Capítulo 5

 

PIPER le dio vueltas a las palabras de Elizabeth mientras estaba en el salón de belleza. Le habían limado las uñas y le habían rizado el pelo hasta que no se reconoció. En ese momento, cuando tenía una mano en el picaporte del dormitorio para ir a encontrarse con Dante llevando un vestido que mostraba y escondía su cuerpo a la vez, recordó esas palabras una y otra vez.

Estaba en un mundo distinto, un mundo en el que el dinero lo compraba todo, entre otras cosas, una esposa. No le consolaba no ser la única que Elizabeth había pulido para los cuatro hombres del artículo. Sabía muy bien que era parte de un ejercicio para evitar unos daños y que llegaba más lejos de lo que podía haber llegado a imaginarse. Peor aún, él la había elegido solo porque esperaba un hijo suyo y había llegado a Roma justo cuando necesitaba una esposa.

Tomó aliento, se miró el vestido con lentejuelas doradas y de color bronce y se preguntó si alguna vez estaría a la altura del criterio que, evidentemente, Dante deseaba.

Deseaba.

Esa palabra le retumbó en la cabeza. La última que se olvidó de la cautela y llevó un vestido que no era suyo, acabó con Dante en la habitación de un hotel e hicieron el amor apasionadamente, como dos amantes que se reunían después de mucho tiempo separados. Aquella noche, cualquier timidez por estar con él, por entregarse a él, se había derretido con cada beso que la había arrastrado al punto irreversible.

Sin embargo, ¿la desearía en ese momento?

Sacudió la cabeza. No podía dejar que esas ideas se le metieran en la cabeza. Era un trato, no una aventura amorosa y, además, no iba a cometer el mismo error otra vez.

Abrió la puerta con decisión y lo que vio estuvo a punto conseguir que se olvidara de la promesa que se había hecho de no hacer caso al hombre que hacía que temblara con solo mirarla. No quería encontrarlo atractivo, pero al verlo en la puerta de la terraza con un esmoquin impecable, revivió aquella noche en Londres. Había destacado por encima de todos los demás hombres, y no solo porque parecía cautivado por ella.

En ese momento, su aspecto era más devastador y peligroso todavía que el de entonces. Era un peligro para su necio corazón, que se le había acelerado. Sus ojos se oscurecieron a medida que se acercaba a ella y la miró de arriba abajo. La carne se le puso de gallina como si la hubiese tocado de verdad y se detestó a sí misma por desear que la tocara.

Mia cara, eres hermosa.

Él lo dijo con la voz ronca por el deseo y ella supo que le había compensado cada minuto que había pasado con Elizabeth y en el salón de belleza. La deseaba, aunque solo fuese esa noche. Era como si los relojes hubiesen retrocedido en el tiempo. Se sentía tímida y arrastrada por la atracción, como le pasó aquella noche en Londres, y, como entonces, quería que la tomara entre los brazos y la besara.

–Espero que estés contento con todo lo que ha hecho Elizabeth.

Ella no pensaba decirle cuánto le gustaba que le dijeran que era hermosa ni cuánto recordaba cosas que no volverían a suceder, lo deseada y hermosa que había hecho que se sintiera mientras hacían el amor. Ya sabía que ese momento de pasión no se repetiría jamás si quería conservar su frialdad sentimental y su cordura.

–Sí, estoy muy contento y voy a mostrar a toda Roma a la hermosa mujer que va a ser mi esposa.

Él lo dijo en un tono delicado y seductor que le produjo un escalofrío por toda la espalda. Le tomó la mano con suavidad, se la llevó a los labios y la besó sin dejar de mirarla a los ojos. Ella quiso cerrar los ojos por el placer, pero eso habría demostrado que la afectaba, le habría indicado el poder que tenía sobre ella. Su única arma ante su atractivo cautivador y su experiencia como seductor era la indiferencia. Tenía que tener muy presente que todo eso era una farsa aunque no estuviesen en público, que era parte del plan de él.

–Creo que deberíamos limitar el papel de amantes a esta noche, cuando estemos entre los invitados.

Ella hizo un esfuerzo para creerse lo que había dicho, pero él se quedó con la cabeza ligeramente inclinada sobre su mano y arqueó las cejas por las palabras cortantes de ella.

