VII. HIJO DE HOMBRE

RECUERDO los últimos meses que mi padre estuvo con nosotros como si hubiera sido un período larguísimo. Mi memoria los ha repetido al infinito. Ver la película. Volver a verla. Y volver a verla. ¿Cómo sería la vida si se pudiera tener conciencia del momento en que hacemos algo por última vez?

Cuando terminé la primaria papi propuso que hiciéramos una fiesta. Lagardère y yo invitamos a la gente de la escuela y, aunque no nos hizo mucha gracia, a sugerencia de mi padre también tuvimos que invitar a las gemelas Lagardère. De aquel día hay dos escenas que se quedaron grabadas en mi mente: una tiene que ver con la vergüenza, la otra con la fascinación.

Resulta que en algún momento de la fiesta el casete se enredó en la grabadora y dos de mis tíos fueron a arreglarlo. Yo aproveché para salir al portal a coger fresco, y en eso estaba cuando se me acercó una de las gemelas, no sé si Tania o Tamara. ¿Tú cantas?, me preguntó. Pero ¿por qué iba yo a cantar? Es que te pareces a Albert Hammond, dijo, y aclaró: por la nariz. Por la nariz yo más bien me parecía a Barry Manilow, comenté; pero Tamara o Tania me miró afirmando que ése le gustaba a su hermana, a ella quien le gustaba era Albert Hammond, que cantaba esa canción tan bonita: Si me amaras. Aquélla debe haber sido la primera vez que mi temperatura corporal subió al punto extremo de ponerme las orejas rojas, rojísimas, ante una mujer. Le sonreí a Tania o a Tamara y, sin más, me aparté desconcertado y volví a la sala.

Adentro, mis tíos ya estaban discutiendo a causa de la grabadora, así que mi padre dijo que no importaba, encendió la radio y, como por arte de magia o quizá porque siempre repetían las mismas canciones, sonó una música y Albert Hammond comenzó a cantar: si me amaras, si hubiera una chispa en tu alma, para iluminar mi esperanza, entonces sería feliz. Mi padre tomó a mami por la cintura y tío Miguelito agarró a abuemama para ver si los demás los seguían. Era una canción romántica, así que los muchachos no nos atrevíamos a bailar pero, a pesar de que mi tío movía la boca imitando al cantante, todos miraban a mis padres. Yo me quedé entre la fascinación de verlos bailar, las ganas de poder hacer lo mismo con Tormenta, que estaba allí por supuesto, y el desconcierto ante las palabras de Tamara o Tania, hasta que Lagardère vino a sacarme de mi estado cuando me puso un brazo por encima del hombro y dijo: bróder, sin ofender, tu mamá tiene tremendo culo. Lo miré haciendo una mueca como quien dice “qué pesado eres”. Y así, sin querer, Albert Hammond se quedó en mis recuerdos, siempre me empeñé en conservar aquella imagen, porque fue su canción la última que mis padres bailaron juntos en mi presencia, y allí estarán siempre, pegando sus cuerpos mientras Albert Hammond canta una canción romántica. Hace poco busqué en YouTube y vi el video de aquellos años, todo está igual, sólo que el Albert Hammond que cantaba en mi fiesta era más joven que yo ahora.

La otra Tania o Tanita, como llamábamos a mi hermana, también estaba allí, claro. Después del momento romántico en la radio empezó a sonar Pata Pata, la canción de Miriam Makeba a quien todos conocían, porque visitaba mucho Cuba y siempre estaba en la televisión. Una vez mi padre y Tanita se habían inventado una coreografía con aquella música, moviendo los brazos en círculos hacia atrás, y habíamos terminado todos en casa haciendo lo mismo. Así que cuando se escuchó la canción en la fiesta, Tanita se paró delante de papi y volvieron a su vieja coreografía. Ahí todos se fueron incorporando poco a poco. A mí me daba vergüenza bailar delante de Tormenta, pero en cuanto vi que una de las gemelas, Tamara o Tania, comenzaba a acercárseme, me incorporé al grupo y también bailé, junto a los demás, mis amigos, mis tíos, mis primos, todos moviéndonos al ritmo del “mamaia mamaia ma” de la Makeba.

