IX. LA METAMORFOSIS

MUCHOS años después le pregunté a Amílcar si recordaba aquel día. Mi primo se fue a Madrid a inicios de los noventa, y cuando yo llegué a Berlín viajó para verme aprovechando no sé si fue Pascua o cualquiera de esas fiestas que hay por aquí. Es la única vez que nos hemos visto desde que vivimos fuera de Cuba y conversamos mucho, pero no se acordaba del día de la lectura de la carta.

Cada memoria tiene su propio mecanismo de elección de los recuerdos. En aquel viaje Amílcar me contó cosas de las que no me acordaba; yo le conté otras. Fue como volver el tiempo atrás. Pena que Renata estuvo casi a punto de estropeármelo todo. Mi primo y yo pasamos esos días recorriendo Berlín y bebiendo cervezas en las terracitas hasta tarde. Recordando. Renata dejaba notas pegadas al refrigerador, que iba a casa de su padre o de una amiga, cosas así. Mi primo y ella acababan de conocerse, por eso comimos en casa el primero y el último día, pero ellos no tenían nada especial de qué hablar. Me despedí de Amílcar en el aeropuerto y de regreso a casa Renata me recibió con un: espero que tus fiestas hayan sido felices. Su frase tenía un tono irónico y su rostro una expresión muy seria. Entonces nos acusó de machistas. Mientras los machitos bebían en la calle, dijo, ella había estado sola en fechas en que las familias solían estar juntas. Pero a mí qué me importaban esas fiestas y, además, si eran familiares, expliqué, yo había estado con mi primo. Ahí me cayó otra bronca, sólo que, sinceramente, me sentía tan contento que decidí no escucharla. Renata hablaba y, mientras veía su boca moverse, preferí pensar en mis conversaciones con Amílcar. Yo le había contado de cuando, huyendo de él y de Tanita, Lagardère y yo nos refugiamos en el garaje y presenciamos la conversación de los adultos sin saber que nunca más, ni dormido, yo dejaría de escuchar la palabra Angola. Renata hablaba y hablaba. Amílcar tiene vagas imágenes de mi padre, de su cara porque aparece en las fotografías y de las cosas que mi tío le ha contado. Renata seguía diciendo yo qué sé. Amílcar no se acuerda de la bronca después de la carta, pero sí de las fiestas. Cuando Renata terminó de hablar le di la razón y le pedí disculpas. Total, me daba igual, lo único importante para mí era que había estado con mi primo reconstruyendo momentos de nuestra infancia.

A veces los recuerdos son como pedazos de pan mojados en leche. Se van deshaciendo, pero no en migajas sino en trozos amorfos que suenan al caer, plof, plof. Eso le dije un día a Renata y me miró con una de esas caras que ponía cuando ya mis frases no le parecían ni originales ni simpáticas. ¿Plof, plof?, preguntó. Yo moví la cabeza de arriba abajo. Ella la movió de un lado a otro haciendo una mueca y salió de la habitación.

Los recuerdos, plof, plof. Cuando mi madre se integró a las milicias yo vi la posibilidad perfecta para realizar una de las cosas que más me gustaba: subir a la azotea. Luego de la partida de papi, ella no quería que subiera porque había cables y decía que podía caerme; sólo aceptaba cuando la antena del televisor tenía problemas, pero entonces ella iba conmigo. Con cuidadito, mijo, decía, y mientras me iluminaba con una linterna yo debía ocuparme de girar la antena según las indicaciones de abuemama desde la sala y de su vocera Tanita a los pies de la escalera. Los entrenamientos militares de las MTT eran los domingos y mami regresaba muerta de cansancio, por eso en la nochecita se quedaba dormida junto a abuemama delante del televisor. Entonces yo podía subir a la azotea para contemplar las estrellas. Solo. Unas veces llevaba un libro y una linterna y me ponía a leer. Otras, miraba las constelaciones y pensaba. Soñaba. Siempre me gustó soñar.

