UN HOMBRE no siempre es dueño de sus decisiones. Así había terminado aquella vez Berto su discursito sobre la ligereza. Siempre he tenido una maldita costumbre de retener las frases, no sé por qué, pero se me quedan pegadas en algún rincón del cerebro, como las notas que uno pega en el refrigerador para no olvidarse de comprar azúcar o café. Así permanecen en mi cabeza ciertas frases y, encima, aquélla fue la conclusión de un discurso y el preámbulo de otro. Yo andaba confundido con el rumbo de mi vida y, sin querer, mi estado provocó una reacción que provocó otra reacción.
Berto estaba en Lisboa y habíamos quedado en ver un partido de futbol en el café de João. Esa noche ganó el Porto, lo recuerdo porque era el equipo de Berto y estaba contentísimo. João, sin embargo, estaba triste. Ver perder al Benfica era como cuando te despiertas y descubres que la rubia no era más que un sueño, sentenció sirviéndonos nuevas cervezas. João siempre me ha parecido un poeta. Renata me llamó en algún momento y le anuncié que aún estábamos con lo del futbol. Lo mío siempre ha sido el béisbol, pero desde que estoy en Europa el futbol ha ganado su importancia, eso ella lo sabe. No sé cuántas cervezas habíamos bebido cuando, por fin, Berto y yo salimos del café.
Pero él estaba tan feliz que no tenía ganas de irse a casa. Renata volvió a llamarme y le dije que seguíamos hablando del partido. Sé que no le gustó, porque me soltó un “como quieras” antes de despedirnos y colgar. En realidad tampoco yo tenía ganas de irme a casa, por eso prefería seguir con Berto hablando de cualquier cosa, no sé, boberías. A él las cervezas y la victoria de su equipo lo tenían con los ojos chispeantes. Me hizo un rápido resumen del Porto en las ligas nacionales y de los jugadores que más le gustaban. Ése era el lugar donde él vivía; era su ciudad y su ciudad había ganado, concluyó cerrando un puño. Yo sonreí y lo invité a otra cerveza en la mía, afirmé, en mi ciudad: La Habana.
Esa noche lo llevé al rincón de Lisboa que he convertido en mi Habana y se sorprendió del parecido que tenían. Nunca lo hubiera pensado, dijo, hacía tanto que no veía su ciudad de origen que ya le quedaban pocos recuerdos, pero sí, había un Cristo y una lanchita que atravesaba las aguas para ir al otro lado. Casualmente, me dijo, cerca de mi Habana lisboeta había una famosa discoteca africana. ¿La conoces?, quiso saber. Yo no la conocía, pero la palabra discoteca nunca me ha llamado la atención, respondí, y Berto echó una sonrisita antes de afirmar que ese lugar era otra cosa, estaba seguro de que me gustaría, teníamos que ir juntos una noche y mejor cuando tocara algún músico angolano; él se informaría, porque yo tenía que conocer el sitio. Imagínate, una noche de estas Luanda y La Habana pueden estar nuevamente cerquita, concluyó.
Después de pedir las cervezas, estuvimos un rato redibujando La Habana sobre las aguas del Tajo, recordando cosas de allá, de nuestras vidas hasta que, en un momento, yo mencioné mis estudios. Me acuerdo de la cara que puso Berto cuando le dije que era ingeniero civil, pero que en Europa me había tocado reinventarme. Coherente, dijo sonriendo, me parece muy coherente. Y aunque yo no le veía la coherencia a mi transformación, igual sonreí. Tanto estudiar algo que ni me gustaba para terminar haciendo otras cosas que me gustaban menos. Con eso empecé y por ahí seguí, claro, tenía unas cuantas cervezas dentro.
