Prólogo

 

Dos meses atrás

 

Piper perdió el juicio mientras él la besaba y su diestra caricia le despertaba el cuerpo como no lo había hecho nada hasta ese momento. El dolor y la pena del día quedaron olvidados gracias a sus susurros en italiano, que sonaban románticos, pero que no podía entenderlos ni mucho menos.

Su abrazo hacía que se sintiera querida, deseada y necesitada por primera vez desde hacía muchos meses. En ese momento, no podía pensar qué iba a pasar después. No quería hacer frente al vacío, solo quería dejarse llevar por ese hombre y su pasión, rendirse a sus besos y entregarse plenamente al momento… y a él.

Contuvo la respiración con frustración cuando dejó de besarla, se apartó y la miró con esos pecaminosos ojos color caramelo rebosantes de deseo. Estimulada, le sonrió sin poder disimular el anhelo que estaba dominándola por dentro. Ningún hombre la había deseado y, desde luego, nunca la habían besado como él acababa de besarla, pero, sobre todo, era como deseaba que la besara una y otra vez.

Ese hombre era un amante avezado y, a juzgar por cómo la miraba, con una avidez que vibraba en la semioscuridad de la habitación del hotel, ella sabía que no había marcha atrás… ni la quería. La atracción entre ellos había sido intensa y abrasadora desde antes de que él le propusiera que se marcharan de la fiesta.

Esa noche se entregaría a ese hombre, pero sabía muy bien que no había nada después. Quizá fuese una mujer inocente que iba a descubrir el placer de las caricias de un hombre, pero sabía que no podía esperar nada más. Había trabajado de camarera en muchas fiestas de la alta sociedad de Sídney y de Londres y había sabido que era un playboy, un hombre que quería pasar una noche de pasión sin compromiso, que amaba y abandonaba a las mujeres. Esa noche le daba igual el sueño de sentar la cabeza con el hombre adecuado, esa noche quería el hombre peligroso, quería sofocar el dolor con la pasión que ni siquiera ella podía negar, que había brotado entre ellos desde que sus miradas se encontraron cuando él había llegado a la fiesta. Había sido como una descarga eléctrica, como si estuviesen destinados a estar juntos, atrapados en una pasión que iba a cambiarle la vida, aunque no sabía cómo. Solo sabía que era un momento que tenía que aprovechar.

Él le pasó un pulgar por la mejilla y ella cerró los ojos cuando las rodillas empezaron a flaquearle. La estrechó contra su pétreo cuerpo y su cuerpo virginal palpitó con un deseo tan insaciable que fue como si el desenlace del beso estuviese decidido, como lo estaba su destino.

–Antes de que sigamos, ¿necesitamos protección?

Oyó su voz ronca y con un acento muy fuerte, pero estaba tan aturdida por el deseo que no podía pensar con claridad.

–¿Protección…?

Lo preguntó con un susurro tan seductor que ni siquiera le pareció su voz. ¿Cómo era posible que la mujer tímida y sensata que solía ser se hubiese convertido en una seductora como esa?

–Pienso hacerte el amor.

Él se quitó la chaqueta del traje de una manera tan insinuante que el corazón se le desbocó. Cualquier atisbo de sensatez se esfumó mientras observaba cómo se daba la vuelta y la dejaba en una silla. Su camisa blanca resplandecía en la penumbra y ella se estremeció cuando él se acercó. Estaba aterrada y apasionada por lo que iba a pasar después. Volvió a abrazarla y besarla con una lentitud deliberada. Entonces, una mano descendió por el cuello y el hombro y le bajó el tirante del vestido. Dejó caer la cabeza hacia atrás cuando sus labios siguieron el rastro ardiente que le había dejado la mano.

–Solucionado…

Piper consiguió decirlo mientras la besaba por el cuello y no podía pensar porque cada beso le avivaba las llamas que ya sentía por dentro.

–Entonces, no hay nada que pueda detenernos.

Con una facilidad enervante, le bajó la cremallera que tenía en un costado y el vestido de seda negro se le deslizó por el cuerpo. El bochorno se adueñó de ella, que lo miró a la cara mientras él le acariciaba un pecho, le tomaba un pezón endurecido entre los dedos y hacía que contuviera la respiración por el placer. Entonces, inclinó la cabeza y le pasó la lengua por el otro pezón hasta que creyó que podía explotar de placer.

–Esto es…

Cerró los ojos cuando el fuego la abrasó por dentro y no pudo acabar la frase.

–¿Me deseas…?

La calidez de su aliento aumentó la sensación de delirio mientras le trazaba círculos con la punta de la lengua en el pezón.

–Te deseo… –consiguió decir ella mientras introducía las manos entre su pelo para que no parara nunca–. Deseo que me hagas el amor.

Él se rio levemente sobre su pecho y la sensación hizo que ella se arqueara contra su boca.

–No se me ocurre nada mejor, pequeña provocadora.

Su acento la excitaba tanto como sus palabras y avivaba ese anhelo que sentía por dentro y que hacía que la verdadera Piper desapareciera como por arte de magia.

–Ahora –lo estrechó contra ella para sentir su cuerpo y su piel–. Te deseo ahora.