–Uno debería poder decirle a una mujer que es hermosa estén donde estén.

Dante lo dijo con un brillo burlón en los ojos y una sonrisa maliciosa. Estaba jugando con ella, divirtiéndose, pero eso le recordaba cómo era de verdad. Era posible que engañara a todo el mundo y les hiciera creer que iba a sentar la cabeza con una vida de casado y la paternidad, pero ella sabía la verdad y tenía que recordarla.

–¿Nos vamos?

Piper retiró la mano lentamente y se apartó. Necesitaba espacio para pensar, para ordenar las ideas. No podía volver a dejarse llevar por su atractivo. La última vez que la noche había empezado con un beso en la mano y una sonrisa seductora había acabado…

 

 

Dante sonrió. Le gustaba saber que la indiferencia que le había mostrado desde que llegó a Roma había sido fingida, que bajo esa compostura gélida seguía la mujer sexy y ardiente que lo había vuelto loco de deseo, la que no había podido quitarse de la cabeza desde entonces y lo había dejado con la sensación de que era algo inacabado.

Había intentado convencerse de que había sido porque se había marchado antes de que amaneciera y sin despedirse, pero se temía que era por algo más. Por primera vez, después de muchos años de aventuras de una noche y relaciones esporádicas, seguía deseando a una mujer. Para ser más exactos, deseaba a esa mujer, le abrasaba por dentro la necesidad de acariciarla, besarla y poseerla otra vez. Esa necesidad perentoria había aumentado por lo que había hecho Elizabeth. Las lentejuelas doradas y color bronce cubrían la tela casi transparente, pero el vestido se le ceñía como si fuese un líquido que se había vertido por encima de ella. Además, resaltaba la plenitud de sus pechos, que no podían llevar sujetador gracias al escote de la espalda, y la delicadeza de su cintura y sus caderas. Ese vestido tan sexy se ceñía a las caderas y luego se abría un poco, pero no se fijó en más detalles. Solo podía pensar en sus piernas alrededor de él mientras acometía dentro de ella y la reclamaba como propia, como lo sería dentro de poco.

–Pienso llevarte otra vez al dormitorio y quitarte ese vestido.

Dante intentó dominar la voz que le salía ronca por el deseo que lo abrasaba solo de pensar en hacer eso. ¿Cómo había podido llegar a creer que no pasaría nada con esa mujer cuando no había podido quitársela de la cabeza desde que se despertó y vio que se había marchado?

–¿No te parece… apropiado?

Piper lo preguntó con la voz temblorosa por el nerviosismo mientras se apartaba esos rizos tan sexys de la cara. Maledizione, ¿no sabía lo que estaba haciéndole? Era increíblemente guapa y la madre de su hijo. En ese momento, también era su prometida. Hacía menos de una semana, había sido un hombre soltero y alérgico al matrimonio y al compromiso. En ese momento, tenía la responsabilidad de su hijo. Eso le sofocó un momento el deseo que lo dominaba y desenterró el pasado para que lo revisara otra vez. Dejó a un lado esos pensamientos tan inoportunos y volvió a mirar a la hermosa mujer que iba a ser su esposa.

–Tiene todo lo que había esperado, cara, y estoy seguro de que no seré el único hombre que querrá hacerlo esta noche.

La voz volvió a salirle ronca por el deseo que no había conseguido sofocar. Piper frunció el ceño por la perplejidad y él cruzó la habitación hasta ella, sin poder contener la necesidad de tocarla, de sentir la suavidad de su piel bajo los dedos, bajo los labios. Dio mio, la deseaba como no había deseado a ninguna mujer, incluso más que la primera noche en Londres.

Captó el instante en que ella se dio cuenta de sus intenciones, vio que retrocedía, vio que se sonrojaba y eso hizo que la deseara más todavía. Nunca había sentido esa avidez por una mujer y nunca había tenido que dominar sus anhelos. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería y, en ese momento, quería con todas sus ganas a esa australiana pelirroja.

–No.

Esa palabra, corta y tajante, se abrió paso entre el ambiente cargado de tensión sexual. Ella estaba muy recta, con la barbilla levantada y con un brillo de furia en esos preciosos ojos verdes.

–Hicimos un trato, Dante, y no incluye nada de eso. No somos una pareja de verdad.

