XXIV. LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE

LLEVO horas evitando que esa palabra aparezca en mi cabeza: vivo. Ahora siento que me agito y hasta se me ha revuelto el estómago, pero prefiero pensar que es a causa del horrible café que bebí en el desayuno. Ya no puedo evitar las imágenes que quería esconder, se acabaron las cajitas de recuerdos agradables que taponan. Mis últimos días en La Habana fueron un torbellino, estaba desesperado. Por fortuna mami y Tania achacaron mi comportamiento a Renata, porque no podía contarles que en mi mente se estaba formando una idea todavía peor de la que tenía al llegar. No podía. Sólo Lagardère supo, además de Antonio, claro, que el pobre no hacía más que llevarse las manos a la cabeza diciendo no puede ser.

A inicios de julio regresé a Lisboa y llamé a Berto para preguntarle cuando iría, porque necesitaba verlo. Él quiso saber qué me pasaba, estaba preocupadísimo, me había enviado unos mails y yo no le respondía. Estuve en Cuba, ¿cuándo te veo?, dije a secas, y respondió que en quince días viajaba a Lisboa, me llamaba. Aquélla debe haber sido la quincena más larga de mi existencia. A Renata le escribí para anunciarle mi llegaba y enseguida me llamó: que cómo andaban todos, que qué les había contado, que si estaban molestos con ella, que cuándo iba a conocer a su hijita. Pronto, Renata, dije, y no, nadie se molestó contigo, todos te mandan besos. Quince días de desesperación en los que no hice más que volver a mi archivo “Berto cronología” y encontrar lógica a nuestras conversaciones, a las cosas que me habían dejado pensando. De repente empezaba a ver el tablero donde Berto jugaba una partida de ajedrez; lo duro era tener que aceptar que yo era una de las piezas.

Un día por fin me llamó y quedamos en mi Habana; necesitaba verlo en un lugar abierto, el bar de João me parecía chiquito y lleno de gente. Nos citamos a las seis de la tarde, pero yo llegué antes, mucho antes, pedí una cerveza y me senté. Llevaba mi sombrero, no puesto porque hacía calor, pero conmigo, en mis manos, donde le daba vueltas para liberar tensiones. En ésas estaba cuando llamó Renata y cometí el error de decirle dónde me encontraba y qué casualidad, me dijo, Paulo se había quedado con la niña para que ella diera un paseo, tenía que empezar a recuperarse físicamente, y justo andaba cerca de mi Habana, pasaría a saludarme. Iba a decirle que no, pero colgó antes de que yo hablara y al ratico ya estaba pidiendo un jugo de naranja junto a mí.

Sé que cuando me vio jugueteando nerviosamente con el sombrero pensó que seguía estando mal por causa de ella y que, también por eso, no presté mucha atención cuando me habló de la niña, ni paré de mirar a todas partes en lugar de a su rostro. Lo que Renata no imaginaba era que ese día, a esa hora, ella era completamente transparente para mí. Por eso, cuando me pareció ver a lo lejos que Berto caminaba por el carril de las bicis incorporé la cabeza, y cuando comprobé que se trataba de él solté el sombrero para sacar un billete que puse sobre la mesa: paga tú, dije, y me levanté. Ahí se quedaron el sombrero, porque se me olvidó, y Renata, que estaba a mitad de una frase y algo me dijo, pero no pude ni mirarla ni escucharla porque ya había echado a andar.

Mientras me acercaba al extraño hombrecito por mi cabeza iban pasando montones de frases aunque no sabía cuál era la primera que tendría que decirle, no sabía, y entonces, cuando ya estuve delante de él, sin siquiera darme cuenta moví las manos bruscamente y lo empujé por el pecho diciendo: tú eras amigo de mi padre. Él dio dos pasos hacia atrás impulsado por mi movimiento, pero logró mantener el equilibrio y estabilizarse, se acomodó los espejuelos y me miró, sin decir nada. Me miró. Yo me quedé quieto y luego, casi involuntariamente, di un paso atrás como para alejarme de la escena, porque yo no había pensado empujarlo, me salió, fue así, como un impulso loco que no me gustó, no soy violento; entonces bajé los brazos y, lentamente, metí las manos en mis bolsillos. Junto a nosotros una pareja se había detenido. Disculpen, no pasa nada, dije mirándolos y, volviendo la vista a Berto, concluí: yo sé usar el músculo del cerebro. Los otros no entendieron lo que dije pero al verme más calmado reanudaron su marcha. Berto sí me entendió, claro. ¿De dónde sacaste lo de tu padre?, preguntó, y a mí me dieron ganas de usar otra vez mis manos para agarrarlo por el cuello, pero en lugar de eso me acerqué nuevamente. Mis manos seguían en los bolsillos, sólo mi cuerpo se acercó y cuando mi cara estuvo cerca de la suya pregunté:

