II. PRIMERA MEMORIA

¿CÓMO llegamos hasta aquí? Coloco el sombrero en mi cabeza, me pongo los audífonos y Paulo Flores empieza a cantar. Nada mejor que un angolano como compañía en este viaje. Tengo mucho tiempo para pensar.

Mis padres se conocieron en los sesenta cortando caña en uno de esos masivos trabajos voluntarios que comenzaron a organizarse en los primeros tiempos de la revolución y que acabaron por convertirse en rutina. Mami contaba que papi solía presumir de la tremenda suerte que había tenido de que esa criollita se fijara en él, porque ella era eso: una perfecta criollita. De las que paraban el tráfico. Blanca de piel tostadita, de pelo negro y largo, cejas espesas, caderas anchas y curvas bien formadas. Mientras que él era un tipo flaco, blanco, de mucho pelo en el pecho, nariz larga y huesos pronunciados. Dicen que yo me le parezco, sobre todo en la cara y en la nariz, aunque ya no soy tan flaco a pesar de que corro y me castigo haciendo abdominales. Según mi madre aquel muchacho tenía una extraña ternura en la mirada que le resultó atractiva. Por eso, en lugar de hacerle caso a los otros que levantaban enérgicos el machete y se apuraban en alcanzarle un poco de agua cuando ella se pasaba la mano por la frente para limpiarse el sudor, se fijó en él, que no tendría muchos músculos, pero sí tremendo entusiasmo y, sobre todo, recalcaba, una sonrisa linda, una mirada tierna y unos comentarios sutiles. El músculo no hace al hombre, decía él, o al menos no el músculo del brazo. Una breve pausa antes de concluir: es el músculo del cerebro, no sean mal pensados.

El corte de caña duró varios días. Tiempo suficiente para que la muchacha, que luego sería mi madre, pudiera reír a gusto con los chistes del que luego sería mi padre. Ya de regreso, sin embargo, cuando él la invitó al cine, ella lo rechazó. Dice que fue como si en algún sitio de su cabeza estuviera escrito que una mujer no acepta a la primera. Pero eran los sesenta y mami pertenecía a una nueva generación que no quería repetir viejos comportamientos. Así pues, antes de que él acabara de digerir el no, ella se había inventado que en realidad pensaba ir con una amiga a la cinemateca y que, bueno, si él estaba por ahí, quizá podían caminar los tres un rato.

Ella llegó tempranísimo al cine y se quedó afuera, como quien no quiere la cosa, esperando que él llegara para comunicarle que, al final, su amiga no había podido ir. A la hora del inicio de la sesión, tuvo que entrar. En la película actuaba Marcello Mastroianni, pero a pesar de que a mami le encantaba, no pudo concentrarse en la historia porque estaba furiosa, no le cabía en la cabeza que el otro no hubiera llegado a tiempo. Lo peor fue que a la salida tampoco lo vio. Había decidido apartarse en una esquina para esperar, pero cuando ya no quedaba nadie, no le quedó más remedio que irse, echando chispas, claro. ¡Cómo se le ocurría dejarla plantada!

Días después él fue a visitarla a su trabajo. Quería saber si había ido al cine y, en caso afirmativo, disculparse, porque lo habían “movilizado”. Ésa es una palabra que también se puso de moda en aquellos tiempos. Mi padre, como tantos, pertenecía a la Reserva Militar y después de la invasión de Bahía de Cochinos y de la crisis de los misiles y después y después y después, las personas eran llamadas a hacer ejercicios militares que las preparaban para la defensa de la isla. A eso se llamaba “movilizar”.

Aunque mi padre siempre mantuvo como real su versión de los hechos e incluso le gustaba adornarlos con anécdotas donde a él se le veía arrastrándose por el fango con un fusil a cuestas mientras pensaba en ella, mami sospechaba que aquello no había sido más que una treta del flaco para conquistar a la criollita que, efectivamente, no pudo resistir mucho. Unos días más tarde fueron juntos a la cinemateca, aunque tampoco esa vez la que sería mi madre pudo concentrarse en la película, porque a poco de comenzada ya se estaban besando por primera vez. Era eso, justamente, lo que mi padre llamaba “tener un buen músculo en el cerebro”. Sí señor.

