Diálogo con mi paraguas


Cuando un escritor se queda sin temas, cuando el estiaje del río de la fortuna es total, entonces extrae de la galera una colección de cuentos sobre camaleones, sobre la actitud mimética e imitativa a la que la mayoría de los seres humanos apelamos en múltiples circunstancias. Y la escribe sólo para vengarse.

En otros casos, ya cuando el escritor tiene más vuelo, se cruza por su mente la peregrina idea de escribir sobre la injusticia social, generalmente evocando su propia infancia, sus amistades, los golpes de estado latinoamericanos, reales e imaginarios, y para armar este friso amplio y épico cargado de resentimiento o de impulso justiciero, según el caso, se pone a copiar el grafismo y el estilo del campeón local. De esta forma ven la luz las novelas más excelentes y paradigmáticas, el enjuiciamiento al prototipo del tirano perpetuo, la mofa y el escarnio de una mentalidad cavernaria. Y siempre hay una decena de editores que se interesan por esa presentación irritada de la historia del alma.

Pero este no es el caso. Si bien hace un mes, poco más, poco menos, yo mismo escribí sobre camaleones, la verdad es que no me da el combustible para trazar una semblanza histórica y pantagruélica de esas dimensiones novelísticas. De modo que me quedo contemplando estúpidamente mi pequeño paraguas, con la funda deshecha y bastante destrozada, y el paraguas me devuelve la mirada. Tal como si estuviéramos a punto de iniciar un diálogo, un diálogo estúpido e inservible.

–Estás pensando en escribir sobre mí.

–No sobre mi paraguas, sino sobre el paraguas en general.

–¿Y con qué autoridad vas a escribir sobre el paraguas en general?

–A través de pequeñas historias particulares.

–Un archipiélago de paraguas.

–Algo por el estilo.

–En ese caso no te olvides de narrar la historia del paraguas que salvó a una nación de caer en desgracia una vez que penetró en el pecho del traidor.

–No conozco esa historia. Podrías contármela para que yo la trasmitiera en estas páginas.

–No tiene objeto: terminarías por escribir una novela latinoamericana. ¿Hay combustible para llegar tan lejos?

–No, claro. Necesito historias laterales, mínimas, idiotas si es necesario.

–Para historias idiotas no hay como aquel día que perdiste tu sexto paraguas en un café.

–Es una historia repetida.

–Puedes urdir la noticia de un individuo que extravía su paraguas por necesidad psicológica, que lo ignora o no lo quiere asumir y que vive comprándose paraguas nuevos y recriminándole al resto del mundo una pretendida inclinación por el latrocinio.

–Podría ser.

–Es sólo cuestión de intentarlo.

–¿Y por qué crees que pierdo tantos paraguas?

–Quizás para tener la ocasión de encontrarte con ellos.

–¿La ocasión de encontrarme con ellos?

–Y contigo mismo, por supuesto. Y todo eso por medio de esta decisión heroica de escribir sobre tu abandono, tu actitud individualista.

–A través de una colección de narraciones en que el personaje principal es el paraguas. ¿No es cierto?

–Probablemente esta sea la única narración de ese tipo.

–¿Por qué lo dices?

–En todas tus historias estás demasiado presente. Presionas demasiado al cuento y en consecuencia al lector. Es un problema típico de inseguridad, de baja autoestima.

–Descuida, estoy escribiendo todo lo que estamos hablando, para que la colección cuente al menos con una pieza testimonial y una verdadera historia de boca de un paraguas.

–Hasta que me pierdas en un café de Buenos Aires.

–Hasta que te pierda en un café de Buenos Aires.

–Cuando eso ocurra, seguro vas a escribir sobre los cafés de Buenos Aires.

Pensé por unos instantes en esas palabras, en las palabras imaginarias de mi pequeño paraguas. Pero mi mente y mi vida seguían otro curso.

Me fui hacia el ordenador y me puse a escribir una historia de paraguas aristocráticos, de seda y encaje, con labrados de oro.

Si pierdo el paraguas otra vez, estoy convencido de que no vuelvo a escribir historias que comiencen por el principio. Es decir, por mí.

Creo que me voy a poner a escribir sobre la muerte del canario de mi abuelo cuando tenía diez años y mi abuelo veía al mundo al revés.

Y seguro que no hablo del nieto que es feliz con el mundo imaginario de un viejo solitario y protector.

Ni siquiera de que ese otro mundo, el mundo patas para arriba, es el único mundo realmente protector.