—¿Te acuerdas del MIG, el BTR y el AN? Pues el AN, Antonio, vive en Cuba y es como si fuera mi padre.

Berto me miró sorprendido. Hizo un gesto con la boca que no supe si era de fastidio, de tristeza o de cansancio y afirmó que mejor caminábamos un poco, alguna gente del bar nos estaba mirando. Pensé que Renata sería capaz de acercarse a ver qué estaba sucediendo y entonces dije: vamos, y eché a andar. Iba acelerado. A mi lado Berto trataba de mantener mi ritmo. Él hubiera querido hablarme antes, dijo, pero no podía, simplemente no podía. Claro que se acordaba del MIG, el BTR y el AN, sabía que Miguel Ángel y Antonio eran amigos desde antes de la guerra, aunque no imaginaba que la amistad se extendiera a la familia después de tantos años. Le hubiera gustado que me enterara de otro modo, pero su error había sido que sí, la noche de mi borrachera se le había escapado aquella frase y es que era una frase que él ya tenía incorporada; también él, aclaró, porque era algo que decía siempre mi… su amigo Miguel Ángel. Muchas veces él había tenido casi que morderse la lengua para no dejar escapar ante mí una de aquellas frases porque Miguel Ángel repetía y repetía y la gente acababa por citar sus palabras porque es que…

—Yo no era su amigo, Ernesto; es que seguimos siendo amigos.

A veces el mundo se detiene. Uno está ahí y podría ser capaz de escuchar voces a su alrededor, hasta risas, o el rumor que hace el río cuando algún barco pasa y produce ondas, o el graznido de las gaviotas, incluso el sonido que produce una rueda de bicicleta al deslizarse sobre el pavimento, y hasta sería capaz de escuchar el murmullo de una miga de pan que está siendo arrastrada por una hormiga y el suave deslizarse de un pez bajo el agua. Uno sería capaz de escuchar todo eso porque el mundo se ha detenido, pero no puede. Uno no puede escucharlo porque en sus oídos se ha instalado un ruido que ensordece todo y apenas deja percibir el leve temblor que ha empezado en la mandíbula y se está extendiendo por los brazos y alcanza las manos presas dentro de los bolsillos y de repente es como si una capa fría fuera creciéndonos sobre la piel y el mundo se tambaleara, pero el mundo no se tambalea porque está detenido. Es tu mundo. Fue mi mundo el que se tambaleó y cayó en esa mierda de instante.

Nos habíamos parado en medio de la vía de bicis, un poco antes de llegar al local nocturno que hay ahí y que a esa hora está cerrado. Berto dijo que era mejor sentarnos y, sin esperar mi respuesta, se dirigió al borde del río. Yo lo seguí como un autómata. Nos acomodamos en el piso, con los pies colgando, como si estuviéramos en el malecón de La Habana. Fijé mi vista en las aguas del río. Él se pasó una mano sobre el muslo izquierdo y entonces empezó a hablar, pero tuve la impresión de que contaba una historia que le sucedía a otro, a alguien que nada tenía que ver conmigo.

Dijo que su mejor amigo se llama Miguel Ángel y desde hace años vive en Luanda. Cuando te conocí me lo recordaste, luego te pusiste un poco pesado con tus preguntas sobre la guerra y no te hice mucho caso. Poco después Berto encontró el papelito que yo le había dado con la dirección del blog. Entré para verlo, sólo por curiosidad, y en tu foto te me seguiste pareciendo a él. Una vez le comentó por mail a Miguel Ángel que había conocido a un cubano que escribía sobre la guerra y le dio la dirección del blog. Fue por eso que te dejé la nota aquella vez en el bar de João, quería verte porque él entró y vio tu foto y tus datos. Miguel Ángel le pidió que averiguara, que preguntara por la familia, dónde vivían, porque el nombre, la edad y el parecido lo inquietaron. Todo lo que me ibas diciendo coincidía: la casa, la gente, él. Berto pensó explicarme de hombre a hombre, pero es que la decisión no era suya, era de Miguel Ángel. Y Miguel Ángel no sabía qué hacer después de tantos años. Estaba paralizado, ¿comprendes?, preguntó antes de seguir.

