CAPÍTULO 4
La mayoría de las relaciones amorosas —si no es que todas— alberga ciertos elementos de adicción. Encarémoslo: la interdependencia armoniosa y madura es sólo un ideal al cual aspiramos. Si hemos de alcanzar el amor maduro, debimos haber experimentado de niños el amor de nuestros padres, constante y profundo, que nos ayuda a amarnos a nosotros mismos. El amor paternal nos brinda una sensación de bienestar y nos permite experimentar el dar por el simple placer de hacerlo. Como adultos, esto nos permite sentir y también expresar todo nuestro espectro de emociones y deseos. Podemos pensar claramente y separar la ilusión de la realidad, así como dar voz a nuestros pensamientos y determinar cuál es la mejor manera de satisfacer nuestras necesidades. Si hemos de ser capaces de experimentar el amor maduro de adultos, debemos desarrollar un sistema interno que consiste en que seamos padres de nosotros mismos. Se trata de un sistema que proporcione autoestima incondicional, una guía propia sabia y un fuerte apoyo a uno mismo.
Si todos satisficiéramos estas necesidades del amor maduro, estaríamos autocontenidos; incluso seríamos capaces de experimentar el tipo de amor que satisficiera nuestro profundo anhelo de estar cerca de los demás. El amor paternal constante y profundo nutriría la autoestima madura en los niños; ellos gozarían de una fuerte sensación de bienestar y, por lo tanto, serían capaces de experimentar el dar por el simple placer de hacerlo. Ese es el ideal, pero pocas personas son tan afortunadas como para tener todo lo que hace falta para ser individuos y amantes, completamente maduros.
Es mucho lo que los adultos pueden aprender acerca del amor y la libertad, y ése es nuestro objetivo en este libro.
El amor infantil opera bajo el principio de “amo porque soy amado” en tanto que el amor maduro responde a la idea de “soy amado porque amo”. El amor inmaduro argumenta que “te amo porque te necesito”. El amor maduro permite la individualidad y fomenta la libre expresión de ideas y sentimientos; consiente la discusión de valores y, en ocasiones, incluso la confrontación.
Los elementos de la dependencia malsana se cuelan incluso en las mejores relaciones amorosas maduras. El reto que enfrentamos es identificar y reconocer a los elementos que causan adicción, desenmascarar los mitos que los apoyan, hacer lo que podamos por cambiarlos y construir a partir de los mejores aspectos de la relación. ¿Cómo sabemos si nuestro amor es una adicción? Para hallar la respuesta veamos 20 características del amor adictivo.
Las personas envueltas en relaciones adictivas presentan las siguientes características:
Ahora veamos cada una de estas características con más detalle.
Podemos desear a nuestro amado (o amada) tan ardiente o tan intensamente que creemos lo siguiente: “¡Debo tenerlo (o tenerla) o no puedo seguir adelante!” Esto es especialmente cierto en el principio de una relación. ¿Recuerdan cómo Ana experimentaba sensaciones físicas reales —el temblor— que la llevaron a pensar que ella o Andrés estaban en peligro cuando rompió sus lazos con él? El objeto de nuestro amor consume gran parte de nuestra energía mental porque estamos ocupados en descifrar las necesidades y pensamientos del otro, hacemos planes en torno a él y aplazamos nuestras propias necesidades y deseos. La energía para otros objetivos de vida más importantes se ve minada. Nuestro crecimiento se retrasa o reprime.
Esto significa que otras personas dominan nuestros egos de una manera tan completa que se hace difícil saber quién está pensando qué cosa, qué sentimientos pertenecen a quién y quién es responsable de qué actos. Las fronteras del ego deberían ser lo suficientemente abiertas como para permitir el libre flujo de pensamientos y emociones, pero no tanto como para que la energía individual sea minada y nuestras identidades se confundan con las de los demás.
Me di cuenta de ello con una pareja. Siempre que le preguntaba al esposo qué sentía la esposa, ella rápidamente contestaba en su lugar; cuando le preguntaba a ella qué pensaba, su esposo rápidamente contestaba por ella. Al principio, no estaban conscientes de que respondían por el otro, pero pronto se percataron de que en la relación ella era la responsable de los sentimientos y él de los pensamientos. A partir de ese arreglo se hizo claro que ambos temían la separación, ya que funcionaban juntos como uno solo, e inconscientemente se permitían a sí mismos actuar como meras mitades.
La noción romántica que incita a dos a “convertirse en uno” suena ideal, pero es imposible en la vida real, y el concepto no es ni romántico ni un ideal digno de ser perseguido. No necesitamos perdernos para estar cerca de otra persona.
En muchas relaciones dependientes, malsanas, un compañero generalmente da más mientras que el otro toma más. El sadomasoquismo puede ser sutil, como cuando se hacen casi todas las bromas a costa de una persona o se le considera “el problema” de la relación. Uno de los dos puede disfrutar inconscientemente al lastimar o decepcionar al otro, en tanto que éste disfruta inconscientemente cuando se le lastima o decepciona. En casos severos, un compañero abusa físicamente del otro. La historia de Gerardo es un ejemplo de esto.