Después de comenzada su historia, mis padres fueron descubriendo que tenían muchas cosas en común. Demasiadas, solía decir mami con una sonrisa triste. Ambos disfrutaban yendo al cine y reuniéndose con amigos. A él le gustaba hacer chistes y a ella reírse. Compartían ideales políticos y estaban convencidos de ser parte del proceso de construcción de una nueva sociedad, incluso de un nuevo mundo, y de lo importante que era participar en lo que fuera necesario: un corte de caña, un entrenamiento militar, una guardia nocturna o una caminata en saludo a cualquier fecha histórica, daba igual, lo importante era construir el futuro país donde crecerían sus hijos.

Una noche, cuando Renata y yo aún vivíamos en Berlín, me puse a buscar en internet información sobre los años sesenta y las independencias africanas. A ella le resultó tan interesante que se sentó conmigo y estuvimos un buen rato leyendo. El día que me aparecí en casa con los primeros libros de historia me miró con cierto recelo preguntando si pensaba volverme un especialista; luego me regalaron aquellos viejos recortes de periódico y afirmó que empezaban a no gustarle tanto mis nuevas amistades, aunque no todas eran nuevas. Cuando creé mi blog sobre la presencia de los cubanos en África ya le pareció excesivo. Yo quería hacerme daño, dijo, me iba a enfermar de “obsesión con el pasado”, como lo llamaba. Renata no quería entender. No sé si será porque es peruana, pero siempre le ha costado entender que en mi país comimos, almorzamos y desayunamos con la Historia, que la Historia se metió en nuestras camas, en las familias, en nuestros juegos infantiles, que se nos pegó a la piel. Y que me hizo crecer huérfano. Por eso yo necesitaba entender. Al menos algo.

Cuando mis padres se besaron por primera vez, ya Cuba había sido expulsada de la OEA, tenía el embargo de Estados Unidos y comenzaba a destacarse como líder dentro del entonces llamado Tercer Mundo. Era la Guerra Fría. Unos meses antes de aquel beso en la cinemateca, Ernesto Che Guevara había pronunciado en Naciones Unidas un discurso que se hizo muy famoso, ése donde la humanidad decía basta y echaba a andar. De ahí él echó a andar en un largo viaje que incluyó ciudades africanas en las que tuvo encuentros con dirigentes de los movimientos de liberación de los países aún colonizados. Por supuesto que mis padres no conocían personalmente al Che Guevara, pero ya eran novios cuando, a su regreso del viaje, declaró que dejaba la vida política cubana para dedicarse a cortar caña. Era 1965. A partir de ese momento parecía que al Che se lo había tragado la tierra.

Un día de ese mismo año anunciaron que un golpe de Estado había derrocado a Ben Bella, el primer presidente que tuvo Argelia después de su independencia. Pocos años antes de que mis padres se conocieran, él había visitado Cuba y mami contaba que ella y sus amigas se habían quedado encantadas al ver por televisión a los guardaespaldas que traía, unos jóvenes altísimos y preciosos que parecían artistas de cine. Cuál no fue su sorpresa, tiempo después, cuando mi padre le había contado que un día, estando él con un amigo en el comedor de la universidad, vio aparecer a Fidel Castro, Ben Bella y toda una comitiva y se acercó con otros jóvenes para saludarlos.

—Tu padre le dio la mano a un presidente —decía mami orgullosa.

Después del golpe de Estado, Castro recordó en un discurso aquella visita de Ben Bella y la amistad que unía a los dos países. Fue así como mis padres y todos los demás se enteraron de que Cuba había ayudado a la Argelia independiente enviándole equipamiento y personal médico, pero además armas e instructores militares. Aún ninguno podía imaginar que un día también mi padre llegaría a África, porque Argelia fue la puerta al llamado “internacionalismo proletario” que en los años sucesivos iría tomando fuerza hasta convertirse en otra práctica rutinaria.