En mis recuerdos de ese tiempo hay una mezcla extraña. Mi padre no estaba, pero mandaba cartas hablándome como a un amigo y me daba misiones, cosas que yo debía hacer en casa, asuntos de hombres. No tengo recuerdos cronológicos. Sólo que mi padre no estaba, pero la vida seguía andando, porque la vida siempre sigue su curso.

Yo cada vez me sentía más enamorado de Tormenta. A ella le parecía increíble que me hubiera leído tantos libros y supiera tantas cosas. Decía que yo era el más inteligente del aula y a mí se me ponían las orejas rojas, sobre todo observando la manera en que su cuerpo había empezado a desarrollarse y esos tonos cálidos que ya sabía darle a su voz mientras me decía conde de Montecristo o peor: mi condesito inteligente. Me encantaba oírla llamarme inteligente en lugar de “consciente”, que era como se le decía a los buenos alumnos y como a Lagardère le gustaba definirme tan sólo para molestar. Luego descubrí que lo de Tormenta no era más que simple admiración de compañera de aula, pero en aquellos momentos sus palabras me hacían sentir en las nubes. Y eso era demasiado importante. Aunque no se lo decía a nadie. Ni a mi padre en mis cartas.

Fue un día de ésos cuando llevé a Tormenta por primera vez a la azotea a ver las estrellas. En realidad, me hubiera gustado que subiéramos solos, pero no me atreví a decírselo, así que no me quedó más remedio que invitar también a Lagardère, quien ya había subido conmigo y con papi.

Era domingo. Mi amigo y yo estuvimos un rato en el portal, mientras Tormenta esperaba en el suyo. Apenas abuemama y mami se acomodaron en la sala, delante de la televisión, contamos pocos minutos y le hicimos una seña a Tormenta para que viniera. Subimos calladitos. Arriba pedí a los otros que anduvieran con cuidado de no tropezar y nos fuimos a la esquina que quedaba encima de mi cuarto, más apartada del techo de la sala. Yo fui mostrando lo que conocía: ésa es la Osa Mayor. Lagardère se había llevado unos prismáticos y apenas subimos se los brindó a Tormenta. Aquélla es la menor. Tormenta estaba junto a mí, ambos teníamos prismáticos y mirábamos al cielo. Y allí está Casiopea. Yo dibujaba las formas con el brazo extendido. No la veo, dijo Tormenta. Ahí: una, dos, tres, cuatro y cinco estrellas, dije yo. Ahí está clarito: una… dos… tres y cuatro y cinco dijo Lagardère, quien se había colocado a la espalda de Tormenta y desde allí su mano levantaba el brazo de ella señalando al cielo. ¿La viste?, agregó. Ahora sí, dijo ella sonriendo y, volviéndose hacia él, preguntó: ¿y tú también sabes de estrellas? Mucho, fue la respuesta de mi amigo. Yo seguía con los prismáticos delante de mi cara, pero con el rabillo del ojo pude notar que se estaban mirando. ¿Y sabes cuál es la estrella polar?, pregunté para romper la situación que empezaba a molestarme. Tormenta negó. Entonces bajé los prismáticos. Sé que quise tomarla de la mano, pero no me atreví, sólo conseguí hacerle un gesto. Ven, ésa hay que verla en medio de todo el cielo, dije, y me senté en el piso. Ella se sentó junto a mí. Mira que tú sabes cosas, susurró. Yo me tendí bocarriba y ella hizo lo mismo. Junto a mí. A Lagardère seguramente no le gustó mi actitud, por eso fue enseguida a acostarse junto a ella y antes de que yo pudiera decir nada levantó el dedo señalando: es aquélla. Me dio rabia, si él lo sabía era porque yo se lo había enseñado, pero ya nada podía hacer. Qué lindo todo, susurró Tormenta sin dejar de mirar al cielo. Y así estuvimos largo rato. Acostados los tres en la azotea. Ella al centro y, sobre nosotros, el universo mundo de un día cualquiera de verano que estaba a punto de caerme en la cabeza.

