AQUEL viaje fue intenso. Pasé días reorganizando mi cuarto. Mami solía llevarme un cafecito y quedarse un rato conmigo. Podría jurar que por su cabeza pasó la idea de que, ahora que estoy separado, debería volver a casa, pero nunca me lo dijo. Y es mejor. Ella se sentaba sobre mi cama para observarme mientras, tirado en el piso, yo revisaba cajas de papeles viejos. Cuando aparecía algo curioso se lo mostraba y conversábamos, reíamos. Allí encontré documentos de la escuela y de la universidad, fotos y poemas viejos. También estaban los recortes de periódico sobre la guerra que estuve guardando durante un tiempo, pero ésos preferí no mostrárselos. Ésos me los traje.
En realidad sobre Angola yo sólo pensaba hablar con Lagardère y con Antonio. Sin embargo, una noche el tema salió en una conversación con Tania y hasta estuve a punto de mencionarle a Berto aunque, por fortuna, no llegué a hacerlo. Lo haré, Tania, pero todavía no puedo. Aquella noche estábamos en la azotea. Yo la había invitado a subir a mi oficina, como solía decirle, y ella llevó vasos y un poco de ron que quedaba. Nuestra conversación fue dando giros.
Empezó por nosotros. Tania está divorciada del padre de los niños y tiene un novio, pero no viven juntos. Después del divorcio tuvo un primer novio que vivió con ella un tiempo y fue complicado con los niños y con mami. Por eso ahora prefiere: calabaza calabaza cada uno pa’ su casa. A lo que no está dispuesta es a quedarse rumiando en soledad como dice que hago yo. Aquella noche quiso saber cómo me sentía, y cuando repetí lo que ya le había dicho, que me había adaptado a mi nueva situación, afirmó que con ella no tenía que hacerme el duro de la película. ¿Sabes lo que más me gusta de mi novio?, me dijo de pronto, que se le saltan las lágrimas viendo algunas películas. Como información podía resultar curiosa, pero no era algo que me interesara y seguramente la miré con una expresión extraña, porque enseguida dijo que yo podía estar a punto de morirme pero no era capaz ni de una lágrima porque siempre quería demostrar que lo tenía todo bajo control; fue ahí cuando afirmó que las lágrimas eran de los ojos. Se llama sensibilidad, ¿te suena?, preguntó, y a mí aquello me dio risa. Si la sensibilidad es que se te salgan las lágrimas delante de una película, no, yo no soy sensible. Según Tania, alguna vez llegó a pensar que yo era de piedra, pero al final comprendió que era de papel, porque podía y podían arrugarme, sólo que cuando eso sucede yo visto mi coraza y miro para otro lado. Tania, Tanita. El problema es que para ella todo siempre fue más fácil: hizo más o menos lo que quiso, estudió lo que le gustaba, nunca tuvo que asumir las responsabilidades que a mí me tocaron.
—Que tú aceptaste, Ernestico, que tú aceptaste, recuerda que el padre era de los dos.
Dijo eso y me miró con ternura, como cada vez que dice una frase e inmediatamente después sospecha que, de algún modo, me ha herido y entonces me mira así, casi como gritando: tú eres mi hermano Karamázov, te quiero y quiero lo mejor para ti. Yo la miré de igual modo y ella estiró un brazo sobre mis hombros para atraerme hacia sí y besar mi cabeza.
Cuando me aparté, acabé por confesarle que estaba hecho mierda pero, por suerte, tenía una coraza protectora. Fue entonces cuando decidí darle la vuelta a la conversación. Del dolor cada cual se protege como puede, porque todos usamos corazas; ¿de veras tú no te acuerdas de papi?, le pregunté, y ella hizo un ademán como de haber sido golpeada en el pecho. Le devolví la pelota y eso estuvo bien. Luego se quedó callada. Ha pasado la vida tratando de convencerme de que no tiene recuerdos, pero aquella noche se desmintió. Se acuerda del puentecito junto al río en el bosque, yo echo a correr con mis amigos y ella se queda con papi; se acuerda de un baile con la canción de Miriam Makeba; se acuerda de algunas cosas pero no le da la gana de acordarse, prefiere mirar a lo que viene, al futuro. Parece que soy el único a quien le interesa el pasado. Dice Tania que, como vivo en el extranjero, tengo tiempo para reflexionar sobre ciertas cosas, pero ella no, porque vive en Cuba, donde el día a día sigue siendo complicado y tiene dos hijos pequeños, ahora todo cuesta muchísimo, ella tiene que pagar profesores extras porque ya la escuela no es suficiente como cuando nosotros éramos niños y tiene que llevarle regalitos al médico de mami para tenerlo contento y tiene que fatigar mucho y, si no fuera por los euros que les mando, la situación sería bien distinta.