En sus primeros tiempos de noviazgo, la que sería mi madre estaba terminando arquitectura. El que sería mi padre trabajaba de dibujante y en las noches seguía estudios de ingeniería civil, de la que años más tarde se graduó. Mi padre siempre estaba construyendo cosas. Los papalotes que me hacía cuando yo era niño eran los más lindos del barrio. Y mami aún conserva alguno de sus mensajes de amor. Contaba que a veces sonaba el timbre de la puerta y al abrir veía en el piso una casita o un puente hechos de cartón con pequeñas lengüetas que podían moverse para, por ejemplo, abrir una ventana y dejar visibles frases del tipo: “dicen que los caballeros las prefieren rubias y es porque no te han visto a ti, my fair lady”; “llévame al este del Edén a vivir la dolce vita, eres mi vértigo, mi ángel exterminador”. Mi padre no era un poeta, pero le encantaban las películas.

También yo me gradué de ingeniería civil. La única diferencia es que a mí no me gustaba. Hubiera preferido estudiar otra cosa. Letras o historia del arte, por ejemplo. Incluso alguna vez soñé con ser escritor. Y escribí poemas, garabateé cuartillas, soñé y soñé. Puros sueños vanos. A mí me tocó ser ingeniero civil como el héroe de la casa. Y eso fue lo que hice.

Una vez Renata me dijo que, cuando nos conocimos, yo enseguida quise ver a mis padres en nosotros y eso me dio gracia porque algo de razón tenía. A Renata la conocí en La Habana de mediados de los noventa. Yo andaba en una especie de delirio. Cansado de que mis novias terminaran dejándome, había optado por el sexo sin compromiso, hasta que una noche fui a un concierto en la Casa de las Américas y de ahí a la fiesta donde conocí a Renata. Y algo ocurrió. De aquella mujer me gustó todo: su cara y su pelo negro, su cuerpo y la manera en que sus ojos brillaban. Sus labios. Su manera de hablar: Renata llevaba tiempo viviendo en Cuba y su acento era ya una mezcla cubano-peruana. Le gustaban los libros, el cine y la música de U2. Para terminar: era dos años menor que yo y estudiaba arquitectura. Ingeniero civil y arquitecta, dos años de diferencia, justo como mis padres. Me pareció tan perfecta que, en lugar de lanzarme a la conquista, no pude hacer más que mirarla mientras hablaba. Luego la acompañé a su casa como buen caballero, nos dimos los teléfonos. Y nada más.

Mucho tiempo después, cuando ya éramos novios, estábamos una tarde sentados en la Plaza de la Catedral y, en un ataque de alarde, le dije haber leído tanto que para mantener una conversación interesante me bastaba con tomar apenas los títulos de los libros y enlazarlos con pocas palabras. Ella me miró alzando las cejas y yo sonreí.

—Esta es una importante conversación en la catedral —comencé diciendo—. Cuando perdí la edad de la inocencia me convertí en un don Juan Tenorio. No sabes la vorágine que viví, sexus, plexus, nexus, ya ni me sentía en el reino de este mundo, hasta que te conocí. Ahora ando en busca del tiempo perdido, quiero vivir contigo las mil y una noches.

Cuando terminé, ella me miró con una expresión cómica. Y así habló Zaratustra, concluyó sonriendo. Esa tarde yo inventé el juego de los títulos que luego nos acompañó durante años. O pretendí inventarlo. A mi padre le gustaban las películas. A mí los libros. Uno suele repetir ciertos modelos, aunque prefiero pensar que es una simple coincidencia. Que tanto él como yo nos inventamos un juego para enamorar a nuestras muchachas.