Llevaba ya unos cuatro años en la empresa, pero este trabajo nunca me ha interesado. Incluso antes de empezar me costó un disgusto con Renata. Cuando me contrataron a ella le pareció muy bien. Después de pasar un tiempo haciendo esporádicos trabajitos por internet, dijo, finalmente yo iba a lograr insertarme, tener un sueldo fijo y comenzar una vida profesional. ¿Estar sentado frente a una computadora, vestido formalmente, haciendo trabajos de oficina y vendiendo productos al teléfono, era lo que mi mujer llamaba “vida profesional”? A mí aquello nunca podría interesarme, simplemente es lo único que encontré. Renata no pareció sorprendida con mi reacción inicial, yo era incapaz de alegrarme con nada, dijo, así que daba igual cualquier cosa. Cuatro años después yo seguía con la misma insatisfacción y, como si fuera poco, sobre mi cabeza giraban Renata y su maldito reloj biológico. Una bomba de tiempo que ella había activado, aunque sobre eso preferí no hablarle a Berto.
Casi sin darme cuenta Berto se había ido convirtiendo en un amigo. Mis relaciones personales se reducían a los mails que cruzaba con Lagardère o con los de Berlín, saludos por Facebook a algún que otro conocido, intercambios con los lectores de mi blog y charlas banales ya fuera en mi oficina, en el bar de João o en cenas con colegas de Renata. Mirado superficialmente podía hasta parecer que tenía una intensa vida social, pero no era cierto. Con Renata la comunicación se estaba volviendo cada vez más difícil y un amigo, lo que se dice un amigo, a mano no tenía. Fue seguramente por eso que, poco a poco, visita tras visita, Berto se fue convirtiendo en alguien muy importante para mí.
Aquella noche, él me escuchó soltar toda mi palabrada, que si el trabajo, que si mis viejos sueños de haber sido otra cosa, que hasta me estaba preguntando para qué me había ido de Cuba donde por lo menos estaba mi familia y había calor todo el año. Hablé y hablé como un loco y cuando terminé, él me miró sonriendo. No se me ponga así, ingeniero, dijo. Quizá una oficina no era el paraíso, pero millones de personas tenían esos empleos y así llegaban a fin de mes pagando sus facturas y saliendo a cenar de vez en cuando. Bien que podía sentirme afortunado de tener trabajo en medio de la crisis portuguesa porque, además, podía mandarle algún dinerito a mi familia. ¿Con tu mujer te va bien?, preguntó, y mentí moviendo la cabeza afirmativamente. Entonces no tenía motivos para preocuparme, dijo, había que darle a las cosas el peso justo que tenían. Los sueños de adolescencia, no eran más que eso: viejos sueños, pero la vida real era mucho más complicada. Yo debía ponerle un poco de ligereza a las cosas, porque si me ahogaba en un vaso de agua ¿qué iba a hacer cuando tuviera verdaderos problemas?
—Si te fuiste de Cuba, muchacho, es porque así tenía que ser y ya está, cuestión de circunstancias. Un hombre no siempre es dueño de sus decisiones, a veces es la vida quien decide —concluyó antes de girarse para buscar al camarero y hacerle un gesto.
Yo medio sonreí. Dos cosas me habían sentado mal en aquella conclusión. De una parte, la facilidad con que él reducía mis problemas a casi nada, cuestión de circunstancias. De otra, algo de razón llevaba con lo de la maldita ligereza. Cuando el camarero se acercó nos hizo saber, con una tímida sonrisa, que estaban cerrando. Pero Berto necesitaba otra cerveza y yo también, así que insistiendo, consiguió que nos sirvieran las últimas en vasos de plástico. Pagamos y nos fuimos a caminar junto al río por el carril de las bicicletas. Fue ahí, después de dar el primer sorbo, cuando Berto me dijo que tenía la impresión de que yo era demasiado severo conmigo mismo, pero que no debía ser así, porque cuando a la vida le daba la gana nos daba una vuelta y nos dejaba virados al revés; porque la vida a veces era quien decidía, reiteró.
