CAPÍTULO 3

Psicología de la adicción al amor

Trabajo con mucha gente que ha pasado por tratamientos para combatir la dependencia de sustancias químicas, clínicas para perder peso o programas para dejar de fumar, así como con quienes han tenido varias relaciones amorosas no satisfactorias. Muchos de los que han superado un patrón de conducta problemático ven que aún albergan impulsos compulsivos para continuar una adicción o sustituirla por otra. Racionalmente pueden comprender que esa conducta es autodestructiva, pero física y emocionalmente todavía les atrae.

Cuando una persona abandona una adicción sólo para sustituirla por otra revela una personalidad adictiva. Si tal conducta ocurre una y otra vez, se debe buscar ayuda externa. Existe una razón psicológica para nuestra dependencia insana hacia otras personas. Es necesario descubrir la base psicológica de dicha conducta para superarla. Como se asentó anteriormente, la adicción psicológica parece ser resultado de necesidades de dependencia no satisfechas y una búsqueda inconsciente por satisfacerlas.

La historia de Andrea revela cómo varios tipos de conducta compulsiva pueden estar presentes en un solo individuo.

Andrea, de 30 años de edad, había tenido varias relaciones dependientes en la adolescencia y principios de su vida adulta. Sus relaciones amorosas eran, por lo general, emocionalmente desgarradoras y a menudo conllevaban abuso físico. Tendía a enamorarse de hombres que la usaban y abusaban de ella.

Cuando Andrea comenzó la terapia, su confianza en sí misma era baja. Aunque tenía una personalidad encantadora, una mente aguda y un rostro hermoso, tenía un exceso de peso, alrededor de 20 kilogramos de más. Esperaba descubrir por qué no era capaz de perder peso sin volver a subir, ya que había probado varias dietas y en ocasiones, logrado la imagen corporal que deseaba —peso medio y buen tono corporal—, pero recuperaba kilos en unos cuantos meses.

Andrea también habló de su anhelo de una relación amorosa duradera. En ese momento estaba profundamente involucrada con un hombre abusivo, un antiguo amante, entonces casado, que la llamaba de vez en cuando y a quien aceptaba sus invitaciones.

En el curso de la terapia se le pidió a Andrea que su parte de gorda escribiera una carta a la parte que quería un cuerpo delgado y saludable. “Si te mantengo gorda y poco atractiva —escribió—, no tendrás que sentir el miedo de iniciar una relación. No tendrás que sentir incertidumbre y deseos de complacer. Puedo mantenerte alejada del dolor que causa el tipo de hombres que te atraen: ¡sinvergüenzas! Siempre te involucras con hombres excesivamente machos que te dominan hasta que te ofendes, o escoges hombres que tienen demasiadas necesidades. No confío en tu elección de un hombre bueno, así que te protejo manteniéndote gorda. ¡No me iré hasta que esté segura de que no seguirás lastimándote a ti misma!”

La carta de Andrea revelaba una profunda convicción de que su compulsión por la comida —el lado dependiente de su personalidad— hacía las veces de una amiga protectora. Su adicción a la comida era un intento por protegerse del abuso y el dolor; paradójicamente, su obesidad la exponía exactamente a lo que quería evitar. Andrea debía desarrollar su autoestima y potencial personal. La terapia hacía énfasis en la restructuración de sus sentimientos e ideas acerca de sí misma, no de su peso.

En un nivel inconsciente, las tendencias dependientes pueden hacer las veces de protectoras mal encaminadas; dan una ayuda tergiversada e inefectiva para lograr la estabilidad emocional y la supervivencia. El objetivo de una buena terapia y de los libros de autoayuda es proporcionar herramientas para auxiliar a la gente, como Andrea, para que tenga una vida menos frustrante, más satisfactoria.

