10

—¿Nada? —preguntó Ellen al tiempo que irrumpía en su despacho.

Sabía que si hubiera habido noticias de Gil ya se habría enterado, pero tenía que preguntarlo de todos modos.

—No —respondió Boynton.

Betsy y Katherine se habían ido a hacer las maletas para salir hacia Fráncfort. Ellen entró en la sala de juntas dando grandes zancadas. Había estado contestando a una serie de preguntas urgentes de sus homólogos del resto del mundo. Se sentó y fijó la vista en su jefe de gabinete y sus principales ayudantes y analistas de seguridad.

—Adelante, vamos con la información.

—Los alemanes tienen claro que las tres explosiones son obra de la misma organización —dijo un alto cargo—, pero no saben cuál.

—Podría ser Al Qaeda... —agregó un analista de seguridad.

—Estado Islámico, los pastunes...

—Basta —dijo Ellen haciendo un gesto con la mano—. Entre las explosiones han pasado varias horas. Si se trataba de sembrar el terror, sería más lógico que hubieran sido casi simultáneas, como en el 11-S, ¿no?

Miró al grupo de expertos sentados a su alrededor, pero ninguno abrió la boca.

—Señora secretaria —dijo finalmente otro analista—, la verdad es que no sabemos cuál era el objetivo... cuál es.

—¿Cuál es? ¿Es que esto no se ha acabado aún? —preguntó Ellen.

Notó que la invadía la histeria. Notó unas ganas incontenibles de romper a reír y salir corriendo de la sala agitando los brazos, y recorrer el pasillo sin parar de gritar hasta cruzar la puerta y plantarse en medio de la calle, de no detenerse hasta llegar al avión.

Los demás se miraban como para ver quién hablaba.

—¡Vamos!

Siguieron callados. Ellen aún no sabía interpretarlos. Eran personas entrenadas para ocultar lo que realmente sentían o, como mínimo, lo que pensaban. Esto se debía, en parte, a su formación en diplomacia e inteligencia, y en parte a que durante cuatro años se había castigado no ya a quien revelase la verdad, sino a quien aportara algo remotamente parecido a un dato.

—Nos parece que hay un objetivo más amplio —dijo una mujer que parecía haber sacado la pajita más corta—, y que las bombas han sido sólo un primer aviso. —Entrecerró los ojos y giró un poco la cabeza preparándose para el rapapolvo que le esperaba tras la mala noticia.

La secretaria Adams se limitó a asentir.

—Gracias. —Miró a los demás—. ¿Un aviso de qué?

—De que están planeando algo aún más gordo y esto sólo ha sido una muestra de lo que son capaces de hacer —respondió uno más de los analistas de seguridad.

—De que pueden hacer lo que quieran, y que lo harán donde y cuando quieran —añadió otro.

—De que no les tiembla el pulso a la hora de matar a hombres, mujeres y niños inocentes en cualquier lugar del mundo —agregó uno más.

—De que son profesionales —se sumó otra voz. Ellen ya se estaba arrepintiendo de haberlos invitado a ser sinceros—. Nada de bombas en la ropa interior o en los zapatos, ni explosivos con clavos en mochilas: el que ha hecho esto juega en otra categoría.

—Lo que decidan hacer les saldrá bien, señora secretaria —se mostró de acuerdo otro.

—¿Ya está? —preguntó Ellen.

Se miraron. No hubo uno solo que no suspirase con fuerza: era el desahogo de varios años de frustración y de una larga letanía de preocupaciones.

—¿Qué sabemos del mensaje que recibió la señorita Dahir? —volvió a preguntar Ellen.

—Lo hemos encontrado en el servidor —dijo uno de los expertos en inteligencia—, pero no tiene dirección IP ni nada que indique su origen.

—¿Dónde está la señorita Dahir? —preguntó la secretaria Adams—. En treinta y cinco minutos salgo para Alemania y quiero hablar con ella antes de irme.

Se miraron como si esperasen que se materializara.

—¿Y bien? —insistió Ellen.

—Hace rato que no la veo —dijo Boynton—. Lo más probable es que haya vuelto a su puesto. Le pediré que suba.

Un minuto más tarde, informó de que no estaba en su sitio.

Ellen notó que un escalofrío le recorría la espalda.

—Encuéntrela.

¿Había desaparecido por voluntad propia o la habían hecho desaparecer?

Lo uno era tan malo como lo otro.

Se acordó del «Anahita Dahir» pronunciado en voz baja, y de cómo se habían mirado el director de la CIA y Tim Beecham, el DNI.

Conocía esas miradas: se reservaban para cualquier persona que no se llamara Jane o Debbie, Billy o Ted. Le había dado rabia captarla, pero acababa de sorprenderse pensando lo mismo.

Anahita Dahir. ¿De dónde había salido?

¿A quién o a qué era leal?