Cuando mis padres empezaron su noviazgo, mami vivía con mis abuelos en la casa donde yo crecí. Y sé que, desde el principio, el viejo se llevó bien con el que iba a ser mi padre, sobre todo porque a ambos les gustaba el ajedrez. Una noche, mi futuro padre se quedó para echar una partida con su suegro y por eso estaban todos juntos escuchando la radio cuando Fidel Castro leyó en público la carta de despedida escrita por el Che Guevara. Aquélla que empezaba diciendo que se habían conocido en casa de María Antonia y terminaba con que otras tierras del mundo reclamaban el concurso de sus modestos esfuerzos. Yo la carta me la sé casi de memoria, porque en la escuela teníamos que leerla todos los años. Ésa y otras tantas y alguno que otro poema y fragmentos de discursos políticos. En la memoria de mi generación está grabada buena parte de la bibliografía revolucionaria.

En la memoria de mis padres, sin embargo, quedó grabado aquel día, porque fue un momento de extrañas emociones. Después de escuchar la lectura, todos en casa se quedaron sin palabras. Hacía meses que no se sabía dónde estaba metido el Che y de repente aparecía una carta con la que renunciaba a sus cargos de dirigente político en Cuba, porque quería seguir luchando en otros sitios. El Che no andaba cortando ninguna caña como anunció antes de irse: estaba intentando organizar una guerrilla en el Congo, aunque nadie podía imaginarlo, porque todo era secreto, ssshhh.

Mis padres fueron novios alrededor de dos años en un tiempo en que el mundo estaba cambiando. Ella se maquilló los ojos y recortó sus vestidos. Él se cortó el pelo bajito y dejó que creciera su bigote. Por las afinidades que existían entre ambos, en 1967 decidieron casarse y como luna de miel les bastó un fin de semana en la playa y los conciertos del encuentro de la Canción Protesta que se hizo en la Casa de las Américas.

Años más tarde, luego de un concierto en ese mismo sitio yo había conocido a Renata y habíamos empezado a salir. Vivía alquilada en un cuarto de un apartamento del Vedado y lo mejor, según dijo, era que tenía salida independiente, así que los propietarios no se enteraban de quién iba a visitarla. Yo demoré un poco en conocer su cuarto. En las primeras salidas sólo hablamos, luego la acompañaba a su edificio y me iba. A mí cuando una mujer de veras me gusta no sé qué decirle ni cómo hacerlo. A ella, aunque lo supe luego, cuando le gusta un hombre le da por hablar.

Renata es hija de peruana y alemán y si quiso estudiar en La Habana fue porque allí sus padres se habían conocido por casualidad y de ahí habían partido juntos a Lima donde ella nació y donde, poco después, terminó el idilio. El padre regresó a Berlín y la niña lo visitaba en las vacaciones. Una noche me contó que, antes de su partida a Cuba, su madre le había dicho que no hiciera como ella, nada de irse al Caribe para terminar con un alemán, porque los cubanos debían ser mejores. Ahí llegamos a la entrada de su edificio. Me detuve frente a ella con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y, sonriendo como un idiota, le pregunté si había encontrado a algún alemán. Ella también sonrió. No, dijo, es que busco a un cubano, pero de los buenos, no de los que te quieren caer encima en la primera salida, a ésos ya los conozco. Quise saber entonces cuántas veces habíamos salido nosotros. Renata cruzó los brazos: seis veces, dijo, como si hablara con mayúsculas. Y como no se me ocurría qué responder, saqué mis manos de los bolsillos, las puse sobre sus hombros y la miré: tú me gustas mucho, ¿sabes? Ella suspiró. Coño, dijo con un acento perfectamente cubano, pensé que iba a tener que decírtelo yo, sube, anda. Así empezó nuestra historia.