Comprensión psicológica de las dependencias

El análisis transaccional, desarrollado en las décadas de los cincuenta y sesenta por el doctor Eric Berne, es un modelo de desarrollo de la personalidad que ha probado ser especialmente efectivo para la comprensión de las relaciones caracterizadas por la adicción. Puede ser útil para extraer de raíz el drama vital subyacente que da sustento a la conducta caracterizada por la adicción. En las siguientes páginas aparece un breve resumen de algunos de los principios de este sistema; resultan útiles para comprender cómo nuestro drama vital se relaciona con la adicción al amor.

El análisis transaccional divide nuestras personalidades en tres partes o estados bien definidos: el del ego paternal, el del ego adulto y el del ego infantil.

Estado del ego infantil

El estado del ego infantil es la primera parte de nuestra personalidad que se forma y la única que tenemos al nacer. Es la fuente de nuestras sensaciones y sentimientos más profundos. En él percibimos la vida fundamentalmente a través de nuestros sentidos, a través de sentimientos y deseos profundos. El estado del ego infantil es el que identifica lo que necesitamos y queremos, y establece contacto con el mundo, confiando en que las necesidades serán satisfechas. Es donde comienzan los mitos que apoyan la adicción al amor.

Estado del ego adulto

La segunda parte de la personalidad que se desenvuelve, el estado del ego adulto, actúa de manera similar a una computadora: recaba información, la procesa y da respuestas. La solución racional de problemas, no la emoción, es su sello distintivo. Si el estado del ego adulto recibe información precisa, proporcionará soluciones manejables. Desafortunadamente, la información es a menudo imprecisa; el solo hecho de operar en dicho estado no es garantía de que las soluciones a los problemas funcionarán.

Estado del ego paternal

La tercera y última parte de la personalidad que se forma es conocida como el estado del ego paternal porque su función se asemeja a la del padre. Consiste en un plan maestro de líneas generales, reglas y permisos para la vida; proporciona protección; nos dice qué hacer para tener una vida productiva; a veces controla, critica e impide el desarrollo de nuestra parte infantil.

Podemos experimentar tres tipos de dependencia en las relaciones, pero no todas se caracterizan por la adicción. Los adultos tienen acceso a los tres estados del ego, pero los niños no. Y es que, obviamente, los niños no pueden pensar o protegerse por sí mismos; establecen una dependencia sana y necesaria con sus padres, y junto con ellos funcionan como una sola persona. Toman prestados los estados del ego adulto y paternal de sus padres hasta que tienen los suyos propios. En una relación padre-hijo normal y sana, el padre proporciona amor, protección y alimento. Esto recibe el nombre de dependencia primaria. Es necesaria si el niño ha de prosperar y desarrollar la habilidad para establecer contactos íntimos, ser espontáneo, independiente y, finalmente, interdependiente. La dependencia autónoma supone que los tres estados del ego de dos adultos están disponibles para dar y recibir de manera sana. Pero para que un niño pase de la dependencia absoluta a la autonomía es preciso que la figura paterna satisfaga sus necesidades específicas en cada etapa de desarrollo. En cada una de éstas, el niño debe tener experiencias importantes y escuchar palabras que afirmen su valía, habilidades y derechos.

Debido a que muy pocos o prácticamente ninguno de nosotros obtiene todo lo que necesita de su dependencia primaria en la infancia, se desarrolla un sistema secundario, conforme se esfuerza por sobrevivir y crecer. Esta dependencia, a la que llamaré sistema de dependencia caracterizado por la adicción, es la base para las relaciones adultas caracterizadas por la adicción. Habría que recordar el caso de Ana, cuya infancia dominada por el abuso le dificultó aprender a estimarse a sí misma y ser autosuficiente. Tal sistema dominaba su conducta adulta conforme se hacía cargo de otros con la creencia de que, al hacerlo así, obtendría estima y autosuficiencia.

El niño interior: la dependencia adictiva

El estado del ego infantil merece un escrutinio más profundo, ya que es importante para nuestro examen de la adicción al amor. En ese estado, dice Berne, hay tres componentes: el niño natural, el pequeño profesor y el padre en el niño.

