BETTINO D’Antonio cortó la llamada y Dante se quedó un momento mirando el teléfono. Debería ponerse a dar saltos de alegría porque había conseguido el contrato, pero le daba igual si Piper se había marchado, le daba igual si no podía compartirlo con ella. Su entusiasmo por haber cerrado la operación más lucrativa de su carrera estaba empañado por el miedo. Dejó escapar un improperio en voz baja y se guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.
–¿Algún problema?
La pregunta de su madre no pudo sacarlo de la desolación en la que se encontraba desde que, hacía dos días, había llegado a su piso y había comprobado que Piper se había marchado, a pesar del contrato y como le había dicho que haría. Solo se había llevado lo que era suyo desde el principio, ni siquiera se había llevado el anillo de compromiso. Lo había dejado en la mesa de él, al lado de la copia del contrato de ella, para dejarle muy claro lo que pensaba de las dos cosas. Jamás se había sentido tan a la deriva como en ese momento.
–No –él intentó contestar con entusiasmo, pero no lo consiguió a juzgar por la expresión de su madre–. Era sobre la operación que he estado persiguiendo. La he conseguido, ya tengo una de las mayores empresas de energía solar.
Su madre frunció el ceño y lo miró con reproche. Él vio a Alessio por un instante. Siempre había creído que se parecía a su madre, que tenían los mismos ojos y que ella lo miraba muchas veces como su hermano pequeño. Era otro recordatorio constante de su culpa, como si Alessio siguiera allí para reprenderlo por no haberlo cuidado.
–¿Merecía la pena?
–Claro.
Él intentó no pensar en el trato que había hecho con Piper, el trato por su hijo, para cerrar esa operación que hacía que su empresa de energías renovables fuese una de las mayores del mundo.
–¿Estás seguro?
¿Qué pretendía su madre? ¿Acaso quería que se sintiera peor de lo que ya se sentía? Tomó las llaves del coche, asfixiado por unos sentimientos que no podía analizar en ese momento.
–Tengo que volver a Roma para poner en marcha las cosas con D’Antonio.
–Antes tienes que ir a Londres.
Su madre lo dijo con delicadeza, como siempre, pero él captó una firmeza férrea.
–Dante, tienes que resolver algunas cosas allí.
Fue como si se hubiese estrellado contra una pared. Aquel era el motivo por el que había querido mantener alejadas a Piper y su madre. Su madre no la conocía ni sabía nada sobre su hijo, pero ya estaba del lado de Piper. Aunque le había explicado el trato frío e interesado que había aceptado, si bien se había saltado un detalle importante, su madre estaba buscando algo más. ¿Qué les pasaba a las mujeres que querían una felicidad para toda la vida que era imposible?
–No voy a ir detrás de ese contrato concreto. Ha salido mal, aunque, al menos, ha logrado lo que yo quería.
Terminó de hablar y apretó los dientes por la rabia que sentía porque Piper se había marchado otra vez, una rabia mezclada con el dolor. La echaba de menos y la deseaba como nunca había creído que fuese posible y ella se había marchado.
–¿Un contrato por una empresa de energía solar vale más que tu felicidad?
Su madre lo preguntó con suavidad, pero con una firmeza que le indicó lo que opinaba. Su madre siempre le había dicho que trabajaba demasiado. Estaba orgulloso de su empresa, pero no había parado de trabajar para que fuese mejor y mayor, como si todavía estuviese buscando algo que corrigiera las cosas porque nada estaba bien. ¿Por qué iban ser distintas las cosas cuando su padre los había abandonado y Alessio había desaparecido? Estaba recibiendo lo que se merecía otra vez. Había alejado a Piper y a su hijo con ella.
–La empresa es mi felicidad. Ahora, tengo que marcharme.
No podía hablar de eso en ese momento, cuando sabía que lo que decía su madre era verdad, una verdad que no estaba dispuesto a reconocer. Se dio la vuelta para marcharse.