Gerardo era joven, guapo y viril; ansiaba encontrar el amor y estar contento; sin embargo, una y otra vez escogía mujeres que le tomaban el pelo, lo ridiculizaban y le eran sexualmente infieles. Cuando era niño, a menudo le habían dicho que era malo y no merecía ser amado, así que inconscientemente aún creía que esto era cierto. Escogía compañeras acordes con esta situación y sufría emocionalmente hasta que, como él decía, ya “no podía aguantarlo”. En ese punto solía abusar físicamente de su compañera. El daño y la culpa resultantes confirmaban su sentimiento de que no valía nada.
En la terapia, la transformación de su creencia subyacente se convirtió en el objetivo de Gerardo. Debía aprender a creer que merecía ser amado y que podía importarle a la gente para que, con el tiempo, pudiera escoger compañeras que en verdad lo amaran y se interesaran en él.
Debido a que el amor adictivo es tan intenso, hay un temor a dejar partir a la pareja. Como resultado, algunas relaciones claramente patológicas pueden durar años.
La relación de Diana y Eduardo había estado muerta durante años. Aunque a menudo hablaban de divorcio, evitaban dar pasos para hacerlo.
Al explorar su horror por el divorcio de cara a la irredimible pérdida de su amor, descubrieron su temor a estar solos y una falta de confianza en su capacidad para salir adelante después de la separación, por lo que permanecieron juntos e infelices. De niños, ambos habían sido abandonados física o emocionalmente por sus padres, así que ninguno de los dos quería vivir el dolor de la pérdida o el rechazo. Lo que tenían parecía preferible a lo que temían.
Diana y Eduardo no confiaron en sus capacidades individuales para ser independientes, para salir adelante después de la separación y para experimentar relaciones satisfactorias en el futuro. En la actualidad están separados; a pesar del dolor que esta decisión implicó, fue la correcta para ellos.
Todos hemos experimentado la pérdida en nuestras vidas, y es dolorosa. Hemos sido rechazados, y es doloroso. La mayoría de la gente magnifica su dolor al creer que no puede soportarlo y al hacer todo lo posible por evitarlo. En lugar de encararlo y confiar en que terminará, se aferra a relaciones malsanas para evitar la aflicción.
Sin embargo, la pérdida y el rechazo son parte de la vida; creer que podemos evitarlos es una forma mágica o mítica de pensar. La aflicción es una respuesta natural y curativa a la pérdida. Contrariamente a lo que podríamos creer, tenemos la capacidad de manejar el dolor. Las adicciones son un intento no razonado por aumentar nuestro nivel de consuelo.
Otro elemento de la adicción al amor es su aparente seguridad y carácter previsible. Alguna vez le pregunté a mi hijo menor: “¿Por qué crees que los ganadores pueden tener más pérdidas que los perdedores?” Después de pensarlo un poco, contestó: “Porque corren más riesgos y hacen más cosas.” Y eso es cierto. Los ganadores no se detienen cuando cometen un error; no se dan de golpes cuando pierden. Se preguntan: “¿Qué puedo aprender de esto? ¿Cómo puedo hacerlo de manera distinta la próxima vez?” Pero los adictos al amor se aferran una y otra vez, porque el amor dependiente es seguro y previsible, o eso creen ellos.
Carmen entró a terapia “para aprender a crecer”. Salía con Miguel, quien la acusaba de ser una bebé y le había dicho que si no “crecía” la dejaría por otra mujer que había estado viendo. El motivo de Carmen para tratar de cambiar era complacer a Miguel; no quería perderlo. Pero, en realidad, él no quería que Carmen cambiara. Quería justificar su relación con otra mujer culpando a Carmen por su incapacidad de crecer. Cuando ella se dio cuenta de que Miguel favorecía su dependencia, se retiró de la terapia, temiendo aún perderlo.
Un año después estaba de vuelta. Esta vez decía que había acudido por sí misma. Sabía que merecía sentirse adulta y feliz. Si Miguel quería unírsele, bien. Si no, se sentía lista para arriesgarse a lo desconocido y avanzar en su vida.
En el amor adictivo, los amantes se estancan; a menudo están satisfechos con un estilo de vida monótono. Emplean más energías en preocuparse por su relación que en su crecimiento personal, en su autorrealización. Como lo descubrió Abraham Maslow, los humanos tienen el impulso natural de crecer, y cuando se descuida dicho impulso debido a una relación caracterizada por la adicción, estamos, en cierto sentido, muriendo (si no física, sí espiritualmente).
La gente envuelta en relaciones dependientes suprime dones y habilidades individuales; por lo tanto, no está viviendo de conformidad con sus potencialidades. Negarse a uno mismo el crecimiento es un abuso en contra de la propia persona y dicha negación a menudo provoca enfermedades emocionales o físicas después de que la tensión se acumula hasta un cierto nivel. La razón de esto es que cada uno de nosotros tiene una cierta cantidad de energía para expresarla a través de sentimientos, pensamientos y actos. La energía tiene que ir a alguna parte, y cuando es suprimida o bloqueada, tarde o temprano sucede una de las siguientes dos cosas: se dirige hacia adentro, en cuyo caso nos enfermamos, explotamos y golpeamos a los otros.
