DESPUÉS de comer la gente se alborota en los aviones: conversan, van al baño. Vuelvo a la música, a ver, Jorge Palma, mi nariz portuguesa. Quiero estar lejos de todos. Sería perfecto si, con tan sólo un chasquido de dedos, pudiera hacer que desparezcan los otros o, en su defecto, hacerme desaparecer a mí. Berto hacía algo por el estilo: aparecía y desaparecía. Chac: ya no estoy. Chac: ya volví. Después de aquella conversación junto al río estuvo un tiempito sin volver y yo preferí no comentarle nada a Renata, porque ella había tenido razón en sus reticencias. Lo que él me había contado al inicio no era más que la punta del iceberg; la verdad era mucho más compleja, pero yo no tenía deseos de que mi mujer comenzara a especular y a llegar a conclusiones. La de Berto era una historia íntima que había decidido compartir conmigo, por tanto dentro de mí se quedaba. Lo único que me tenía inquieto era que él pudiera estar un poco disgustado, no sé, que se hubiera quedado con la idea de que me parecía mal su decisión de abandonar la guerra. Y yo no quería eso: no tenía ningún derecho a juzgarlo, por tanto no quería que pensara que lo estaba haciendo, pero por mail prefería no hablar de esas cosas.
Un día colgué una entrada en el blog que despertó unos comentarios desfavorables. Alguien escribió que no estaba de acuerdo con lo que yo decía, porque las cosas no habían sido exactamente así y luego otro lo apoyó. Por los argumentos y el tono, que era muy amable, eso sí, supe que se trataba de hombres de la generación de Berto. Entonces aproveché esa coyuntura para llamarlo por teléfono. Necesitaba contarle algo, le dije. Aunque mi intención principal era medir qué tal andaban las cosas entre nosotros. Él se mostró contento de escucharme.
Aquella conversación fue larga. Empecé contándole lo sucedido con el blog y por ahí seguí: mis lectores me habían hecho reflexionar sobre lo complejo que era intentar poner orden en aquella guerra. La historia es muy complicada, le dije. Cuando están pasando las cosas uno sólo puede alcanzar lo ínfimo que sucede a su alrededor y entonces no entiende nada. Cuando pasa el tiempo y alguien se pone a recopilar información para tratar de entender lo sucedido entonces, tampoco se entiende nada, porque hay más puntos de vista, fuentes que aseguran cosas que desmienten los otros y partes que no revelan la verdad. En fin, ¿dónde estará la verdad? Yo mientras más leía menos entendía, y mientras más escribía en mi blog más voces distintas aparecían para decirme que estaba equivocado, que no había sido exactamente así o que estaban de acuerdo porque así mismo era. Me pareció que Berto sonreía del otro lado del teléfono al decirme que me iba a volver loco pero, antes de hacerlo, debía comprender que ése era el problema de las guerras: tenían siempre varias verdades juntas y ninguna era suficiente para merecer ir a la guerra. Pero yo debía seguir con mi investigación, era importante.
—¿Tú sabes por qué a los gobiernos le gustan los jóvenes? —me preguntó—. Porque los jóvenes no tienen memoria, sus mentes están frescas y vacías, lo único que tienen es pasión y ésa no hay que ser un genio para saber manipularla. Por eso es importante la memoria, para no ser manipulados —concluyó.
Berto no parecía molesto conmigo y entonces aproveché, finalmente, para comentarle lo que más me preocupaba. Hace rato quería decirte una cosa, comencé como para tomar impulso. Él dijo dime y continué. Le agradecía enormemente su confianza hacia mí, él se había convertido en uno de mis mejores amigos y esperaba que no fuera a pensar que me parecía mal lo que me había contado la última vez que nos habíamos visto. Volví a sentir su sonrisa; él no pensaba nada, afirmó, la guerra estaba llena de historias y él tan sólo me había contado la suya. Yo era un buen muchacho y para él era como un hijo, no debía preocuparme. Sonreí aliviado. Antes de colgar anunció que volvería a Lisboa para el cumpleaños de su hija, que me avisaba para vernos. Dije que por supuesto y nos despedimos.