«¿Dónde está?»

Volvió a oír el mismo dato, tan simple como irrefutable: a pesar del aviso, las bombas habían explotado porque Anahita Dahir les había llevado el mensaje demasiado tarde.

Sonó su móvil privado. Era Katherine.

—Está vivo. —Su voz salió por el auricular con fuerza, alborozada.

—Dios mío... —gimió Ellen, y se inclinó hasta tocar la mesa con la frente.

—¿Qué pasa? —preguntó Boynton con preocupación—. ¿Su hijo?

Al levantar la vista, Ellen se encontró con unos ojos sin la indiferencia de los del presidente y, en ese momento, sintió que quería a Charles Boynton.

Que quería a todo el mundo.

—Está vivo. —Lo siguiente lo dijo por teléfono—. ¿Cómo está? ¿Dónde?

—Está herido, pero no en estado crítico. Aseguran que se recuperará. Está en el Zum Heiligen... Geist...

—Da igual —dijo Ellen—. Dentro de nada estaremos allí. Nos vemos en la base Andrews.

La madre de Gil cerró los ojos y respiró hondo al colgar. Acto seguido, la secretaria Adams los abrió y miró a sus colaboradores, que sonreían.

—Está bien. Se recuperará. Voy para allá... y usted me acompaña —le dijo a su jefe de gabinete—. ¿Sabemos algo más? —Todos negaron con la cabeza—. ¿Tenemos alguna otra sospecha?

—Está claro que se trata de atentados terroristas coordinados, señora secretaria —contestó el analista de inteligencia de mayor rango en la sala—. De los autores materiales, en cambio, no sabemos nada. Como acaba usted de oír, podría haber sido cualquier grupo, desde uno de extrema derecha hasta una nueva célula islamista. Por suerte, si nos fiamos del mensaje recibido por la FSO, lo más probable es que el atentado de Fráncfort haya sido el último.

—De momento —dijo otro de sus colaboradores—, lo que más nos intriga es por qué nos han avisado de las bombas. ¿Para qué han mandado el mensaje?

—No creo que lo hayan mandado ellos —respondió el analista—. Los que han planeado los atentados querían que las bombas explotasen.

—Entonces ¿quién ha enviado el aviso? —preguntó Ellen—. Quiero hipótesis —añadió ante el silencio general.

—¿Un grupo rival? —propuso el analista de inteligencia—. O un topo dentro de la organización: alguien que no comparte su ideología y ha querido evitar la masacre. Lo cierto es que vamos a ciegas.

—No, lo que pasa es que sólo buscamos en los sitios previsibles —repuso Ellen—. Hay que usar la imaginación. No puede haber muchos candidatos con esa mezcla de recursos humanos y técnicos. Quiero una lista. —Se levantó—. Tenemos que encontrar al cerebro de la operación y abortarla.

—¿Aún no sabemos nada de por qué razón han elegido esos autobuses en concreto? —preguntó Boynton—. ¿Ni las ciudades? ¿Ha sido al azar?

Otra vez un movimiento simultáneo de cabezas, como el de esos perritos que se ponen en el salpicadero.

Ellen se levantó seguida de los demás.

—Quiero hablar con la señorita Dahir antes de irme, hay que encontrarla.

Se detuvo en la puerta acordándose de la mirada que habían intercambiado el director de la CIA y Tim Beecham.

—Póngame con el director nacional de Inteligencia —le pidió a Boynton.

En el momento en que llegó a su escritorio, el DNI ya estaba al teléfono.

—Tim.

—Señora secretaria.

—¿Tienen a mi FSO?

—¿Por qué íbamos a tenerla?

—Conmigo no juegue. Puede que tenga usted informes de inteligencia, pero yo tengo embajadas enteras.

—Técnicamente...

—Dígamelo de una vez.

—Sí, señora secretaria, la tenemos.

Ni en sueños se le habría ocurrido a Anahita que fuera posible. No allí, no en un país civilizado.

En su país.

Se hallaba sentada a una mesa de metal frente a dos hombres de uniforme, pero sin insignia ni identificación: inteligencia militar. Al lado de la puerta había otros dos aún más corpulentos, por si intentaba escaparse.

Pero ¿adónde iba a escapar, aun suponiendo que lograra cruzar semejante muro de carne maciza?

De vuelta al que sospechaban que era su lugar de origen. Como si no hubiera nacido en Cleveland. Eso ya hacía tiempo que lo había entendido.

Lo notaba en el modo en que repetían su nombre: Anahita.

Lo decían como si significara algo horrible: «extranjera», «enemiga», «amenaza terrorista».

«Anahita», decían con desprecio. «Anahita Dahir.»

—Nací en Cleveland —les explicó ella—. Compruébenlo si quieren.

—Ya lo hemos comprobado —dijo el más joven de los dos agentes—, pero los documentos se pueden falsificar.