–Tienes que dejar de castigarte, Dante. La muerte de Alessio no fue culpa tuya.
Las palabras de su madre hicieron que le costara dar otro paso. Recordó el día que vio a su padre por última vez y lo que le dijo: «Ocúpate de ellos». Era un hombre tan egoísta que abandonaba a su familia con dos niños pequeños y, seguramente, lo dijo por decirlo, pero él, con casi ocho años, adoptó el papel de protector y mantuvo a su familia incluso antes de que hubiese terminado el colegio. En ese momento había empezado su necesidad de triunfar.
–Eras un niño cuando tu padre se marchó…
Las palabras de su madre hicieron que se diera la vuelta para mirarla sin darse cuenta de que había apretado los puños con tanta fuerza que las llaves del coche se le habían clavado en la palma de la mano.
–Nunca quise que ocuparas su lugar, quise que fueses un niño y que crecieses a tu ritmo.
–No podía ver cómo te matabas –él lo dijo gruñendo mientras el dolor se adueñaba de él–. Me dejó a cargo de vosotros, me convirtió en el hombre de la casa cuando era un niño.
–Y yo me culpo a mí misma por lo que eso te ha hecho.
La emoción de su madre solo hizo que la rabia que sentía contra su padre y el remordimiento por haber defraudado a Alessio fuesen más intensos.
–Dante, no deberías excluir el amor de tu vida. Vive por ti mismo, no por tu padre.
Esa palabras le dieron vueltas en la cabeza y unas imágenes de Piper colisionaron con el pasado, imágenes de su sonrisa en la Toscana, de la pasión en sus ojos mientras la hacía suya una vez más y del dolor en su voz mientras le decía que no podía volver a hacerlo. ¿Ella habría sentido amor?
–No necesito el amor.
Se lo había dicho más a sí mismo que a su madre, pero supo que era mentira mientras lo decía. Con Piper, había visto lo que podía ser el amor y la felicidad, había vislumbrado una vida que no tenía derecho a desear.
–He visto las fotos, Dante, y lo que ha salido en televisión. Esa mujer te ama.
–No –replicó él en tono tajante–. Todo forma parte del trato que hicimos para que la gente creyera que estamos enamorados.
–Igual que tú la amas a ella –su madre se acercó a él–. Vete con ella, Dante, y arregla esto por ti y por ella, pero, sobre todo, por el bebé.
Se quedó mudo. ¿Cómo sabía su madre lo que le había ocultado con tanto esfuerzo? Maledizione. Solo se lo había dicho a Elizabeth Young porque no había tenido más remedio.
–Tengo razón, ¿verdad? Una mujer sabe esas cosas.
–¿Sobre el bebé? –él supo que era inútil negarlo–. Sí.
La resignación se adueñó de él. No había querido que su madre se hiciera la ilusión de que iba a ser abuela, de que él iba a sentar la cabeza y formar una familia. Nunca lo había querido hasta que conoció a Piper. En ese momento, también tendría que desgarrar el corazón de su madre.
–No, tengo razón sobre que la amas.
Su respuesta lo arrancó de sus pensamientos abatidos.
–Te equivocas –replicó él rotundamente.
Se marchó de la villa de su madre para buscar la soledad de su coche. Tenía que pensar, tenía que asimilarlo todo y ordenar sus sentimientos, sentimientos que había eliminado de su vida hacía muchos años. Sentimientos que no debería desear, pero, entonces, ¿por qué quería recuperarlos? Estaba enamorado de Piper.
Las náuseas matutinas habían empeorado desde que había llegado a Londres. Entre lágrimas, le había contado toda la historia a su madre, quien la había abrazado. Había sentido remordimientos mientras se le secaban las lágrimas porque había estado segura de que su madre se habría reprochado a sí misma haberla sacado de Sídney y de su entorno. Katie y Jo, sus amigas, la habían bombardeado con correos electrónicos y llamadas para darle ánimo, pero no podían hacer mucho más desde Sídney y Piper jamás se había sentido tan sola. La gustaría que estuviese su padre para que le dijera que todo acabaría saliendo bien. Casi podía oírlo en ese momento: «Nunca te olvides de que te espera un final feliz para toda la vida, Piper».