Bárbara era brillante y creativa. Alentada por Gabriel, su esposo, volvió a la universidad cuando sus hijos llegaron a la edad escolar. Con el tiempo obtuvo un posgrado y empezó a ampliar sus intereses y actividades. De muchas maneras parecía estar superando a su marido en cuanto a educación y éxito.
Entonces, las inseguridades de Gabriel emergieron. Se quejaba de que el trabajo de su mujer era más importante para ella que su matrimonio. Bárbara, ansiosa por complacerlo, empezó a limitar sus amistades y actividades, y con el tiempo, cayó enferma.
En ese momento, ambos acudieron a un consejero. La terapia se centraba en enseñarle a Gabriel a explorar y librarse de sus temores e inseguridades para que apreciara y fomentara la creatividad y éxito de Bárbara. También le ayudó a ella a explorar su tendencia a negar sus necesidades y encontrar un balance entre las exigencias de su carrera y su matrimonio.
La intimidad —el intercambio de ideas, sentimientos y acciones en una atmósfera de franqueza y confianza— es una expresión profunda de nuestras identidades que nos deja en un estado eufórico. Eric Berne afirma que somos afortunados si experimentamos tan sólo tres horas de intimidad verdadera en nuestras vidas. La intimidad real es rara. Somos vulnerables y estamos expuestos tanto al éxtasis como a ser lastimados y a la decepción.
Recuerde el componente del niño natural en su estado del ego infantil: la intimidad verdadera involucra el contacto del niño natural con dos personas. Pero los amantes dependientes suelen suprimir ese estado en sus intentos por hacerse cargo de los demás, y a menudo confunden dependencia malsana con intimidad.
Lo que aparece como intimidad pocas veces lo es. En las relaciones adictivas, los juegos psicológicos melodramáticos sustituyen a la intimidad. Dichos juegos proporcionan interacción y drama, y son una manera indirecta de buscar la realización de nuestros deseos y necesidades. Quizás usted ha visto tal “actuación” entre los integrantes de una pareja.
Aunque pedir algo indirectamente —a través de juegos— es menos riesgoso, también es más probable que obtengamos lo que deseamos siendo directos. Los adictos al amor, por lo tanto, se sienten frecuentemente decepcionados. Un jugador adopta usualmente uno de tres papeles: víctima, rescatador o perseguidor. Si bien tales juegos parecen absurdos para los que están fuera de ellos, quienes los perciben como son realmente, para los jugadores resultan perfectamente lógicos.
Gina era una joven mujer deprimida, sexualmente insensible y cuyo juego favorito era: “¿No es él horrible?” Se refería a su esposo Ramón, quien era sexualmente muy agresivo con ella y con otras mujeres. El juego favorito de Ramón era: “Pobre de mí”, y su cantaleta de autocompasión era: “¿Cómo esperan que sea fiel con una esposa que no me deja tocarla?” Gina manifestaba depresión e ira para justificar su incapacidad para responder; Ramón manifestaba frustración e ira para justificar su infidelidad.
En realidad, ambos estaban contentos con el melodrama que habían montado. Temían el compromiso y la intimidad riesgosos, y sus juegos les permitían un contacto, una interacción, muy retorcida. Entre tanto, no tenían que salir adelante de sus problemas o tomar decisiones difíciles acerca de algún cambio.
En el amor adictivo, lo que parece ser amor altruista a menudo no lo es. El amor adictivo es condicional, con el deseo subyacente de: “Si hago lo correcto, obtendré lo que quiero.” Dar espontáneamente puede experimentarse como rendirse, ceder o perder parte de uno mismo. Esto ocurre porque, en un nivel inconsciente, el que da ha prometido no otorgar el control al otro.
En muchas ocasiones, atormentados por la tristeza del rechazo o la pérdida, hacemos promesas encaminadas a protegernos a nosotros mismos, y nuestra conciencia las interpreta literalmente. Cuando el amor lo lastima a uno, es importante escuchar lo que uno se dice. En lugar de: “Nunca volveré a hacer eso”, diga: “Soy más grande que este dolor; sanaré y amaré de nuevo.” Tenga en mente que está sintiendo profundamente, está indefenso y los mensajes emocionales recibidos a menudo se vuelven verdades que usted mismo inventa y conforme a las cuales después actúa.
Debido a que podemos percibirnos a nosotros mismos como personas incompletas —y, por lo tanto, acudimos a otros en nuestra búsqueda de la persona completa—, la adicción al amor implica intentos por cambiar a los otros y hacer un escrutinio de sus fallas.
Mis clientes afirman: “Si Bárbara se quedara en casa, yo sería feliz”; “si Gina fuera más sensible, estaría contento”; “si Carmen creciera, yo sería feliz”; “si las mujeres me amaran de verdad, por fin sería feliz”. Una y otra vez, la gente trata de ocultar sus propios temores e insuficiencias.