Berto me había devuelto la calma, no parecía disgustado y, como siempre, me había dejado pensando. Era importante lo que hacía. Los años que siguieron a lo de mi padre yo había vivido pendiente de lo que sucedía en la guerra, pero cuando ésta terminó, casi sin darme cuenta, fui olvidando. A mi padre no, desde luego, a la guerra. Como en los noventa ya ni se hablaba de ella, también yo la fui dejando atrás. Era un susurro lejano, como una herida a la que has puesto encima un parche para que aguante y si no entendiste qué provocó la herida, no importa: aprieta duro el parche. Así pasé, ¿cuántos?, no sé, más de diez años, todos los noventa hasta que me fui a Berlín y un día… Chac: ya no estás. Chac: volviste.
Llevaba ya un tiempo en Berlín cuando, una tarde, pasé con Renata junto a una zapatería del centro y a ella se le antojó probarse unas botas. Entramos y, mientras se fue a hablar con el dependiente, yo me senté a leer. Cuando el tipo trajo las botas, Renata se las puso y dio unos pasos: ¿cómo me quedan?, preguntó. Levanté la cabeza para mirarla: preciosas, respondí. ¿Ernesto?, dijo el dependiente. Entonces lo miré y, para mi sorpresa, ante mí había un mulato con una cara que yo conocía perfectamente. No me lo puedo creer, dije levantándome, y casi gritando agregué: ¿Baby Ranger? El mismo, asere, dijo él mientras abría los brazos.
Baby Ranger ya no es tan flaco como para merecer el “baby” ni se viste de militar como para merecer el “ranger”. Ahora es un tipo robusto, de cabeza medio rapada, que usa pulóveres ajustados para mostrar sus músculos definidos. Esa tarde quedamos en contacto y ya el sábado siguiente estábamos cenando en su casa. Mi amigo llevaba años viviendo en Berlín con su esposa Anna, una alemana corpulenta y blanquísima, y sus dos hijos varones, que hablan español con un acento cubano simpatiquísimo. Aquella noche fue como una puesta al día donde cada uno resumió más o menos los años sin vernos. A principio de los noventa, todavía en La Habana, Baby Ranger se había metido a “pintor de paisajitos”, así dijo. Un día llevó uno de sus dibujos a un amigo, que era artesano y tenía un puesto en la feria, y éste le propuso que intentara vender algo. Baby Ranger estaba desesperado, la crisis lo estaba llevando muy mal, así que lo intentó y apenas vendió el primero se dijo que aquello era lo suyo. Él no quería ser Picasso ni exponer en los museos, lo que necesitaba era ganarse unos dólares y lo estaba consiguiendo. Así, un buen día apareció Anna que estaba de vacaciones y le compró un cuadrito en la feria, después volvió y le compró otro y él la invitó a una cerveza y ella aceptó y así, boberías van, boberías vienen, se empataron. Pero Anna tuvo que partir. Y llamaditas van, llamaditas vienen. Conclusión: que ella volvió a la isla, se casaron y se fueron juntos a Berlín.
Yo estaba feliz de haber encontrado un viejo amigo y Renata también porque de repente, decía, en Berlín había algo que me era familiar, que era parte de mi vida antes de que nos conociéramos. Antes de conocerte nada valió la pena, le decía yo, y ella me llamaba mentiroso. Antes de ti todas fueron unas brujas malvadas que nunca amé de veras y ella me mandaba a callar mientras desabotonaba mi camisa. Nuestra relación andaba bien. Todavía bien. Maravillosamente bien.
Baby Ranger y yo empezamos a vernos de vez en cuando para tomar cervezas y seguir conversando. Para él también había sido importante encontrarme, porque en Berlín tenía amigos cubanos, pero yo pertenecía a una época especial: inolvidable, decía. El tiempo en que nada era más importante que hacer maromas para robarnos el carro del padre del Ranger e irnos a las discotecas a conocer muchachas. ¿Te acuerdas? Y yo: claro. Me acordaba de eso y de mis reticencias, de haber sido el serio del grupo, el “consciente” como me llamaba a veces Lagardère. Tú no podías ser de otro modo, me dijo Baby Ranger una tarde, porque tú llevabas sobre la espalda un peso que nosotros no teníamos y que yo entendí de verdad mucho después, afirmó, y entonces se quedó muy serio.
