Gil Bahar volvió en sí poco antes del amanecer. Se notaba los brazos y las piernas pesados, constreñidos, como si lo hubieran atado.
La sensación le despertó vagos recuerdos.
Y de repente, con un acceso de pánico, temió que no fueran sólo recuerdos vagos: notó la presión de las cuerdas sucias en las muñecas y los tobillos, percibió un hedor a excrementos y orines, a comida en mal estado...
Se vio de bruces en el suelo, respirando polvo.
Sintió sed, sed y terror.
Abrió los ojos como quien viaja rápidamente hacia la superficie y trató de incorporarse, abrumado por el pánico.
—No pasa nada —dijo una voz familiar.
Olió un perfume reconfortante y turbador a un tiempo.
Logró centrarse, aunque no sin esfuerzo.
—¿Mamá?
«¿Qué estás haciendo aquí? ¿También te han secuestrado?»
—No te preocupes —repuso ella con dulzura. Su cara estaba cerca, pero no demasiado—. Estás en el hospital. Dicen los médicos que te pondrás bien en unos días.
Entonces recordó lo que había pasado. Su cerebro, maltrecho, empezó a retroceder a trancas y barrancas. Fráncfort. La gente, los peatones; el autobús; las caras de los pasajeros que lo miraban; los niños...
La mujer del maletín, ¿cómo se llamaba? ¿Cómo se...?
—Wie heißen Sie?
Le enfocaron una luz muy intensa en los ojos y le apoyaron una mano en la cabeza para que no la levantase mientras le abrían los párpados.
—¿Qué? —preguntó Gil forcejeando.
La mujer, una doctora, se apartó.
—Perdone... ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo se llama, bitte? —preguntó.
Él tuvo que pensar un poco.
—Gil.
—De Gilbert, ja?
Asintió un momento después evitando la mirada de su madre.
—¿Y su apellido? —La voz de la doctora era dulce si bien firme, con un fuerte acento alemán.
Eso le llevó más tiempo. ¿Por qué no se acordaba?
—Bujari —soltó de golpe—. Nasrin Bujari.
La doctora lo miró sorprendida y enseguida se volvió hacia su madre. Ambas parecían preocupadas.
—No, no —replicó él al tiempo que intentaba incorporarse—. Yo me llamo Gil Bahar y ella es la doctora Nasrin Bujari.
—No, yo soy la doctora Gerhardt...
—No me refiero a usted, sino a la mujer del autobús. —Buscó la mirada de su madre—. La estaba siguiendo.
Ellen se encontraba al lado de la cama. Había pedido a los demás que esperasen fuera para quedarse a solas con él, pero, al ver que se revolvía, había apretado el botón para llamar al médico.
Se acercó.
—Primero deja que te examine la doctora, luego hablamos.
Miró a Gil a los ojos para indicarle que, cuanto menos hablase en presencia de terceros, mejor.
Gil lo entendió y le pareció bien: de ese modo tendría tiempo de ordenar sus ideas y sacar datos concretos del marasmo en que se había convertido su cerebro. ¿Por qué le daba escalofríos el nombre de Nasrin Bujari?
¿Quién era?
La doctora Gerhardt acabó de examinarlo. Parecía satisfecha. Aun así, le dijo que tenía una conmoción cerebral, varias costillas rotas y contusiones...
—... y un corte profundo en el muslo. Ha tenido suerte: si la gente que estaba cerca no hubiera aplicado presión tan rápido, su vida habría peligrado. Se lo hemos cosido, pero necesitará unos días de descanso.
Para cuando se fue, Gil ya tenía la respuesta.
Quien le daba miedo no era la doctora Bujari, sino alguien situado detrás de ella, en la penumbra.
Ellen vio la puerta cerrarse y se volvió hacia su hijo. Hizo ademán de cogerle la mano, pero él no se lo permitió. No era un reflejo, sino un gesto que, de tanto practicarse, se había vuelto automático.
Lo cual era peor.
—Lo siento muchísimo... —empezó a decir, pero Gil la interrumpió rogándole con los ojos que se agachara.
A Ellen se le pasó por la cabeza que quizá quisiera darle un beso en la mejilla, pero lo que hizo Gil fue susurrar:
—Bashir Shah...
Ellen volvió la cabeza y se quedó mirándolo. Hacía años que no oía ese nombre, desde las largas reuniones en que los abogados de la empresa le habían aconsejado no emitir el documental de investigación sobre Shah, un presunto traficante de armas paquistaní que, si bien había nacido en Islamabad, había pasado su infancia y juventud en Inglaterra y se había radicalizado durante sus estudios de Física en Cambridge.
La investigación había durado más de un año, la familia del reportero había recibido amenazas, más de una de sus fuentes había desaparecido...