Después vienen los plof, plof. Pedazos de pan mojados en leche que caen. Plof. Trozos amorfos. Plof. Fragmentos de cartas de mi padre:

“Ernestico, espero que hayas ordenado el reguero que dejé en el garaje, el garaje es tarea de hombres, ¿ok? Además, tu madre me contó de los problemas que tuvo Tanita en la prueba de matemáticas; ayúdala mijo que tú eres bueno en eso. Ella te necesita. Confío en ti y te quiero.”

Plof. Fragmentos de vida cotidiana que sólo se vuelven importantes cuando descubrimos que ya se han ido.

“Ernestico, hace falta que le des carga a la batería que está en el garaje. El cargador tiene el cable doble con las presillas, el positivo tiene un nudo. En la batería el positivo es el poste más grueso. Conecta los cables a la batería y quita las tapitas. DESPUÉS, sólo después conectas al tomacorriente. Déjalo no menos de 6 horas y no más de 10. ¿Podrás? Claro que sí, tú eres mi machito, el hombre de la casa.”

Plof, plof. Fue un tiempo corto y largo. Si uno pudiera tener registrado cada día de su existencia entonces la palabra memoria casi carecería de sentido. Si uno pudiera tener registrado cada día de su existencia entonces, quizá, no se atrevería a verlo. No quisiera. Mejor que la memoria siga siendo esa cosa extraña que abruma y obsesiona.

Un día de 1982 salí de casa con Tormenta y Lagardère. Fuimos a nuestra selva verde. Era el último día de mi infancia aunque aún no lo sabía. Luego regresé y tuve que convertirme en otra cosa. El día de mi metamorfosis se quedó registrado para siempre en mi memoria. Aunque no son más que recuerdos. Simples recuerdos que ahora se deshacen como un pedazo de pan mojado que se desprende lentamente y que, intentando llegar el suelo donde poder reventar, sólo encuentra silencio. Y no para de caer. Porque la vida sigue, la vida siempre sigue su curso. Y eso es lo mejor. O lo peor. ¿Quién sabe?

Ploooooooffffssssssssssssssss.

Los días que siguieron a la noticia de la muerte fueron extraños. Mi cabeza guarda imágenes sueltas. Rostros desconcertados. Mami acababa de convertirse en una viuda joven. Mi hermana y yo en huérfanos. Mi abuelo en… Curiosamente no existe una palabra para nombrar la pérdida de un hijo, será que es demasiado injusto. No sé. Aquellos días mi casa se llenó de gente. Algunos intentaban soportarlo repitiéndose que mi padre era un héroe, otros permanecían en silencio. Mis primos parecían estar más pegados que nunca a sus padres. Y a tío Miguelito tuvieron que calmarlo entre varios porque salió al portal y mientras daba patadas contra el muro iba gritando lo que pensaba sobre aquella guerra y cagándose a gritos en la madre de Fidel Castro, de Dos Santos, de la UNITA y por ahí: del Che Guevara, del comunismo y de todo el continente africano.

Abuelo no quiso salir de su casa. Mami y yo fuimos a visitarlo. Mis tíos Melquiades y Miguelito vivían con él. Abuelo estaba sentado en un sillón, sin mecerse, mirando un punto fijo. Dijo que la Revolución se lo había dado todo, que había permitido que sus hijos estudiaran, que antes él no tenía nada, pero con la Revolución sus hijos habían podido hacer algo, que eran buenos muchachos y habían estudiado. Mami le tenía tomada una mano y él seguía mirando el punto fijo y diciendo que Miguel Ángel se había hecho ingeniero. Nos salió un buen muchacho. Un buen muchacho, repitió, de los mejores y eso hay que decirlo, porque hay cosas que es mejor decirlas antes de que sea demasiado tarde, concluyó.

Todo era muy confuso. Los tíos varones hacían propuestas para reorganizar nuestras vidas. De repente todos se interesaron en saber lo que yo pensaba y sentía. Recibí explicaciones y toda suerte de palabras pronunciadas bajito en el portal de casa, mientras adentro las mujeres preparaban la comida. Una palmada en el hombro y échese un trago de ron que usted ya es un hombre. Un abrazo que me apretujaba todo el cuerpo y usted aguante, mijo, hombre a todo como su padre, cojones. Mi padre nunca decía malas palabras. Pero mis tíos sí, sobre todo en un momento en que seguramente necesitaban que las palabras tuvieran el peso que la muerte les quita. Porque la muerte es hueca y se ríe de los adjetivos: absurda, inútil, inesperada o dulce, da igual. Para vencer el susto de la muerte mis tíos varones necesitaban hacer crecer paredes en mi cuerpo. Eso. Algo que pareciera tierra firme.