—¿Tú sabes que yo estuve en Angola, Ernesto?
No, yo no lo sabía. Él recorrió despacio con su mano esa especie de alfombrilla de un milímetro de pelo que cubría su cabeza como si con ese gesto pudiera hacer que le saliera melena. Dijo que yo no imaginaba lo mucho que había pensado en mí cuando estaba en Angola, porque se acordaba perfectamente de cuando les conté sobre mi padre, en la casa de tabaco en la escuela al campo. Y mi padre, eso iba a sorprenderme, dijo, pero mi padre había sido su ángel protector cuando él estaba en Angola, porque así lo sentía él, afirmó golpeándose con el puño encima del corazón.
Baby Ranger había dejado el pre para ponerse a trabajar hasta que lo llamó el Servicio. En el Comité Militar asistió a una larga reunión donde les explicaron que eran tres años, pero de hacerlo en Angola se reducía a dos. Les hablaron del Che y de Máximo Gómez y de la solidaridad con los pueblos y del paso al frente. Y mi amigo que adoraba los uniformes de camuflaje, que disfrutaba vistiéndose de militar tan sólo para recoger tabaco en el campo, que había pasado años queriendo ser el bárbaro de la película, de repente salió de la fila. Dio el paso al frente. Yo me voy pa’ Angola, dijo, y tres días después tuvo que presentarse con su cepillo de dientes para pasar un concentrado militar de cuarenta y cinco días en Pinar del Río. En la misma provincia donde habíamos estado en el campo, sólo que esa vez a él le tocaba recibir instrucción militar básica. Algún domingo tuvo visitas familiares, como en las escuelas al campo, y una vez terminado el entrenamiento pasó unos días en el monte, en lo que llamaban “supervivencia”, caminando kilómetros y aprendiendo la vida de guerrilla. Una semana antes de viajar les pusieron a todos varias vacunas y les dieron esos días de vacaciones que él aprovechó, según sus palabras, para comer y templar lo más que pudo.
Hasta ahí, todo lo que me contó me había sonado familiar. Increíblemente todo. Yo no hice el Servicio, como bien me hizo notar Berto aquella vez, pero eso no me excluyó de las preparaciones militares. En el último año de la universidad y ya con la tesis comenzada, muchachos y muchachas teníamos que interrumpir las actividades docentes para pasar casi dos meses en un concentrado militar. Era una asignatura más del curso y de allí salíamos creo que sargentos. Por algún rincón de mi antiguo cuarto deben estar mis charreteras. Mi concentrado lo pasé en una unidad en las afueras de La Habana donde teníamos que presentarnos cada mañana, vestidos de milicianos, para recibir clases de táctica, orientación en el terreno, tiro con Kalashnikov y otras materias. Sólo dormíamos en la unidad cuando teníamos guardia, pero éstas eran nocturnas así que, entre el fin de las clases y la llamada a la formación, aprovechábamos para escaparnos a la playa que estaba cerca y a veces se nos hacía tan tarde que llegábamos con el culo de los uniformes medio mojado; pero allí estábamos, listos para recibir el fusil y pasar horas de puro aburrimiento cuidando el comedor, el polvorín o cualquier otra posta. Nuestro concentrado también terminaba con la “supervivencia” en el monte, preparando emboscadas para los otros pelotones, asaltando supuestos sitios estratégicos, cosas así. Me acuerdo que, en una de ésas, mi escuadra cayó en una emboscada de gente de Arquitectura y a varias muchachas las tomaron presas, pero cuando hablamos por radio para el canje de prisioneros, se negaron a volver porque, según dijeron, los de Arquitectura les habían brindado ron y eran más bonitos que nosotros.