En vista de aquello, no había otra opción que divulgar la historia.
Por su parte, el doctor Shah no dio ninguna importancia a las acusaciones de que traficaba con armas. Emitió una declaración, eso sí, pese a su ordinario laconismo ante la prensa, lamentando los ataques contra un honrado ciudadano paquistaní. Según él, las acusaciones eran tan falsas como las que Occidente había lanzado contra la mayoría de sus predecesores y mentores, los valerosos y brillantes físicos nucleares paquistaníes, como A. Q. Khan, que habían abierto el camino.
El doctor Shah recordó que Pakistán figuraba entre los aliados de Occidente en la guerra contra el terror.
La tesis del documental era que él mismo era el terror. Y, de hecho, aquel tibio desmentido tenía un único propósito: Bashir Shah quería hacer saber al mundo que se dedicaba a traficar con la muerte.
Ellen Adams quedó consternada al comprender que le había hecho una publicidad involuntaria que costaría vidas: gracias al documental de investigación, galardonado con un Óscar, los terroristas sabían dónde conseguir las armas biológicas, el cloro, el gas nervioso sarín, las armas cortas, los lanzamisiles...
Y cosas aún peores.
—¿Iba en el autobús? —preguntó con incredulidad.
—No, pero está detrás de todo.
—¿De las bombas?
Gil negó con la cabeza.
—No, de las bombas en los autobuses no, de otra cosa. Las bombas no sé quién las ha puesto.
—Has dicho que estabas siguiendo a una mujer: Nasrin... —Ellen batalló para acordarse del apellido.
—Bujari —completó Gil—. Un informador me dijo que Shah había reclutado a tres físicos nucleares paquistaníes, entre ellos la doctora Bujari. Quería ver adónde iba y, con suerte, averiguar las intenciones de Shah, o al menos dar con su paradero.
—Pero si ya sabemos dónde está —repuso Ellen—: en Islamabad, en arresto domiciliario desde hace años.
Los paquistaníes también habían tomado la precaución de restringir el acceso a internet del doctor Shah. A diferencia de otros traficantes de armas, Bashir Shah era una mezcla de empresario e ideólogo con gran influencia en las webs yihadistas.
Próximo a la cincuentena, si bien admiraba a la generación anterior de físicos nucleares paquistaníes, con el paso del tiempo se había convencido de que no habían llegado lo bastante lejos. No sería su caso.
Estaba dispuesto a cruzar cualquier límite.
—Los paquistaníes lo soltaron el año pasado —dijo Gil.
—¡No puede ser! —Ellen había levantado la voz, aunque la bajó al ver la mirada de advertencia de su hijo—. Imposible —susurró—, nos habríamos enterado. No se atreverían a actuar a nuestras espaldas. De hecho, los que lo encontraron eran agentes estadounidenses.
—No han hecho nada a nuestras espaldas: el gobierno anterior dio su visto bueno.
Ellen dio un paso atrás mientras intentaba asimilarlo. Antes no había entendido la necesidad de bajar la voz, pero entonces lo comprendió.
Si Gil estaba en lo cierto...
Recorrió la habitación con la mirada, como si esperara ver a Bashir Shah de pie en algún rincón, observándolos.
Su cerebro trabajaba a gran velocidad encajando piezas sueltas y tratando de llenar lagunas.
Sabía por los informes del Departamento de Estado que había mucho canalla suelto, gente que anteponía sus objetivos a todo y a todos.
Al Assad en Siria, Al Qurashi en Estado Islámico, Kim Jong-Un en Corea del Norte.
Y, aunque la diplomacia no le permitiera decirlo de manera oficial, en privado estaba dispuesta a sumar a la lista al ruso Ivanov.
Sin embargo, ninguno podía compararse con Bashir Shah: lo suyo no era simple maldad, ni vileza, como habría dicho su abuela, Bashir Shah era el mal personificado. Su intención era crear un infierno en la tierra.
—¿Y cómo te enteraste tú de lo de Shah y los físicos, Gil?
—No puedo contártelo.
—Debes hacerlo.
—Es una fuente, no puedo revelarla. —Se quedó callado ignorando la cara de enfado de su madre—. ¿Cuántos hubo?
Ellen entendió enseguida a qué se refería.
—Aún no hay un recuento definitivo, pero parece que hubo veintitrés muertos en el autobús y cinco en la calle.
A Gil se le saltaron las lágrimas al recordar las caras de otros pasajeros, y se preguntó si podría haber hecho algo más. Como mínimo podría haber arrancado al niño de brazos de su madre y...
—Lo intentaste —dijo su madre.
Gil se preguntó si eso era suficiente o si, por el contrario, suponía una baldosa más del camino al infierno.