Miguel, la pareja de Carmen, expresaba confianza en sí mismo; sin embargo, su necesidad de que hubiera mujeres dependientes e inseguras en su vida revelaba su inestabilidad. Después de admitirlo, él y Carmen fueron capaces de amarse tranquila y honestamente.
Recuerde: su adicción al amor le viene como anillo al dedo. Deje de achacarle el problema al otro. ¿Por qué necesita una mujer insensible? ¿Por qué necesita un hombre iracundo? ¿Qué tal le viene su relación? ¿Cómo anillo al dedo?
El amor adictivo siempre es simbiótico: el adicto al amor necesita a otro para sentirse completo, equilibrado y seguro. La ansiedad se presenta cuando la simbiosis se ve amenazada. Con frecuencia, esa ansiedad termina en violencia emocional o física.
Juan era un perfeccionista frío y con prejuicios. Su esposa Ada era cálida, tímida y apasionada. Juan expresaba crudamente una falta de emoción hacia su mujer: “Está allí, pero no siento nada por ella.” Siempre que Ada cuestionaba la relación o planteaba abandonar a Juan, él se ponía furioso y abusaba de ella verbal, sexual y físicamente. Aunque era claro que Juan no amaba o deseaba a Ada, la necesitaba patológicamente. La idea de que lo dejara le provocaba una profunda ansiedad. Ésta suele ser la paradoja de un matrimonio violento: dos personas tienen un profundo sentimiento de que se necesitan la una a la otra, pero se destruyen lentamente.
Queramos admitirlo o no, muchos de nosotros aún pensamos en términos mágicos, como niños que creen en Santa Claus. Pregúntese cuántas veces ha pensado o hecho las siguientes afirmaciones:
“Si sólo tuviera a alguien…”
“Si sólo él (o ella) cambiara, entonces…”
“Cuando él (o ella) tenga más tiempo, entonces…”
“Si amo sólo un poco más, entonces…”
“El año que viene las cosas estarán mejor.”
“Cuando él (o ella) se vaya, entonces seré feliz.”
“Hasta que él (o ella) mejore su conducta…”
“Tiene que suceder algo pronto.”
“El (o ella) no puede permanecer así por siempre.”
“Estoy esperando a que él (o ella) toque fondo.”
“Estoy esperando a que él (o ella) se dé cuenta.”
“Así no es él (ella) en realidad.”
“Yo no tengo ningún problema; él (o ella) lo tiene.”
“Deseo que él (o ella) se apresure y cambie.”
“Espero que él (o ella) me aprecie por lo que soy en realidad.”
“Si sólo hubiera hecho algo más, él (o ella) no se habría ido.”
En lugar de peticiones directas y asertivas o una valoración y actitud realistas, nos aferramos a nuestras creencias infantiles en la magia. Debemos enfrentar el hecho de que no hay magia; somos responsables de nosotros mismos y nuestros actos. No confiar en uno mismo lleva a la frustración y la infelicidad.
María, una paciente que relata su historia extraordinariamente bien, es la prueba viviente de esa profunda verdad.
Hace cinco años, cuando tenía 35, por fin entré a un tratamiento para combatir un alcoholismo de muchos años y empecé mi proceso de recuperación. La sobriedad es un milagro en mi vida. Antes trataba de evadirme de todos mis problemas a través del uso excesivo del alcohol y otras drogas. Me las arreglaba en la vida tomando y, a la larga, me hice adicta al alcohol. No podían ocurrir cambios en mi vida a menos que decidiera eliminar el alcohol.
Crecí en un hogar alcohólico y me enfrenté a mi infelicidad con actitud reservada y pasiva. En mi familia actuaba como la que complacía a la gente. Uno de los papeles que asumí era el de mediadora entre mis padres a propósito de cómo bebía él. Durante este periodo fui acosada sexualmente por mi padre. Mi madre, que sabía lo que estaba pasando, no hizo nada para detenerlo y optó por culparme a mí, una niña de 10 años. Durante los terribles años posteriores me aferré a la idea de que, cuando finalmente dejara la casa, mi vida cambiaría. Soñaba con escapar y pensaba que el medio sería el matrimonio. Quería ser rescatada por alguien más fuerte y saludable que yo.
Sin embargo, el “rescate” no llegaba. Cuando me hice adulta me enfrentaba a mi dolor siendo “exitosa” y sobresaliente en el terreno musical (tocaba en grupos locales). Antes de tocar tomaba calmantes para los nervios. También empecé a beber mucho. Como resultado de mi baja autoestima, empecé a tocar mal. Casi toda mi vida social y mis relaciones implicaban beber. Conocí a mi esposo en este ambiente.
Cuando bebía, me sentía poderosa, tenía el control. Me sentía bien y feliz. “Conque así es como la gente se las arregla”, pensaba. Consideraba que los que no tomaban eran unos necios y no estaban conscientes de qué cosa era la vida en realidad.
Pero después de un tiempo me sorprendí al darme cuenta de que el alcohol ya no me ayudaba a salir de la depresión. Caía en largos periodos de llanto sensiblero. Me sentía inútil y desamparada; Marcos, mi futuro esposo, me “rescató”. Me proporcionaba alcohol, asumió el manejo de mis finanzas, tomaba decisiones por mí y —maravilla de maravillas— quería casarse conmigo aun después de que le conté acerca de mi desdichada infancia y mi promiscuidad sexual.