Se lo había dicho infinidad de veces y ella siempre le había tomado el pelo, pero, en ese momento, lo único que quería era un final feliz para toda la vida con Dante. Sin embargo, era un deseo vano y no le había gustado marcharse de Roma, dejar al hombre que amaba.
Había estado enfadada con Dante durante los primeros días que había pasado en Londres, pero, en ese momento, ya había conseguido aceptarlo. El hombre al que amaba no la amaba ni podía hacerlo. Habían pasado cuatro días desde que se marchó de Roma y no había sabido nada de él. Ni siquiera sabía si había cerrado la operación con Bettino D’Antonio. Solo sabía que se le estaba rompiendo el corazón y que no sabía cómo arreglarlo.
Una llamada firme en la puerta de la casa que tenía alquilada su madre la sacó de la desdicha y encendió una lucecita de esperanza en su corazón. ¿Habría ido a buscarla? Entonces, se apagó tan deprisa como se había encendido. Dante no la perseguiría cuando no podía tener ningún sentimiento. Seguramente, ya estaría con la siguiente mujer de su vida y ella seguiría enamorada para siempre y tendría un hijo como legado y recordatorio permanente de él.
Abrió la puerta con el corazón apesadumbrado y el frío londinense la dejó sin respiración un instante. Entonces, vio a Dante, le flaquearon las rodillas y el estómago le dio una vuelta de campana. Estaba increíblemente guapo. El abrigo que llevaba encima del traje le daba un aire distinguido y se acordó de que aquella noche, en la fiesta, había pensado lo mismo. La noche que la había besado delante del todo el mundo en la alfombra roja, entre los destellos de las cámaras que inmortalizaban el momento. Aquel beso había estado repleto de pasión y deseo, como si hubiese querido besarla de verdad. Le había dado esperanza, una esperanza falsa, y había tenido que aceptar que era parte del teatro.
–¿Piper?
El tono interrogativo de su voz la enervó y la expresión firme y decidida de su rostro le indicó que no podía esperar cosas que él no podía dar. Sobre todo, cuando ella había incumplido el trato. Había tenido que marcharse para conservar la cordura. Su amor había aumentado cada día, como había aumentado el dolor por saber que él no la amaría nunca, hasta que había llegado a ser insoportable.
–¿Qué quieres, Dante? Creía que habíamos dicho todo lo que había que decir.
Cruzó los brazos y se quedó en la puerta entreabierta. Solo quería protegerse, disimular su amor, su entusiasmo por haberlo visto, pero el brillo sombrío de sus ojos le ponía los nervios a flor de piel.
–Tenemos que aclarar cosas… sobre el bebé.
Él dio un paso y ella, instintivamente, se quedó donde estaba. No podía dejar que cruzara el umbral de su vida nueva. La decisión era dolorosa todavía y le daba miedo que consiguiera que se le esfumara la poca fuerza que tenía, que consiguiera que cambiara de opinión.
–Propongo que dejemos todo eso en manos de los expertos legales.
No iba a obligarlo a ser padre, a formar parte de la vida de su hijo, y, desde luego, no iba a entrar en detalles en ese momento. Había seguido el consejo de su madre y había buscado asesoramiento legal para encontrar la manera de rescindir el contrato.
–¿Eso es lo que quieres? –le preguntó él en un tono gélido.
–Yo no quería nada de todo esto.
El dolor por tener que contener los sentimientos hizo que le saliera un quejido y se dio la vuelta para entrar apresuradamente en la casa. Oyó que se cerraba la puerta de la calle y supo que no iba a librarse de él. Se quedó en la sala de la casita adosada, se miró en el espejo que había encima de la chimenea y se preguntó cómo era posible que la vida se le hubiese complicado tanto.