—Este país está roto, Ernestico, se rompió hace muchos años.
El novio de Tania también tiene un blog donde escribe sobre la vida cotidiana en Cuba aunque, contrario a mí, para él es difícil conectarse a internet. Yo escribo sobre el pasado, él sobre el presente. Tania no ha leído mi blog, su disculpa siempre había sido que no tiene internet pero esa noche confesó que no quiere hacerlo porque pensar en Angola le hace daño, por papi, por todo. A veces me pregunto, le dije, cómo hubiera sido si en lugar de invertir tantos recursos en esa guerra se hubieran invertido en este país. ¿Cuánto gastó Cuba en todas las guerras africanas? En Angola siguen gobernando los que nosotros ayudamos, pero he leído que la familia del presidente posee casi todo el país, que su hija es la mujer más rica de África y dueña de varias empresas portuguesas, que Luanda es una ciudad carísima donde hay gente que tiene que sobrevivir con muy poco. ¿Y pa’ esta mierda nosotros fuimos a esa guerra? Tania medio sonrió sin mirarme. Prefiere no pensar en eso, dijo, ni Angola ni su gobierno le interesan, su único problema es el futuro de sus hijos, por eso con su novio habla del futuro, de cómo cambiar el país donde viven. Pero algún sentido tenía que existir en todo aquello, insistí; yo continuaba sin entender, sigo sin entender, por qué nos quedamos tanto tiempo. ¿Qué ganamos con tantos años en Angola?
—Muertos, Ernesto —respondió Tania alzando la voz y mirándome—. El gobierno cubano habrá ganado las mil batallas, pero nosotros ganamos huérfanos, viudas y padres sin hijos… muertos —repitió.
Muertos, murmuré, y permanecimos un rato sin decir nada.
Sé que, poco antes, había pensado que podría contarle de Berto, pero era evidente que Tania no quería seguir con el tema. Y yo tampoco, la verdad. No sé. De repente se me quitaron las ganas. Estábamos sentados uno junto al otro, ella encendió un cigarro y se acostó bocarriba mirando al cielo. Yo me tendí a su lado apoyando la cabeza sobre mis manos. Nunca me gustó que fumaras, murmuré por fin para cambiar de tema. Pues aquí mismo empecé y por culpa tuya, respondió girando la cabeza hacia mí. La miré extrañado. Yo era novio de Alejandra y Alejandra fumaba en la azotea, dijo sonriendo antes de volver la vista al cielo.
—¿Te acuerda del día de Mandela? —me preguntó.
Nelson Mandela visitó Cuba en 1991. Hacía más de un año que había salido de la cárcel y que Sudáfrica había concedido la independencia a Namibia. Poco antes de su llegada a La Habana habían regresado al país nuestros últimos soldados provenientes de Angola. Más de trescientos cincuenta mil combatientes y unos cincuenta mil civiles cubanos participaron en aquella guerra. Más de dos mil regresaron muertos.
Me acuerdo del día que llegó Mandela. Fue el último recibimiento de un presidente al que asistí. Otra vez las banderitas cubanas de papel ondeando en el aire, el cortejo pasando por la avenida, los saludos. Tania, Lagardère, Alejandra y yo estábamos juntos. Cuando todo acabó, Lagardère dijo que tenía una botella de ron en su casa, podíamos irnos a la azotea. Pero yo quería caminar un rato solo, no sé por qué, necesitaba coger aire y por eso les pedí que fueran yendo, ya los alcanzaría luego. Alejandra me dio un beso, prometí no demorar y, mientras los tres se alejaban, vi que ella y Lagardère encendían cigarros.