Katherine relevó a su madre en la cabecera de su hermanastro y lo veló mientras dormía, despertaba y volvía a dormir.
También Anahita había entrado a saludarlo. Gil le sonrió y le tendió la mano.
—Tengo entendido que me has salvado la vida.
—Ojalá pudiera haber hecho más.
Anahita estrechó esa mano que le resultaba tan familiar y que quizá conociera su cuerpo mejor que ella misma.
Hablaron un momento, pero entendió que debía irse cuando a Gil se le empezaron a cerrar los ojos. Estuvo a punto de agacharse para darle un beso en la mejilla, pero se frenó, no sólo por la presencia de Katherine, sino porque no era de recibo.
Ya no eran «eso».
Cuando salió de la habitación, Boynton le hizo señas.
—Te vienes con nosotros.
• • •
—Llévenos al lugar del atentado, por favor —pidió la secretaria Adams al chófer de Seguridad Diplomática tras subir al coche con Boynton, Anahita y Betsy—, y luego al consulado de Estados Unidos.
Detrás iba otro coche con ayudantes y asesores, y en cabeza y cola, varios vehículos de la policía alemana.
—Le he dicho al cónsul que llegaremos dentro de una hora —informó Boynton—. Sus hombres lo están ayudando a reunir toda la información posible sobre el atentado. La primera reunión será con él, luego habrá otra con los más altos cargos de inteligencia y seguridad de Estados Unidos en Alemania, y finalmente una teleconferencia con sus homólogos. Aquí tiene una lista de los participantes, propuesta por los franceses.
Ellen consultó los países y los nombres, tachó unos cuantos y añadió sólo uno: no quería que hubiera demasiada gente.
Le devolvió la lista a Boynton.
—¿Este coche es seguro?
—¿Seguro?
—¿Lo han revisado?
—¿Revisado? —preguntó Boynton.
—Deje de repetirlo todo y conteste, por favor.
—Sí, señora secretaria, es seguro —intervino Steve Kowalski, el jefe de su escolta, que iba en el asiento del acompañante.
Boynton la miró con atención.
—¿Por qué lo pregunta?
—¿Qué puede decirme de Bashir Shah?
Ellen pronunció el nombre en voz baja pese a que acababan de darle garantías.
—¿Shah? —preguntó Betsy.
Al ver que su imperio mediático crecía por encima de cualquier expectativa, Ellen le había pedido a Betsy que dejara su trabajo como profesora para unirse a ella: en un mundo lleno de testosterona, necesitaba una aliada estrecha y una confidente, y tampoco estaba de más que Betsy resultara temible por su talento y lealtad.
Era ella quien había supervisado la producción del documental sobre el traficante de armas.
—No estará detrás de esto, ¿verdad? —preguntó—. Dime que no.
Ellen percibió que lo de Betsy no era sorpresa, sino auténtica incredulidad. En unos segundos, su expresión pasó de la duda a la preocupación hasta instalarse en algo parecido al terror.
—¿Quién? —preguntó Charles Boynton.
—Bashir Shah —repitió Ellen—. ¿Qué sabe de él?
—Nada, es la primera vez que oigo ese nombre.
Boynton miró alternativamente a la secretaria Adams y a Betsy. Nunca había visto tan enfadada a su jefa, aunque claro, la conocía hacía apenas un mes.
Ellen, por su parte, estaba observando a Anahita, cuya cara de espanto le pareció comparable a la de Betsy.
O quizá no: al oír el nombre de Bashir Shah, la expresión de Anahita había virado directamente al pánico.
—Eso es mentira —dijo por fin Betsy.
—¿Perdón? —preguntó Boynton sin poder creérselo.
—Tiene que conocer a Shah —repuso ella—. Es...
Ellen le puso una mano en la pierna para que se callara.
—No digas nada más.
—¡Esto es absurdo! —protestó Boynton—. De verdad que no sé de quién hablan, señora secretaria —se apresuró a añadir—: yo también soy nuevo en el departamento.
Era cierto. Barbara Stenhauser, con el visto bueno del presidente, había seleccionado a Charles Boynton como jefe de gabinete de la secretaria de Estado no por su experiencia en esos asuntos, sino sencillamente porque era uno de los suyos y había tenido un papel relevante en la campaña.
Ellen sabía que apoyaba en todo los esfuerzos del presidente Williams por desautorizarla, pero empezaba a preguntarse si no albergaba intenciones más oscuras. ¿Era posible que Boynton fuera tan ignorante? ¿Cómo podía no conocer a Bashir Shah? De acuerdo, Shah vivía en las sombras, pero ¿no consistía el trabajo de Boynton, precisamente, en hurgar en las sombras y descubrir lo que se ocultaba allí?
—Ya hemos llegado, señora secretaria —dijo Kowalski desde el asiento de delante.