«Porque lo amas».
Las palabras le retumbaron en la cabeza. ¿Cuándo había sucedido? ¿Cómo se había enamorado de un hombre como Dante? No hacía falta que se preguntara esas cosas. Se había enamorado de él la noche que se conocieron, la noche que la hizo suya para siempre.
Vio en el espejo que Dante entraba en la pequeña habitación, sus miradas se encontraron y sintió un estremecimiento por la intensidad de la de él. Por un instante, deseó que él también la amara, que estuviese allí porque no podía imaginarse la vida sin ella.
–¿Para qué fuiste a Roma?
Dante le disparó la pregunta, pero ella le aguantó la mirada e intentó interpretar esos ojos que ocultaban cualquier rastro de sentimiento. Hasta que se dio la vuelta para mirarlo, pero la firmeza de su mentón, oscurecido por una barba incipiente como la de la primera mañana en Roma, hizo que perdiera la entereza.
–Ya lo hemos hablado, Dante. Solo quería decirte que ibas a ser padre, nada más. Tú lo convertiste en otra cosa, tú lo convertiste en un trato, algo sórdido y corrosivo, para cerrar una operación empresarial.
–Entonces, ¿por qué firmaste el contrato?
Su acento era más marcado y el estremecimiento de excitación fue un poco más intenso. ¿Cómo podía afectarla tanto después de todo lo que le había hecho?
–Quería que mi hijo tuviera lo que yo había tenido, un padre que lo quisiera, que pasara el tiempo con él y, sobre todo, que fuese a estar a su lado pasara lo que pasase. Sin embargo, tú no puedes ser ese, ¿verdad, Dante?
Sabía que estaba presionándolo, que estaba obligándolo a que afrontara todo lo que había enterrado desde la muerte de Alessio, pero ¿qué podía perder? Nada.
Una sombra de dolor le cruzó los ojos, pero fue tan fugaz que ella se preguntó si se la habría imaginado.
–No, no puedo ser ese hombre.
Lo reconoció de una forma tan brusca que le alcanzó el corazón y tuvo que cerrar los ojos por el sentimiento tan descarnado que captó en su voz.
–No llevo a ese hombre dentro, Piper. No puedo ser lo que necesitas.
Ella abrió los ojos como impulsados por un resorte y vio que lo tenía tan cerca que podría dejarse caer en sus brazos si quisiera, pero ¿arreglaría eso las cosas?
–Como yo tampoco puedo ser la mujer que necesitas, Dante. Sin embargo, podría vivir en tu mundo, ser todas las cosas que necesitas, si…
No pudo terminar la frase y bajó la mirada porque tampoco podía seguir mirando esos ojos. ¿Cómo podía haber sido tan ridícula? Había estado a punto de reconocer que solo necesitaba su amor para que todo se arreglara, que si podía amarlo todo lo demás daba igual.
–¿Si…?
Él se acercó más y le apartó el pelo de la cara con tanta delicadeza que ella supo que le había dado miedo asustarla. Lo miró y se sintió cohibida al ver el deseo que le ardía en los ojos. Sin embargo, no iba a dejarse arrastrar por el deseo otra vez.
–Da igual –ella se apartó porque no soportaba estar tan cerca de él sin estar en sus brazos –. Supongo que, si hubieses conseguido cerrar esa operación, habría merecido la pena.
–La he cerrado.
Dante tuvo que apretar los puños para no volver a tocarle el pelo ni sentir la calidez de su piel. Todo lo que había dicho ella indicaba que el trato había sido por beneficio mutuo, que el tiempo que había pasado en la Toscana solo había sido parte del trato. Le impresionaba que le importase tanto, pero le importaba. Durante el vuelo a Londres, le había dado vueltas en la cabeza a las palabras de su madre. Cada palabra le había confirmado lo que había sabido desde el principio, lo que había estado eludiendo desde que volvió a verla en su despacho. Deseaba a Piper, la amaba y eso le aterraba.