Conforme se acercaba la fecha de nuestra boda empezó a echarme en cara mi pasado, lo que provocaba terribles peleas en las que yo siempre acababa llorando y suplicándole que me perdonara. Le permitía a Marcos utilizar mi pasado como una especie de vara sobre mi cabeza. Estaba muy segura de que nadie más me amaría y quería desesperadamente pertenecerle a alguien; aún creía que el matrimonio significaría el fin de todos mis problemas. Había olvidado mis ideas de la infancia: “Los hombres son abusivos y dan miedo”; “nunca nadie podrá amarme.” Estas ideas no tardaron mucho en convertirse en una pesadilla viviente.
Sólo un mes después de que nos casamos, Marcos comenzó a golpearme. Una vez lo dejé por varios días y luego volví porque creía que nadie más podría amarme. Hoy se me ponen los pelos de punta al pensar en el poco amor que tenía por mí misma. Me esmeraba por complacerlo; creía que si me portaba adecuadamente, todo estaría bien. El único resultado positivo de hacerme completamente a un lado fue que bebía menos porque Marcos se quejaba de la cantidad de alcohol que yo consumía y quería complacerlo.
Me sentía bien conmigo misma si trabajaba duro. Después de que nacieron mis hijos seguí trabajando (en parte porque mi empleo me ayudaba a sentirme bien conmigo misma y en parte porque no confiaba en que Marcos pudiera mantenernos). Le entregaba pasivamente mi sueldo; si necesitaba algo, tenía que rogarle para que me lo diera. Nunca se me ocurrió que el ingreso era mío y que podía confiar en mí misma para manejar las finanzas.
Al mismo tiempo seguí desempeñando el papel de rescatadora; protegía a mi madre de los excesos alcohólicos de mi padre. Me sentía importante cuando me la llevaba de su casa o discutía en su nombre con mi padre. No tenía verdaderos amigos; pasaba mi tiempo con Marcos y mi madre. Usaba a mi madre para hacerme de tranquilizantes y antidepresivos; mi marido se negaba a pagármelos, pero ella sí lo hacía. Él también se negaba a pagar mi ropa y la de los niños; decía que él tenía que pagar las cuentas, mi madre también nos pagaba la ropa. Sin embargo, aún sentía que Marcos me estaba cuidando, y aunque no había afecto entre nosotros, me quedaba con él por miedo. Mi madre y yo nos compadecíamos juntas por nuestros matrimonios.
Empecé a darme cuenta de que mi matrimonio y mi estilo de vida no eran sanos y le pedí a Marcos que viéramos a un consejero matrimonial. Se negó y lo dejé. Unos días después, cuando él accedió a acudir al consejero, nos reconciliamos. Pasamos seis meses en un grupo. Después de las sesiones íbamos juntos a beber; de hecho, él lo fomentaba. De repente, ambos estábamos usando el alcohol para aturdir nuestra infelicidad. Como resultado, la terapia no fue exitosa; nos negábamos a enfrentar nuestros problemas.
Entonces falleció mi madre. Mi alcoholismo se agudizó. Aunque sabía que estaba mal beber para evitar la pena y el dolor, continuaba haciéndolo. Cualquier cosa era mejor que mi dolor. Bebía grandes cantidades a diario. Estaba embarazada de Daniela, mi cuarta hija, y considero un milagro que no haya nacido con el síndrome de alcoholismo fetal. Un día antes de que naciera estaba tan borracha que apenas podía caminar.
Una noche, poco después del parto, Marcos y yo nos emborrachamos y luego empezamos una violenta discusión. Me golpeó. Decía que durante los meses de la terapia matrimonial había estado esperando la oportunidad de mostrarme quién era el que mandaba. Nunca lo había visto así; estaba paralizada. Sabía que no podía confiar en él y empecé a temer por mi vida.
Decidí que tenía que dejar a mi marido, pero no sabía cómo manejar la situación. No confiaba en nadie; me volví callada; apenas y hablé con Marcos durante meses. Seguía bebiendo mucho; Marcos también bebía mucho. Entonces empezó a tener graves problemas financieros debido a deudas de juego y juró abandonar el alcohol. En un incidente terrible, presenciado por los niños, me volvió a golpear. Al día siguiente huí llevándome a los niños. Conseguí un abogado y, con el tiempo, me divorcié. Ahora, pensé, finalmente acabarían todos mis problemas.
Pero no fue así. Seguí bebiendo; escogí estar con hombres tan abusivos como Marcos. Esto siguió así aproximadamente durante tres años antes de que me diera cuenta de que debía dejar de beber. Había tratado muchas veces de dejar la bebida por mi propia cuenta, pero nunca lo había conseguido. Mi patrón empezó a reñirme por mi falta de puntualidad y ausencias, y mi trabajo empeoró. Mi forma de beber estaba fuera de control; evitaba a la gente y descuidaba a mis hijos. A menudo estaba enferma y fue sólo por la intervención de un primo que finalmente busqué ayuda profesional.