Dice Tania que de aquello tiene vagos recuerdos. Quizá su memoria trata de protegerla. La memoria es una tramposa. Una vez me dijo que de su infancia sólo recordaba las fotos de nuestro padre y la cara fea de la psicóloga; que tenía que acostarse temprano y ayudar en la casa; que podía sacar malas notas porque su precoz orfandad lo justificaba y, sobre todo, que tenía que hacerle caso a su hermano, a mí, porque era grande, serio y sabía hacer bien las cosas. Sé que no es lo único que recuerda, aunque la memoria es una tramposa. Para mí Miriam Makeba también está asociada a un momento feliz: esa coreografía que mi padre se inventó con mi hermana. Es más, ahora mismo la pongo, sí, aquí tengo su música y ella me alegra. Cántame en los oídos, Miriam.

Por mi graduación de primaria papi también me había regalado un libro de astronomía y unos prismáticos. Entonces tomamos la costumbre de subir a la azotea de casa para mirar las constelaciones. Al principio Tanita quiso ir con nosotros, pero mami se negó, la azotea era peligrosa, y además lo nuestro era una reunión de hombres, dijo. Cuando papi regresaba del trabajo yo le contaba lo que había aprendido con mi libro y, en la noche, después de comer, subíamos a la azotea. Ernestico y yo vamos a la oficina, anunciaba él, y yo agarraba mis prismáticos.

Ese verano pasamos casi un mes en la playa. Dos de mis tíos habían logrado alquilar la misma casa en Guanabo, quince días uno y luego quince días el otro, así que para allá se fue la familia. Ya por ese entonces habían nacido todos mis primos, éramos cinco varones y tres niñas. Como yo era el mayor, los demás tenían que hacerme caso, pero además los adultos reparaban en mí. Ernestico, mijo, tráeme una cerveza. Ernestico, venga a jugar dominó que ya usté es grande. Ernestico, dile a tus primos que no griten tanto, anda, que no dejan oír la televisión. Yo me sentía importante.

La casa tenía una terracita pegada a la arena, bastaba echar a correr un poco y ya estabas en el agua. Por las noches, después de comer, cuando los adultos se ponían con sus cervezas y su dominó, yo agarraba una frazada y me tiraba sobre la arena con mis primos para contemplar las estrellas. A veces papi se acercaba. Era tan malo jugando dominó que lo sacaban rápido de la mesa, así que venía, cerveza en mano, y nos hablaba del cosmos y de misterios. De civilizaciones antiguas y de extraterrestres. Que si los aztecas y la leyenda del Quetzalcóatl, que si el desierto de Nazca, las pirámides de Egipto y los cabezones de la isla de Pascua. Papi sabía un montón de cosas, hablaba de cálculos matemáticos, de teorías y de preguntas sin respuesta. Mis primos se quedaban boquiabiertos y yo sonreía feliz, absolutamente convencido de que mi padre era el hombre más inteligente de todo el universo mundo mundial.

Pero el mundo mundial seguía dando vueltas y nosotros con él. Era 1981, Reagan estaba a la cabeza de Estados Unidos y la Guerra Fría volvía a tomar fuerza. José Eduardo Dos Santos había sustituido como presidente de Angola al fallecido Neto. La situación del país continuaba inestable y el movimiento opositor UNITA, casi dado por muerto, empezaba a renacer buscando apoyo en Estados Unidos. El nombre de su líder, Jonas Savimbi, se hacía conocido en las calles cubanas, mientras nuestra prensa condenaba los ataques de Sudáfrica y anunciaba firmas de convenios y acuerdos comerciales entre Cuba y Angola.