Yo me fui a caminar. No recuerdo en qué pensaba. Sé que caminé y caminé y, ya casi de regreso, me detuve en el puente Almendares y me recosté sobre la baranda a contemplar el río. Abuemama contaba que en su juventud aquellas aguas eran transparentes y hasta tenían camarones. Ahora no sé si hayan vuelto a acoger seres vivos, pero están más o menos limpias. En el río de mi infancia, sin embargo, demasiadas fábricas habían dejado caer sus desechos y el agua era una masa verde y fétida, casi compacta. Aquel día ya le quedaba muy poco al mundo donde yo crecí. Alemania estaba unificada y a fines de año quedaría definitivamente disuelta la Unión Soviética, aunque yo aún no lo sabía. Tampoco sabía que, durante su visita, Mandela iba a agradecer a los cubanos por su contribución a la independencia en África y al fin del apartheid. Aquel día aquello aún no había sucedido. ¿En qué estaría yo pensando? No sé. No recuerdo. Recuerdo que el tiempo pasó mientras yo seguía recostado sobre la baranda y, en algún momento, noté un brazo pasar sobre mis hombros. Bróder, salí a buscarte, Alejandra y Tanita están medio borrachas en la azotea y tú aquí. Lagardère me tomó por sorpresa y del susto pegué un salto y la banderita cubana de papel que tenía en mi mano también saltó y fue cayendo, lentamente, como quien baila una danza, moviéndose hacia un lado y hacia el otro, mientras se dejaba acariciar por el viento, muy despacio, para terminar estrellándose y formando parte de aquella masa compacta de desechos pestilentes que el río de mi infancia intentaba arrastrar hacia ningún lugar.
Han pasado más de veinte años de aquel día. Dice Tania que cuando llegué a la azotea ya ella se había fumado como tres cigarros con Alejandra, pero yo no me di cuenta. Y es cierto, de aquel día mis recuerdos se detienen en el puente Almendares. Ante la danza de la banderita que caía.
Conversar con mi hermana fue muy importante para mí, pero aún tenía pendiente el encuentro con Antonio, porque no había conseguido verlo en privado. Cada vez que él iba a casa una parte de mi familia estaba presente. Antonio nunca ha dejado de ocuparse de mami y de mi hermana; incluso mis sobrinos le dicen tío Toni, pero con ellos delante es imposible cualquier intento de privacidad. Un día decidí llamarlo por teléfono para comunicarle que necesitaba hablarle a solas y quedamos en su casa. Echa pa’ca, campeón, y almuerzas con nosotros, me dijo.
Así, por fin, fui a visitarlo. Su mujer, además de ser muy cariñosa conmigo, es tremenda cocinera. Preparó una comida rica y, aunque yo no tenía mucha hambre, no me quedó otra que compartir ese momento con ellos hablando de cualquier bobería. Cuando por fin terminamos, ella se levantó diciendo que nos dejaba solos porque iba a preparar el café, recogió los platos y, mientras se alejaba, él le tiró un beso. Antonio pensaba que yo quería darle los detalles de mi ruptura con Renata y seguramente imaginó que no sabría cómo empezar, por eso lo hizo él. Dijo que ya sabía, mi madre le había contado todo y le parecía una pena, pero eran cosas que pasaban, yo tenía que echar pa’lante. Quiso saber cómo me sentía y sonreí. Si mi madre me había ahorrado el tener que volver a hacer la historia, al final era mejor, pero de eso quizá conversábamos en otro momento, le dije, porque esa tarde yo había ido a verlo para hablar de mi padre.
Cuando le dije que quería que me contara el último día de mi padre, me miró extrañado. Continué diciendo que sabía que él no estaba allí, pero algún compañero estaría, algo le habrían contado y ese algo era lo que a mí me interesaba escuchar. Algo, porque nadie muere sin dejar una historia que contar. Antonio suspiró y, moviendo la cabeza, dijo que yo estaba pasando un mal momento. ¿Para qué pensar en cosas todavía más tristes, Ernestico?