–Sí, cara, tienes razón. Mi dispiace.

Se le mezclaban los idiomas mientras intentaba dominar la reacción a verla así, algo que demostraba que, efectivamente, era un asunto inacabado. ¿El trato que había firmado con ella bastaría para mantenerlo alejado? Debería. Como debería mantenerlo alejado que nunca hubiese querido volver a ocuparse de nadie, volver a ser el responsable de la felicidad de alguien. Ya no iba a perder una parte de sí mismo cuando se marchara una persona y Piper le había dejado muy claro que pensaba marcharse en cuanto se cumpliera el plazo mínimo de su matrimonio, y se llevaría a su hijo. No, no podía permitir que los sentimientos enturbiaran ese trato.

–Espero que nos entendamos el uno al otro.

Su respiración acelerada y entrecortada le indicó que estaba afectada por lo que había estado a punto de pasar, aunque sus palabras fuesen frías y certeras. Quizá no quisiese ser su esposa, pero lo deseaba tanto como él a ella.

–Con toda claridad, cara. Ahora, deberíamos irnos. He previsto nuestra llegada para causar la mayor impresión posible y que los medios de comunicación empiecen a hablar de nuestro compromiso.

Ella se miró el anillo y los rizos le cayeron sobre el hombro de tal manera que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para conservar el dominio de sí mismo que tanto la había costado recuperar. Sabía lo que estaba pensando ella mientras miraba el símbolo de su trato. El anillo de platino con un diamante enorme no pasaría inadvertido y no quedaría ninguna duda de que estaban comprometidos.

–Sí, tienes razón –reconoció ella con una firmeza nueva en la voz–. Cuanto antes consigas lo que te has propuesto, antes podremos volver a algo parecido a lo normal. Yo podré volver a Londres y tú podrás seguir como si todo esto no hubiese pasado.

–Eso va a ser imposible durante una temporada. Va a ser complicado demostrarle a Bettino D’Antonio que me he reformado si no te tengo al lado, pero ya tendremos tiempo más tarde para hablar de eso, el coche está esperándonos.

La idea de que ella volviera tan pronto a Londres lo alteraba, pero no estaba preparado para investigar el motivo. Casi acto seguido, se encontró encerrado en el ascensor y el perfume de ella le recordó a aquella mañana en su despacho. Entonces había creído que la imaginación estaba jugándole una mala pasada porque el olor en el ascensor la había evocado muy fácilmente. El olor evocaba a aquella noche en Londres, a la pasión que habían compartido, y en ese momento, mientras se montaban en el coche, le recordaba más de lo que podía soportar.

La observó mientras se sentaba. Ella miraba fijamente al frente mientras el coche se abría paso entre el tráfico de Roma y él se preguntó si también sentiría el magnetismo que los unía y que cada día era más fuerte.

–¡Dios mío! –Piper se quedó boquiabierta y lo miró con los ojos verdes muy abiertos–. Hay demasiadas cámaras, creo que no puedo hacerlo.

Él le tomó una mano y miró ese verde intenso que le recordaba a los bosques italianos en verano.

–Sí puedes, yo estoy contigo.

Ella lo miró a los ojos y la conexión entre ellos hizo que saltaran chispas. Tenía que besarla, tenía que sentir sus labios bajo los de él y tenía que sentir sus pechos al abrazarla. Tenía que rodearla con los brazos y sentir que su cuerpo se derretía entre sus brazos. Ya no podía resistirse más a ella. Se inclinó y ella no se apartó, sus ojos se oscurecieron hasta parecer el más profundo de los océanos. También lo deseaba. Lo deseaba a pesar de esa indiferencia gélida tras la que se escondía. Sintió una punzada de deseo cuando ella se pasó la punta de la lengua por los labios, un gesto que hizo que apartara la mirada de esos ojos cargados de deseo. Lo deseaba.

 

 

–No puedo hacerlo… –susurró Piper cuando Dante se inclinó más.

Iba a besarla. Reconoció la sombra que le había velado los ojos, que le había borrado el color caramelo, y no podía resistirse. No podía moverse ni podía hacer nada menos esperar a sentir sus labios, y se odiaba a sí misma por desear ese beso, por necesitarlo.