Al nacer, sólo está presente el niño natural, la fuente de sensaciones y sentimientos que nos dice qué necesitamos para sobrevivir. El niño natural entra en contacto con el mundo espontáneamente con la esperanza de obtener lo que necesita. Y continuará haciéndolo a menos que se le detenga, ignore o asuste.

Aproximadamente a los seis meses aparece el pequeño profesor. Este aspecto creativo e intuitivo de la personalidad explora el mundo para responder a la pregunta: “¿Cómo hago para que los adultos permanezcan aquí?” Al pequeño profesor, maestro del cálculo infantil, lo impele la necesidad innata de sobrevivir. El niño natural sabe que necesita ciertas cosas —alimento, calor, protección, estimulación, ser tocado— para mantenerse vivo; en suma, el niño natural sabe que debe mantener a las personas grandes a su alrededor para sobrevivir. Es tarea del pequeño profesor responder a la pregunta que plantea este conocimiento: ¿cómo mantenerlos aquí?

A la edad de tres años se desarrolla la tercera parte del estado del ego infantil: el padre en el niño. Esta etapa, que dura hasta la edad de siete u ocho años, es el reino de los mitos y la magia, de Santa Claus, del coco y los monstruos. Así, cuando su madre decía: “¡me haces enojar!” o “¡me haces sentir bien!”, usted tomaba sus palabras literalmente; usted se creía capaz de controlar los sentimientos de ella, y que ella controlaba los suyos. Usted pensaba en blanco y negro —sin gris—, porque ésa era la única manera en la que su mente podía funcionar en ese entonces. El padre en el niño es el detentador de mitos, a los que considera verdades y que dan sustento al amor adictivo.

He aquí una historia de mi niñez, pero quizá también sea de la suya.

Recuerdo que cuando tenía como cuatro años me dijeron que si cruzaba la calle sin permiso, algo malo me pasaría. Un día, estaba sentada en la banqueta con mi hermana de cinco años y medio y podía ver que no había coches cerca. Dije: “Apuesto a que nada malo pasa si cruzo la calle.” A pesar de las protestas de mi hermana atravesé corriendo la calle y regresé.

“¿Viste? ¡No pasó nada!”, exclamé. Sin embargo, mi bravura era superficial; no estaba segura de que no iba a pasar algo malo debido a mi mala conducta; el miedo recorría todo mi cuerpo.

Esa tarde, nuestra familia iba en el coche cuando sonó una sirena. Me dio pánico y pregunté: “¿Qué es eso?” Mi padre respondió sarcásticamente: “Oh, es la policía. Supongo que alguna de ustedes hizo algo malo.”

Estaba aterrorizada; ¡me habían descubierto! Traté de esconderme debajo del asiento. Mis padres no podían entender mis lágrimas y gritos, y la forma en que mi mente pequeña y mágica estaba interpretando los acontecimientos, ya que no sabían lo que había pasado unas horas antes.

Cuando por fin pudieron interrogarme, me ayudaron a distinguir entre mis conclusiones erradas y la realidad. Me aseguraron que era una niña buena aun si me había portado mal una vez; que las sirenas sonaban porque había un incendio; que a veces era peligroso cruzar la calle. Me explicaron que su advertencia la habían hecho porque un vecino había sido atropellado por un auto.

Al calmarme con explicaciones y reafirmaciones, me ayudaron a distinguir entre el pensamiento imaginario y la realidad. No tenía la edad suficiente para hacerlo por mí misma. Si mis padres me hubieran reñido o zurrado, bien pude haber creído que era realmente mala.

La expresión a veces es muy importante para los niños pequeños, quienes a menudo piensan en términos absolutos —siempre, nunca—, que terminan por ser decepciones adultas. Los niños de cuatro y cinco años —y algunos adultos a quienes sus padres no les explicaron las cosas tan bien como los míos— tienen la firme creencia de que no deben hacer ciertas cosas, a menudo algunas que están perfectamente bien, o pondrán en peligro a los demás y a ellos mismos.

