CUANDO era niño en el barrio teníamos un juego. En la calle se pintaba un círculo de tiza, dividido en parcelas que representaban países diferentes. Cada uno ponía el pie encima de su país y al que le tocaba empezar, decía, por ejemplo: “Perú declara la guerra en nombre y en contra de…” silencio, hasta que gritaba el nombre de un país. Todos se alejaban corriendo y el nombrado tenía que saltar al medio del círculo para detener así las carreras de los otros. Sé que era importante quedar lo más lejos posible del centro del círculo, pero no recuerdo cómo seguía el juego. Lo que sí sé es que quien era Estados Unidos siempre estaba atento porque muchos querían declararle la guerra, mientras que la Unión Soviética estaba más confiado.
Una vez estábamos jugando frente a casa, mientras mi padre y Antonio tomaban unos tragos en el portal. En un momento de pausa, aprovechando que mi padre había entrado, Antonio me llamó, echa pa’ca, campeón, dijo, y cuando me acerqué me hizo una sugerencia al oído. En la siguiente ronda del juego yo era Checoslovaquia y Lagardère Estados Unidos, pero le declaré la guerra a mi primo Amílcar. Así dije: Checoslovaquia declara la guerra en nombre y en contra de… Unión Soviética. Se armó tremendo lío. Amílcar, súper confiado, había echado a correr antes de que yo terminara y apenas todos me escucharon se quedaron tiesos. Amílcar también se detuvo y gritó que Checoslovaquia no le podía declarar la guerra a la Unión Soviética, que el malo era Estados Unidos, o sea Lagardère. Yo afirmé que sí podía. Y él que no. Y yo que sí. Hasta que se puso bravísimo, dijo que no jugaba más pero, sobre todo, que no quería ser más primo mío porque yo quería a Lagardère más que a él, y se fue enfurruñado mientras, desde el portal, Antonio se moría de la risa. A veces me pregunto cuál será el orden de las cosas: ¿son los niños quienes reproducen los juegos de los adultos o es al revés?
También de manera absurda, alguna vez Renata sintió celos de mi amistad con Lagardère. Cuando se conocieron enseguida se llevaron bien. Mi amigo decía que ella era perfecta para mí. Y Renata, que él y yo éramos dos caras de la misma moneda, lo cual hasta le hacía sentir una sana envidia porque ella no tenía ninguna amistad de toda la vida. Eso lo dijo en La Habana. Años después, en Lisboa, ya no era tan así. Yo seguía siendo, según me dijo una noche, el muchacho cerrado de los primeros tiempos, aquél incapaz de contarle a la mujer que tenía al lado las cosas importantes de su vida, porque yo no confiaba en ella, nunca había confiado en ella porque para mí el amor no era una cofradía, contaba más la amistad que el amor. Fue entonces cuando se le ocurrió compararse con Lagardère y decir que le hubiera gustado poder ser también una amiga para mí, que envidiaba ese derecho a la amistad del que ella había sido privada. Pero ¿cómo vas a ser mi amiga si eres mi mujer?, le pregunté esa noche y ella me miró con una sonrisa triste. No dijo nada, tan sólo suspiró, salió del cuarto, se encerró en el baño y durante un buen rato estuve escuchando el agua correr.
Qué tontería, Renata, qué ganas de complicar las cosas. Ahora, sin embargo, casi parecemos buenos amigos. Ayer, antes de despedirse, tomó mi mano, como no había vuelto a hacer en tanto tiempo, y la llevó hasta su corazón mientras me susurraba: estoy contigo. Y ahora me acaba de enviar un mensaje para decirme que está leyendo mi blog. En estos momentos, frente a su computadora, Renata lee lo que durante tanto tiempo fue, según ella, la peor idea que se me podía haber ocurrido. Sé lo que quiere encontrar y sé que lo hace para ayudarme. Y aunque no creo que eso sirva para algo, tan sólo sentirla cerca me hace bien.