Mientras estuve en tratamiento aprendí mucho acerca de mí misma. Me di cuenta de cómo había culpado a los demás por mi manera de ser. Aprendí que había sido reacia a cualquier acción que me llevara a cambiar.
Estuve sobria durante unos seis meses antes de permitirme sentir de nuevo. Súbitamente, mi pesar, acumulado durante todos esos años, salió a chorros y derramé muchas lágrimas. No fue una época fácil, pero era necesaria. Conforme pasó el tiempo, lentamente empecé a armar de nuevo mi vida. Vi a un consejero, saldé mis deudas, me restablecí en el trabajo y empecé a cuidar mejor a mis hijos.
Aunque gran parte de esta historia es dolorosa, creo que estoy dispuesta a ser honesta conmigo misma y trabajar para cambiar; mi vida seguirá mejorando. Mi camino ha sido largo y penoso, pero ahora, por primera vez, estoy orgullosa de mí misma. Y, por primera vez en mi vida, estoy cuidando de mí y me siento bien sola.
La historia de María muestra cómo varias adicciones —en este caso, al alcohol y la dependencia de los otros— son a veces una verdadera plaga. María tuvo que pasar por una serie de pruebas antes de que finalmente dejara de buscar el consuelo y el alivio fuera de ella misma. Su historia, pienso, ¡es un triunfo!
La única etapa en la que realmente necesitamos amor incondicional es cuando somos niños. Incapaces de amar, nutrirnos o protegernos a nosotros mismos, necesitamos el cuidado de los otros para mantenernos vivos y crecer.
Está perfectamente bien que los adultos quieran y reciban amor incondicional, pero exigirlo es una expectativa malsana y no realista. ¿Por qué debería alguien concederle lo que no recibió de niño o lo que usted mismo no está dispuesto a dar? En el amor adictivo podemos negarnos a amarnos a nosotros mismos incondicionalmente y enojarnos o llorar cuando los otros no nos aman de la misma manera.
Doris, quien entró a terapia debido a una depresión crónica, parecía ser una joven mujer demandante, quejumbrosa y colérica. Su necesidad de amor y aceptación por parte de su terapeuta parecía insaciable. Estaba enojada por tener que pagarle a ra terapista y porque las sesiones no eran más largas. “Después de todo, ¿no es mi derecho ser amada?”, preguntaba. El mensaje velado que me dirigía era: “Mis padres no me amaban como me merecía, ¡así que usted debe hacerlo!” Le dije que estaba triste porque no había recibido el amor positivo e incondicional al que tenía derecho cuando era niña, pero que yo no podía ni haría nada por cubrir esa pérdida. En realidad, ya no necesitaba ese amor incondicional para vivir y tener éxito. De hecho, sus exigencias provocaban que quisiera alejarme de ella, no acercarme. Como pueden imaginarse, las relaciones amorosas de Doris eran desastrosas.
El amor adictivo a menudo parece ser antidependiente, exhibe un claro rechazo al compromiso. En realidad, esta antidependencia es el otro lado de la dependencia. Nuestra necesidad de pertenencia es real. La gente que dice: “Yo haré lo mío y tú haz lo tuyo, y si nos encontramos, que así sea” promueve una falsa independencia.
He descubierto que la mayoría de las personas que exaltan su independencia abrigan muchas necesidades de dependencia no satisfechas. Han aprendido a evitar el dolor al hacerse autosuficientes. El control es importante para ellos; cuando eran niños, sentían que uno o ambos padres estaban intentando imponerse sobre ellos o uno de los padres sobre el otro. Paradójicamente, esos padres obsesionados con el control no satisficieron las necesidades de desarrollo básicas del niño, y a menudo la respuesta de éste era: “¡No, no lo haré y no me vas a obligar a hacerlo!” o “¡Yo estoy bien, tú no!” Estas respuestas eran importantes para que el niño mantuviera una sensación de poder y dignidad personal en una situación difícil y malsana. Cuando los niños tienen padres débiles e inefectivos, se ven obligados a cuidarse a sí mismos en lugar de depender de otros. Sin embargo, la consigna de ser independientes que se hacen a sí mismos les dificulta comprometerse en una relación amorosa madura. La antidependencia es pseudoindependencia. La independencia sana presupone que uno ha tenido una relación de dependencia sana de niño.
Cuando Leonardo era niño, su madre trataba de controlar sus ideas, sentimientos y actos. Se prometió jamás volver a otorgarle tal poder a su madre (y, después, a otras mujeres). No obstante, se casó con una mujer muy parecida a su madre, y la lucha por el poder continuó. Leonardo no se sentía libre para comprometerse emocionalmente con su esposa. La relación se caracterizaba polla competencia, por frecuentes juegos de “aventajar al otro”, en los que ambos luchaban por tener la razón al final de una discusión. En la terapia, Leonardo y su esposa tuvieron que aprender que dar amor no significa la pérdida de poder personal.