—¿En serio?

No había tenido intención de parecer una pardilla. Se dio cuenta de que sólo alimentaba sus sospechas. La experiencia les había enseñado que no había nadie tan ingenuo, tan inocente.

Y menos si se llamaba Anahita Dahir.

«Dahir», del árabe «dabir», cuyo significado era «tutor», «maestro».

Y «Anahita», del persa: «sanadora», «sabia».

Sin embargo, no tenía sentido decírselo: dejarían de escucharla desde el momento en que dijera «persa».

«Persa» era sinónimo de «iraní», lo cual significaba «enemigo».

No, mejor no decir nada, aunque en su fuero interno se preguntó si tenían razón y en realidad no estaban en el mismo bando. Le costaba considerarse aliada de gente como ellos.

—¿Cuál es su origen étnico? —inquirió el más joven.

—Mis padres son de Beirut. Huyeron durante la guerra civil y llegaron como refugiados.

—¿Musulmana?

—Cristiana.

—¿Y sus padres?

—Cristianos también. Fue una de las razones por las que se marcharon: eran un objetivo.

—¿Quién le envió el mensaje en clave?

—No tengo ni idea.

—Díganoslo.

—Ya le he respondido: no lo sé. Se lo enseñé a mi supervisor en cuanto entró. Pueden corroborarlo con él.

—No nos diga cómo hacer nuestro trabajo, limítese a contestar.

—Es lo que inten...

—¿Le dijo a su supervisor lo que significaba el mensaje?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no me...

—Esperó a que hubieran detonado las dos bombas, cuando ya era demasiado tarde para evitar la tercera.

—¡No, no!

La estaban mareando. Se esforzó para recobrar la calma.

—Y lo borró.

—Creía que era spam.

—¿Spam? —preguntó el mayor de los dos con un tono más razonable... que daba mucho más miedo—. Explíquese, por favor.

—A veces nos llega. Hay bots que mandan mensajes de manera aleatoria. Siempre van a nuestras cuentas personales. La mayoría no supera el cortafuegos del Departamento de Estado, pero alguno se cuela... —Se arrepintió enseguida de haber dicho «se cuela», pero continuó—. Ocurre una vez a la semana como mucho. —Estuvo a punto de añadir «si quiere pregúnteselo a cualquier otro FSO», pero se frenó. Empezaba a aprender—. A menudo parece que no tengan sentido, como éste. Cuando no los entiendo, lo consulto.

—¿Le está echando la culpa a su supervisor? —preguntó el más joven.

—No, claro que no. Sólo respondo a sus preguntas —replicó.

Para entonces estaba más enfadada que asustada. Se volvió hacia el mayor.

—Si sabemos que algo es basura, podemos borrarlo sin más o pedir su opinión a nuestro supervisor y luego borrarlo, que fue lo que hice.

Él hizo una pausa y después se inclinó hacia ella.

—No fue lo único que hizo. También se apuntó los números. ¿Por qué?

Anahita se quedó en silencio, sin moverse.

¿Cómo explicarlo?

—Es que me pareció raro.

En la sala, pequeña y sin ventilación, sus palabras tuvieron el efecto de un mazazo. El agente más joven negó con la cabeza y se echó para atrás mientras que el mayor siguió observándola.

—Ya sé que no es una gran explicación, pero es la verdad. —Anahita había pasado a dirigirse sólo al mayor—. No estoy muy segura de por qué lo hice.

Sonaba aún peor. Lo notó al advertir que el agente no reaccionaba en absoluto. Ni siquiera parecía respirar.

Justo entonces se oyeron voces en la puerta.

El mayor continuó sin inmutarse: confiaba en que los guardias hicieran su trabajo mientras él hacía el suyo, que en ese momento parecía consistir en no quitarle la vista de encima a Anahita.

—Apártense.

Esta vez sí que miró hacia la puerta, y Anahita también. Había reconocido la voz. Poco después entró Charles Boynton seguido por la secretaria de Estado.

Ambos agentes se levantaron, aunque el de mayor edad lo hizo más despacio.

—Señora secretaria... —murmuró.

Cuando Anahita se volvió hacia Ellen, intentó silenciarla con la mirada.

—Tienen a mi FSO —dijo la secretaria Adams tras comprobar de un vistazo que Anahita estaba bien. Se la veía nerviosa, pero ilesa.

—Teníamos que hacerle unas preguntas.

—Yo también. ¿Cuál es su nombre? —le preguntó al agente de mayor edad.

Éste titubeó, pero sólo durante un instante.

—Jeffrey Rosen, coronel de la Agencia de Inteligencia de la Defensa.

—Yo soy Ellen Adams, secretaria de Estado —dijo tendiéndole la mano.

El coronel Rosen se la estrechó esbozando una leve sonrisa.

