡Oh!, perdón, ¿interrumpimos?

Eran Lagardère, Baby Ranger y el otro primo de Rosa. Me aparté un poco desconcertado y anuncié que me iba, la fiesta había terminado. Lagardère hizo un gesto cómico mirando a todos, pero di unos pasos hacia delante y entonces él dijo que de acuerdo, ya nos íbamos. Miré a Rosa susurrando chao. Ella alzó la mano y me sonrió, pero era una sonrisa triste.

Cuando echamos a andar Lagardère estaba preocupado. Quiso saber si me había interrumpido, si había llegado justo cuando por fin me atrevía a decirle algo a la Luxemburgo. Respondí que nada de eso; me iba porque no sabía dónde estaba él, sólo quedaban desconocidos y Rosa tenía sueño, pero entre ella y yo nada todavía. Él suspiró. Según su opinión yo tenía que acabar de caerle encima a Rosa, pero si no era el momento, pues bueno, dijo, ya sabría yo; mientras tanto… Soltó una risita antes de explicar que él y los otros se habían visto obligados a acompañar a unas ninfas, pero como al salir del edificio había un parque que estaba oscuro habían tenido que detenerse en la penumbra a saborear a aquellas ninfas de la noche y de la espuma. ¡Qué clase de ninfa la mía! Y coño, bróder, ¿por qué tú estás caminando tan rápido?; a ti te pasó algo.

—¡Ah, no! Ahora mismo viro y los despingo a todos, cojones, que a tu padre hay que respetarlo.

Eso dijo Lagardère deteniéndose cuando por fin le conté. Yo también me detuve. No hay que fajarse, dije; son los animales los que se fajan, nosotros usamos el músculo del cerebro. Él me abrazó y, dando golpecitos en mi espalda, repitió que yo era su bróder y a mi padre y a mí había que respetarnos porque de lo contrario él era capaz de usar el músculo que primero se le reventara. Sonreí agradecido.

—Sigue contándome de tu ninfa, anda —le pedí antes de retomar la marcha.

Y él continuó hablándome de sus aventuras con aquella ligereza que tanto yo envidiaba. Aquella facilidad para no complicar las cosas. Ésa que nunca he podido tener y que Berto se atrevió a cuestionarme. ¿Pero cómo iba a poder yo ser más ligero, Berto? ¿Cómo coño iba a poder serlo, a ver?