En la zona del atentado se habían reunido cientos de personas a las que unas vallas de madera mantenían a distancia del lugar exacto de la explosión. Ellen atrajo todas las miradas cuando bajó del coche, y el silencio que siguió sólo se vio interrumpido por el sonido de la portezuela al cerrarse.
La recibieron el oficial al mando de la policía alemana y el cargo más alto de la inteligencia estadounidense en Alemania: el delegado de la CIA, Scott Cargill.
—No podemos acercarnos demasiado —explicó.
Habían pasado casi doce horas justas desde la explosión y apenas empezaba a salir el sol en lo que prometía ser otro día frío, húmedo y gris de marzo. El panorama era inhóspito: Fráncfort, ciudad industrial, presentaba su peor cara... y la mejor tampoco es que fuera gran cosa.
Buena parte del centro histórico había desaparecido en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y, si bien se la consideraba una ciudad global, se lo debía tan sólo a su condición de centro económico. Carecía del encanto de muchas ciudades alemanas más pequeñas y del bullicio y la energía juvenil de la capital, Berlín.
Ellen miró a la gente que tenía detrás, reunida en silencio al otro lado de las vallas.
—La mayoría son familiares —le explicó el policía alemán.
Ya había una alfombra de flores, ositos de peluche, globos... como si esas cosas pudieran consolar a los muertos.
Algo que Ellen tampoco podía descartar.
Contempló la destrucción que la rodeaba: el metal retorcido, los ladrillos y cristales... y las mantas rojas en el suelo, cubriendo los cadáveres.
Sabía que la prensa estaba atenta a ella y la grababa.
Aun así, siguió contemplando aquel campo sembrado de mantas que la brisa agitaba apenas. Resultaba casi bonito, casi plácido.
—¿Señora secretaria? —le dijo Scott Cargill, aunque no logró que apartara la vista.
Una de aquellas mantas podría haber tapado a Gil.
Todas tapaban al hijo, la madre o el padre, el marido o la esposa, el amigo de alguien.
El silencio era tal que sólo se oían los clics de las cámaras enfocadas en ella.
Se acordó de unos versos que John McCrae había escrito durante la Primera Guerra Mundial: «Somos los muertos. Hace pocos días vivíamos, sentíamos el alba, veíamos resplandecer el ocaso, / amábamos y nos amaban.»
Miró a los familiares y volvió a fijarse en las mantas: parecían amapolas en un campo.
—¿Ellen? —susurró Betsy interponiéndose entre su amiga y los periodistas para protegerla aunque sólo fuera un momento.
Ellen la miró a los ojos y asintió. Se tragó la bilis y convirtió la repugnancia en determinación.
—¿Qué puede contarme? —le preguntó al policía alemán.
—Muy poco, señora. Ya ve que ha sido una explosión enorme. Quienquiera que lo haya hecho quería asegurarse de cumplir su objetivo.
—¿Y cuál era ese objetivo?
El policía negó con la cabeza. Debía de llevar casi veinticuatro horas al pie del cañón, más que cansado parecía estar completamente exhausto.
—Supongo que el mismo que en Londres y París. —Miró a su alrededor antes de volver a centrarse en la secretaria de Estado—. Si usted sabe algo más, por favor dígamelo. —Se quedó mirándola con atención pero, como no obtuvo respuesta, continuó—: Que sepamos, en este lugar concretamente no hay nada que ninguna organización pudiera considerar estratégico.
Ellen respiró hondo y le dio las gracias.
La pregunta sobre el objetivo era necesaria aunque ya supiera la respuesta, al menos en parte, pero de momento no podía hablarles de la doctora Nasrin Bujari, la física nuclear paquistaní que iba en el autobús. No hasta que averiguara algo más.
Tampoco quería hablar de Bashir Shah, al menos hasta que hubiera conversado con sus homólogos.
Antes de volver al coche, dedicó una última y larga mirada al lugar del atentado. ¿Todo eso para asesinar a una sola persona?
Como el policía alemán había dicho de forma tan concisa, casi seguro que el objetivo era el mismo que en Londres y París. En consecuencia...
—Tenemos que ir al consulado —le dijo a Boynton.
Se entretuvo un momento más en la barrera para dar el pésame a los familiares y mirar las fotos que tenían en las manos: hijos, hijas, madres, padres, maridos, mujeres... desaparecidos.
«Si traicionas la confianza de quienes hemos muerto, / jamás descansaremos...»
Ellen Adams no tenía la menor intención de traicionar la confianza de los muertos. Sin embargo, sentada en aquel coche que cruzaba Fráncfort a toda velocidad a primera hora de la mañana, miró a Charles Boynton y Anahita Dahir y se preguntó si no lo habría hecho ya sin darse cuenta.