Fue en Berlín donde empecé a acumular información, pero no sólo sobre Angola. Ése fue el inicio, por supuesto; luego seguí metiéndome y metiéndome, porque la Historia no comienza un día. Lo que ocurre hoy es la consecuencia del día anterior y del anterior y así. Mientras más leía más tenía que ir a buscar los porqués un poco más atrás. Mi biblioteca y mi computadora estaban tan llenas de documentos sobre la participación de los cubanos en diferentes guerras que apenas si lograba entender nada: los dos Congo, Cabinda, Guinea Bissau, Sierra Leona, Guinea ecuatorial, Yemen del sur, Siria, Somalia, Etiopía, Angola. Me perdía. Entonces, poco después de llegar a Lisboa, como aún no tenía trabajo, se me ocurrió hacer un blog para ocupar mi tiempo. En un blog se comparte con desconocidos algunas cosas que uno sabe, pero el hecho de compartirlas implica una gran dosis de seriedad. Al menos yo lo veo así. No es lo mismo tener una libreta donde anotar hechos. No. Con un blog estoy obligado a ser coherente y a redactar bien. Mi idea era poner un tema quincenal y alimentarlo con artículos relacionados, porque no pretendía convertirme en un bloguero famoso ni tener la verdad absoluta, simplemente quería escribir una especie de cronología de un tiempo. Y es que el único modo que conozco de comprender algo, aunque también el más difícil, es intentar explicarlo.
¿Quién iba a decirnos lo que traería todo esto? Ahora hace un tiempo que no escribo, porque no puedo. He vuelto a leer cada entrada casi con lupa, pero no quiero escribir. Me asusta. Quizá vuelva a hacerlo más adelante. Lo que de veras importa es que no estaba tan equivocado, Renata, porque para algo ha servido todo esto.
La sola idea de crear el blog me valió un desencuentro con ella. Una noche estábamos en la cocina, ella terminaba de preparar la cena y yo ponía la mesa, cuando le comuniqué lo que se me había ocurrido. Un blog, me dijo. Asentí y continué con mi entusiasmo contándole la idea. Para intentar explicar y así comprender, dijo repitiendo mis últimas palabras. Volví a asentir y continué, claro, porque uno es producto de su historia y si no conocemos la historia, pues seguimos naciendo cada día y cada día nace una generación que repite los mismos errores de la precedente y es como si no hubiéramos aprendido nada, y lo peor, como no sabemos, pues nos desayunamos cada día y estamos a merced de quienes nos narren el cuento más bonito. Un blog para hablar de cosas que pasaron cuando ni tú ni yo habíamos nacido o éramos niños, replicó y contesté que sí. Ahí Renata apagó el fuego y, sosteniendo aún en mano una cuchara de madera, se dio la vuelta para mirarme.
—¿Y a quién le importan los cubanos en África, Ernesto? —dijo muy seria. Cuando estaba molesta yo dejaba de ser Ernes, para convertirme en Ernesto—. Angola marcó tu vida, pero siempre nos queda el futuro; lo decía tu padre, ¿cierto? —Tiró la cuchara de madera al fregadero, me dio la espalda y se alejó murmurando—: ¿A estas alturas a quién coño le importan África y los cubanos?
A mí, respondí bajito. A mí, repetí, aunque sabía que ya no me escuchaba, porque me había dejado solo en la cocina, junto a una cena que se iría enfriando poco a poco y a una noche que acababa de romperse como nuestra relación, que se agrietaba despacito y sin remedio.
Renata conocía por mí aquella frase de mi padre: después de cada cosa siempre nos queda el futuro. Era otra de sus grandes frases. Pero esa noche oírla en boca de mi mujer me pareció un golpe bajo, porque aunque yo me empeñara en repetirla de vez en cuando, sé que no me funcionaba mucho. De niño, sin embargo, era distinto. Cada vez que algo me salía mal o cuando vivía una experiencia como si fuera el fin del mundo, mi padre me decía aquello y era como si todo volviera a empezar; como también él había tenido que hacer el primer día que lo recuerdo diciéndola.