Él susurró algo que le pareció tan seductor que solo podía ser en italiano y ella cerró los ojos mientras sus labios se rozaban y le producían una oleada de cosquilleos por todo el cuerpo. Suspiró cuando el deseo se reavivó por dentro de ella como aquella noche en Londres, como si nada hubiese cambiado. Volvió a suspirar y correspondió, y la respiración se le aceleró cuando el beso se hizo más profundo. ¿Podía saberse qué estaba haciendo?

–No.

Lo empujó y se apartó con la respiración entrecortada. Estaba muy excitada, pero no podía permitir que volviera a suceder, no podía ceder.

–No puedo –añadió ella.

Él le sonrió seguro de sí mismo, completamente convencido de que volvería a caer en su cama solo por un beso.

–Acabas de hacerlo, cara.

–No me refiero a eso.

Ella replicó con indignación, como si lo más normal del mundo fuese que la besaran hasta casi volverla loca.

–Me refiero a todos esos fotógrafos –añadió ella–. No puedo ser quien quieres que sea.

–Puedes y lo harás. Tenemos un trato, ¿no?

Él entrecerró los ojos y ella miró por la ventanilla. No le gustaba la idea de pasearse por delante de esa manada de lobos con ese vestido tan ceñido y cuando tenía el cuerpo ardiendo por el beso.

–¿Qué pasará si lo hago mal?

Ella lo miró y vio que arqueaba las cejas. Entonces, él sonrió y su atención se desvió hacia esa sonrisa, a esos labios que acababan de besarla y de dejarla en un estado de euforia embriagadora. No podía volver a permitirlo y tenía que estar en guardia.

–No te preocupes, mia cara. Yo estaré a tu lado todo el rato.

Eso era precisamente lo que le preocupaba. Sin embargo, cuando se bajó del coche y las cámaras empezaron a disparar los flashes, Dante cumplió su palabra y estuvo a su lado. Empezó la representación. Ella sonrió con timidez mientras posaron un momento con Dante rodeándole la cintura posesivamente y obligándole a apoyarse a lo largo de su cuerpo. La chispa de deseo que se acababa de reavivar volvió a recorrerle todo el cuerpo hasta que le resultó casi imposible sonreír a las cámaras.

Si había creído que el beso había sido potente, se había equivocado. Era como si estuviese ardiendo en llamas en una calle de Roma. El olor de su loción para después del afeitado se adueñaba de todos sus sentidos y la solidez de su muslo contra el de ella le evocaba imágenes de los dos desnudos.

Entonces, Dante habló con la prensa y le dio la vuelta para llevarla hacia el hotel con él. Ella se concentró en recorrer la corta distancia sobre los tacones, a los que no estaba acostumbrada ni mucho menos. Cualquier cosa era preferible a concentrarse en el contacto de su cuerpo y en las palpitaciones de deseo que sentía por dentro.

–¿Siempre pasa lo mismo? –preguntó ella cuando estuvieron en la paz y seguridad del hotel.

–Te acostumbrarás.

La llevó al salón, donde las mesas estaban puestas con todo lujo de detalles. A eso sí estaba acostumbrada después haberse pasado horas poniendo mesas así y atendiéndolas mientras los ricos de Sídney primero y de Londres después cenaban y ella permanecía invisible. Esperaba sinceramente poder ser invisible en ese momento, pero vestida como estaba vestida, con un hombre como Dante al lado y el deseo devorándola por dentro, era imposible.

–No estoy segura de que quiera acostumbrarme.

Notaba las miradas de curiosidad y las miradas fijas y no le gustaban lo más mínimo. Tocaban el punto débil de sus inseguridades y le recordaban las burlas de su infancia.

–Eso suena como si quisieras echarte atrás de nuestro trato, Piper.

Él tomó dos copas de champán y le ofreció una a ella, pero la rechazó con la cabeza y Dante pidió una bebida más adecuada.

–No estoy echándome atrás de nada –replicó ella con una sonrisa y una delicadeza que esperó que disimulara su fastidio–. Voy a cumplir el trato por el motivo acertado.

–¿Qué es…?

¿Cómo podía preguntarlo siquiera? Ella esperó cuando se acercó un camarero con un zumo en una bandeja de plata. Dante lo tomó, dio las gracias y se lo ofreció a ella, que lo miró directamente a los ojos.

