CAPÍTULO 1
En su libro El arte de amar, el psicoanalista Erich Fromm, afirma que la mayoría de las personas que hacen el esfuerzo de amar fracasan a menos que hayan intentado desarrollar activamente su potencial y personalidad individuales. Este autor define al amor como “la expresión de la productividad [que] implica interés, respeto, responsabilidad ‘y conocimiento; un esfuerzo por crecer y hallar la felicidad de la persona amada, enraizado en la propia capacidad de amar”. Los conceptos que con frecuencia asociamos con el amor incluyen elementos como: afecto, interés, valoración, confianza, aceptación, entrega, alegría y vulnerabilidad. El amor es un estado del ser que emana de nosotros y se extiende hacia afuera. Es energía, es incondicional, es expansivo y no requiere de un objeto específico.
El primer amor que experimentamos viene de nuestros padres. Idealmente, el amor del padre o la madre afirma incondicionalmente la valía y vida del niño. Los padres satisfacen pronta y fácilmente las necesidades del niño y le brindan la sensación de “¡es bueno estar vivo!, ¡qué bueno que soy yo!, ¡es bueno estar con los demás!”
Stanton Peele y Archie Brodsky, autores de Love and Addiction (Amor y adicción), definen adicción como “un estado inestable del ser, marcado por la compulsión a negar lo que se es o se ha sido, que privilegia una experiencia nueva y estática”. La adicción, afirman, es “un tumor maligno de las inclinaciones humanas”. Nuestras necesidades son legítimas, y cuando le roban tiempo y atención a asuntos mucho más importantes, se convierten en adicciones. Los términos que a menudo asociamos con la adicción son: obsesivo, excesivo, destructivo, compulsivo, habitual, atado y dependiente. Y si se mira bien, algunas de estas palabras también se usan para hablar del amor. ¿Significa esto que el amor es un hábito que hay que dejar? No, en absoluto. Nuestra necesidad de experimentar el amor es real y nuestro propósito es dejar fuera de nuestras vidas elementos de dependencia que son enfermizos y procurar un amor sano. Las relaciones amorosas no son blancas o negras, sino que tienen tanto elementos buenos como malos. Hay dependencias sanas y dependencias enfermizas.
La mayoría de nuestros hábitos y acciones pueden tener elementos de dependencia, pero no por ello son enfermizos. Muchas de las cosas que creemos necesarias para la sobrevivencia de hecho lo son. Necesitamos alimentos, casa, contacto físico y otras formas de estímulo, reconocimiento y sensación de pertenencia. De igual manera, hay muchas otras cosas que creemos necesitar cuando, en realidad, podemos sobrevivir sin ellas.
Al tomar en cuenta el amor, el tema de la necesidad se vuelve mucho más complejo. Recientemente escuché a alguien decir que no necesitamos amor para sobrevivir. Y es verdad que incluso un bebé que depende de los adultos no necesita amor para sobrevivir, porque lo que requiere es atención y cuidados que activen su sistema nervioso central y estimulen su crecimiento. Un bebé al que se le brinda atención adecuada —aunque no sea emocional— que incluya contacto físico, sobrevivirá igual que uno al que se le dio un cuidado amoroso. Sin embargo, si casi nunca o jamás se le toca puede enfermar, deprimirse y, en casos extremos, volverse retrasado mental o morir.
Así, en el sentido más primitivo, no necesitamos amor para sobrevivir; pero sin la experiencia de ser amados cuando niños, la receta para crear un ser humano pleno y sano está incompleta. Uno puede vivir sin amor, pero hallará dificultades para desarrollar la autoestima y el amor hacia los demás o, peor aún, el amor por la vida, todos ellos ingredientes necesarios para las relaciones sanas, no dependientes.
Sí, la gente puede vivir sin amor, pero quienes tienen dificultades para amarse a sí mismos y a los demás, por lo general son personas que en la niñez fueron privadas del cuidado y el amor incondicional de los padres.
El amor puede ser bueno o malo dependiendo de cómo nos sirve. Habría que considerar las siguientes preguntas: ¿qué es la adicción al amor? ¿Cómo se vuelve adictivo el amor? ¿Por qué algo tan maravilloso puede convertirse en algo tan malo? ¿Es amor o adicción? ¿Qué es una relación sana?