Un día se le ocurrió llamarme “el hombre detenido”. Dijo que mis movimientos y reacciones eran tan lentos que, de no ser por ella, no estaríamos juntos. Aquello nos dio risa. Yo traté de defenderme: no era detenido sino demorado, porque nací el último día de una década. Y eso nos dio más risa todavía. Luego, después, el “hombre detenido” pasó de ser una broma a un reproche y ya lo del cierre de la década no le hacía tanta gracia, pero es cierto, yo nací el 31 de diciembre de 1969.

Mis padres se habían quedado a vivir en casa de mami después del matrimonio. Poco después murió mi abuelo. Dicen que el viejo tocaba bien la guitarra y abuemama decidió regalársela a papi, que estaba interesado en aprender, pero por más intentos que hizo éste, acabó desistiendo. Entonces la guitarra fue guardada encima del armario del cuarto de mis padres, donde permanecía esperando las fiestas porque aquella casa se había convertido en el punto de reuniones familiares. Mami es hija única, pero por el lado paterno eran siete varones, “la banda de la M” les decían: Melquiades, Mayito, Martín, mi padre Miguel Ángel, Marino, Manolito y Miguelito. Aunque a todos les gustaba la cantadera, los músicos oficiales eran dos: Manolito, el afinado, cuyo repertorio no pasaba de temas románticos de los Formula V o de Juan y Junior, que en los sesenta se hicieron famosos en la radio nacional porque estaba prohibido poner música en inglés; y Miguelito que, también por eso, había empezado a escuchar a escondidas a los Beatles, y mientras destrozaba sus canciones, ya que siempre ha cantado mal, soñaba con poder verlos algún día. Una vez me dijo que el año en que nací se habían roto sus sueños: su primera novia lo había dejado y los Beatles tocaron juntos por última vez. También ese año fue el festival de Woodstock, se creó la orquesta cubana Los Van Van y en Europa Serge Gainsbourg y Jane Birkin causaron furor y escándalo con su Je t’aime, moi non plus. No sé si a mis tíos les interesaba esa canción, sí sé que a Manolito siempre le gustaron Los Van Van y que Miguelito la hubiera pasado bien en Woodstock.

Era 1969. En Cuba ya era costumbre poner nombre a los años y aquél fue “el año del esfuerzo decisivo”, que nada tenía que ver con el movimiento provocado por el ritmo de Los Van Van y mucho menos con los gemidos de Jane Birkin en la famosa canción francesa, sino con la llamada “zafra de los diez millones”; una nueva etapa de trabajo colectivo que puso a media isla a cortar caña para alcanzar los diez millones de toneladas de azúcar anunciados por el Comandante. En diciembre la zafra estaba en su apogeo y había que concentrarse en el trabajo, así pues, el gobierno aplazó las fiestas al verano. Y aunque, al final, la zafra resultó un fracaso, las Navidades tampoco volvieron. Mi madre no estuvo en la zafra por razones obvias, pero mi padre sí y cortó caña con el entusiasmo de quien está construyendo algo grande y, además, acababa de ser padre, porque su primer hijo, yo, había llegado el último día de ese año y me nombraron Ernesto. Igual que tantos cubanos nacidos a raíz de su muerte, me llamo como el Che Guevara: Ernesto. Como el guerrillero heroico, Ernesto. Como el que fue a hacer revoluciones en las selvas lejanas, Ernesto.

Renata dirá que estoy obsesionado, no entiende que llevo la Historia pegada a la piel, que me toca todo el tiempo. Nací y en casa festejaron durante días. Mis dos abuelas cocinaban, mientras los hombres jugaban dominó. Cuando mi padre llegó junto a mami, conmigo en brazos, todos querían conocerme. Yo era el primer bebé, la felicidad de la familia. Pero estábamos en plena Guerra Fría. Las guerras son un extraño animal que muta y se extiende tanteando nuevos territorios donde encontrar oxígeno para sobrevivir. África tenía oxígeno, por eso allí empezó a instalarse, fríamente y despacito, el monstruo que luego iría a explorar manchándolo todo hasta llegar a nuestras puertas, hasta la mismísima puerta de mi casa.