16

Una promesa

El hotel era bueno, el descanso ha sido malo.

Jon no ha podido dormir gran cosa. Revolver de sábanas entre ducha y ducha. Mucho sudar, mucho dar vueltas. Mucho darle vueltas.

Las palabras que Mentor le había dicho el día en el que le reclutó le rebotan por el cráneo como pilotak en un frontón. Sólo que ahora tienen un matiz mucho más oscuro.

El proyecto Reina Roja se creó para acabar con objetivos especiales. Asesinos en serie. Criminales violentos especialmente escurridizos. Pedófilos. Terroristas. Sin ataduras, sin jerarquías, había dicho Mentor.

Sin responsabilidades públicas, añade Jon.

Por eso quería alguien como yo. O al menos como el yo que plantó la droga en el maletero del chulo. Alguien a quien le importe más la justicia que la ley.

El problema es quién decide lo que es justo.

El problema es que no estoy seguro de seguir siendo esa persona.

Lo que Antonia le ha contado es aterrador. Y, sin embargo, real. En un mundo en el que el límite del bien está cada vez más difuminado, en el que hemos rendido nuestra privacidad y nuestro intelecto a una red social y a un buscador, la existencia de Heimdal era inevitable.

Ya lo están haciendo las empresas. Si hablas de queso con tu pareja delante de tu altavoz activado por voz, un rato después te encuentras un anuncio de Idiazábal mientras navegas.

Pero Heimdal no va de vender queso. Va de identificar a los ciudadanos peligrosos.

Y la Historia nos enseña que, eso nunca, nunca ha salido mal, piensa Jon.

Se lleva las preocupaciones al desayuno, y luego al coche, donde espera a Antonia durante un par de horas. Han quedado a las diez, pero él ya está abajo a las ocho menos algo. Poniendo disco tras disco de Sabina, aprendiendo que ciertos engaños son narcóticos contra el mal de amor.

No sabe qué hacer. Por momentos siente la tentación de arrancar y largarse.

A tomar.

En diez horitas, en casa con amatxo. Aguantar un rato de bronca, normal. Cenar kokotxas, ahogarlo todo en ardo beltza.

Pero Jon no es de ésos.

Bien lo sabía el hijoputa de Mentor cuando me escogió. Que amatxo no crio a ningún beldurtia. Ningún cobarde, gallina, capitán de las sardinas. Cómo me caló.

Es cierto, le parece una monstruosidad aquello en lo que está participando. Pero —y Jon es dolorosamente consciente de la incoherencia y el cinismo de la idea, en el momento en el que se posa en su cabeza—, si de verdad Heimdal tiene que existir es mejor que lo tengamos nosotros.

Ay, qué difícil es todo, la madre que me...

Jon está acostumbrado a cabalgar las incongruencias. Ser policía y homosexual es un compromiso, aunque no debiera. Se le juzga dos veces. Antes, cuando lo del conflicto, tres. Que te puedes llevar el tiro y el escupitajo, vamos. Las aristas de tu vida son más afiladas que las de otros. Y haces las paces con ello, porque no quedan más. Porque lo has escogido tú, y porque sabes que si caes, caerás luchando y con un kagoendiós.

Y si no puedes parar el río con las manos, tampoco vas a dejar de buscar peces. Y, sobre todo, no dejas a tus compañeros para que se ahoguen.

Aquí llega Antonia. Diez minutos antes de hora. En alguien que siempre llega tarde, es muy de agradecer.

No se dan los buenos días. Tampoco es que lo hagan nunca, pero hoy notan que no lo hacen.

—¿Estás segura de que quieres ir al funeral de Voronin? ¿No prefieres que vayamos a buscar a Lola Moreno?

—La policía ya está controlando los sitios habituales. La casa de la madre, los amigos. No, déjales a ellos que pateen las calles. Prefiero ir a conocer al hombre del que huye. ¿A qué hora empezaba la ceremonia?

—A las once. Vamos con tiempo. Así echamos un ojo según van llegando.

Han dicho vamos, pero no arrancan.

Sigue habiendo un elefante en el asiento trasero, apoyando las patas en el respaldo.

Jon no sabe por dónde abordarlo.

Es ella la que lo hace. De la forma más estúpidamente adorable posible.

—¿Estás enfadado?

Jon sonríe. Hay muchas maneras de estar enfadado. Puedes albergar ira. Puedes guardar rencor. Puedes sentir despecho. O puedes tener la certeza de que alguien a quien quieres lleva mucho tiempo tomándote por gilipollas. Ahora lo que necesita es hacérselo entender a Antonia Scott. Para ella es un rompecabezas lo que para él cae de cajón.

—Sigo procesando. Lo que me contaste anoche es muy gordo. Tengo que pensar sobre ello y tomar decisiones. Pero quiero que me prometas una cosa. Piénsalo bien, porque de tu respuesta depende que sigamos por aquí o que tiremos para Madrid.

Antonia asiente, despacio. No las tiene todas consigo.

Jon tampoco. Pero está dispuesto a darle esta oportunidad.

—Ya soy mayor, cari —dice—. Me dejan llevar pistola. Soy el que te cubre ese culo escurrido que tienes.

—Lo sé.

—Lo hago por que quiero, ya no me obliga nadie.

—También lo sé.

—Pues si quieres que siga haciéndolo, no vuelvas a mentirme. A partir de ahora, se acabaron los secretos. Ayúdame y te habré ayudado. ¿Estamos?

Y claro, qué va a contestar ella.