Ese año empecé la secundaria y fui por primera vez a la escuela al campo. A abuemama aquello la tenía sufriendo desde hacía tiempo, pero era parte del curso. Teníamos que pasar un mes en un campamento donde se dormía en unos albergues largos llenos de literas. Se comía en bandejas de aluminio, una comida bastante mala. Nos bañábamos en duchas que eran pequeños cubículos de madera y usábamos letrinas, también de madera, donde abundaban moscas y pestilencias. De día hacíamos labores agrícolas, de noche había bailables en el comedor. Pensé que las preocupaciones de mi abuela eran por mí, pero nada de eso. Un día me dijo que yo era varón, el trabajo hacía al hombre y a mí no me venía mal empezar a coger carácter y ponerme fuerte. Lo que a ella le preocupaba era el día que Tanita tuviera que irse al campo. Era criminal, decía, sacar niñas de sus casas para meterlas a vivir en esas condiciones, a bañarse con agua fría y trabajar como campesinas. ¿Y tú tienes algo contra las campesinas?, le pregunté una vez y ella hizo una mueca. No, respondió, pero tu hermana es una señorita de la ciudad. Mi abuela a veces decía frases de ese tipo.

A decir verdad, a mí la idea de ir al campo me entusiasmaba por el simple hecho de pasar un tiempo fuera de casa viviendo con la gente de la escuela. En los años sucesivos, sin embargo, cada vez que debía preparar mis cosas para partir me entraba la tristeza, porque fue mi padre quien hizo mi maleta aquella primera vez. No el que acomodó las cosas que iban dentro, sino quien la construyó con sus propias manos. Todos íbamos con maletas de madera que cerrábamos con un candado para evitar, en lo posible, los robos. Papi hizo la mía con unas maderas que le había llevado Antonio. De esa tarde me acuerdo perfectamente. Estábamos en el garaje de casa y después de pintar la maleta, papi me invitó a sentarme. Tú ya eres un hombre, Ernesto, dijo, y hay cosas que es mejor conversar.

Me dijo Ernesto, no Ernestico: Ernesto. Y empezó a hablar de tentaciones. Descubrimientos. Riesgos. Cuidados. A mí se me fueron poniendo rojas las orejas, porque mi padre estaba hablando de sexo y eso me producía una mezcla de risa y vergüenza. Para mí el sexo todavía no pasaba de ser un juego entre mis manos y mi cuerpo, pero eso era un secreto. Él no tenía por qué saberlo. Tampoco tenía por qué saber que para mí el amor era el tormento de Tormenta. Ésas eran cosas personales, mías. Pero él seguía hablando. No sé si no se dio cuenta de que yo estaba casi sin respiración o si se dio cuenta e hizo como si nada. Lo que sé es que continuó hablando así, como si estuviera con uno de su edad, porque su conversación no era para dar lecciones o asustarme. Era algo normal. Por eso, poco a poco empecé a relajarme, no dije nada, pero me fui relajando, hasta que él echó un gran suspiro y puso la mano sobre mi pierna diciendo que, en cualquier caso, yo siempre debía usar… ¿Cuál músculo?

—El del cerebro, papi —respondí y chocamos las manos.

Ese momento fue importantísimo, no sólo por ser nuestra primera conversación entre hombres, sino porque fue la única que pudimos tener.

Luego no tuve que preocuparme ni por la mitad de las cosas que me había dicho, porque la verdad es que a esas edades yo era medio bobo. Era un devorador de libros que soñaba. Un tímido. Y tuvieron que pasar todavía varias escuelas al campo para que tuviera que preocuparme por algo. ¿A cuántas fui? A ver, un mes en cada año de secundaria: tres meses. Cuarenta y cinco días en cada año del pre: cuatro meses y medio. Los quince días de las vacaciones que tuve que ir en el pre y en la universidad, o sea, durante ocho años, unos cuatro meses. En total, casi un experto en agricultura. Pero, curiosamente, mi memoria ha dividido los recuerdos. De un lado están todas las escuelas al campo juntas, como si fueran una. Del otro está la primera, aquélla en que mi padre aún estaba en casa, la única que si cierro los ojos regresa con una imagen nítida.