—Te voy a hacer una historia que me sucedió en Angola…
No sé si fue por el exceso de cervezas o para demostrarme que mis problemas eran ridículos o porque de veras necesitaba hacerme el cuento y le pareció el momento adecuado. No sé. He pensado mil veces, pero no logro entender si el hablarme aquella noche fue un deseo consciente o un buen momento aprovechado. El caso es que Berto volvió con la historia de su enamoramiento, de cómo conoció en aquel pueblo angolano a la que luego fue su esposa. De cómo sus amigos empezaron a protegerlo y a ocultar sus fugas para verla. Yo ya sabía que los jefes no debían enterarse, pero que se enteraron, porque en un pueblo es imposible mantener secretos. Y lo llamaron a contar. Tenía que dejarla, no sólo porque aquello no era un campamento de vacaciones donde los soldados iban a buscar novia, sino porque no estaba claro con quién simpatizaba la familia de la mujer y podía ser peligroso. Pero ni ella ni su familia simpatizaban con nadie, me dijo Berto, eran simples comerciantes, lo habían sido siempre desde que un bisabuelo portugués había llegado a Angola. A ella el cubano le gustó y a él le gustó ella, así de simple. Él no era militante ni de la Juventud ni del Partido, por ahí no podían castigarlo, así que, después de la tercera advertencia, el mando decidió que sería trasladado de campamento. Todo aquello ya me lo había contado más o menos anteriormente y yo sabía que, al terminar la misión, cuando Berto y ella se habían rencontrado, habían decidido seguir juntos. Me pareció tan evidente lo que quería demostrarme que se lo dije. Le dije que tenía razón, la vida a veces es quien decide y en su caso había decidido que él no regresara a Cuba para quedarse con su mujer. Berto sonrió.
—No, esa decisión fue mía, ahora empieza la historia que quiero contarte —afirmó.
El día del traslado, Berto había salido de la unidad en una pequeña caravana. Viajaba en un camión con sus amigos a quienes les había tocado escoltarlo. En medio de la carretera cayeron en una emboscada. Todo había sido muy rápido, dijo. Y confuso. Hubo unos muertos, los otros tuvieron que saltar fuera del camión y echar a correr para protegerse. Él corrió hasta que escuchó un fuerte ruido y cayó al piso. Entonces sintió algo en una pierna. Era como si le hubieran tirado una fuerte pedrada que hiciera mucho daño. Había olor a pólvora y mucho humo, pero él ya no conseguía escuchar bien. La explosión le había afectado el oído, aunque él no se dio cuenta. No en ese momento, porque en ese momento era como si ya no estuviera. Fue un hueco dentro de la secuencia, afirmó, un espacio de tiempo desaparecido. De repente tuvo conciencia del dolor en su pierna y entonces volvieron las imágenes. Hubo otra explosión. Tierra, humo y un olor desagradable. Apenas podía moverse, no sabía de dónde sacó la fuerza pero así, medio atontado, logró arrastrarse hasta la maleza y alcanzar unos árboles donde se pudo ocultar. Desde su posición logró ver los camiones parados en la carretera, alguna gente disparando parapetada detrás de ellos y unos cuerpos tirados en el suelo. Su pierna izquierda estaba cubierta de sangre, le pitaba el oído, ya no podía más, pero tenía que salir de allí. Aquello no paraba. Estuvo arrastrándose durante un rato hasta que, ni sabe en qué momento, debió de desmayarse.
Cuando despertó delante de él había un negro de bastantes años que lo miraba fijamente. Él no supo si estaba soñando, o si estaba muerto y finalmente “el más allá” existía. Intentó moverse, pero el hombre lo tocó y entonces supo que estaba vivo, convaleciente dentro de un kimbo en alguna aldea perdida en cualquier sitio. Sintió, me dijo, como si hubiera despertado en otro mundo, en el último espacio existente de la tierra. Allí vivió el tiempo que demoró en recuperarse. No sabía dónde estaba ni qué día era, pero cada mañana aquel viejo señor lo visitaba para ponerle ungüentos y curarlo. Poco a poco fue conociendo a las personas de la aldea y, aunque no entendía el lenguaje que hablaban, recibía sonrisas, rostros amables. Aquél era como un país perdido en la memoria de alguien, me dijo, un sitio que, aunque quisiera, sabía que jamás sería capaz de encontrar ni en un mapa.