—Ernesto, mi nombre es Ernesto.
No sé de dónde me salió esa aclaración, pero sé que la hice y proseguí con que él nunca me había contado nada, no era una recriminación, pero es que yo ya estaba muy viejo para no saber ciertas cosas. Antonio se quedó mirándome muy serio. Luego suspiró y, alzando la voz, pidió a su mujer que nos llevara el café al cuarto porque Ernesto y él, así dijo mirándome, tenían que conversar.
Una vez en el cuarto dijo que me conocía como si fuera su hijo, algo había sucedido y yo tenía que decírselo, afirmó. Cierto que Antonio me conoce, pero el problema es que yo no quería hablarle de Berto desde el inicio; quería primero que me contara sobre mi padre y luego entonces le hablaría de Berto, se lo contaría todo y ataríamos cabos juntos. Le respondí que tenía razón, estaba pasando un mal momento y eso me había puesto a pensar en muchas cosas, a organizar las ideas. Sabía que él nunca había querido que yo pensara en cosas tristes pero, total, igual las pensaba y peor aún, las imaginaba, porque necesitaba poner imágenes en los espacios vacíos y mi imaginación podía ser tremenda. Antonio echó un largo suspiro antes de decir que jamás había pensado en los vacíos, aunque seguramente yo tenía razón. Su esposa dio un toque en la puerta y él fue abrir. Agarró la bandejita con las dos tazas, se dieron un corto beso en la boca y él cerró la puerta. Bebimos el café en silencio. Cuando Antonio terminó colocó su taza en la mesita y se sentó en el borde de la cama.
—Yo estaba allí, Ernesto, ese día yo sí estaba allí.
Después de oír aquella frase, mi mano empezó a moverse muy despacio hasta alcanzar un mueble donde coloqué la taza vacía. Entonces respiré y miré a Antonio. Dijo que me debía una disculpa, hacía muchos años mi madre y él habían decidido que mi hermana y yo no debíamos conservar recuerdos tristes, ya teníamos bastante con la ausencia, por eso nunca nos contaron, ni él ni ella, lo que él le contó, porque “ojos que no ven, corazón que no siente”, y lo que a uno le cuentan la cabeza lo registra como si lo hubiera visto. Pero yo tenía razón, él nunca había pensado en los espacios vacíos que podría tener. Perdóname, mijo, dijo antes de continuar con que yo era un hombre y él no tenía ningún derecho a ocultarme nada por muy triste que fuera. A Antonio no tengo nada que disculparle, lo único que tendré siempre es que agradecerle, eso dije, y él suspiró antes de pedir que me sentara; pero preferí continuar de pie, aunque mirando hacia otro lado. Le di la espalda. A través de la ventana se veía la calle. Yo miraba la calle cuando Antonio empezó a hablar.
Iban en un camión. El primero de tres. Era una zona un poco complicada. Todos viajaban en silencio, incluso mi padre que solía hacer bromas para relajar permanecía callado. En el terreno aparecieron algunas lomas y la carretera fue haciendo curvas. Al doblar una, sintieron el impacto en la cabina. El chofer perdió el control. Empezó la balacera. El camión dio un giro y fue a golpear con algo que lo detuvo dejándolo con la parte de atrás apuntando hacia la loma desde donde venía el fuego. Los cuatro que iban detrás saltaron afuera. De la cabina salía humo. Corrieron hacia la cuneta para intentar refugiarse, pero ese lado estaba cubierto de unos yerbajos de apenas un metro que los hacían visibles desde la montaña. Uno de ellos gritó que tenían que correr hacia atrás para parapetarse tras los árboles y poder defender sus posiciones. Cuando estás en una situación así, dijo Antonio, eres como un autómata. Los cuatro echaron a correr. Hubo una explosión, pero él logró seguir, y antes de alcanzar los árboles se encontró con una especie de hondonada. La salvación. Allí pudo refugiarse para disparar y vio a otro hacer lo mismo junto a él. Segundos después apareció mi padre en medio del