Aparte del trabajo que a nadie le gustaba, la experiencia no estuvo tan mal. Fue allí donde vi por primera vez la ropa de camuflaje, aunque todavía no estaba de moda. A nosotros nos daban ropa para trabajar, pero era fea, así que muchos usaban uniformes militares que, lejos de hacerlos parecer campesinos, les daban un toque de guerrilleros, combatientes, gente dura. Con los años esta indumentaria se fue poniendo de moda. Pantalones y camisetas verde olivo o de camuflaje, botas de campaña, gorras de comando. Dime qué camuflaje usas y te diré donde trabaja tu padre, si es de Tropas Especiales, del Ministerio del Interior, de las Fuerzas Armadas o es simplemente un internacionalista que estuvo en Angola. A fines de la década, para mí eso era algo fácil de determinar. Muchos años después, en Berlín, Renata se compró una minifalda de camuflaje y le quedaba tan bien que no se la quitaba. Los tejidos de camuflaje estaban de moda. La única diferencia es que la ropa militar que nosotros usamos en Cuba no fue comprada en un mercadillo europeo cualquiera, eran uniformes de verdad y muchos habían sido usados en la guerra.

Los domingos tocaba la visita de los padres y los alrededores del campamento se convertían en un gran picnic, porque las familias se instalaban bajo los árboles a comer las cosas ricas que traían de casa. Uno de esos domingos nuestras vidas empezaron a cambiar.

Normalmente los padres de Lagardère iban en carro con los míos, pero aquel día el papá de mi amigo no pudo ir y papi le brindó su plaza a la madre de Tormenta. No sé si a mami le hizo mucha gracia aquello, pero el caso es que acabamos comiendo todos juntos. Al terminar, papi propuso a los jóvenes dar un paseo. Quería ver nuestras áreas de trabajo, dijo, y mami lo miró con esa cara de notematoporquetequiero que le ponía a veces porque, incluso yo, sabía que mi padre quería ahorrarse la conversación de la madre de Lagardère. Te guardo café para luego, dijo mami resignada, y él le tiró un beso antes de irnos.

Caminamos alejándonos del campamento. Tania iba de la mano de nuestro padre, mientras Tormenta, Lagardère y yo explicábamos las tareas diarias, que si el deshierbe, que si el escarde. En un momento papi se detuvo. ¿No escuchan?, preguntó. Tormenta dijo que sí, parecía un gemido. Echamos a andar y llegamos a un sitio donde había un pozo ciego. Papi me pidió que tomara a Tania de la mano y que permaneciéramos todos detrás. Él se acercó despacio. El hueco tendría unos… no sé, tres, cuatro o cinco metros de profundidad, da igual, el problema es que dentro había un cachorro que ya apenas si ladraba, gemía. ¡Se cayó un perrito!, gritó Tormenta. ¿Pero está muy hondo?, preguntó Lagardère. Yo quiero verlo, dijo Tania. ¿Qué hacemos?, musité yo. Papi se acercó a nosotros.

—No lo vamos a dejar solo, le vamos a salvar la vida —concluyó.