El niño natural sabe que necesita algo; el pequeño profesor descubre la manera de conseguir ese algo, y el padre en el niño realiza un plan de acción para mantener cerca ese “algo”, es decir, las personas esenciales alrededor. En un niño, tales dinámicas son perfectamente normales, pero en un adulto pueden causar problemas cuando alimentan creencias que convierten al amor, la más preciosa de las emociones humanas, en una dependencia insana.

Los mitos detrás de la adicción al amor

Detrás de toda relación amorosa dependiente se oculta una historia infantil dominada por el pensamiento mágico y por poderosos mitos. Una historia así es la de Bruno, un profesionista financieramente exitoso, muy respetado en la comunidad, que empezó la terapia con una autoestima alta. Su problema era una incapacidad para establecer relaciones que satisficieran sus necesidades de apoyo y cercanía. Parecía tener un patrón de selección de mujeres con necesidades muy grandes o que eran tan independientes que no respondían a sus propias necesidades. Desde el punto de vista racional estaba consciente de sus patrones y selecciones, pero era incapaz de entenderlos. Al explorar sus antecedentes, gran parte de los cuales había olvidado conscientemente, surgió la siguiente historia.

Un día común y corriente, Bruno, de cuatro años de edad, abrazó a su madre y salió corriendo para jugar; la vida era feliz. Pasó el tiempo, y como hace cualquier niño, Bruno fue a casa para reportarse con su mamá y asegurarse de que el mundo en el que vivía seguía marchando en orden. Cuando entró, encontró a su madre llorando; tenía en brazos a su hermanito, quien también lloraba. Bruno no sabía que sus padres acababan de tener una discusión por teléfono. Súbitamente, su mundo parecía amenazado y sintió terror. “¿Qué he hecho o dejado de hacer?”, se preguntó a sí mismo. Para hallar consuelo y reafirmación, Bruno preguntó:

“¿Qué pasa, mami? ¿Está todo bien?” Ella respondió: “Querido, estoy tan contenta de que estés aquí. Dile a mami que todo va a estar bien.” Bruno sintió una confusión momentánea y después hizo lo que su madre le sugería. Le palmeó el brazo, le sonrió y dijo mágicamente: “Está bien, mami, todo estará bien. ¡Estoy seguro!” Su madre sonrió y dijo: “Eres un hijo maravilloso. No sé qué haría sin ti.”

Nuevamente el mundo de Bruno estaba en orden. Pero en ese momento sucedió algo significativo. El niño de cuatro años no pudo percibir que el incidente era una ocurrencia natural y aislada, y que el consuelo que le ofreció a su madre no era el resultado de algún poder mágico que él tuviera. Nació un mito y se estableció la grandiosidad: Bruno empezó a creer que de alguna manera tenía la capacidad de hacer sentir bien a su madre (y quizá a todo el mundo); además, tenía que hacerlo para satisfacer sus propias necesidades. La creencia infantil que prevaleció era: “Estoy a cargo de hacer sentir bien o mal a la gente; lo que diga, piense, sienta o haga hará que permanezcan cerca o los alejará.”

La historia de la infancia de Bruno puede sonar conmovedora y dulce: un niño preocupado por su madre triste. Pero Bruno era un niño que necesitaba que su madre fuera una persona grande que se preocupara por él. Como otros niños de esta edad que aún no son capaces de distinguir el “hacer como que” y la realidad, temía que si algo les pasaba a sus padres, su mundo se acabaría. También creía que él podía ser la causa del dolor de su madre; los padres a menudo dicen inconscientemente frases como “me haces sentir mal”, que el niño interpreta literalmente. De adulto, Bruno hubiera respondido a la situación con un razonamiento como el siguiente: “Mamá está perturbada. Le voy a ofrecer mi simpatía, aunque no puedo hacer que las cosas mejoren.”