—¿Podemos hablar, coronel? En privado, si es tan amable.

Rosen hizo una señal con la cabeza al joven, que se acercó a Anahita para sacarla de la sala. No pudo impedir que hablara:

—Señora secretaria... ¿Gil está...?

—En el hospital. Se recuperará.

Anahita asintió ligeramente y pareció relajarse un poco, después de varias horas de angustia.

—Yo no... no he tenido nada que ver —dijo.

En lugar de contestar, Ellen les hizo señas a los otros de que la dejasen a solas con el coronel. Sólo se quedó Charles Boynton, al lado de la puerta.

—¿Qué les ha dicho?

—Sólo cosas que usted ya debe de saber. —Rosen recapituló en orden cronológico, desde la aparición del mensaje en la bandeja de entrada hasta la detonación de la bomba—. Lo que no pudimos averiguar es...

—... por qué se apuntó los números —lo interrumpió Ellen.

Intentó no tomarse como un insulto las cejas arqueadas del coronel. Estaba acostumbrada a que la subestimasen: los hombres mediocres solían subestimar a las mujeres maduras con talento. Aunque el coronel Rosen no le pareció necesariamente mediocre.

Probablemente, si quien hubiera contestado tan deprisa hubiese sido el general Whitehead, Rosen se habría llevado la misma sorpresa.

—¿Y...? —preguntó Ellen.

—No ha podido explicarlo.

—Coronel, ¿no cree que, si estuviera al servicio de otro país, si fuera cómplice de algo, tendría una explicación?

Sus palabras sorprendieron a Rosen, que las sopesó.

—Parece demasiado inocente.

—¿Y eso la convierte en culpable? Habría hecho usted un buen papel en la caza de brujas. —Se dirigió hacia la puerta—. Me voy a Alemania.

—Espero que encuentre las respuestas, señora secretaria —dijo el coronel—. Es un alivio saber lo de su hijo. Es un hombre valiente.

Al oírlo, Ellen se detuvo y miró al coronel de inteligencia militar preguntándose si sabía hasta qué punto había sido valiente Gil no sólo ese día, sino también en los peores momentos de la guerra de Afganistán. La expresión de Rosen era indescifrable.

—Seguiremos trabajando desde aquí. Anahita Dahir sabe algo.

—Espero sonsacárselo durante el vuelo.

Fue consciente de que la cara de sorpresa del coronel no debería haberla complacido tanto, pero no pudo evitarlo.

—Sería un error llevársela en ese vuelo. —Esta vez no hubo «señora secretaria», sólo una afirmación rotunda, a bocajarro—. La señorita Dahir está implicada de alguna manera. No sé cómo, pero estoy convencido. Incluso usted debería saberlo.

—¿Incluso yo? —La mirada de Ellen tenía la misma dureza que su tono—. Soy su secretaria de Estado. Puede discrepar conmigo, y es evidente que lo hace, pero haga el favor de respetar el cargo.

—Disculpe, señora secretaria. —Rosen hizo una pausa, pero no dio su brazo a torcer—. Pero creo que cometería un error llevándola con usted.

Ellen lo observó un buen rato. Había dicho lo que pensaba, lo que consideraba verdad, cosa nada frecuente en el vacío en que se habían convertido los escalafones superiores del gobierno.

—Insisto, señora secretaria: Anahita Dahir no es de fiar.

—Ya lo había dejado claro, coronel. Y le aseguro que tengo muy en cuenta sus palabras, pero la señorita Dahir se viene conmigo de todos modos —respondió la secretaria Adams.

Al contrario que ella, Rosen no había visto la cara de la FSO mientras intentaba convencerla de la inminencia de un tercer atentado.

Era una expresión de puro pánico, la de una joven desesperada por impedir la explosión.

Y tampoco sabía que, de no ser por Anahita, Gil estaría muerto.

Le debía una, pero ¿se fiaba de ella?

No del todo. La expresión de la FSO al suplicarle que la creyera y actuase podía haber sido una treta, una manera de acceder a su círculo interno y manipularla durante los preparativos de un ataque a una escala mucho mayor.

Quizá el coronel Rosen se equivocara al considerarla una ingenua.

Por el momento, ya estaba bien así. Al menos mientras ella no acabara de distinguir entre sus aliados y sus enemigos.

Además, si Anahita Dahir se hallaba implicada en los atentados, prefería tenerla cerca para vigilarla y, llegado el caso, dejar que se confiara y cometiera un error.

A menos que... pensó mientras subía a la limusina que los llevaría a la base Andrews... a menos que fuera ella quien cometiese el error.

Durante el vuelo, Anahita intentó hablar con la secretaria Adams para darle las gracias por rescatarla, confiar en ella y llevársela a Alemania, donde podría ver a Gil.

Quería explicarle que no sabía ni escondía nada.

Por desgracia, habría sido una mentira.