La fachada del edificio era un poco diferente al resto de las que abundaban en la zona, más de tipo mediterráneo, pintada de blanco y con balcones de forja negra, y lo mejor de todo era que estaba flanqueada por un restaurante persa a la izquierda y un italiano a la derecha. «Siempre es bueno vivir cerca de donde puedes tomarte una buena copa de vino», pensó mientras colocaba en la cerradura la llave, algo antigua, la verdad, y un poco grande, lo que le facilitaría enormemente encontrarla en el fondo de aquel infierno que llamaba bolso, donde parecía existir un agujero negro que se tragaba casi todo lo que metía dentro. Una vez en el interior del edificio, comenzó a subir las escaleras cubiertas por moqueta no sin antes fijarse en el enorme espejo que cubría la pared justo enfrente de los buzones. «Así tendré dónde darme un último repaso antes de salir a la calle», se dijo sonriendo al reflejo de su imagen. Su ascensión hasta la tercera planta fue la peor parte de lo que había visto hasta ese momento, pues no había ascensor. «No importa, mejor, así haré algo de ejercicio cada vez que entre y salga del bloque». Hasta entonces su nueva vivienda estaba recibiendo un seis o siete en su escala de uno a diez de valoración de las cosas. Estaba en una calle céntrica justo frente a una de las entradas de Hyde Park, rodeada de restaurantes, cafeterías, tiendas de suvenires y hasta con un pequeño centro comercial y un Boots un poco más abajo, por lo poco que había podido ver. Personas de todas las edades, etnias y ocupaciones paseaban arriba y abajo y llenaban los negocios. Vida, en definitiva. Y la estrella de todo aquello, o mejor, las estrellas: dos enormes estaciones de metro, Queensway y Bayswater, una en el extremo superior y otra en el inferior de la amplia calle –la segunda recibía el nombre por el distrito londinense en el que el barrio estaba situado–, que la comunicaban con toda la ciudad en cuestión de minutos. Esa vez Andrew se había lucido, no había duda. «Queensway, creo que vamos a estar juntos mucho tiempo».
El estrecho rellano al que finalmente había logrado llegar casi sin respiración constaba de dos puertas. La suya era la A. Metió la llave en la cerradura –esa vez una normal, afortunadamente– y descubrió que no se abría. Un nuevo intento, unos zarandeos, unos empujones. «¡Fantástico! Ahora tampoco puedo sacarla». Un chasquido detrás de ella le advirtió de que alguien había abierto la puerta de enfrente y se dio la vuelta.
Un chico de algo más de treinta años, con el pelo hecho un desastre –y a juzgar por eso debía haber acabado de levantarse– y que llevaba el pijama de Spiderman más hortera que ella había visto en su vida, asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿Has venido a robar? —preguntó en inglés con un fuerte acento ruso, o algo parecido, y con los ojos medio cerrados.
—¡Nooo! Vivo aquí.
—Ahí no vive nadie —contestó el chico bostezando y rascándose la coronilla.
—Sí, yo. Acabo de mudarme y no puedo abrir la puerta.
—¡Ah, vale! ¡Suerte! —dijo volviendo a meterse en el apartamento y cerrando la puerta.
Si ese elemento, que parecía haber sido sacado borracho de un after, era su nuevo vecino, ya había encontrado la primera piedra en el camino. ¿Quién demonios lleva un pijama de Spiderman a esa edad? ¿Y cómo se puede ser tan maleducado de no ayudarla a abrir la puerta?
—Gracias por la ayuda —dijo ella con la esperanza de que pudiera oírla.
Volvió a su forcejeo con la puerta y por fin escuchó el glorioso chasquido que anunciaba que había conseguido abrirla. Andrew le había dicho que vendría a la hora del almuerzo con las maletas, así que lo mejor que podía hacer era echar un vistazo mientras tanto.
