VIII. SIN NOVEDAD EN EL FRENTE

RENATA me ha enviado otro sms. Sigue con el blog. No sé si va a encontrar lo que busca, pero me conmueve. Al final, de algo ha servido mi “obsesión con el pasado”, ¿no? Fue gracias al blog que empecé a relacionarme más con Berto. Un sábado, después de correr junto al río, fui al café de João y él me recibió con una sorpresa. Su amigo, el cubano, le había preguntado por mí, y como João le dijo que yo solía pasar por allá los fines de semana, pues el hombre me había dejado una nota. Agarré rapidísimo el papel que me estaba dando João y leí. El extraño hombrecito decía que era una pena no haberme visto, pero esperaba hacerlo cuando regresara a Lisboa. Que le había echado un vistazo a mi blog y le parecía muy interesante. Y que no se le había olvidado que me debía unas historias, por eso me anotaba su teléfono para no dejar de vernos en su siguiente viaje. Leí la nota dos veces. No me lo podía creer, el mismo hombre que antes parecía haberse molestado con mis preguntas sobre la guerra, ahora hasta se brindaba para contarme historias. Pensé que, en realidad, el tipo era buena gente y se había dado cuenta de que la vez anterior me había tratado sin motivo de manera muy brusca, lo cual lo hacía sentirse mal. Encima había visto mi blog y se había percatado de que yo era un tipo serio. Por tanto, no veía la hora de disculparse. Sonreí contento y guardé la nota en mi bolsillo.

Cuando João se acercó con mi cerveza le dije que quería preguntarle algo y me sonrió haciendo un gesto interrogante. Quise saber desde cuándo conocía a Berto y qué clase de tipo era. João apoyó los codos en la barra mirándome. El dueño de un café es como el cura de una iglesia, dijo, escucha a todas las personas sin hacer comentarios y no le cuenta nada a nadie. Sonreímos. João se incorporó para concluir que el cubano era buena persona, como todos los que frecuentaban su local, porque aquél era el mejor café de toda Lisboa, ¿cierto? Volví a sonreír afirmando que sí, claro, ése era el mejor café de la ciudad y João el mejor anfitrión. Pensé que yo era el más estúpido por haberle hecho esa pregunta, pero eso preferí no decírselo, me bastó con la sonrisa. Lo más importante era que el extraño hombrecito quería verme.

Esa misma semana intercambiamos mensajes donde nos pusimos de acuerdo y en su siguiente viaje a Lisboa quedamos en donde João. Yo ya me había propuesto no caerle encima pidiendo que me contara historias sino dejar que las cosas fluyeran, que fuera una conversación amistosa donde los dos nos sintiéramos cómodos y así en algún momento él podría contarme. Me interesaba sobre todo escuchar en primera persona cómo había llegado a Angola, cómo era el reclutamiento en aquellos años, cosas que nunca pude preguntarle a mi padre y de las que luego Antonio apenas si quería hablar. Nuestra conversación comenzó muy bien. Él propuso que en lugar de la barra nos sentáramos en una de las mesas, porque en ese café había mucho ruido. Dijo la palabra ruido en voz alta mirando a João y este le soltó una carcajada, antes de decirle que si quería un “privado”, él tenía una plaza vacante en la cocina, lavando platos, concluyó. Los tres reímos y Berto y yo, cervezas en mano, nos fuimos a una mesa.

Él era de La Habana, como yo, me dijo, porque yo le había dicho que era de la capital. ¿Y de qué barrio?, quiso saber. Dije dónde estaba mi casa, en Playa, cerquita del puente Almendares. Barrio lindo, afirmó. Él era de Centro Habana, pero allí no le quedaba familia; ya no era joven, la vida pasa. ¿Y tu familia?, preguntó y respondí que seguía en casa, esperando siempre mis vacaciones para volver a vernos. Qué bonito, dijo antes de oler su cigarro de exfumador. Sonreí porque su gesto me hizo gracia y él, mirándome, arqueó las cejas de una manera cómica, antes de volver a oler el cigarro.

