PIPER se quedó fuera de la iglesia, bajo el abrasador sol de verano. Katie y Jo, sus mejores amigas de Sídney, estaba tomándose muy en serio su papel de damas de honor y no paraban de estirarle la cola del vestido de encaje color crema que Elizabeth y ella habían elegido poco después de que hubiese nacido Mia.
–Estás impresionante. Estás radiante de verdad.
Katie se apartó un poco para mirarla y Piper supo que irradiaba amor.
–No tan impresionante como esta pequeña –añadió Jo mientras entregaba a Piper el complemento perfecto.
Mia, el bebé, llevaba un vestidito rosa del mismo tono que el de Katie y Jo y un ramo de flores diminutas.
–Estoy feliz –comentó Piper mientras miraba a sus amigas.
Mia dejó escapar un lamento porque la habían movido, pero se acomodó enseguida entre sus brazos. Piper no podía creerse todavía que ese bebé tan perfecto fuese suyo o que la vida pudiese ser tan maravillosa.
Su vida había cambiado después de que hubiese vuelto a Roma con Dante y se había convertido en el cuento de hadas que había anhelado siempre. Incluso le había costado menos encajar en el círculo social de Roma gracias al amor de Dante. En ese momento, estaba a punto de rematarlo todo y de convertirse en su esposa.
–Entonces, ¿a qué estás esperando? Entra y cásate con el hombre de tus sueños.
Katie le sonrió y a Piper le dio un vuelco el corazón. Entró en la iglesia antigua, fresca y oscura, vio a Dante de espaldas a ella y el corazón salió volando hacia él. Sabía que eso iba a ser doloroso para él sin Alessio, como lo era para ella sin su padre, pero se ayudarían el uno al otro.
Se dirigió hacia él y lo admiró cuando se dio la vuelta para mirarla. Su hermoso rostro reflejaba una felicidad como la de ella y el traje resaltaba ese cuerpo fibroso y sexy que ella conocía tan bien.
Con cada paso que la acercaba a él, a ser su esposa, pasaba junto a los amigos que habían volado al pueblo de la Toscana desde todas partes del mundo. También pasó junto a sus madres, les sonrió y se alegró de que se hubiesen hecho amigas, y de que su madre se hubiese mudado a Italia para estar cerca de su nieta. Las dos madres habían vivido momentos dolorosos, pero las dos habían visto el amor entre Dante y ella antes que ellos mismos.
A Piper le había preocupado que le costara ir sola hasta el altar, pero se repitió otra vez las palabras de su padre y supo que había tenido razón desde el principio. Dante era ese final feliz para toda la vida que había estado esperándola. Y que lo había encontrado gracias a su padre. Si no hubiese estado tan alterada aquella noche, no se habría marchado de la fiesta con Dante.
Bettino D’Antonio la esperaba delante del altar decorado con flores y estaba dispuesto a representar el papel de entregarla a su marido. Entonces, Dante la miró con una sonrisa rebosante de amor.
–Estás preciosa –ella sintió una calidez por dentro antes de que él le tocara la cara a su hija y le tomara la mano a ella–. Casémonos.
Mientras las palabras en italiano e inglés sellaban su unión, ella no podía apartar la mirada de ese hombre al que amaba con toda su alma.
–Te amo, Piper Mancini –susurró Dante mientras le rozaba los labios con los suyos.
–Y yo te amo a ti, mi querido marido.
Piper le sonrió y luego miró a su hija, el regalo de boda perfecto.
–Soy muy feliz y estoy muy enamorado de mi preciosa esposa y de mi maravillosa hija.
Volvió a besarla antes de que pudiera decir algo. Fue un beso tan delicado y cargado de deseo que ella creyó que podía derretirse allí mismo.
–Vamos, ha llegado el momento de que empecemos nuestra nueva vida –añadió él.
Le rodeó la cintura con el brazo y la llevó por el pasillo entre amigos y familia, y entre otros solteros que pronto se reformarían.