Mi experiencia sobre la adicción al amor revela que se trata de la búsqueda de apoyo en alguien externo a uno mismo en un intento por cubrir necesidades no satisfechas para evitar el temor o el dolor emocional, solucionar problemas y mantener el equilibrio. La paradoja es que la adicción al amor es un intento por lograr el control de nuestras vidas y, al hacerlo, nos descontrolamos al darle poder personal a alguien distinto de uno mismo. Es nuestra dependencia enfermiza en los otros, que muy a menudo se asocia con sentimientos de “nunca tener lo suficiente” o “nunca ser suficiente”. La adicción al amor también es una forma de pasividad en tanto no resolvemos directamente nuestros propios problemas, sino que intentamos estar en convivencia con los demás para que se hagan cargo de nosotros y, por lo tanto, de nuestros problemas. Voluntariamente nos hacemos cargo de los otros a costa de nuestro propio desgaste emocional.
Toda persona inmiscuida en una relación dependiente ha seguido un camino que la llevó hacia dicha relación. Es necesario descubrir cómo la adicción al amor tiene sentido para quien la padece. Así podrá crearse el camino de regreso para superarla y alcanzar el amor y el sentido de pertenencia maduros. Volvemos al enigma: ¿cómo es que algo tan bueno se convierte en algo tan malo?
Como psicoterapeuta, estoy muy consciente de que a menudo las relaciones amorosas están ensombrecidas por experiencias anteriores, especialmente por los lazos con los padres durante la infancia.
La historia de Ana ilustra cómo los traumas infantiles rondan muchas relaciones adultas como poderosos, aunque invisibles, fantasmas. Si bien la historia de esta mujer puede parecer extrema, demuestra claramente una verdad fundamental: el amor es mucho, pero mucho más que la atracción y compatibilidad sexuales.
Ana, de 32 años de edad y madre de cuatro hijos, era una mujer atractiva e inteligente. Acudió a la terapia debido a su ansiedad y depresión crónica. Entre las razones de tal estado figuraban sus inquietantes sentimientos hacia su supervisor, Andrés, de 50 años de edad. Aunque Ana sentía simpatía y respeto por Andrés, se sentía perturbada porque él había comenzado a exigirle “favores” de índole sexual. Ella había llegado a creer que estaba en su poder y que no podía rechazarlo, aunque no sabía por qué. Sólo tenía claro que se sentía fuertemente obligada a cooperar con él, a evitar que él se deprimiera. Ana sentía amor por Andrés, pero no le agradaban sus exigencias sexuales, que a menudo se presentaban en el trabajo, donde su puesto era de mayor jerarquía que el de ella. Sabía que el hecho de involucrarse con él amenazaba el matrimonio de cada uno de los dos y que la relación era enfermiza, pero no entendía ni podía controlar su impotencia emocional respecto de él.
Ana me llamó una noche, estaba perturbada. Unos días antes había prometido sostener una relación estrictamente profesional con Andrés. No obstante, él la había llamado para suplicarle que fuera a verlo. En medio de la angustia que generan la desolación y la añoranza, Ana se dio cuenta de que su convicción de no verlo se tambaleaba.
“Me siento obligada a verlo —me dijo. Me duele el cuerpo, no puedo dejar de temblar, creo que estoy enloqueciendo; tengo que verlo si no quiero enfermar o volverme loca. ¡Por favor, ayúdeme! ¡Me siento tan impotente!”
Le pregunté: “Ana, ¿qué cree que pasará si no lo ve?” “No lo sé —respondió—, pero siento como si algo verdaderamente terrible fuera a suceder y estoy asustada. ¡Y parece tan absurdo!”
La tranquilicé diciéndole que nada horrible pasaría. Se calmó un poco y, por el momento, la crisis pasó. Poco después, en una sesión de terapia, Ana renovó su compromiso de no ver a Andrés. Sin embargo, cuando dijo: “No lo veré”, su cuerpo tembló y se puso a llorar.