Él dejó escapar una risa sexy y delicada, la soltó un instante y la separó todo lo que le permitieron los brazos. El vestido le cayó a los pies y se quedó con unas bragas negras diminutas y unas sandalias. Recorrió su cuerpo desnudo con los ojos negros y el aire echó chispas por la tensión sexual. Su timidez habitual amenazó con hacer acto de presencia, pero la reprimió y lo agarró. La necesidad de verlo y tocarlo hizo que tirara con tanta fuerza de la camisa que le arrancó los botones. El gruñido de placer de él hizo que lo deseara más, que deseara más eso. Ya no podía parar, ya no podía ser la temerosa de siempre y pasarse la vida preguntándose qué habría pasado si… Esa noche lo sabría.

Él, con un movimiento rápido y concluyente, la tumbó en la cama, se quitó la camisa blanca y mostró su musculoso torso cubierto de pelo oscuro. Entonces, con un brillo malicioso en esos ojos burlones, se quitó hasta la última prenda que le tapaba el magnífico cuerpo.

Ella, maravillada y excitada, lo observó mientras se acercaba y la miraba desde arriba. Se estremeció mientras él no apartaba los ojos de los suyos. El corazón le latía con tanta fuerza que estaba segura de que todo Londres podía oírlo. Soltó un suspiro de placer cuando él se puso encima de ella con una erección tan dura que le pareció casi excesiva.

Volvió a hablar en italiano y la besó en el cuello mientras ella le acariciaba la espalda y le clavaba las uñas en la piel. Sin embargo, no era bastante, quería más. Llevada por una necesidad incontenible, introdujo las manos entre sus cuerpos y él se levantó un poco para que lo acariciara. Quería sentirlo y atormentarlo como había hecho él con ella, pero seguía sin ser suficiente. Quería quitarse la última barrera de ropa para que la tocara íntimamente antes de poseerla por completo. El apremio se adueñó de ella y se aferró a él levantando las caderas como si le suplicara que le proporcionara el arrebato de la pasión. Lo deseaba como si llevara toda la vida esperando ese momento, esperándolo a él.

Dio mio, eres una diosa enviada para atormentarme.

Su voz gutural y sus besos por el cuello fueron casi definitivos y ella supo que tenía que ser en ese momento, que tenían que alcanzar el clímax juntos, que no había marcha atrás. Él le agarró las muñecas y le puso los brazos a los costados de la cabeza. La expresión desenfrenada de sus ojos era tan aterradora como excitante. Estaba entrecortándosele la respiración mientras la atravesaba con esos ojos oscuros y sexys. Levantó las caderas y lo rodeó con las piernas mientras aumentaba la necesidad de unirse a él.

Dejó escapar otra maldición, le soltó un brazo mientras ella levantaba las caderas y él le quitaba las bragas negras. Ella contuvo el aliento, pero eso lo estimuló más y no se detuvo cuando ella presionó su desnudez contra la de él para sentir su erección íntimamente.

Per Dio…

Él lo susurró mientras ella se arqueaba hacia él. Entonces, acometió dentro de ella y se detuvo al oír su grito de dolor. Lo miró y vio que tenía el ceño fruncido con furia, pero no podía permitir que él acabara ahí, quería que la poseyera por completo, quería que la hiciera suya aunque solo fuese esa noche.

–No pares.

Arqueó las caderas para que entrara más y levantó la cabeza para besarle el pecho y paladear el sabor salado del deseo en su piel.

–Eres… –susurró él en tono áspero.

Ella lo besó para ocultar la verdad mientras se levantaba más y hacía que su posesión fuese más profunda y también hacía que él se dejara arrastrar. Él dejó escapar otra maldición mientras la acompañaba en el baile frenético del sexo. Era maravilloso, nunca se había atrevido a esperar que fuese así, gritó mientras se acercaba al límite de la inconsciencia y lo abrazó con fuerza mientras le caían unas lágrimas por las mejillas. Escondió la cara en su pecho, inhaló el sexy aroma de él y supo que quedaría grabado en su memoria para siempre… como quedaría grabado el momento en el que perdió la virginidad y se convirtió en una mujer de verdad con un hombre que no sabía cómo se llamaba.

Se movió cuando el corazón empezó a apaciguarse y el cuerpo de él se relajó, pero él volvió a abrazarla.

–Todavía no vas a irte a ningún sitio.

Esas palabras hicieron que la cabeza le diera vueltas, y que se diera cuenta de lo que había hecho. Por fin, el buen juicio estaba abriéndose paso entre la espesa niebla del deseo. Había perdido la virginidad y había puesto en peligro su empleo por un hombre que ni siquiera se había molestado en tener la cortesía de presentarse. Sus besos y sus palabras amables la habían seducido en el día que más vulnerable estaba, un día en el que necesitaba saber que estaba viva y demostrarse que podía ser una mujer que dirigía su propia vida.

La respiración de él se hizo más profunda cuando se quedó dormido y, aun así, la tenía firmemente agarrada contra él. Piper sabía que tenía que irse. Había sido una noche maravillosa, pero ella no era esa.

Se levantó de la cama con cuidado y se vistió sin ver casi nada. Él se agitó y ella miró su hermoso rostro y su cuerpo delgado medio tapado por la sábana. Se lo grabó en la memoria porque era un hombre que solo quería aventuras esporádicas y ella lo sabía a pesar de su inocencia.

Salió en silencio de la habitación del hombre que ni siquiera sabía cómo se llamaba, el hombre al que no vería nunca más mientras ella volvería a ser la mujer tímida que hacía un año había llegado a Londres desde Australia.