–Entonces, ¿has conseguido lo que querías?
Ella lo preguntó con indignación por la injusticia que le había hecho.
–Sí, pero todavía tengo que cumplir mi parte del trato.
Vio que ella fruncía el ceño con incredulidad y supo que, si las cosas hubiesen sido al revés, él tampoco se habría creído ni una palabra.
–No espero nada de ti, Dante. En realidad, lo único que quiero es que vuelvas a tu vida y me dejes a mí en la mía. Vete, Dante, vete.
¿Cómo iba a volver a su vida y dejarla ahí?
–No, eso es imposible.
Ella lo miró con un brillo de rabia en los ojos que a él le recordó a unos fuegos artificiales. Por segunda vez en su vida, no tenía el control de la situación ni mucho menos. El miedo que se adueñó de él cuando Alessio se marchó no era nada en comparación con el que sentía en ese momento.
–No, no voy a volver hasta que haya arreglado las cosas contigo.
–¿Arreglar? Ya no se puede arreglar nada.
Los ojos de ella brillaron por las lágrimas. Él estaba haciéndole daño, pero tenía que decirle lo que tenía que decir sin importarle lo doloroso que pudiese ser.
–Quiero que nos casemos como estaba previsto.
–¿Te has vuelto loco? –exclamó ella con los ojos como platos–. No puedo vivir una farsa así.
–Yo tampoco.
–Toda tu vida es una farsa, Dante, ¿por qué tienes conciencia de repente?
–Porque estaba equivocado –los nervios hicieron que la frase casi se le atascara en la garganta, pero se obligó a seguir–. Porque te amo.
Se hizo un silencio sepulcral que envolvió la tensión como un velo. Piper estaba en medio de la habitación, estaban tan cerca que él podría tocarla, pero nunca se había sentido tan alejada.
–No lo dices de verdad.
Se le escapó el susurro mientras lo miraba detenidamente para intentar encontrar alguna prueba de la verdad o la mentira. Hasta que él se acercó un poco más porque tenía que decirle lo que sentía o perderla para siempre.
–Lo que sentimos…
–Solo fue deseo.
Ella lo interrumpió y no le permitió decirle que no podía vivir sin ella, pero él no habría llegado a donde había llegado en la vida si hubiese aceptado la derrota así de fácilmente.
–Lo fue al principio –reconoció él.
Dante levantó las manos con impotencia, se alejó de ella, fue hasta la ventana que daba a la calle y se dio la vuelta para mirarla.
–Sin embargo, eso ha cambiado. No sé qué ha pasado ni como, pero te amo, Piper.
Metió la mano en el bolsillo y sacó el anillo de compromiso que le había comprado en Roma.
–No te creo.
El alma se le cayó a los pies. No quería escucharle, no quería oír cuánto la amaba.
–Entonces, no hay nada más que decir, excepto que tú eres la mujer que me ha cambiado, que ha hecho que vuelva a ver la vida como debería ser y que me ha enseñado que puedo amar a alguien… y ese alguien eres tú.
–¿Y el trato? –preguntó ella con cautela–. ¿Por eso sigues queriendo que nos casemos?
–El único trato que quiero contigo es el que se firma con dos palabra en el altar –él levantó el anillo entre el índice y el pulgar–. Quiero que lleves mi anillo… de verdad.
Ella fue hacia él, que la esperó con esperanza porque necesitaba abrazarla y besarla sin imposiciones, sabiendo que era suya.
–¿Es una petición?
Ella sonrió y sus palabras burlonas hicieron que él también sonriera con alivio, y esperanza.
–Sì, mia cara.Vuoi sparsami?
–Repítelo en inglés –susurró ella con el ceño fruncido.
–¿Te casarás conmigo, amor mío?
Para alivio de él, ella le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
–Sí… claro que sí. Te amo, Dante.
Él le tomó la cara entre las manos y le miró esos ojos verdes.
–Y yo te amo a ti… para siempre.