Al abrir la puerta lo primero con lo que se encontró fue con el cuarto de baño, sencillo pero amplio y bien equipado, aunque quedaría mucho mejor cuando el blanco absoluto de sanitarios, pared y suelo se viera adornado con unas cuantas cosas como velas, alguna planta y sus tarros de sales de baño perfumadas. A la derecha, la cocina. No era que fuera muy grande, pero estaba muy bien equipada con una lavadora-secadora, por la que aplaudió en cuanto la descubrió. «Con lo que llueve en Londres, tú eres lo mejor que hay aquí». Incluso había sitio para una pequeña mesa con cuatro sillas. Se acercó a la ventana y observó los edificios cuyos patios traseros daban con el suyo. Una imagen tan típica de esa ciudad como la del Big Ben. Luego salió de la cocina y fue a echar un vistazo al otro lado del pasillo, donde un pequeño salón con un sofá, un sillón y una mesa de café fue lo primero que vio, y detrás una mesa y unas cuantas sillas. Algo desangelado, pero había que tener en cuenta que el piso no había estado ocupado en un tiempo. Un arco daba paso a un bonito dormitorio con lo básico: la cama, las mesillas de noche y el armario. Una preciosa ventana que daba a la calle como cabecero de la cama principal la hizo aplaudir. No le gustaba dormir en total oscuridad y por aquella ventana debía entrar la luz de las farolas y los negocios de la calle, lo que la tranquilizó enormemente.
Se sentó un momento en la cama pensando que lo mejor que podría hacer mientras su novio venía con el resto de sus cosas sería bajar a la calle, ahora que había dejado de llover, y hacer un poco de compra. Darle a esa casa un aspecto familiar no sería difícil con los objetos adecuados. Pero antes se echaría un rato en la desnuda cama para hacerse una idea de la decoración. Cerró los ojos y sintió cómo se relajaba. Casi un absoluto silencio la rodeaba cuando un alarido masculino la hizo levantarse de un salto. Había sonado como si alguien hubiera sido atacado justo en el piso de enfrente y la extraña imagen del tío con el pijama de Spiderman vino a su mente. «Seguro que es un psicópata», pensó. Se levantó y se acercó a la puerta, donde pegó la oreja. En el otro apartamento un hombre soltaba todas las maldiciones en inglés que ella conocía. Parecía muy enfadado, y se oía también otra voz más suave que intentaba calmarlo al tiempo que de vez en cuando soltaba una carcajada. Le pareció que esa era la voz del tío extraño que había visto en el rellano. Ya no se oía nada más. Maddie cogió de nuevo su bolso de la cocina y salió del piso dispuesta a bajar al Tesco que había visto junto a la estación del metro para hacerse con unas cuantas cosas.
A la vuelta saludó con la mano a Andrew, que estaba asomado a la ventana del apartamento. Había tardado menos de lo que ella había imaginado. Mejor, así tendría más tiempo para colocar las cosas e instalarse. Para cuando llegara la noche seguro que el piso tenía un aspecto mucho más acogedor.
Cuando Andrew abrió, lo primero que hicieron fue besarse como si no se hubieran visto en mucho tiempo. Estaban muy felices de haberse decidido por fin a vivir juntos y convencidos de que era lo mejor para los dos. No había sido una decisión fácil, sobre todo para él, que había conocido a Maddie cuando aún mantenía una relación con otra mujer. Mientras llevaban dentro las bolsas con la compra, un joven salió del apartamento de enfrente. Un chico de pelo castaño oscuro y enormes ojos verdes, que no pasaron desapercibidos cuando los clavó en la pareja que lo miraba fijamente desde el otro lado del pasillo. Andrew inmediatamente lo saludó, a lo que el joven contestó con un simple movimiento de cabeza y una leve sonrisa. Llevaba varias fundas de plástico redondas debajo de los brazos y en las manos, lo que le dificultó enormemente abrir la puerta del rellano. Finalmente lo consiguió y salió de allí mientras ellos llevaban dentro la última bolsa y cerraban la puerta tras de sí. «Este no es el del pijama de Spiderman», pensó Maddie, sin darle mayor importancia. Era mucho más guapo. Al parecer, sus nuevos vecinos eran una pareja de gays.