“¿Por qué tiene tanto miedo?”, pregunté. Tuvo que hacer un esfuerzo para explicarse. “Parece una locura —exclamó —tengo miedo de no verlo; si lo abandono, algo malo le pasará. Quizá se sienta tan mal que se haga daño. ¡Siento que me necesita!”
“Bien, esta preocupada por Andrés —intervine—, pero ¿qué es lo que le provoca miedo? Usted es la que está perturbada y tiene miedo. ¿Qué es lo que obtiene de esta relación? ¿Por qué está tan ligada a este hombre?”
La respuesta no se obtuvo fácilmente, pero en sesiones de terapia posteriores, conforme comenzó a hablar de su infancia, empezaron a surgir muchas claves para explicar su situación. El miedo que sentía por Andrés era un miedo familiar, era el mismo que alguna vez había sentido por su padre, un hombre muy parecido a Andrés. El padre de Ana, a quien ella veía como un refugio para protegerse de su madre —una enferma mental violenta—, le provocaba sentimientos conflictivos. Aunque podía ser un hombre cariñoso y amable, exigía mucho a la joven Ana, aun en el terreno sexual. Mientras su madre se desentendía de ella y la violentaba, su padre le brindaba atención y protección, aunque a un precio terrible.
Ana había crecido con la idea de que su padre la necesitaba, que no podía arreglárselas sin ella y que debía procurar su felicidad. En gran medida, la depresión adulta de la paciente se derivó de su infancia desdichada. El dolor y la culpa, como víctima de un incesto, la llevaron a presentarse como una adulta asexuada, si bien, cuando sus sentimientos sexuales eran estimulados, no podía controlar el deseo y las emociones que había reprimido tan vigorosamente la mayor parte del tiempo. No se daba cuenta de que uno no debe ser consecuente con los deseos sexuales por el solo hecho de tenerlos.
“¿Por qué creía que debía hacerse cargo de los sentimientos y las necesidades sexuales de su padre?”, le pregunté en una sesión.
“Mi papá era la única persona con la que podía contar para defenderme de mi madre —explicó al relatar episodios de abuso emocional y físico a los que la sometió su madre—; mi papá era mi protector, me amaba.”
Hacer sentir bien a su padre, aunque abusara sexualmente de ella, le había dado a Ana la sensación de que podía ser amada. La insté a que hablara acerca de los sentimientos que le provocaba actuar en el papel de sirvienta de su padre. En los meses siguientes, la tragedia de la primera experiencia amorosa de Ana, que echaron a perder sus padres, fue surgiendo poco a poco. Quedó claro que Ana nunca había separado el amor hacia su padre de la agonía y la culpa que el incesto le provocaba. El resultado fue una confusión emocional acerca de su padre y del concepto del amor.
Durante una sesión, Ana afirmó: “Necesitaba tener cerca a mi padre y, para lograrlo, creía que debía hacerlo feliz; si no, me rechazaría o me dejaría. ¡Desde que era niña eso significaba que moriría! ¿Qué otra opción tenía más que cooperar con él y tratar de hacerlo feliz?”
Allí estaba su creencia subyacente de que la presencia y aprobación de otra persona —aun de una que abusara sexualmente de ella— significaban la vida misma. Y había algo de verdad: ¡Ana necesitaba ser protegida! Su obsesión por Andrés también incluía esa creencia; explicaba mucho de su pánico y debilidad para hacer frente a sus exigencias.
Conscientemente, Ana sabía que podía sobrevivir sin Andrés. Pero, inconscientemente, creía que sin su aceptación no podría ser querida y su vida no tendría objeto ni significado. Desde que era niña estaba convencida de que necesitaba una relación intensa o perdería su equilibrio mental y, a la postre, la vida. Nuestro objetivo central en la terapia era evitar que se repitiera la terrible historia.
En la terapia, Ana comenzó a explorar su yo interno arcaico —la niña dependiente, asustada— que gobernaba muchas de sus emociones adultas, incluida su inclinación por hombres como Andrés. Fue descubriendo una por una las poderosas creencias inconscientes que provocaban su terror.
—Bien, ya no tiene cuatro o cinco años, es una adulta. ¿No es cierto? —pregunté.