Terminado el ritual afirmó que mi blog le había gustado mucho, entró para echarle un simple vistazo y cuando se dio cuenta llevaba un buen rato metido dentro. Para esas fechas, aunque sinceramente no le daba mucha publicidad, ya tenía cierto movimiento. Internet es increíble. A veces tenía comentarios, sobre todo de cubanos, por supuesto, e incluso algún lector me había enviado enlaces a otros sitios y hasta documentación sobre el tema. Mis lectores eran en su mayoría gente que yo conocía o amigos de ellos, porque cuando creé el blog envié un mensaje a mis contactos dando la noticia. Por eso saber que a un desconocido se le había ido el tiempo navegando me alegró mucho, pero todavía me alegraron más sus elogios siguientes. Eres un tipo serio, me dijo, se ve que has investigado, porque hay cosas de las que yo ni me acordaba y que tú has puesto en orden. Buen trabajo; pero si tú eras un chiquillo, ¿por qué te interesa tanto esta vieja historia? Ahí le solté una de mis peroratas con todas aquellas palabras que me comían la cabeza. No mencioné a mi padre, eso era algo demasiado personal que nada tenía que ver con aquel desconocido. Yo solté mis palabras prefabricadas. Y, claro, le dije, como ya no soy un chiquillo, quería entender. Ése me pareció el momento perfecto para explicarle que precisamente me interesaba lo que él pudiera contarme para saber cómo eran las cosas cuando yo era un chiquillo. Aquella tarde tomamos unas tres cervezas y antes de que su hija lo llamara por teléfono para decirle que el almuerzo estaba casi listo, él me contó cómo se había ido para Angola. El año que Tamayo se fue al cosmos, ¿te acuerdas?, reafirmó. Cuando nos despedimos prometió que me mandaría un sms antes de su regreso, porque nuestra conversación no era más que el inicio de una amistad o, al menos eso espero, concluyó. Y yo estuve de acuerdo.

El año que Tamayo se fue al cosmos Berto trabajaba en La Habana en una empresa de transportes. Un día lo convocaron a una reunión y le preguntaron si estaba dispuesto a ir a una misión internacionalista en África, a ayudar a un país hermano en lo que él sabía hacer. Él respondió: con Berto Tejera Rodríguez pueden contar, vamos pa’ donde sea. Poco después se fue para Angola como chofer. Él no era militar, pero se trataba de un país en guerra, así que al llegar le retiraron el pasaporte, le dieron ropa de campaña y una chapilla con su número de identificación que debía llevar siempre colgada del cuello.

En aquel tiempo los que iban eran voluntarios, aunque con los años la palabra “voluntario” fue tomando ese extraño tono que tiene en mi país. Te preguntaban si estabas dispuesto a cumplir misión y si no lo estabas, allá tú con las consecuencias. Alguna gente te miraba mal, te decían cobarde, se burlaban de tu poca hombría, podías tener problemas en el trabajo por no dar el paso al frente, cosas así. Pero hubo algo de lo que me dijo Berto que me dejó asombrado, aunque no creo que sea ésa la palabra justa. En realidad no sé cuál palabra define lo que sentí en aquella primera conversación cuando me contó que antes de pensar en nada él dijo: vamos pa’ donde sea. Es que muchos iban porque sí, afirmó, porque más allá de toda esa retórica de países hermanos y tercermundistas, África está en nuestra sangre. Nosotros somos África, muchacho. Berto es blanco, pero como se dice: “en Cuba quien no tiene de Congo tiene de Carabali”; buena parte de los esclavos que llevaron cuando la colonia eran de la región que hoy es Angola. Por ahí algún ancestro africano debo tener, afirmó. Y aunque sabía, como todo el mundo, que ese país estaba en guerra, no estaba interesado en verla, lo suyo era simplemente ayudar. Eso fue lo último que le escuché decir antes de que su hija lo llamara y tuviéramos que quedar en vernos a su regreso a Lisboa, porque algo tenía claro yo en esos momentos: aquel hombre podía contarme muchas cosas que me interesaban.

Berto había tenido razón: ya en el tiempo en que él se fue, todo el mundo sabía que había una guerra, los adultos, los niños, todos lo sabíamos. Por eso cuando mi padre partió, casi un año después de Berto, yo no entendí muy bien para qué me había pedido que no hablara sobre su partida, ni por qué mi madre lo había secundado. Cumplí mi promesa de no hablar. Eso sí. La cumplí hasta que Lagardère me preguntó si mi padre estaba en la guerra y yo, bajando la voz, asentí diciendo que era un secreto. ¿Secreto?, preguntó él; pues mira que en mi casa ayer estaban hablando de eso. Quizá mis padres querían impedir que yo pensara demasiado en la palabra “guerra” y que mi hermanita se asustara. Seguro era eso. Un día, mami llegó a casa muy molesta diciendo que la chismosa de enfrente, o sea, la mamá de Tormenta, le había preguntado, delante de Tanita, si ella y papi se habían separado y cuando mami respondió que no, la otra movió la cabeza afirmando: entonces a Miguel Ángel lo mandaron pa’ África. Mi hermana intentó preguntar algo, pero mami la había cortado tajante y juraba que en cuanto volviera a cruzarse con la vecina la iba a poner en su lugar.