—¿Estás seguro de que hemos hecho bien? —preguntó a Andrew mientras colocaban la compra en los armarios y el frigorífico.
—¿No te parece un poco tarde para esa pregunta, nena? —contestó él y, tomándola por la cintura, la besó apasionadamente.
—Bueno, no puedo evitar sentirme culpable... —comenzó a decir y él volvió a besarla para que no siguiera hablando.
—Maddie... ya hemos hablado de esto muchas veces. Mi relación con Sarah hacía meses que no funcionaba. Cuando tú apareciste en mi vida fuiste el soplo de aire fresco que necesitaba para tener el valor de marcharme. Por favor, no hablemos de eso, hoy no. Hoy comienza nuestra andadura juntos por la vida. Vamos a disfrutar de nuestro nuevo comienzo.
Para cuando volvió a besarla ella ya no estaba pensando en nada. Se había perdido en sus inmensos ojos grises y cuando eso sucedía desaparecía su facultad de pensar, de hablar y casi hasta de respirar. Se besaron larga y dulcemente antes de volver a lo que los ocupaba.
—Vamos a adecentar esto un poco —le dijo él mientras la soltaba.
La primera noche en su nuevo departamento fue un poco extraña. Ninguno de los dos se encontró lo bastante cómodo allí como para actuar como cualquier otro día y acabaron durmiendo espalda con espalda sobre su nueva cama antes de lo que esperaban. Eso sí, aquello ya se estaba pareciendo a un hogar gracias a la ropa de cama y otros enseres y adornos que habían distribuido estratégicamente por la casa.
Cuando abrió los ojos por la mañana, Andrew ya se había marchado a su trabajo como jefe de recursos humanos de una multinacional. Era un gran psicólogo y eso le había servido para llegar muy alto en muy poco tiempo. Maddie se estiró y bostezó antes de levantarse para ir a la cocina a prepararse su café matutino, y el sonido de alguien que hablaba en español más alto de lo que ella consideraba normal la hizo detenerse a escuchar. Quienquiera que fuera estaba muy enfadado con alguien, de eso no había duda, y las voces parecían provenir del apartamento de enfrente. Eran dos voces masculinas, así que la cosa cada vez cuadraba más. Se sentó en la cocina mientras salía el café y en el repentino silencio que se había creado le pareció escuchar el sonido de agua que corría por alguna tubería con demasiada fuerza. Parecía venir del cuarto de baño. Se levantó y vio cómo el agua empezaba a salir por la rendija de debajo de la puerta.
—¡Mierda, mierda! —exclamó y, abriendo inmediatamente la puerta, se agachó delante de la llave de paso. Apretó y apretó y, en lugar de cortar el fino hilo que hasta ese momento se estaba derramando, la llave se rompió y dio paso a un chorro enorme que ella intentó tapar con una toalla de baño. Empapada y nerviosa, salió al rellano y llamó a la puerta de enfrente con toda la fuerza que pudo.
—¡Ya va! —dijo alguien desde dentro con tono de pocos amigos.
Quien abrió fue el gay guapo, tal y como ella lo había bautizado en su cabeza. Tenía los ojos de un color verde profundo, el pelo castaño oscuro y unos labios... «¡Madre mía, lo que se va a perder el mundo femenino!». Si no hubiera estado tan agobiada por el agua que se derramaba en su cuarto de baño, le hubiera gustado hablar algo con él, al menos disculparse por molestarlo, sin embargo, lo agarró de la mano y lo llevó dentro de su piso para enseñarle lo que estaba sucediendo. El joven volvió rápidamente a su apartamento y cogió una caja con herramientas que empezó a usar para cortar el chorro del agua, algo que consiguió relativamente pronto, aunque sin poder evitar mojarse. Maddie suspiró y soltó en un español perfecto y aliviado:
—¡Menos mal! ¡Menos mal! ¡Gracias! —dijo mirándolo y observando que se había empapado la camiseta y parte del pantalón.