Los primeros días ni Tania ni yo fuimos a la escuela. Ella lloraba y yo empecé a moldear este carácter taciturno que me acompaña. Cuando Lagardère fue a visitarme, mami lo hizo pasar a mi cuarto. Yo ni había tenido tiempo de pensar en la última vez que nos habíamos visto, cuando lo del bosque y Tormenta. Pero ya nada de eso importaba. Ni él, ni ella, nada. Mi terrible odio adolescente sólo había podido durar algunas horas, por eso me alegró verlo aunque no di muchas muestras de ello.

Cuando mi amigo entró en el cuarto yo estaba tirado bocarriba en la cama con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados, mirando al techo. De eso me acuerdo perfectamente, porque en aquellos días el techo se volvió para mí el planeta perfecto donde escapar. Uno de los últimos trabajos que había hecho papi en casa era tumbar los pedazos de techo que estaban casi al caer y tapar los huecos con cemento. La idea era pintar enseguida, pero a papi no le había dado tiempo de hacerlo porque a África le urgía su presencia. Era por eso que en casi todas las habitaciones los techos estaban llenos de parches de cemento con formas diversas. Yo en el de mi cuarto buscaba figuras, perfiles humanos, moléculas, cualquier cosa. Lo mejor de las formas indefinidas es que pueden tomar cualquier definición. Y que la definición siempre está sujeta a cambios.

Cuando Lagardère llegó yo estaba una vez más inventando territorios en el techo. Mi amigo entró y se sentó en la cama junto a mí. Preguntó cómo me sentía y dije “ahí”. Agregó que estaba muy impresionado y había llorado muchísimo al saber la noticia.

—Los hombres no lloran —afirmé.

De mis tíos, al único que se le había habían salido las lágrimas delante de todos era a Miguelito, y aunque en ese momento nadie le dijo nada no volvió a hacerlo. Luego, cuando venía a casa solía tener la cara seria, descompuesta, pero no lloraba. Creo que eso era mejor para todos.

—Mírame, Ernesto.

Cuando Lagardère pidió que lo mirara aparté la vista del techo y, en efecto, lo miré. Él tenía los ojos un poco vidriosos. Quería que yo supiera que sería mi hermano para toda la vida. Era cierto que los hombres no lloraban, dijo, pero si me entraban deseos de hacerlo, él no se lo iba a decir a nadie, porque estaba justificado. Además, sabía que seguramente yo estaba molesto con él por lo de Tormenta, pero de eso hablaríamos en otro momento, porque eso era otra cosa. Lo primero, lo más importante, era que yo supiera que él sentía el mismo dolor que yo, porque a mi padre lo sentía también como suyo y nosotros éramos hermanos aunque no lo fuéramos.

Lagardère dijo todo de un tirón y a mí se me hizo un nudo en la garganta, aunque no lloré. Tuve ganas de decirle que me sentía súper mal, que no entendía nada. Pero no lo hice; en su lugar levanté la espalda, me senté en la cama y extendí hacia él una mano, que agarró apretándola fuerte. Entonces empujó mi cuerpo hacia sí y me abrazó dándome golpecitos en la espalda. La verdad es que nunca nos habíamos abrazado de ese modo. Fue extraño y fue lindo. Y, sobre todo, fue mucho mejor que buscar figuras en el techo.