Con la partida de papi, en casa ya no se hicieron más fiestas. Mis tíos iban a saludarnos y a ayudar en lo que hiciera falta, pero cada uno por su cuenta. Melquiades era quien pasaba más tiempo con nosotros; le encantaba la comida de abuemama, por eso muchos domingos almorzaba en casa y no se iba hasta después del noticiero de la noche. A veces él y mami pasaban largo rato conversando sobre las cosas que estaban sucediendo y yo solía sentarme con ellos a escucharlos.

Tengo la sensación de que en aquellos tiempos vivíamos con la Historia todavía más cerca de la piel. Ya había vencido la Revolución sandinista y en El Salvador luchaba el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Y en la calle la gente tarareaba la canción de Silvio que decía: andará Nicaragua con El Salvador. Al arzobispo Arnulfo Romero lo habían asesinado en San Salvador. Y en la calle la gente tarareaba la canción de Rubén Blades que decía: nunca se supo el criminal quién fue del Padre Antonio y su monaguillo Andrés, doblan las campanas, un, dos, tres… De nuestra parte, todavía teníamos frescos en la mente los sucesos de la embajada del Perú y la crisis del Mariel, que terminó con más de cien mil cubanos partiendo de la isla. Tío Melquiades tenía un amigo que había decidido irse con su familia, pero antes de poder hacerlo tuvo que soportar a sus vecinos parados en la puerta de casa insultándolos y eso a mi tío no le había gustado. Una cosa era ser revolucionario, decía, y otra ser un grosero. Si su amigo quería irse, pues que se fuera pero ¿por qué tenían que acosarlo?, seguía preguntándose mi tío cada vez que el tema salía en la conversación.

Ése fue un tiempo de griterías y manifestaciones. Cuando se inventaron las llamadas “marchas del pueblo combatiente” y se hicieron los mayores desfiles militares en la Plaza de la Revolución para mostrar nuestro arsenal de armamento, tanques, cazabombarderos. A mí en realidad no me interesaba tanto lo que estaba sucediendo, yo ni veía el noticiero, lo que me gustaba era escuchar a mami y a mi tío, porque las noticias comentadas por ellos se volvían cosas cercanas. Poco después de que mi padre se fuera, mami se había incorporado a las MTT, las milicias a las que debían integrarse todos los adultos que no formaran parte de la Reserva, y aunque a ella no le entusiasmaban mucho los entrenamientos militares, decía que era su deber hacerlos. A tío Melquiades, sin embargo, sus problemas en la columna lo exoneraban de participar, pero eso para él era una vergüenza. Si un día de verdad nos invade el enemigo, me dijo una tarde pesaroso, yo no sé usar un fusil, me van a mandar a la cocina y tampoco sé cocinar.

Sobre lo único que mi madre y mi tío no hablaban mucho en aquellas tardes, al menos no en mi presencia, era sobre Angola. Hacía rato que el envío de tropas era masivo: ya no sólo iban militares de carrera como al principio, sino también los de la Reserva, como mi padre, los del servicio militar, todos. Dudo que existiera un barrio en el país sin ningún vecino en África, aunque aún no se hablaba de combates. En la prensa se firmaban protocolos de colaboración y se despedía a maestros y constructores internacionalistas, hombres y mujeres. Pero de eso mi madre y mi tío apenas hablaban.

Un día que debería haber sido hermoso, en casa hubo una discusión. Mami había citado a toda la familia para leerles la primera carta que había mandado mi padre. En realidad eran tres cartas: una dirigida a abuelo, otra a mami, que incluía mensajes para Tania y para mí, y una tercera dirigida al resto de la familia en la que había escrito “para que la lean el domingo”. Recuerdo que tío Melquiades se molestó porque su hermano no le había escrito en privado y hasta amenazó con no ir a casa, pero alguien logró convencerlo de que mi padre estaba en la guerra y eso era razón suficiente para no poder dedicarle mucho tiempo a la escritura, así que Melquiades llegó, un poco tarde, pero llegó. Y cuando, finalmente, todos estuvieron acomodados en la sala, mami comenzó a leer:

“Mi gente querida, el lugar donde estoy ahora es como la terminal de trenes del último pueblo de la provincia más perdida del mundo (creo que si algún tren pasara por aquí, ni siquiera se detendría), pero estoy bien…”

Yo me sé aquella carta de memoria; me sé casi todas las cartas, porque las he leído muchas veces. Los sobres de la época eran blancos y tenían en el borde unas franjas azul y roja. Junto al destinatario estaba impresa la imagen de algún mártir revolucionario o de un monumento de la Revolución cubana y el sello, que no era pegado sino parte del sobre, tenía el rostro de José Martí. La dirección del remitente era el número de una unidad militar. La palabra Angola no aparecía por ninguna parte.