Cuando era niño, Bruno necesitaba de una información y una reafirmación que no recibió. Necesitaba que su mamá le dijera: “Gracias por preocuparte por mí; estoy bien.” En lugar de recibir consuelo maternal para su estado del ego infantil asustado, Bruno fue invitado a cuidar el estado del ego infantil triste de su madre, con lo que suprimió en el proceso sus propios temores y necesidades. Había cuidado de su madre a costa de su propia estabilidad emocional, y continuó haciéndolo en sus relaciones adultas. Desde el punto de vista de un niño, la decisión de Bruno era adaptativa: “ya no tendré miedo ni necesidades y la cuidaré”. Y, ¡parecía funcionar de verdad! ¡Mamá sí permanecía cerca! ¡E incluso sonreía!

Debido a que Bruno continuó con su patrón inconsciente de suprimir sus propios sentimientos y necesidades, escogía inconscientemente mujeres que apoyaban su sistema de creencias. Así, de hecho, conseguía lo que quería en sus relaciones problemáticas y dependientes; éstas eran autocomplacientes. Sus compañeras dependientes le impedían satisfacer sus propias necesidades. La tragedia es que Bruno necesitaba y tenía derecho a sus propios sentimientos, deseos y apoyo; necesitaba que lo cuidaran sin tener que cuidar primero a los demás.

En la adicción al amor, los lazos de dependencia van de uno de los niños internos al del otro integrante de la pareja. Algo que está dentro de los adictos al amor los hace creer que deben estar unidos a alguien con el fin de sobrevivir y que el otro tiene la habilidad mágica de hacerlos sentir plenos. Por ello, el amor deja de funcionar a menudo. Los adictos al amor no creen que pueden ser plenos si están solos.

Como Ana y tantos otros, sólo cuando Bruno fue capaz de examinar sus temores y creencias inconscientes desde una nueva perspectiva adulta tuvo la libertad psicológica para establecer una interdependencia sana con las mujeres.

El amor inmaduro e infantil cree que “si te cuido y amo de la misma manera en la que quiero que me ames, entonces tú también me amarás de esa manera”. Podemos pensar que el amor de un niño es generoso e inocente, pero no suele ser así. Los niños todavía no son capaces del amor espiritual; su amor es egocéntrico. Aman a fin de sobrevivir, de evitar el dolor, el miedo y las carencias. Y ese patrón, como lo estamos viendo, es un fantasma que ronda a los adictos al amor.

La historia de Bruno ilustra otro punto importante: ¡la adicción al amor no es sólo para mujeres! No hay una dependencia en un solo sentido, sino que siempre es mutua. En un nivel social siempre se cree que los hombres son independientes o antidependientes y las mujeres dependientes. Sin embargo, psicológicamente, a los hombres se les motiva a ser dependientes y a las mujeres independientes. A menudo escuchamos que el número de hombres que mueren, sufren depresiones, intentan suicidarse o encuentran una nueva pareja en el primer año y medio después de la pérdida de una pareja, es mayor que el de las mujeres que tienen esas conductas. Como me dijo un hombre muy enojado: “Ni siquiera sabía qué cosa eran los sentimientos antes de que ella me dejara. Ahora que los tengo, no sé qué demonios hacer con ellos. ¿Y adónde acudo para obtener ayuda? Los hombres no tienen amigos cercanos, grupos de apoyo y, ¡Dios no lo quiera!, sentimientos. Es un maldito truco. Ni imaginar que los hombres establezcan relaciones cercanas.”

Las mujeres tienen el permiso cultural de sentir, necesitar, llorar y, aun, estar deprimidas y tener miedo. Viven más, desarrollan redes de apoyo y a menudo están felices después de recuperarse de su pesar. Después de todo, son las cuidadoras tradicionales. Lo único que deben hacer es incluirse a sí mismas en sus cuidados.

Los hombres también sufren en sus relaciones, pero no siempre tienen el apoyo para reconocer abiertamente el dolor y buscar ayuda. Los hombres tienen la misma necesidad de pertenecer, establecer lazos de intimidad y experimentar la realización en el amor.