Cuando estuvo completamente restablecido pudo, por fin, partir. Un pequeño grupo de la aldea le sirvió de guía por la jungla hasta dejarlo encaminado. Luego siguió solo, pero ya había pasado demasiado tiempo. ¿Demasiado?, pregunté, y Berto dijo que sí, cuando llegó al primer sitio que podría llamarse pueblo, supo que habían pasado varios meses desde el día de la emboscada. Ya era demasiado tarde. ¿Tarde?, lo interrumpí, pero él no pareció escucharme, caminaba a mi lado hablando sin mirarme y así continuó. Es que la guerra lo trastoca todo, dijo. La guerra es el territorio de las últimas cosas, donde todo sucede por última vez. Un día puede equivaler a un año, varios meses a una vida, la vida se pierde en un segundo y una vez que ha pasado ese segundo nada vuelve al punto de partida. La vida decide, repitió. Y la vida había decidido que él ya nada tenía que ver con aquella guerra. Había decidido mandarlo herido al culo del mundo tan sólo para sacarlo de la guerra y él lo había entendido. Estaba fuera. Cuando después de miles de dificultades logró comunicarse con su mujer y cuando se encontraron, comprobó que nada había cambiado entre ambos. Ella le contó que había quedado embarazada, pero había perdido la barriga por el susto de perderlo a él. Fue entonces cuando él decidió que no regresaría a ninguna parte, que se quedaría con ella, porque así debía ser. Ella volvió a salir embarazada y el resto yo ya lo conocía.
Cuando terminó de hablar Berto se detuvo, bebió un trago de su cerveza y entonces me miró preguntándome qué pensaba de su historia. Yo estaba confundido. Era una experiencia durísima, pero de repente había cosas que no entendía. A mí también las cervezas me habían hecho su efecto y el caso es que no lograba entender del todo por qué no había vuelto con su gente. Por qué luego de pasar por aquella experiencia, no se había presentado para contar lo que había tenido que vivir y saber qué suerte habían corrido los suyos.
—¿Y tus compañeros? —fue mi respuesta.
No los había visto más, respondió; alguno cayó en la emboscada, de los otros no sabía porque, como ya me había dicho, luego pasó un tiempo en Luanda antes de partir hacia Portugal. ¿Pero por qué no volviste?, insistí yo. ¿Volver a dónde?, preguntó con un evidente gesto de molestia. ¿Volver a dónde?, si yo ya estaba cumplío.
Berto había pasado en Angola dos años de misión. Había hecho lo que tenía que hacer, me dijo, volver podía ser peor. Había dejado de ser confiable a causa de la mujer, reiteró, bien podría imaginarse qué iba a pensar el mando si aparecía después de meses de ausencia; no debía olvidarme que estaban en guerra y en las guerras todo adquiere dimensiones desproporcionadas, todo se trastoca. No, Berto Tejera Rodríguez no podía volver, afirmó, la vida había decidido sacarlo de aquel terrible juego y él había decidido comenzar otra partida, porque estaba cansado, sí, también estaba cansado.
Me quedé mirándolo sin decir nada. Tenía un montón de preguntas atragantadas y en la cabeza me daba vueltas el primer pensamiento que me vino mientras escuchaba su historia, el mismo que había tenido Renata tiempo atrás: Berto era un desertor. ¿Un desertor? De repente lo vi ahí tan chiquito y me pareció todavía más poca cosa. Estábamos parados junto al río y aquel hombrecito extraño me miraba con los ojos muy abiertos. Ahora no sé si era él o era yo, pero tuve la impresión de que alguno de los dos se movía ligeramente, que sin dejar de mirarnos alguno de los dos no estaba estable, quizá habíamos bebido demasiado. No sé. Quizá era la tensión, sí, porque en la forma de mirarnos había vuelto la tensión aquella que sentí la primera vez que hablamos. Berto me miraba de un modo extraño, pero yo no sabía qué decirle, no podía decir nada, sentía rabia y pena y ganas de no estar ahí. Eso sentía hasta que, de improviso, como si me hubiera estado leyendo el pensamiento, en su boca apareció una sonrisa triste.
—Tú querías conocer historias de la guerra y aquí tienes una; espero que no seas tan severo con los demás como lo eres contigo —dijo y terminó suspirando.