Su amistad con Miguel Ángel comenzó en Angola jugando al ajedrez en los tiempos libres. Con él sigo las partidas online de las que te hablé alguna vez. Y el juego que me enseñó en casa de Beatriz fue un regalo que Miguel Ángel le envió desde Angola cuando ya Berto estaba en Portugal. Pero últimamente, en lugar de jugar, él necesita que conversemos, está desesperado, por eso… Por eso Miguel Ángel tuvo la idea de comentar algunas entradas de mi blog, porque así yo le respondía, le respondía como hago con todos los seres anónimos que me visitan. Él quiere comunicarse contigo pero se muere de miedo; yo te estuve sondeando, te dije cositas para probar tus reacciones, pero es que tú eres muy severo.

—Está vivo… ha comentado en mi blog… yo hasta le he respondido —dije girando la cabeza, esta vez sí, para mirarlo—. ¿Y cómo pretenden tú y tu amigo que yo reaccione, a ver? ¿Quién coño se piensa él que soy yo?

Berto me dirigió una mirada triste. Mi amigo es tu padre, murmuró antes de echar un suspiro y sacar el cigarrito del bolsillo. Yo aparté la vista nuevamente, tomé unas piedritas y lancé una al río. Yo soy huérfano, le dije, y lancé otra piedrita. Mi hermana es huérfana, otra piedrita. Mi madre es viuda, piedrita. Y mi abuelo, piedrita, y mis tíos, varias piedritas, y espero que me cuentes por qué todos terminamos así, dije lanzando con fuerza las últimas piedritas que tenía en la mano. Con el rabillo del ojo noté que él seguía mirándome, hasta que apartó la vista. A nuestras espaldas caminaban unos muchachos por el carril de bicis. Berto se levantó. Lo escuché pedir fuego e inmediatamente después ya estaba sentándose de nuevo a mi lado. Ahí lo miré, pero esa vez fue él quien no me miró; dio una profunda bocanada a su cigarrito de exfumador y soltó el humo despacio.

—Ya sabes que cuando me enamoré de la madre de mi hija me castigaron y decidieron trasladarme de campamento, mis amigos tuvieron que escoltarme y caímos en una emboscada. Me hirieron… ¿te acuerdas? Y te dije que no sabía de dónde saqué fuerzas para salir de ahí, pero es que no las saqué de ninguna parte, alguien tuvo que ayudarme…

Yo dirigí nuevamente la vista al río mientras escuchaba las palabras de Berto y era como volver a ver una película a la que le han incluido las escenas cortadas. Como si el agua fuera la pantalla donde se proyectaban y todo transcurriera allí, delante de mis ojos.