Aquella carta era de dos páginas. Escrita con el tono bromista de mi padre. No hacía alusión a situaciones peligrosas: contaba de sus rutinas, de la geografía y de la suerte de estar junto a su amigo Antonio que ya tenía experiencia. Porque sí, Antonio estaba nuevamente en Angola. Habían partido juntos. Una vez le pregunté por qué lo había hecho. ¿Por qué dos veces, Antonio? Me respondió que era lo que había que hacer y que hubiera vuelto de no ser porque aquella vez su mejor amigo, mi padre, no había regresado.

“…bueno, cuídense mucho, sepan que aquí estoy cumpliendo con mi deber y que los quiero un montón. Les mando millones de besos al cuadrado. Miguel Ángel.”

Cuando mami terminó de leer hubo un silencio hasta que abuelo echó un gran suspiro. Tío Melquiades le dio dos palmaditas en el hombro diciendo que si no fuera por sus problemas en la columna también se presentaba y así habría dos combatientes internacionalistas en la familia. Fue ahí cuando tío Miguelito explotó:

—¿Y pa’ qué cojone’ esta familia quiere combatientes, chico? ¿A ver, qué coño se le perdió a mi hermano en aquel lugar? Todo por culpa del Antonio ese, fue él quien le metió en la cabeza la idea de la guerrita.

Según tío Miguelito, la primera experiencia de Antonio había sido muy corta; no llegó a un año y se había quedado con ganas de seguir jugando a los pistoleros, así dijo, jugando a los pistoleros, pero como no le bastaba con su estupidez le había empezado a envenenar la cabeza a mi padre con que si había que dar el paso al frente, que si el deber de un revolucionario era ayudar a sus hermanos africanos y toda esa partida de idioteces que decían todos los que se creían machos porque llevaban una Kalashnikov colgada del hombro. Claro, concluyó: él no tiene familia de qué preocuparse. Yo ya sabía que Antonio no le caía muy bien a Miguelito, pero no imaginaba que le tuviera tanta antipatía. Mi madre enfrentó a mi tío diciendo que su esposo no necesitaba que nadie le metiera cosas en la cabeza porque él sabía muy bien lo que tenía que hacer, y en cuanto a nosotros, tanto ella como sus hijos estábamos orgullosos de mi padre, que era un valiente y un revolucionario. Yo estuve de acuerdo, aunque no dije nada, claro. Tío Martín apoyó a Miguelito: revolucionario, sí, dijo, pero Angola estaba lejísimo y ya los cubanos habían ayudado cuando la independencia; a ver si no era mejor que todos regresaran para seguir construyendo nuestro país en lugar de estar allá tan lejos y con guerra.

—¿Tú también, Martín? —preguntó mi madre.

—Es que una guerra es una guerra —replicó él.

—¡Y las balas no tienen nombre, cojone’! —agregó Miguelito.

Alguno de los otros saltó diciendo que qué barbaridad, qué coño les pasaba y cómo iban a hablarle así a mi madre; mi padre era revolucionario hasta las últimas consecuencias, qué carajo. No recuerdo quién fue el que habló, pero fuera quien fuera, no dudo que todavía esté escuchando sus propias palabras cada noche antes de dormir. La discusión sólo se detuvo cuando abuelo gritó que estaba bueno ya, todos eran muy zagaletones para andar en esa gritería y diciendo esas cosas delante de los niños como si fuéramos una familia mal llevada, que a mi madre no le podían faltar el respeto y hasta tenían asustada a abuemama. Mis tíos callaron.

Finalmente Miguelito se acercó a mami pidiendo disculpas. Su hermano tenía cojones pa’ enfrentarse con cualquiera y pa’ mucho más, dijo, pero él, Miguelito, estaba en contra de que fuéramos a esa guerra. Ella le hizo un gesto como de “no pasa nada”. Y abuelo, seguramente para liberar tensiones, dijo que quería escuchar otra vez la carta, su hijo escribía tan bonito que daban ganas de volver a escucharlo. ¿Ustedes no creen?, preguntó. Mami se aclaró la garganta, volvió a sentarse y empezó a leer:

“Mi gente querida…”

Cuando la lectura terminó, Miguelito salió a fumar al portal y Martín le siguió los pasos. Martín es el padre de Amílcar, quien estuvo sentado junto a mí todo el tiempo. Yo vi alejarse a mis tíos y pensé que, en el fondo, eran unos cobardes que nunca serían capaces de hacer lo que hacía mi padre. Recuerdo que miré a Amílcar y me dio hasta pena que él no pudiera estar tan orgulloso de su padre como lo estaba yo del mío. Aquel día, mientras mis tíos fumaban en el portal, pensé en las ganas que tenía yo de crecer para poder agarrar un fusil e irme a la guerra.

Son cosas que uno piensa. A veces.