Muy pocas personas se aman a sí mismas sin reservas, a pesar de que todo el mundo quiere ser amado así. Como los niños pequeños, buscamos en el mundo gente que nos ame totalmente, y cuando una relación amorosa termina, nuestra autoestima disminuye. Es normal sentir dolor por la pérdida, pero cuando una relación está terminando o se tambalea, es malsano relacionar esta pérdida con el valor personal y la autoestima.
Judith, quien tenía una autoestima muy baja, escribió la siguiente carta de su parte adictiva a su parte sana para describir la motivación inconsciente de muchos de sus hábitos.
“Judith, la razón por la cual estás comiendo, fumando y bebiendo tanto es obvia. ¿Qué otra cosa puedes hacer? Tras tus defensas hay una cáscara vacía, absolutamente nada. No hay una Judith. Tu casa, tu trabajo, tu familia, tu auto, tus muebles, tus plantas, tu ropa, todas son cosas que te pueden quitar. Necesitabas pensar que todas estas cosas eran tú, pero ahora ya sabes que no es así. No hay una tú. No tienes núcleo; está muerto, si es que alguna vez lo tuviste. Creo que no existes. La única vez que sentiste que existías fue cuando alguien te amaba o pertenecías a alguien. Y ahora ya no tienes a nadie. Fumas, comes y bebes porque, al menos, estos actos, representan algo que te ayuda a sentir que estás viva.”
Las personas como Judith deben darse cuenta de que pueden optar por mejorar sus vidas. La mayoría de nosotros podemos ser mucho más felices y sentirnos mucho más plenos. Nos obstaculiza la idea de que alguien nos llenará. Pasamos por alto nuestra capacidad de elegir y desarrollarnos por nosotros mismos. No solamente podemos tomar nuestras propias decisiones, sino que además podemos crear nuestras propias oportunidades.
La sensación límite de soledad se caracteriza por el pánico, el enojo, la desesperación y el vacío; esto es muy distinto del sentimiento maduro de soledad, que consiste en una tristeza sana a causa de un amante ausente. Los adictos al amor no son capaces de mantener recuerdos felices de su pareja, y el temor al abandono puede presentarse incluso en la separación más rutinaria, es decir, la que se lleva a cabo todos los días. Para el adicto al amor es difícil creer que la otra persona regresará. Este fenómeno parece ser el resultado de que en la infancia no hubo una importante lección de desarrollo. Es esencial que los niños confíen en la permanencia de sus padres. Conforme lo hacen, comienzan a consolarse a sí mismos con el recuerdo del amor de los padres cuando éstos se ausentan y a confiar en que lo pueden tener de nuevo. Cuando los niños aprenden a desconfiar, no son capaces de evocar recuerdos felices que los sustenten durante la ausencia de los padres. Como adultos pueden tener problemas para confiar en su compañero, a menos que él (o ella) esté a la vista.
Cuando era niña, Janet fue descuidada emocionalmente por sus padres. Rara vez respondían a sus necesidades y a menudo abusaban físicamente de ella. En la terapia, Janet, una joven mujer extremadamente indecisa y dependiente, asimilaba los mensajes positivos acerca de la autoestima e independencia, pero no era capaz de confiar en esos mensajes y utilizarlos fuera de la terapia. Lejos de mi presencia, a Janet le entraba el pánico y temía que yo la dejara y su nueva autoafirmación desapareciera.
Janet debía aprender a confiar en su memoria y a utilizar las lecciones de su terapia en la vida cotidiana. Al principio tenía que esforzarse mucho en ello; era preciso que recreara y volviera a visualizar nuestras discusiones para sentir otra vez la sensación positiva que le provocaban. Aprendió que tenemos la capacidad de rememorar tanto los sentimientos y recuerdos positivos como los negativos, y que podemos controlar ese proceso. Yo no podía incorporar nada nuevo en Janet; sólo afirmar lo que ya estaba allí y alentarla a desarrollar su autoestima.
Otro rasgo sobresaliente del amor adictivo son los sentimientos recurrentes de vacío, excitación, depresión, culpa, rechazo, ansiedad, enojo acompañado de moralismo y baja autoestima. Generalmente estos sentimientos son el resultado de juegos psicológicos desarrollados por amantes dependientes. La gente tiende a contar con un grupo favorito de sentimientos, que se apoyan en mitos inconscientes sobre uno mismo y la vida. Tales sentimientos interfieren en la satisfacción de las necesidades psicológicas y dificultan la intimidad.
El sentimiento negativo favorito de Carla era la tristeza. Los sentimientos negativos favoritos de Rafael eran el rechazo y el enojo acompañado de moralismo. Cada uno sabía cómo sacarle provecho a sus sentimientos negativos. Carla y Rafael trabajaban juntos y frecuentemente se reunían después del trabajo para tomar una copa con otros compañeros de trabajo. Carla le coqueteaba a Rafael y él le respondía. Una noche la invitó a cenar a su casa. Carla buscaba únicamente su amistad, pero él creía que su conducta indicaba que estaba dispuesta a tener relaciones sexuales. Cuando Rafael le propuso a Carla ir a la cama, ella le dijo que no estaba interesada. Rechazado y avergonzado, la atacó verbalmente con un discurso moralista. Carla se sintió incomprendida y estalló en llanto.