—Sí, es cierto, pero no siempre me siento así. Cuando estoy con esta persona, a menudo siento que sólo tengo cuatro o cinco años.
—Pero ¿qué edad tiene?
—32 años.
—Y ¿qué es lo que sabe? ¿Realmente necesita que esta persona la proteja? —la reté.
—No —dijo luego de pensarlo.
—¿Necesita que esta persona crea que usted es digna de ser amada?
—No estoy segura, porque en realidad no me siento muy digna de ser amada —afirmó titubeante.
—¿Conoce a alguna otra persona que la quiera?
—Sí, conozco a otras personas que me quieren.
—¿Ésta es la única persona que le da sentido a su vida?
Negó con la cabeza.
Las preguntas le ayudaron a aclarar sus temores y los pensamientos que apoyaban éstos. Poco a poco fue aprendiendo que la conducta que para ella había tenido sentido en la infancia ya no tenía por qué gobernarla. Después de cierto tiempo fue capaz de enfrentarse a Andrés y decirle que ya no le permitiría acariciarla u hostigarla. Terminó su relación con él y pudo reencauzar sus energías hacia el trabajo y la familia, incluso hacer frente a los problemas matrimoniales. Posteriormente, Andrés también buscó ayuda profesional debido a la forma en que maltrataba a sus compañeras de trabajo, tal como lo hizo con Ana.
Ana, cuyas inseguridades tenían raíces muy profundas debido a una infancia más problemática que la de la mayoría, debe estar siempre alerta respecto de su tendencia a obsesionarse por hombres necesitados, exigentes y abusivos. Sin embargo, logró manejar una situación de este tipo y poner al descubierto las motivaciones de su conducta, lo que significó un gran logro.
Este caso puede parecer un tanto extremo, pero no es único. Detrás de toda relación obsesiva, a menudo destructiva —a la que llamaremos amor adictivo—, se oculta la idea de que tal dependencia tiene un propósito importante. Para la mente inconsciente, el amor adictivo tiene perfecto sentido; uno cree que es necesario para sobrevivir. Y para un adicto al amor, aun una relación patológica puede parecer normal y necesaria. Conforme entendemos nuestros temores y las formas en que usamos el amor adictivo, éstos pierden a menudo su poder.
El amor adictivo es egocéntrico y busca satisfacer únicamente las propias necesidades, Ana, la niña, amaba a su padre no de manera desinteresada, sino para satisfacer sus propias necesidades. Creía que necesitaba la atención y aprobación de su padre para mantener su autoestima…y su vida. Aunque esa creencia tenía sentido en su infancia, la Ana adulta ya no necesitaba a alguien como su padre para sentirse querida y viva. Tenía sus propias cualidades, incluso la posibilidad de amar libre y abiertamente y en igualdad de circunstancias. También era evidente el egocentrismo en su obsesión por Andrés; creía que sin su aceptación perdería la poca autoestima que le quedaba y se hundiría cada vez más en la desesperación e, incluso, ¡quizá moriría!
La intensidad de la adicción al amor es, a menudo, directamente proporcional a la intensidad con la que se sienten las necesidades no satisfechas durante la infancia. Una intensa adicción al amor frecuentemente va de la mano de una baja autoestima. Esta obsesión nos plantea una gran paradoja: cuando caemos en ella al intentar un control sobre nuestra vida, confiamos dicho control a fuerzas externas. Tal voluntad de ceder el control nace del temor al dolor, a la pérdida, a decepcionar a alguien, al fracaso, a la culpa, enojo o rechazo, a estar solos, a enfermar o volverse loco y a la muerte.
Los adictos al amor actúan bajo la ilusión de que la relación dependiente solucionará sus temores. Indagaremos acerca de las muchas y complejas razones por las cuales el amor adictivo ejerce un poder de sometimiento en las personas y por qué no es fácil abandonarlo. Como Ana, mucha gente cae en él una y otra vez. Pero ¿cómo es que la gente se vuelve adicta al amor? Las semillas de la adicción al amor se arraigan profundamente en nuestra biología, nuestra educación, nuestra búsqueda espiritual y nuestras creencias psicológicas. Exploraremos cada una de ellas.