12

Para cuando empezó la reunión, ya tenían la respuesta.

Ellen vio en su pantalla a los ministros de Exteriores de un grupo escogido de países junto con sus principales expertos y colaboradores.

—Su información era correcta, señora secretaria —dijo el secretario de Asuntos Exteriores británico, ya no tan condescendiente—. Entre los pasajeros del autobús de Londres hemos identificado al doctor Ahmed Iqbal, un ciudadano paquistaní con domicilio en Cambridge, profesor del Cavendish Lab del departamento de Física de la Universidad de Cambridge.

—¿Era físico nuclear? —preguntó su homólogo alemán, Heinrich von Baier.

—Sí.

—¿Monsieur Peugeot? —Ellen desvió la mirada hacia la esquina superior derecha de la pantalla, donde aparecía el ministro francés.

Esas videoconferencias siempre le recordaban a un concurso de la tele, aunque no se trataba de ningún juego.

Oui. Todo es muy provisional y habrá que comprobarlo una vez más, pero parece que entre los fallecidos en París se encuentra el doctor Édouard Monpetit, de treinta y... —Consultó sus notas—. De treinta y siete años, casado y con un hijo.

—¿También era paquistaní? —preguntó la ministra canadiense, Jocelyn Tardiff.

—De madre paquistaní y padre argelino —explicó Peugeot—. Vivía en Lahore y llegó a París hace apenas dos días.

—¿Y tenía previsto ir a algún otro sitio? —preguntó Ellen.

—Todavía no lo sabemos —admitió el ministro francés—. Hemos mandado a unos agentes a hablar con su familia.

—Supongo que se los ha identificado mediante reconocimiento facial —intervino el ministro alemán.

—En nuestro caso, sí —confirmó el británico—. Tenemos imágenes procedentes de las cámaras de seguridad del momento en que el doctor Iqbal subió al autobús, en la parada de metro de Knightsbridge.

—¿Y cómo es que no los habían identificado antes, durante la búsqueda de sospechosos y objetivos posibles? —preguntó el ministro de Exteriores alemán.

Ellen se inclinó hacia delante. Era una buena pregunta.

—Bueno... —respondió el secretario británico—, es que nuestros algoritmos de inteligencia no lo tenían clasificado como un objetivo.

—Sucedió lo mismo en París —dijo el francés—: nuestro sistema de reconocimiento facial descartó al doctor Monpetit al principio.

—¿Y por qué? —preguntó el ministro de Asuntos Exteriores de Italia—. En mi opinión, cualquier físico nuclear debería de considerarse un objetivo posible.

—El doctor Monpetit era un físico nuclear de segunda —explicó el ministro francés—. Trabajó en el programa paquistaní, pero en un puesto modesto y marginal.

—¿La colocación? —preguntó Alemania.

—Ni siquiera eso: el embalaje.

—¿Y el doctor Iqbal? —preguntó el italiano.

—Por lo que sabemos hasta ahora, el doctor Iqbal no se hallaba vinculado ni al programa nuclear paquistaní ni a ningún otro —respondió el secretario del Reino Unido.

—Pero era físico nuclear... —señaló la ministra canadiense haciendo hincapié en la última palabra.

El atuendo de la ministra suscitaba dudas entre los presentes: o tenía el peor gusto del mundo en el vestir o simplemente se había echado encima una bata de franela... con alces y osos estampados.

Se había recogido el pelo, cubierto de canas, e iba sin maquillar.

En fin, no había que olvidar que en Ottawa acababan de dar las dos de la madrugada. Probablemente la habían arrancado de un profundo sueño.

En todo caso, pese a su atuendo parecía alerta, serena, centrada. Y también severa.

—El doctor Iqbal era un intelectual, un teórico de nivel medio, si acaso —continuó el secretario británico—. Insisto en que se trata de información provisional, pero aparentemente no había publicado más de... —se volvió hacia su ayudante, que le enseñó un documento— una docena de artículos, y siempre como autor secundario. —Se quitó las gafas—. Que sí, que ya lo sé —le dijo a su ayudante, que se había acercado para musitarle algo al oído; luego volvió a mirar a la cámara—. Estamos registrando su apartamento de Cambridge y vamos a hablar con su supervisor. Con los paquistaníes aún no nos hemos puesto en contacto.