Él contestó en español también y bastante más relajado:
—De nada. Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.
Y se pasó los dedos por el pelo mojado luciendo una preciosa y blanca dentadura al sonreír. Maddie sonrió también antes de preguntar.
—¿En serio? ¿Eres español?
—Sí. De Madrid nada menos —contestó él orgulloso—. ¿Y tú?
—De muy cerquita de allí, de Ciudad Real.
El chico se levantó del suelo y se pasó las manos por la ropa como si quisiera sacudir el exceso de agua. «Es bastante más alto de lo que recuerdo —pensó Maddie—, y no veas cómo se curran esos cuerpos».
Él le tendió la mano:
—Álvaro —dijo mientras ella la estrechaba.
—Maddie —contestó la chica sonriendo.
—¿Maddie? ¿De Ciudad Real? –preguntó con ironía.
La joven se echó a reír.
—En realidad me llamo Magda, pero no sé por qué todo el mundo aquí empezó a llamarme Maddie, y ya ves... —dijo encogiéndose de hombros.
El joven se dispuso a guardar las herramientas que había utilizado para arreglar la llave rota y salió del baño dispuesto a volver a su casa.
—No, por favor —dijo ella indicándole que entrara en la cocina—. Lo menos que puedo hacer es invitarte a un café.
—Vaya, gracias —contestó él—. Pero no es necesario, de verdad.
—Ya lo sé.
El joven se colocó de espaldas a la encimera de la cocina mientras daba un sorbo al café recién hecho.
—Mmmmm... está buenísimo.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Maddie en tono misterioso.
—Solo si estás dispuesta a que te pregunte algo yo a ti.
Por un momento, Maddie pensó que el chico estaba flirteando con ella. Su sonrisa pícara y su mirada infantil apoyaban su teoría. Pero sentía demasiada curiosidad como para dejar escapar la ocasión y él tenía demasiado aspecto de «chico de al lado».
—Tú y el otro chico sois pareja, ¿verdad?
Un chorro de café salió despedido de la boca de Álvaro entre risas y disculpas.
—Lo siento, lo siento —dijo mientras pasaba el trapo por encima de la mesa—. ¿Pareja? ¡Qué dices! —exclamó divertido—. Es mi compañero de piso.
—Es un poco peculiar, ¿no? —preguntó ella curiosa.
—Eso es quedarse muy corto, créeme. ¿Por qué lo dices?
—Bueno, me abrió con un extraño pijama de Spiderman... y, en lugar de ayudarme a abrir la puerta, me dejó colgada y volvió dentro.
—Sí, señora, ese es Sasha —dijo él divertido—. Y su pijama de los jueves.
—¿Sasha?
—Sí, es ruso, aunque lleva aquí ya unos cuantos años.
Ella recordó su acento y todo le cuadró perfectamente.
—¿Y cómo lleváis la convivencia?
—Si te digo la verdad, contestar a eso requeriría mucho más que compartir una taza de café.
Maddie no quiso preguntar nada más. Aún no tenía la confianza suficiente como para preguntarle por los gritos que había oído.
—En fin —dijo Álvaro colocando la taza en la mesa—, muchas gracias por el café. La próxima vez, en mi casa, ¿vale?
Ella sonrió y asintiendo lo acompañó a la puerta.
—Andrew y yo sí somos pareja —dijo mientras Álvaro abría la puerta de su piso.
El chico se giró y sonrió, lo que la hizo sentirse la más estúpida de las mujeres de esa ciudad en ese momento. ¿Por qué había dicho eso? ¿A quién le importaba si Andrew y ella eran pareja o no? ¡Él no lo había preguntado! ¿Qué la había empujado a creer que tenía que soltar esa información? Mirando su espalda ancha acentuada por la camiseta mojada, suspiró.
—Es bueno saberlo —dijo él girándose y guiñándole un ojo.