Son tres camiones y ellos van en el primero. Al entrar a una curva caen en una emboscada. Quedan bloqueados. Berto, Miguel Ángel, Antonio y otro más saltan afuera y echan a correr. Él se queda rezagado. Muy cerca explota una granada de mortero; él cae al piso, se retuerce, tiene una pierna medio destrozada y un oído sordo. Hay una humareda que no le deja ver más allá, pero tampoco piensa en ver, no piensa en nada, si no fuera por el dolor tan agudo que siente estaría seguro de que ya está muerto. Pero ahí están el dolor y los ruidos que llegan como cuando se está bajo el agua, eso, es como estar bajo el agua sin poder moverse. De repente tiene la impresión de ver a alguien; es una imagen fugaz, porque enseguida hay otra explosión. Hay tierra que salta y mucho humo y un olor desagradable. Él sigue sin poder ver y escuchando apenas, hasta que siente una mano. Su amigo Miguel Ángel está ahí, tiene la cara sucia y mueve la boca y le está hablando. Le pone un brazo por encima y así se quedan. Morir acompañado siempre será mejor que hacerlo solo. Y siguen los ruidos y el humo y el tiempo que pasa y en un momento Miguel Ángel grita algo en su oído y él cree entender que deben marcharse. Miguel Ángel se medio incorpora, Berto le pone un brazo sobre los hombros y se deja conducir. El hombre es un animal de cinco sentidos; cuando pierdes uno, su lugar lo ocupa el instinto de supervivencia. Berto está medio atontado y no puede mover una pierna, pero con la otra intenta empujar para ayudar a su amigo a desplazarlo hasta que llegan a una hondonada y allí se tiran. Han aprovechado que el ruido y las explosiones se han desviado hacia la retaguardia de la pequeña caravana en que venían. Hay que seguir, indica Miguel Ángel, hay que alcanzar los árboles y su protección; entonces vuelven a moverse y es cuando Berto ve que su amigo tiene la camisa manchada de sangre, pero hay que seguir, sólo el que sigue se salva. Y llegan a los árboles. Miguel Ángel toma aliento, dice que moviéndose por allí podrían llegar a la altura del último camión, donde seguramente están los otros, vuelve a sostener a Berto y se van desplazando lentamente. A Berto la pierna le duele mucho. Miguel Ángel respira agitado. Y lo logran. Consiguen llegar a un punto desde donde pueden ver cómo un camión de los suyos se aleja. Miguel Ángel suelta a su amigo y grita, grita muy fuerte en medio de las explosiones, pero no sale al descampado. El otro camión ha empezado a moverse y hay algunos compañeros que están cubriendo la retirada, nadie mira hacia atrás, pero ellos están ahí, en el monte. Miguel Ángel sigue gritando, grita fortísimo, mientras los otros se alejan. Él pensó, dijo Berto, que si salía al descampado nos iban a tirar un morterazo y tenía razón. Salir es un suicidio, aunque quedarse ahí también lo es, el enemigo puede ir a comprobar las bajas en el terreno y encontrarlos a ellos. Miguel Ángel mira a Berto con una expresión extraña y decide que hay que internarse en el monte. Caminan y se internan. De repente entrevén unas casitas. No se escuchan ruidos. Es peligroso, pero hay que arriesgarse; Berto está cada vez más atontado. Se aproximan y frente a las casitas hay unos cadáveres. Yo no logré distinguir mucho, estaba mal, pero él me dijo después que era cuerpos de niños y mujeres. Miguel Ángel recuesta a su amigo contra una casa y ahí mismo vomita hasta que vuelve a incorporarse; hay que salir de aquí, indica. Levanta a Berto y se van, llega la noche y amanece. Emprenden nuevamente la marcha y caminan hasta que Miguel Ángel ya no puede más con el peso de su amigo. Varias esquirlas de la explosión lo alcanzaron y ya no aguanta mucho más. Ambos se recuestan contra un árbol y el tiempo sigue pasando.

Berto hizo una pausa. Lo sentí expulsar el humo y el aire a la vez en un gran suspiro con olor a tabaco. El resto de la historia ya me lo había contado más o menos, continuó, sólo que en la primera versión él estaba solo. En realidad, dijo, parece que en algún momento ambos se desmayaron y tuvieron la suerte de que unos lugareños los encontraron y se los llevaron para curarlos. Cuando despertaron no sabían dónde estaban, no tenían ni sus uniformes ni sus chapillas y no entendían nada de lo que decían los del kimbo. A Miguel Ángel se le metió en la cabeza que sus compañeros los habían abandonado; eso empezó a martirizarlo, dijo Berto, aunque tenía razón, porque nadie salió a buscarlos nunca.

—Sí los buscaron, me lo contó Antonio —dije yo interrumpiendo.