Al perro lo bautizamos Profundo por el tamaño del hueco. Y su rescate fue glorioso. Primero fuimos a casa de un campesino que nos prestó lo que necesitábamos y allí se nos sumaron algunos de mi edad. Luego cada uno tuvo su misión. Tormenta era la encargada de no soltar nunca la mano de Tania; podían estar tiradas en el piso viendo lo que ocurría en el pozo, pero con las manos siempre juntas. Lagardère y yo, también tendidos, sosteníamos la cuerda de la que pendía una cesta que bajamos hasta el fondo. Papi tenía otra cuerda a la que había atado una botella, porque al perro había que hacerle entender que aquella cesta era su salvación. Esas imágenes no se me borran de la cabeza. Mi padre empezó a balancear la cuerda dando leves golpecitos en el trasero del cachorro, hasta que éste, ya molesto o desesperado, no sé, al fin puso una pata encima de la cesta y luego otra y luego las dos restantes, y cuando todo su cuerpo estuvo dentro de la cesta papi se acercó a nosotros. Ahora despacio, muy despacio, dijo. Yo sentía una mezcla de emoción y susto. El pozo estaba rodeado de público. Papi, el perrito, decía Tania. Despacio. Muy despacio. Lagardère y yo aguantando el aliento tirábamos de la soga que ya mi padre había sujetado también, por si acaso, pero éramos nosotros quienes tirábamos de ella y era eso lo importante, que él nos dejaba hacer. Cuando la cesta llegó arriba, papi estiró rápido la mano y agarró al cachorro por una pata. El pobre bicho tenía los ojos abiertísimos y la piel llena de llagas. Él lo sostuvo con las dos manos y cuando lo acercó a su cuerpo estallaron los aplausos. Lo logramos, gritó Lagardère. Pobrecito, dijo Tormenta. Pero está feo, murmuró Tania. Creo que sé de quién es ese perro, dijo uno de los campesinos. Yo miré a mi papá y él me miró. Sentí que habíamos hecho algo hermoso. El rescate de Profundo. Sí. No lo dejamos solo. Le salvamos la vida.

De regreso, ya muy cerca de donde acampaban nuestras madres, papi pidió a los otros que siguieran y a mí que lo acompañara al carro un momento. En principio aquello no me gustó, porque sospechaba que entonces Lagardère iba a contar el rescate y en su versión estaría él solito tirando de la soga, pero mi padre quería que lo acompañara y eso hice. Seguimos andando y cuando ya los otros no se veían, él empezó a hablar.

—Ernesto, mijo, tengo que decirte una cosa.

Supe que se trataba de algo importante porque volvió a llamarme por mi nombre, sin diminutivos. Pero es un secreto que tienes que guardarme, continuó. Yo asentí. Puede ser que cualquier día de estos me movilicen, dijo, puede ser o puede no ser, pero por si acaso, si me movilizan antes de que tú regreses del campo, quiero que cuides mucho a tu mamá, a tu hermana y a tu abuela. Ahí me detuve y lo miré. La última “movilización” que conocía era cuando Antonio se había ido para Angola.

—¿Tú te vas a la guerra, papi? —pregunté.

Él también se detuvo y me miró con una sonrisa poniéndome las manos sobre los hombros. Hay que ver que ya eres un hombre, dijo, estoy tan orgulloso de ti. Podía ser y podía no ser que lo movilizaran, explicó, pero ése era nuestro secreto, mi hermana no debía enterarse. ¿Y mami?, pregunté. Si sucedía, ella lo sabría, claro, pero de eso no teníamos que hablar con nadie, ¿ok? Terminó levantando su mano para que la chocara. Yo dije ok y choqué. Sonreí y retomamos la marcha.

—Si te vas a la guerra —le dije—, acuérdate de usar siempre el músculo del cerebro.

Papi se echó a reír y a mí su risa me dio más risa que mi propio chiste. Por eso se me olvidó decirle que también yo estaba orgulloso de él, que tan sólo imaginarlo como un soldado defendiendo las causas justas me llenaba de emoción, que yo no tenía ni idea de qué cosa era una guerra y, sobre todo, que aún no era un hombre: era un muchacho, un hijo de hombre. Nada más que eso. Se me olvidó decírselo y ya no tuve tiempo. Una semana después de mi regreso de la escuela al campo mi padre se fue para Angola.