Papi solía llamar a mi hermana “la princesa de la casa” y a mí “su machito”. Yo era el asistente que le alcanzaba las herramientas mientras arreglaba el carro. Y era el aprendiz cuando se empeñó en enseñarme a jugar ajedrez, porque según él, a diferencia del dominó, ése era un juego de gente inteligente, aunque eso yo no debía decírselo a mis tíos. Al final, ni soy ajedrecista ni jugador de dominó pero no importa, estábamos juntos y eso era lo que contaba. Yo trataba de imitarlo en todo, en el modo de andar, en la manera de hablar, en sus costumbres.
Mis padres no eran lectores compulsivos como luego lo fui yo, pero leían regularmente y por ahí empezó mi vicio de la lectura. Él solía hacerlo antes de dormir y tenía una costumbre que me encantaba. Cuando terminaba, en lugar de dejar el libro en la mesita de noche como hacía mami, lo ponía en el piso, junto a la cama y a sus chancletas. A mí me hacía mucha gracia entrar en el cuarto de ellos durante el día, porque ahí estaban el libro y las chancletas como si estuvieran enfrascados en una gran conversación. Y como eso me parecía tan gracioso, quise imitarlo. Apenas mis padres descubrieron que me gustaba leer, empezaron a regalarme libros y entonces yo los iba colocando en una pila junto a mi cama y, por supuesto, junto a mis chancletas. Cada libro presidía la columna mientras duraba su lectura pero, una vez terminada, éste pasaba al librero de mi cuarto junto con los ya leídos. Entonces, para que la pila nunca estuviera vacía, mi padre me compraba más y más. Creo que lo primero que me gustó de los libros fue que eran como ventanas que podía abrir para salir corriendo a través de ellas y tener experiencias distintas y luego volver y seguir estando con la gente que más quería y contarle de las historias que había vivido mientras estaba leyendo.
Yo andaría por los ocho o nueve años cuando murió mi abuela paterna. Mi hermana y yo no fuimos al entierro, a nosotros nos dejaron en casa con abuemama, pero en la noche, ya de regreso, mi padre se sentó en el portal y hay algo que no se me olvida: más que de la muerte, aquélla fue la primera vez que tuve conciencia de la tristeza. Sí, es exactamente eso. Aquélla fue la vez en que le vi a mi padre la cara más triste del mundo, la que no le había visto nunca, la que no sabía que se podía tener. Tan mala cara tenía que yo me acerqué en silencio con la intención de ayudarlo y entonces no se me ocurrió otra cosa que empezar a contarle la historia del libro que estaba leyendo. Mientras hablaba lo miraba, claro, pero él no parecía estarme escuchando, seguía serio, como observando un punto fijo. Continué, pero parece que en algún momento me dio reparos estar haciendo cuentos sin que él me escuchara y preferí callarme. De repente dejé de hablar. Entonces él me miró. Dijo que era una historia muy bonita, que por favor siguiera, que le estaba haciendo mucho bien. Y yo seguí. Cuando terminé, mi padre sonrió dándome las gracias y entonces, quizá más para sí que para mí, dijo aquella frase.
—Después de cada cosa siempre nos queda el futuro…
Agregó que eso no había que olvidarlo nunca, que por muy triste que uno estuviera, la vida continuaba y eso yo se lo había hecho comprender bien aquella noche. Ahí me abrazó y terminamos sonriendo. A partir de ese día se volvió una costumbre lo de contarle historias. Cada vez que estaba ayudándolo en algo me entretenía haciéndole el cuento del libro que andaba leyendo. Muchas historias él las conocía, claro, pero me hacía preguntas y ponía tal atención en mis respuestas que parecía ser la primera vez que escuchaba hablar de aquello. Nunca he podido recordar cuál fue el libro que le conté el día de la muerte de mi abuela, pero sé que terminamos con una sonrisa y eso es lo importante; que el día que mi padre tenía la cara más triste del mundo yo logré hacerlo sonreír contándole una historia.
Después de aquella discusión con Renata donde me recordó la frase de mi padre, y a pesar de sus reticencias, cuando por fin tuve el blog en línea ella se sentó a leerlo. Dijo que no iba a hacer como si no existiera, aunque mantenía su opinión de que escribirlo acabaría por lastimarme, porque era parte de la obsesión por el pasado que me impedía ver el presente. Yo no estuve de acuerdo, pero no dije nada.