Ahí apartó sus ojos y dejó de mirarme. Yo suspiré como tomando impulso para decir algo, pero no supe qué; permanecí en silencio sin cambiar la vista. Lo vi menear el vaso de cerveza y apurar el último trago. En la guerra, continuó, uno ve cosas que no quisiera ver, ni el ayer ni el mañana existen, sólo un ahora donde lo único que importa es seguir viviendo. Me quedé mirándolo aún incapaz de decir nada. Seguir viviendo… De repente sentí como si un ruido sordo se instalara en mis oídos. Seguir viviendo… Yo quería decir algo, pero no supe qué, estaba como… detenido. Sí. El hombre detenido frente al extraño hombrecito que, finalmente, me ahorró el tener que encontrar las palabras justas con otra frase lapidaria.
—Pero ¿qué sabes tú de la guerra si ni siquiera has hecho el servicio militar? —concluyó—. Qué sabes tú… —repitió casi en un murmullo.
Ya no tuve necesidad de encontrar palabras. No había más que decir. Berto sonrió de mala gana. Con una mano levantó el vaso de cerveza, lo puso bocabajo y vimos cómo caía apenas una gota de espuma. Él hizo una mueca antes de agitar nuevamente el vaso, pero no cayó nada más. Sólo entonces volvió a mirarme y haciendo un gesto medio cómico afirmó: tú eres un buen muchacho y yo estoy medio borracho, mejor vamos andando, ¿no crees? Asentí y emprendimos el regreso.
En Lisboa, cuando es de noche, las luces de ambas orillas del río se reflejan en el agua. Berto y yo empezamos a caminar y enseguida él rompió el silencio afirmando que de veras aquella parte de la ciudad se parecía a La Habana, qué buena ocurrencia la mía, iba a llevar a su hija y a su nieto para que conocieran La Habana que se escondía en Lisboa. No mencionó más Angola, ni siquiera cuando pasamos frente a la discoteca africana de la que me había hablado. Yo seguía junto a él apenas asintiendo a lo que decía y así continuamos hasta que tocó despedirse. Él me dio un abrazo fuerte pidiéndome que saludara de su parte a mi señora.
—Gracias, Berto —conseguí por fin decirle de manera un poco apresurada—, por la confianza.
Él sonrió. Tú eres un buen muchacho y yo estoy medio borrachito, dijo nuevamente, y aunque imaginé que agregaría algo a nuestra anterior conversación me equivocaba. Berto me dio una palmada en un brazo y confesó que iba a tener que entrar a casa muy cauteloso para que su hija no lo viera en ese estado, pero bueno, agregó, el Porto había ganado y qué podía hacer un hombre sino celebrarlo con un amigo. Sonreí.
Esa noche yo también entré cauteloso a casa, aunque no hacía falta porque Renata hacía rato que dormía. Yo había perdido el sueño. Además, durante la caminata junto al río la brisa me había despejado un poco el efecto de las cervezas y tenía ganas de seguir. Me serví un ron y fui a beberlo asomado a la ventana.
Cada vez que me encontraba con Berto sus palabras se quedaban dando vueltas en mi cabeza, pero esa noche tenía una sensación todavía más extraña. De una parte no acababa de entender lo que él había hecho, y de otra me daba pena. De una parte me parecía que estaba buscando hacerse perdonar, pero de otra era como si quisiera convencerme de que no había nada que necesitara ser perdonado, y mucho menos por uno como yo que ni siquiera había hecho el servicio militar, como él había querido dejar claro. No sé. Todo aquello me confundía, pero la verdad es que no me creía con derecho a decir nada. Si un hombre decide cambiar el curso de su historia, ¿puede otro hombre juzgarlo? Eso me pregunté después de haber bebido un par de tragos de ron, pero como no encontraba repuestas volví a servirme y a mirar por la ventana. La vida, pensé aquella noche, también había decidido sacar a mi padre de aquel terrible juego, aunque a él no le había dado la posibilidad de empezar otra partida.
Si un hombre decide cambiar el curso de su historia, ¿puede otro hombre juzgarlo? Y yo qué sé, a mí qué me importa.