humo y se les unió, pero entonces se dieron cuenta de que faltaba el cuarto que era, además, gran amigo de ellos. Si lo habían herido, tumbados como estaban no podían verlo por causa de los yerbajos. Mi padre dijo que se iba a buscarlo; Antonio le gritó que no fuera, pero él ya había echado a correr. Hubo otra explosión. Mucho humo, metralla, no se veía nada. Estaban tirándole con todo. Antonio siguió en su posición disparando. No sabe cuánto estuvo así, hasta que el que estaba a su lado le dijo que tenían que bajar la hondonada para alcanzar los árboles, bordear por dentro, llegar a los otros camiones y, con apoyo, ver cómo podían recuperar a mi padre y al otro compañero. Así hicieron. Lograron llegar a la altura del tercer camión junto al grueso de los suyos y allí siguió el combate hasta que se dieron cuenta de que aquello estaba perdido, sin refuerzos todos iban a morir. Cuando Antonio logró subir a un camión y éste echó a andar, había varios heridos. A él le tocó apretar una gasa para detener una hemorragia, poner un torniquete. Todo olía a sangre y a pólvora y a humo. El camión se fue y él no vio más a mi padre. Después, una escuadra de rescate regresó con los cadáveres del teniente y del chofer que viajaban en el camión de ellos. Y después… Antonio se quedó callado y así permaneció unos segundos. Yo aspiré el aire y lo espiré, despacio. Después de unos días de búsqueda, la escuadra de rescate encontró, cerca del lugar de la emboscada, varios cuerpos calcinados… dos llevaban restos de los uniformes y los identificaron por las chapillas: eran mi padre y el otro compañero.
A mi espalda, Antonio suspiró haciendo una pausa. Yo sentí una punzada en el estómago. Iba a hacer una pregunta, pero él continuó diciendo que mi padre y él se habían hecho muy amigos de ese otro compañero, por eso mi padre había salido corriendo en su ayuda sin pensar, en medio de aquella locura; pero nunca iba a lograr salvarlo, nunca, era imposible, les estaban tirando con todo. En la guerra tienes dos opciones: o piensas muy rápido o no piensas. Ninguna de las dos garantiza nada. Mi padre echó a correr sin pensar; sin embargo, Antonio pensó y se ha pasado la vida preguntándose si acaso no hubiera sido mejor morir también él con los otros. Estaban muy unidos, la gente les decía los tres mosqueteros y mi padre los tenía bautizados con nombres militares. Escuché un sonido e imaginé que Antonio medio sonreía, medio suspiraba.
—Él siempre tan ocurrente, éramos la “escuadra que no cuadra” —dijo—: tu padre, un cazabombardero MIG, por Miguel Ángel; yo era un avioncito AN-26 y el otro un transporte blindado BTR…
De repente, sentí en mis oídos todavía más fuerte ese ruido sordo que me venía acompañando y en mi estómago como si la punzada de antes se estuviera convirtiendo en dos brazos que se abrían para cerrarse bruscamente en un nudo. ¿B-T-R?, pregunté mientras me daba la vuelta. Antonio estaba sentado con la espalda encorvada y la mirada clavada en el piso. ¿Quién es B-T-R?, pregunté y en la boca de Antonio apareció una sonrisa triste que enseguida se convirtió en mueca. El otro que murió, me dijo, éramos tres amigos: el MIG, el AN y el BTR porque se llamaba…
—¿Berto Tejera Rodríguez? —pregunté muy despacio antes de que él pudiera decir nada.
Mis oídos estaban casi a punto de estallar y en mi pecho el tun tun de mi corazón cada vez más agitado se había unido a ese gran ruido sordo que aprisionaba mi cabeza. Antonio levantó la vista y, mirándome desconcertado, balbuceó un: ¿y por qué tú sabes ese nombre? Lo miré. Algo parecido a la rabia me fue subiendo por el cuerpo. Rabia sí. Algo muy malo, muy feo, muy fuerte.
—Porque Berto está vivo, Antonio, y yo lo conozco —conseguí responder.
—¿Cómo que vivo? —preguntó él.
Y no sé cuánto tiempo nos miramos sin poder decir nada.