–Nuestro hijo.

–¿No lo soy yo?

¿Cómo podía preguntarlo con todo descaro cuando había sido quien le había obligado a firmar ese trato?

–No. Tú lo haces para cerrar una operación empresarial aunque te gustaría que todo el mundo creyera que lo haces por un motivo benéfico. Sin embargo, si sé algo de ti, es que no querrías casarte ni por tu hijo. Lo que leí de ti en Celebrity Spy! es verdad. Hasta el momento, no he visto nada que lo desmienta.

–Tú, al menos, está bien informada sobre mí. Yo, en cambio, no sé casi nada de ti.

Ella se crispó cuando la conversación dio un giro que no había esperado.

–No hay mucho que saber.

–Me gustaría saber por qué eras la que recibías en la fiesta de Londres. ¿Cuál es tu profesión exactamente?

Ella intentó contener las ganas de sorprenderle, pero eran demasiado fuertes.

–Solo soy una camarera.

No era el empleo que le habría gustado tener, no era lo que había esperado ser cuando empezó a ir a la universidad en Australia, pero las circunstancias se le habían puesto en contra.

Vio que él apretaba los dientes y una sensación de triunfo se adueñó de ella. A Dante no se le había pasado por la cabeza la posibilidad se casarse y ser padre, pero, si se le hubiese pasado, jamás habría querido que su esposa hubiese sido una camarera.

–¿Y te parece suficiente?

–Tuve que conformarme.

Ella lo contestó sin darse cuenta de que estaba dando pie para tener una conversación sobre sí misma que prefería no tener. No quería hablar de su querido padre y del vacío en su vida. Era una chica normal y corriente, pero había sido una princesa para su padre y él había sido la persona más importante del mundo para ella.

Afortunadamente, otros invitados se acercaron y ya no pudieron hablar, al menos, de su pasado y de los acontecimientos que le habían cambiado la vida. Había cosas que no quería contarle a un hombre que era incapaz de sentir algo. Él no lo entendería nunca.

 

 

Dante abrió la puerta de su piso y, por primera vez, se alegró de estar relegado en el cuarto que había usado como despacho. Ahí, al menos, no tendría la tentación de besar a Piper. Después de haber pasado la noche atormentado por su cuerpo enfundado en el vestido color bronce que le había elegido Elizabeth, corría el peligro de dejarse arrastrar por el deseo que lo dominaba por dentro. Jamás había tenido que contenerse, siempre conseguía lo que quería, fuesen mujeres o coches veloces. Contenerse era una sensación desagradable y no sabía cuánto tiempo podría aguantar la tentación sin caer en ella.

–Piper…

Él se dirigió a ella con delicadeza mientras dejaba el bolso en una mesa antigua de la sala. Quería volver a decirle lo guapa que estaba y lo mucho que la deseaba, pero decidió que lo mejor, para los dos, era atenerse a las condiciones del trato. No podía permitirse querer cuando sabía que ella se marcharía algún día, como hizo la noche que concibieron a su hijo.

Ella lo miró con la incertidumbre reflejada en los enormes ojos verdes y, cuando se mordió el labio inferior, él apretó los puños a los costados. No era la primera vez que recordaba esos labios debajo de los suyos solo unas horas antes, cómo le habían correspondido con avidez. Tampoco era el momento de recordar que, si hubiesen estado allí, y no en el coche, no habrían ido a la fiesta.

–¿Pasa… algo? –preguntó ella con una voz titubeante.

Pasaban muchas cosas. Estaba cayendo bajo el hechizo que, como empezaba a creer, ella no sabía que estaba provocando. Parecía ignorar lo que le hacía. Esa noche había visto que sonreía y se reía con personas a las que no conocía y que también le sonreían y se reían con ella, lo que le había llenado de orgullo.

–Solo quería decirte que esta noche has causado muy buena impresión. Gracias.

–Lo he hecho por mi bebé.

Él se mordió la lengua. Era tarde y no era el momento de enredarse con una conversación que no quería tener a ninguna hora del día. Su manera de decir «mi bebé» le había llegado muy dentro de sus encallecidos sentimientos y le había dolido más de lo que se había imaginado que era posible.

–Mañana saldremos hacia la Toscana, donde lo repetirás… y esa vez será por mí y por mi operación empresarial.