Días después hablamos de Tormenta. A él le había gustado siempre, confesó, y a ella le gustaba él, aunque por mí sentía mucha admiración y cariño. Fue Tormenta la primera mujer que me hizo comprender que “te tengo un gran cariño” es la fórmula elegante de comunicarnos que las cosas no llegarán muy lejos, pero en aquel momento ya hasta Tormenta había perdido sentido para mí. Si ella no fue a visitarme a casa en aquellos días fue porque, a pesar del dolor por lo de mi padre, también sentía vergüenza de presentarse ante mi madre después de lo que ésta había dicho sobre ella. Eso me lo explicó apenas regresé a la escuela y yo la entendí, aunque sabía que a esa altura del tiempo a mi madre no le hubiera importado su visita.

A decir verdad, mami estaba como si nada existiera aparte de Tania y de mí. Su rostro había tomado un extraño gesto y su piel se había vuelto algo opaca, distinta. Un día, en un arranque de furia, quitó de su mesita de noche la foto que le habíamos regalado papi y yo del espía Stirlitz y la rompió en pedacitos. Luego se puso a llorar y así llorando empezó a recoger del piso los pedazos. Tania y yo la ayudamos a recomponer y pegar la foto. Una vez hecho, mami observó la obra complacida. El rostro de Stirlitz estaba tan fragmentado como nuestras vidas, pero ella decidió que aun así guardaría la foto, aunque no en la mesita de noche, porque en ese sitio, debajo del cristal, sólo hubo espacio entonces para fotos de mi padre.

Mi regreso a la secundaria fue un poco duro. Un día salí siendo cualquiera y cuando regresé me había convertido en el tema de conversación de todos. Caminaba por los pasillos de la escuela y sentía miradas a mi espalda y susurros y deditos señalándome: es ése, mira, es el hijo del héroe que murió en Angola. A la directora de la escuela se le saltaron las lágrimas mientras hablaba de mi padre en el matutino y a mí me invitaron a subir a la tarima para que todos me vieran: es éste, miren, es el hijo del héroe que murió en Angola. En la reunión de grupo, mientras la profesora guía criticaba las indisciplinas de los que hablaban en clase o no hacían la tarea, tuvo la idea de señalarme diciendo que tomaran mi ejemplo, porque yo era hijo de un héroe de la Revolución y cada día rendía homenaje a mi padre con mi actitud y mis buenas notas; todos debían hacer lo mismo, dijo, y debían sentirse orgullosos de tenerme como compañero. ¿Orgullosos de qué? Me pregunto ahora. ¿De compartir clase con un huérfano? ¿Orgullosos de que yo no pudiera ser como todos ellos?

Tania no logró aprobar ese curso a pesar de las visitas al psicólogo, los repasos de mami, los cariños de abuemama y mis conversaciones. Tania tuvo que repetir el curso, pero yo no, yo pasé con muy buenas notas. Entré en el último año de la secundaria siendo el mejor de mi grupo y alguien me propuso como jefe de escuela. Existían los consejos de estudiantes a nivel de grupo y a nivel de escuela. La gente proponía a sus candidatos. De mi grupo salió la propuesta para que yo perteneciera al consejo de escuela. Y no supe qué decir. Fue por ahí seguramente cuando me empezó esta costumbre de quedarme “detenido” como decía Renata, quedarme detenido y dejar que las cosas me sucedan. Todos estaban orgullosos de mí. ¿Orgulloso de qué? ¿De que mi padre no pudiera nunca más enseñarme las estrellas, ni hacerme la maleta para la escuela al campo, ni explicarme cómo coño funciona una vieja batería y tener que hacerlo solo? Cuando llegó la votación gané con aplastante mayoría. De repente todos pensaban que yo era el mejor, era quien debía dirigirlos y quien cada mañana debía dar las voces de mando para el saludo a la bandera: “escuela, atención”. Y ahí estuve por primera vez cumpliendo con mi deber, parado en la tarima con mi cara seria mirando al patio donde se formaban las filas de estudiantes. Sintiendo mi corazón batir de puro nerviosismo por tener que hablarle a una multitud. Orgulloso, un carajo. ¿Orgulloso de ser el hijo de mi padre ausente para siempre? ¿De estar solo? Tratando de calmar mi respiración para entonces gritar el lema que repetimos hasta el último día de la secundaria: “pioneros por el comunismo” y que todos respondieran: “seremos como el Che”.