Sé que mientras Baby Ranger me iba contando sus días en el concentrado militar, los míos me habían estado dando vueltas en la cabeza. Ambos habíamos recibido casi la misma preparación, pero Berto tuvo razón cuando dijo que no sé nada de la guerra. Yo simplemente jugué a hacer emboscadas en guerritas de mentira, y después de pasar el concentrado regresé a la universidad para terminar el último año. Baby Ranger, sin embargo, después del concentrado y de la semana de vacaciones volvió a su unidad militar. Era agosto de 1987: yo estaba a punto de empezar el primer año de ingeniería, él se montó en un avión y se fue para Angola.
Baby Ranger tenía dieciocho años cuando llegó y, por fortuna, todo el tiempo se lo pasó en Luanda, metido en una unidad, esperando que en cualquier momento los formaran para decirles que tenían que partir al frente. Si surgía una emergencia en el sur, me explicó un día, no había tiempo de trasladar a la gente desde Cuba, por eso tenían muchas tropas en Luanda, preparadas y esperando. Así vivió él, siguiendo los entrenamientos y dedicando su tiempo libre a pintar, fue ahí donde le dio por los paisajitos, y a masturbarse, que es una de las actividades principales del soldado. Y mientras escuchaba las historias que llegaban del frente, no dejaba de contar los días que faltaban para su regreso.
—Tuve que crecer, Ernesto, aprendí mucho, pero te digo una cosa: si uno de mis chamas viene y me dice que se quiere ir pa’ una guerra, le parto la boca de un trompón. La guerra no puede ser una manera de aprender, qué cojones, eso es mierda. Mis hijos que aprendan en la universidad.
Además del recuerdo de los viejos tiempos, rencontrarme con él fue lo que me despertó nuevamente las ganas de tratar de entender cuál era el agujero por donde mi padre había desaparecido. Porque Baby Ranger fue la primera persona que me habló de su experiencia directa pero luego, además, me presentó a sus dos mejores amigos, y con ellos la guerra se volvió un tema de conversación. Vladimir, el Coral negro hijo de Obatalá como él se denomina, o el Vlado, como le decimos nosotros, también hizo el Servicio en Angola. Y Felipe, el mayor de todos nosotros que, aunque no estuvo, conserva un montón de recortes de periódico sobre el tema, porque le gusta la historia. Bueno, la historia y las mujeres, Renata lo llama el “Don Juan Canoso”.
Al menos una vez al mes, Baby Ranger reunía en casa a las familias de sus amigos y Renata y yo pasamos a integrar el grupo. Aquellas noches Anna preparaba una gran mesa para niños y adultos. Luego venía una parte musical, donde el Vlado e incluso yo, a veces, acompañábamos a la guitarra las canciones que cantábamos a coro. Poco a poco los niños pequeños se iban quedando dormidos; venía la modorra colectiva, pero también las conversaciones que más me interesaban.
El Vlado me dijo una noche que cuando lo cogió el Servicio y le hablaron de Angola lo primero que pensó fue que ésa era una posibilidad de viajar al extranjero. Por eso dijo que sí y terminó en la guerra, en el sur. Y aun cuando a él sí que le tocó tirar tiros porque allí estaba la cosa seria, no se arrepiente de haber ido, aunque no cree que volvería. Para extranjero prefiere Berlín sin guerra. Estuvo en Angola más o menos en el tiempo del Baby, finales de los ochenta.
Diez años antes fue el turno de Felipe, que era rockero, tenía el pelo largo y escuchaba música en inglés de emisoras extranjeras, por lo cual siempre lo acusaban de “diversionismo ideológico”. Felipe se negó a ir a Angola y cuando el oficial que lo estaba reclutando quiso saber por qué, mintió: su madre estaba muy enferma, prefería quedarse cerca de casa. El oficial no quedó muy convencido pero terminó mandándolo a una base aérea habanera como mecánico de radio de los aviones MIG, aunque sus tres años se prolongaron un poco más, eso sí. Fue el castigo que le aplicaron porque, como él dice, no tenían por dónde cogerlo, él no era de la Juventud. Lo suyo siempre ha sido el Peace and love y de adulto, esto lo jura, sólo ha tenido el pelo corto cuando estuvo en el verde, aunque ahora peina canas.