Renata siguió mi blog en sus primeros tiempos. A veces, en la noche, mientras yo estaba trabajando en una entrada, se acercaba para hablarme de otras cosas y al ver que no le hacía caso murmuraba: Cuba declara la guerra en nombre y en contra de Perú. Era una broma que teníamos a partir de aquel juego de mi infancia. Yo le sonreía y seguía trabajando. Renata estuvo leyendo mi blog hasta que, poco a poco, dejó de hacerlo. Simplemente se aburrió de “mi tema”, aunque ya para ese entonces no dijo nada. Y eso es lo peor, que era como si Perú le hubiera declarado la guerra a Cuba.
Yo sé que, en el fondo, en todos estos años hay algo que Renata nunca llegó a digerir del todo. Algo antiguo que, aunque al principio de nuestra relación no pareció tener mucha importancia, luego se volvió contra mí, contra el muchacho cerrado que era y que sigo siendo. Renata vino a saber lo que le sucedió a mi padre casi por casualidad, pero no fui yo quien le contó, porque no quise; no era un tema del que solía hablar.
Llevaríamos ya unos meses juntos cuando una noche fuimos a un concierto de Frank Delgado. Estábamos a mitad de los noventa, la guerra había concluido para los cubanos y de ella ya se hablaba poco o nada, aunque las heridas seguían abiertas. Lagardère estaba con su novia de turno, yo con Renata. El teatro estaba llenísimo y el concierto andaba de maravilla, pero en un momento el trovador, que entre canción y canción hacía comentarios chistosos sobre la situación del país, se puso serio y tocó un acorde en la guitarra. Ahí cantó: Angola era para mí sólo un nombre extraño, en la geografía de mis primeros años. Se hizo un silencio y la gente empezó a encender fosforeras. Frank Delgado continuó cantando y cada vez se encendían más lucecitas en la sala. Cuando llegó el estribillo él dejó de tocar la guitarra y, a capela, acompañado por el público que también cantaba, continuó: Angola, mi madre en realidad se quedó sola buscándome en un mapa rotulado en portugués por tus ciudades sucias y sonoras. Ahí no pude más. Se me había hecho un nudo en la garganta, no sé, no quería escuchar más y entonces me levanté y salí pidiendo permiso mientras la gente canturreaba con los rostros sombríos: Angola, mi novia procuró calor humano, mi perro un nuevo dueño y hasta puede suceder que algún día me llamen veterano. Las últimas palabras me las sé, la canción entera me la sé, porque es la más hermosa que se ha escrito sobre ese tema, pero también sé que aquel día no terminé de escucharla porque salí del teatro y, ya en la acera, me di cuenta de que detrás de mí venía Renata y detrás Lagardère y detrás la novia de él.
—¿Qué te pasa, Ernes? —preguntó Renata.
Yo dije: nada, y me alejé caminando. Lagardère se acercó a ella. Un rato después volví y los tres estaban esperándome sentados en la escalera del teatro. Mi amigo me miró y entendí perfectamente lo que quería comunicarme: le había contado. Renata dijo: vamos, y la seguí. Caminamos en silencio. Ella vivía cerca y yo solía quedarme en su casa. Cuando llegamos a la entrada del edificio, se paró frente a mí, tomó mi mano y la llevó hasta su corazón. Fue la primera vez que hizo ese gesto.
—Yo estoy contigo —dijo—, siento mucho lo de tu padre, si quieres hablar, subimos; si no quieres no importa, pero yo estoy contigo —repitió.
Ayer Renata volvió a hacer el mismo gesto, con la diferencia de que ayer tan sólo nos quedaba pasado. Aquella noche nos esperaba el futuro, por eso cuando escuché sus palabras sentí que la amaba. Me dieron deseos de abrazarla y de contarle un montón de cosas, pero no pude. Sabía que Lagardère se había encargado de explicarle, y yo no quería hablar de eso. No quería. Yo era aquel muchacho cerrado, como dice ella. Por eso tan sólo le agradecí, dije que prefería irme a casa, que la llamaba al día siguiente, que la llamaba, reiteré y que gracias y me fui.
Me fui.