Berto pareció sorprendido y todavía más cuando le dije que habían aparecido unos cadáveres quemados que llevaban sus chapillas. Ahí echó un gran suspiro cerrando los ojos y, al abrirlos nuevamente, dio la última bocanada al cigarro antes de apagarlo contra el piso. Entonces nos dieron por muertos, no por desaparecidos, dijo. Él y Miguel Ángel llegaron a pensar que los lugareños que los salvaron habían escondido sus uniformes y sus chapillas porque eran una prueba de que por allí habían pasado dos cubanos y quizá en algún momento podría serles útil; en la guerra nunca se sabe. Estaban, además, en territorio hostil para los cubanos. Lo que nunca se les ocurrió pensar, me dijo con un tono amargo, y que al parecer sucedió, es que aquellos campesinos no querían conservar nada que pudiera causarles problemas con alguno de los bandos. Les pusieron nuestros uniformes y chapillas a los primeros cadáveres que se encontraron; quién sabe si eran los hombres de las casitas que vimos, el caso es que a nosotros nos sacaron de allí, nos salvaron y así, sin querer, también nos mataron para todo el mundo. Miguel Ángel y él no entendieron por qué su gente no había ido a buscarlos. En algún momento él dejó de torturarse; sin embargo, su amigo se sentía traicionado.

—¿Y por eso decidió abandonarnos a nosotros? —pregunté sin mirar a Berto—, ¿o me vas a decir que fue la mierda de vida quien decidió por él?

Enseguida percibí que me estaba mirando. En silencio, me miraba. Como quien espera ser correspondido y entonces no me quedó otra que mover la cabeza hacia él. Dijo que Miguel Ángel había estado muy mal; pasaron meses en aquella aldea perdida, y allí había gente buena, pero no médicos. A mí me quedó una cicatriz en la pierna y un oído que a veces falla. Miguel Ángel tenía varias marcas en el cuerpo, pero lo peor era que se había quedado medio trastornado. Primero la cogió con la traición de sus compañeros y luego con que todo era culpa suya, porque si él no hubiera decidido internarse en el monte no hubiera tenido que ver a aquellos niños muertos, ni se hubieran perdido, ni hubiera sucedió nada. Es que la guerra enloquece a los hombres, Ernesto, tú te crees que uno está ahí pensando racionalmente; no, las guerras lo que hacen es bloquearte las entendederas. Sólo que de eso te dabas cuenta cuando estabas ahí; ellos no tenían entrenamiento profesional, no eran militares, querían ayudar y por eso habían ido a Angola, eran otros tiempos.

Cuando por fin salieron de la aldea y lograron llegar a un pueblo, Miguel Ángel parecía otra persona, no se reía, tenía una mirada extraña y muchas noches despertaba dando gritos. Tiempo después Berto consiguió volver a contactar con su mujer y ella fue a su encuentro. Por ella supieron que su unidad ya no estaba en el mismo pueblo de antes y les perdieron el rastro. Hubo un momento en que pensé, te juro, que quizá lo mejor era tratar de buscar a otros cubanos, pero mi mujer temía que nos separaran otra vez y Miguel Ángel la cogió entonces con que nadie iba a entender lo que había pasado porque a ellos los habían dejado solos; era mejor esperar a que la guerra terminara y así él podría regresar con su familia. Entonces Berto decidió que tenían que salir de toda aquella mierda. Al carajo. Logró convencerlo y los tres se fueron a una población más segura donde vivía una amiga de su mujer. Miguel Ángel seguía oscuro, lleno de pesadillas y de miedos, y esa amiga empezó a intentar ayudarlo. Cuando Berto supo que iba a ser padre, su mujer y él decidieron irse a Portugal, pero esta vez no hubo forma de convencerlo de que los acompañara. Tu padre me dijo que yo tenía que partir, pero él debía quedarse a esperar a que terminara la guerra, porque en algún momento tendría que terminar. Miguel Ángel pensó que sólo entonces las cosas iban a poder resolverse bien; él necesitaba limpiar su cabeza, olvidar lo que le había sucedido y lo que había visto para poder volver al lado de su familia. Pero ya para ese entonces estaba viviendo con aquella mujer y con ella sigue.

—No, Ernesto, tu padre no decidió abandonarlos. A ustedes los quería muchísimo; él simplemente no decidió, se quedó bloqueado. ¿Puedes entender eso? Pero a mí me salvó la vida. Yo estaría muerto si él no me hubiera salvado en la emboscada y cargado conmigo tanto tiempo. Miguel Ángel no me dejó solo, coño, me salvó la vida. ¿Tú puedes entenderlo?