Hablando y hablando, Baby Ranger, el Vlado, Felipe y yo nos hicimos muy amigos y formamos nuestro “clan de Berlín”. Sé que a Renata le caían bien, aunque una vez me dijo que encontrarlos había sido el principio de nuestro fin, el inicio de mi obsesión con el pasado, porque fue cuando empecé a buscar libros e información en todas partes. Quizá. Lo cierto es que para mí el clan fue un impulso que, evidentemente, necesitaba para arrancarme de una vez el parche y hurgar en la herida. Una noche nuestra conversación se puso muy caliente. A veces discutíamos, sí, aunque no eran broncas serias, eran charlas que, endulzadas con ron, iban subiendo de tono. Aquella noche el Vlado estaba exaltado. Él sí había tenido que tirar tiros, dijo, Felipe no fue y Baby Ranger la pasó en Luanda, pero a él le había tocado jugársela, todavía oía los cohetes, coño, y conoció gente que nunca regresó y sus caras todavía las veía aquí, dijo golpeándose la cabeza con las manos, y eso sólo podíamos entenderlo él y su consorte Ernesto que había visto la muerte. Ahí me miró con los ojos enrojecidos; yo preferí callar. Él sí que era hombre a todo, continuó, y no un friqui friqui de pelo largo que se esconde pa’ no jugársela. Fue entonces cuando Felipe se puso de pie y, con la mirada un poco perdida pero apuntando el índice hacia el Vlado, gritó que no le faltara el respeto, había que ser muy hombre pa’ negarse a ir a la guerra y como él tenía bien puestos los cojones se había negado arriesgándose a cualquier consecuencia, porque él no necesitaba un fusil pa’ demostrar que era macho, prefería acostarse con una pila de mujeres. Fue el turno de Baby Ranger, que macho de qué, dijo levantándose; todos no fueron por demostrar eso, él no tenía que demostrar ná, había ido porque a aquella gente había que ayudarla y además, ahí gritó, porque le salió de sus cojones, ¡qué carajo!
En ese momento Anna volvió a la sala. Cuando el nivel de alcohol comenzaba a subir, las mujeres solían retirarse a acomodar a los niños y hablar de otras cosas. Esa noche Anna regresó y nos echó de casa. Si queríamos gritar, dijo, todos a la calle. Baby Ranger la miró pero aquella robusta alemana levantó un brazo señalando la puerta y él, haciendo un gesto de disculpa, agarró la botella. Los otros lo seguimos en silencio.
Anna tenía su razón pero nosotros teníamos la nuestra, porque ésa no era una noche cualquiera. Era febrero de 2002. Felipe había llegado a la cena con un recorte de periódico que anunciaba la muerte de Jonás Savimbi y, con ésta, el fin definitivo de la guerra civil angolana; y aunque hacía rato que Cuba había salido de allí, aquel nombre fue un fantasma para nosotros durante demasiados años: Savimbi, Savimbi, Savimbi…
Afuera hacía frío. Nada como el frío de una noche en Berlín para calmar pasiones caribeñas. Caminamos. Vlado pidió disculpas a Felipe, éste a Baby Ranger y éste a mí porque mi padre, bla, bla, bla. Le quité la botella de las manos y bebimos en nombre de lo más sagrado que conozco: la amistad. No sé qué vueltas dimos, pero terminamos en la Alexanderplatz. Era tardísimo. En un momento me pregunté en alta voz para cuánta gente en Berlín aquella noticia de la mañana, aquel nombre, Savimbi, significaba algo.
—Y sin embargo —dijo Felipe—, en esta ciudad Europa se repartió África en el siglo diecinueve.
—Y aquí tumbaron el muro de la Guerra Fría —agregó Baby Ranger.
—¿Y pa’ qué los cubanos se metieron en esa guerra, a ver? —comentó el Vlado.
—¿Y por qué coño no nos retiramos antes? —dije yo, antes de pasar la botella para seguir bebiendo mientras contemplábamos el despertar de un Berlín calmado y frío.