Una gran paradoja del amor dependiente es que realmente deseamos amar y ser amados, pero nuestras partes adictivas le temen a la cercanía. Como lo hemos estado diciendo, el amor adictivo se basa en el temor: temor al rechazo, temor al dolor, temor a perder el control, temor a perder el propio yo, temor a perder la vida y temor a la felicidad. El propósito del amor adictivo es evitar lo que tememos.
Cuando era niña y observaba el miserable matrimonio de sus padres, Nancy se hizo a sí misma el propósito de ser cautelosa en el amor; de hecho, de evitarlo completamente. Pero cumplir con ese propósito es imposible para una persona, así que Nancy se enamoró cuando aún era una joven. Se involucró profundamente con alguien que, sin aviso alguno, rompió su compromiso poco antes de casarse. El dolor de Nancy era doble porque había roto con el propósito que se había hecho a sí misma. La experiencia de ser plantada confirmó su convicción inconsciente de que el amor conducía inevitablemente al dolor. Sin darse cuenta, renovó y reforzó su propósito.
Varios años después volvió a enamorarse, y a pesar del profundo cariño que sentía por su pareja, no era capaz de entregarse sexual o emocionalmente. Siempre que se estaba abriendo a la intimidad, sentía temor, culpa y enojo consigo misma. La exploración cuidadosa de sus sentimientos le ayudó a descubrir su propósito inconsciente de permanecer alejada del amor riesgoso. Nancy logró ver la futilidad de tal propósito, y al poco tiempo aceptó tomar riesgos, incluso cuando éstos pudieran involucrar dolor.
Todos perdemos algo o a alguien en algún momento y nos sentimos heridos. La gente puede tratar de controlarnos y disminuir nuestra libertad, ante lo cual nos sentimos asustados. Incluso podemos temer la alegría porque puede acabarse. En muchas instancias, estamos más a gusto sin emociones que con altas o bajas emocionales. La alegría puede confundir a aquéllos que no están acostumbrados a ella.
Pamela había estado en terapia por algún tiempo debido a una depresión severa. Estaba lista para dejar la terapia porque su autoestima era alta, la relación con su esposo era sólida y estaba satisfecha con su persona por primera vez en su vida. Una noche me llamó para decirme que su depresión no había vuelto, que se sentía muy contenta. De hecho, dijo, a menudo se sentía tan extasiada que le entraba el pánico; no sabía si podría soportar tal estado de alegría y se sentía asustada. Le aseguré que podía manejarlo y que había muchas maneras a través de las cuales canalizar su nueva energía y confianza en sí misma.
Quizás el rasgo más sobresaliente del amor adictivo es esta regla no escrita: “Tú cuidas de mis sentimientos y yo de los tuyos. Tú me haces sentir completo y bien, y yo haré lo mismo por ti.”
Hacerse cargo de los sentimientos de otro adulto es muy distinto de quererlo. Lo primero supone que una persona es capaz de leer la mente de la otra, conocer sus necesidades y “componer” los sentimientos enfermos del otro. Tal suposición hace que un amante sea responsable del bienestar del otro.
El cariño verdadero por alguien significa: “Me importa lo que sientes; estoy aquí para apoyarte, aunque no tengo la capacidad para hacer que tu dolor desaparezca o ayudarte a sentir completo.” El primer sistema de ideas se basa en el miedo y la culpa; el segundo, en la compasión y el realismo.
¡Con cuánta frecuencia esperamos que los otros lean nuestra mente y sepan lo que queremos! “Deberías saberlo; has vivido conmigo lo suficiente”, decimos. ¡Cuan a menudo suponemos que el otro sabe lo que queremos, aunque nunca se lo hemos dicho! Quizá el otro a veces lo sabe o puede adivinarlo, pero obtendremos más de nuestras relaciones si aprendemos a descubrir nuestras propias carencias y necesidades, y luego pedimos que nuestra pareja nos entienda. Debemos pedir claramente y tomar en cuenta la posición del otro.
Cuando el matrimonio de Esteban empezó a fallar, entró en terapia con su esposa Patricia. Se le dificultó mucho entender por qué las cosas no funcionaban; después de todo, estaba haciendo todo lo “correcto”. Era un esposo bueno y leal; le gustaba complacer a su esposa. Trabajaba duro, era fuerte, no exigía mucho y le proporcionaba a su familia un hermoso hogar. Patricia, sin embargo, era infeliz debido a la mala comunicación, una sensación de ser asfixiada por Esteban y sus frecuentes exabruptos, al parecer infundados.
Un problema aun más complejo era que Esteban no encontraba cómo pedir lo que necesitaba o deseaba. Debía volver a aprender lo que sabía de niño: que sus sentimientos ofrecían claves de qué era lo que necesitaba y que su responsabilidad era hacérselo saber a los demás.
La última característica crucial del amor adictivo es la presencia de juegos de poder. Son tan importantes que les dedicaremos un capítulo entero.