Yo algo podía entender, claro: no era sólo en la nariz que nos parecíamos. De repente me vino a la cabeza el rescate de Profundo, aquel perrito de la escuela al campo al que mi padre salvó diciendo que no podíamos dejarlo solo. Casi me echo a reír, pero no tenía deseos. Berto me estaba mirando con un rostro como de súplica, pero yo no tenía nada que decir. Mi padre se quedó esperando que la vida lo viviera. El hombre detenido, pero bien que volvió a enamorarse. Mi madre nunca volvió a hacerlo. Mi hermana escondía sus recuerdos. Yo he tenido que ser todos estos años el hijo del héroe. ¿Acaso Berto o mi padre podrían entender eso? ¿Qué coño iba a decir yo si lo único que deseaba era esfumarme, desaparecer, volverme humo como el cigarrito de exfumador de Berto?

—Los que se van a la guerra nunca vuelven, Ernesto —me dijo él.

—Los que despiden a quienes se van tampoco.

Berto iba a agregar algo, pero le hice un gesto con la mano mientras me levantaba. Necesitaba caminar, no me sentía bien, y él podría comprenderlo, hablábamos luego, yo lo llamaba, le dije, y eché a andar junto al río. Ya a esa hora no había ciclistas ni peatones. La nochecita había caído. Se sentían los ruidos de la ciudad y se veían los reflejos de las luces del otro lado, esa suerte de estrellitas que se van formando en el agua y que se mueven. Yo cada vez fui marchando más deprisa, pero necesitaba más, sé que necesitaba más porque casi sin darme cuenta empecé a correr; primero despacito, era para sentir la brisa que venía del río, luego con un trote más fuerte. Pasé de largo por mi Habana y seguí. Necesitaba más. Pasé Cais do Sodré, llegué a Plaza del Comercio, pero necesitaba más. Dejé el río a mis espaldas y seguí. Había gente por la calle. Turistas. Paseantes de la noche de verano. Yo corría. El sudor empapaba mi rostro y de repente empecé a ver las luces medio nubladas. Algo extraño. Parecía que las luces de las farolas se iban agrandando, como si no les bastara el espacio que ocupaban y debían expandirse. Casi me cegaban, pero yo seguía corriendo. Seguí corriendo, necesitaba más. Tenía un sabor salado en la boca y un leve temblor en mis mejillas, pero necesitaba correr. Correr. Corriendo subí la cuesta. Y continué, necesitaba más, un poco más. Sólo me detuve frente al edificio donde yo sabía que vivía Renata y apreté el botón; ella me había dicho cuál era, yo lo sabía. Una voz de hombre respondió y grité: Renata, dando un golpe contra la pared. Él dijo algo; yo repetí: Renata. Volvió a hablar y de repente escuché la voz de ella que preguntaba algo así como: ¿eres tú, Ernesto, pero estás loco, qué te pasa? Y entonces le dije: está vivo, mi padre está vivo, y volví a golpear mi mano contra la pared. Y hubo un silencio hasta que escuché: sube, y el cerrojo del portón se abrió.

Subí las escaleras corriendo y en la puerta de su apartamento Renata me estaba esperando; yo la abracé y lloré. Luego me condujo al sofá, nos sentamos y lloré. Ni siquiera me importó lo que pudiera pensar el tal Paulo, no me importaba nada. Porque los hombres sí lloran, coño, cuando les sale de los cojones. Y por eso yo lloré. Lloré lo que no pude a los doce años y lo que no pude después y lo que no voy a llorar más en toda mi vida. Hasta que empecé a calmarme. Así. Despacio, el tembleque que tenía mi cuerpo se fue apaciguando. Respiré. Ya apenas tenía lágrimas. Volví a respirar y, lentamente, logré apartarme del cuerpo de Renata. Ella me preguntó si quería un whisky; no tenía ron, aclaró. Asentí y fue a buscarlo. Levanté la vista, estaba solo. Encima de un mueble vi mi sombrero que evidentemente Renata había recogido, pero yo no necesitaba esconderme. Ella regresó con el whisky y con su marido. Nos presentó: Ernesto-Paulo, Paulo-Ernesto. Él dijo que ya hablaríamos en otro momento, nos dejaba conversando. Le agradecí con una sonrisa torpe y bebí un trago.

Cuando se termina un buen llanto uno se queda como cuando ha hecho el amor: medio desorientado, pero sereno. La única diferencia es que no hay placer en el llanto.