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Una espera

El inspector Gutiérrez recorre la distancia hasta la habitación de Antonia, intentando contener el enfado que le está cociendo el hígado a baja temperatura. Sus pasos suenan a «me va a oír».

Los nudillos repiquetean, con impaciencia.

Nada.

Hay una camarera al fondo del pasillo, arrastrando un carrito. Jon le enseña la placa, le pide que le abra la puerta de la 512.

—No puedo ayudarle, tendrá que preguntar en recepción —dice la mujer.

Jon resopla, con desagrado. Nadie tiene respeto por la policía estos días.

Echa el cuerpo hacia atrás, alza la pierna y patea la cerradura con todas sus fuerzas.

—¡No puede hacer eso!

—Llame a la policía.

A la segunda patada la cerradura salta, llevándose por delante un trozo de marco. Jon irrumpe en la habitación, comienza a revolver todo. Tarda menos de un minuto en encontrar la bolsa con el alijo. Puede que otras cosas no se le den tan bien, pero esto... esto lleva décadas haciéndolo.

En ese momento llega un mensaje de Antonia.

Jon, éste es un mensaje programado. Si lo recibes, significa que tengo un problema. Espera en el coche a mi segundo mensaje. Te rogaría que, cuando lo recibas, conduzcas como si fuera yo.

Debajo, un sticker de un pato con gafas de sol.

Es difícil explicar con palabras educadas los sentimientos que cruzan por la mente del inspector. Jon ya llegaba con un cabreo importante, que le había acelerado el pulso y predispuesto a la pelea. O al conflicto. El mensaje de Antonia llega con las calderas bullendo y la presión alta.

Los juramentos que profiere, camino del coche, son irreproducibles.

Entra en el Audi, aparcado a cincuenta metros del hotel, se quita la chaqueta, cierra con un portazo, se pone el cinturón, gira la llave para que el sistema eléctrico se active, sin llegar a poner en marcha el motor. Jura un poco más.

Fuera ya ha oscurecido.

Desde fuera, un observador casual que pasara junto al coche —con un habitáculo perfectamente insonorizado— volvería la cabeza con estupor. El espectáculo de un hombre gritando en silencio, como una televisión sin volumen, mientras intenta arrancar el volante a manotazos, no se ve todos los días. El observador casual aceleraría el paso enseguida, porque el hombre en cuestión es enorme. No es que esté gordo.

El desahogo no sirve para serenar a Jon. En absoluto.

Y lo que viene ahora, menos.

Esperar una llamada, un SMS, un WhatsApp o un mensaje de Grindr es un suplicio en nuestros días. Acostumbrados a la inmediatez, al doble check, a la respuesta instantánea, nos hemos vuelto caprichosos. Infantiles.

Véase el inspector Gutiérrez. Con el teléfono en la mano, comprobando cada pocos segundos que las cuatro barras que indican la cobertura estén llenas. Apretando los puños, mirando a su alrededor por si acaso Antonia decidiera doblar la esquina por arte de magia. El asiento del copiloto, dolorosamente vacío.

Esperar le vuelve indefenso, le encadena a un limbo extraño entre pausa y acción. Y como no recibe lo que espera, comienza a hablarse a sí mismo. Un vamos, vamos, vamos, intermitente, ineficaz. Entre cada exhortación, la amenaza crece. Lo que le está sucediendo a Antonia ahora mismo, mientras espera, se vuelve la peor clase de amenaza. Esa inconcreta, en la que el monstruo de la incertidumbre va mutando de forma, sin detenerse en ninguna concreta el tiempo suficiente como para poder decidir cómo enfrentarse a ella. Cada niño que ha existido y se ha quedado solo, conoce bien a este monstruo. Habita en el periodo que transcurre entre que gritamos, llamando a nuestra madre, porque las sombras han revelado una garra, un hocico sediento de sangre, y el momento en el que ella aparece. En esa espera, la madre ha muerto de mil formas horribles, dejándonos a merced de la oscuridad.

Cada instante de espera, cada segundo transcurrido, va encogiendo más y más a Jon, hasta transformar su ansiedad y su miedo en un único punto candente. Un agujero negro de violencia y desesperación, que devora todo.

Entonces, el mensaje.

Ven a buscarme, si eres tan amable. Pincha aquí.

PD: Espero no estar muerta.

Debajo, un sticker de un perro horrible enseñando los dientes superiores.

Jon arranca el motor y pisa el acelerador. Tan a fondo que el pie roza el asfalto.

Ojalá no te hayan matado todavía. Porque pienso matarte yo.