—Nosotros tampoco —intervino Francia—, más vale que esperemos.

El secretario de Exteriores británico se encendió: no le gustaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer, mucho menos un francés.

«Probablemente no le acepta consejos ni a su madre», pensó Ellen.

Era obvio que formaban una alianza que en cualquier momento podía resquebrajarse: lo que la mantenía unida no era el respeto mutuo, sino la pura necesidad.

Era como una balsa salvavidas, ¿y a quién le interesa pelearse con otro pasajero y que la balsa vuelque haciéndolos caer a todos?

—¿Algún dato sobre Nasrin Bujari? —preguntó la ministra canadiense.

—De momento lo único que sabemos es que trabajó una temporada en la central nuclear de Karachi. Quizá incluso siga trabajando allí —contestó el alemán—. Según entiendo, Canadá ayudó a construir esa central...

Era el turno de Alemania para la hipocresía.

—Eso fue hace décadas —replicó la canadiense con frialdad—. Además, en cuanto nos dimos cuenta de las verdaderas intenciones de Pakistán les retiramos nuestro apoyo.

—Un poco tarde... —apostilló el alemán.

La ministra canadiense abrió la boca, pero enseguida la volvió a cerrar sin decir nada. Ellen ladeó la cabeza pensando que le gustaría tomarse una copa de chardonnay con esa mujer, ¡vaya autocontrol!

—Lo de Karachi es una central eléctrica —dijo al fin la ministra canadiense—, no forma parte de su programa armamentístico.

—Bueno... —contestó el ministro alemán—. Eso creemos, y esperamos que sea cierto, pero el atentado contra la doctora Bujari podría indicar lo contrario.

Merde —masculló el ministro francés.

—Tenemos mucho trabajo por delante —dijo el británico—, incluyendo, por supuesto, averiguar por qué han asesinado a estas tres personas. ¿Qué intenciones tenían esos físicos y quién podía querer detenerlos?

—Israel —respondieron todos al unísono.

Era la respuesta de rigor siempre que se producía un asesinato de esas características.

—El presidente Williams tiene pendiente una llamada telefónica con el primer ministro israelí —dijo Ellen—. Es posible que pronto averigüemos algo. Sin embargo, aunque el Mossad tuviera a esos científicos en el punto de mira, dudo que se plantearan hacer saltar autobuses por los aires para eliminarlos.

—Cierto —reconoció el secretario del Reino Unido.

—De todas formas, la muerte de los tres físicos también tiene un lado positivo —aventuró el ministro italiano—: supongo que implica la anulación de lo que tenían planeado, ¿verdad?

—No sabemos qué intenciones tenían —dijo el ministro francés—. Igual averiguaron algo por casualidad y venían a informarnos.

—¿Los tres a la vez? —preguntó la canadiense—. Parece mucha casualidad.

Ellen cambió de postura. Aún no les había hablado de Bashir Shah ni les había contado que los tres científicos trabajaban para él.

—Yo no creo que quisieran avisarnos —dijo.

El ministro alemán la miró fijamente.

—¿Sabe una cosa, Ellen? Que hasta ahora todos le hemos contado lo que sabemos, pero usted no. Le dijo a nuestra canciller que habría un atentado en Fráncfort. Sabía hasta la línea de autobús, la hora exacta. ¿Cómo es posible?

—¿Y cómo sabía lo de Nasrin Bujari —preguntó el ministro francés— y que había que buscar físicos nucleares de Pakistán en el resto de los autobuses? Creo que nos debe una respuesta.

A Ellen, sin saber muy bien por qué, sus preguntas le sonaron un poco a acusaciones, pero ¿de qué podían acusarla?

No, pensó, no a ella personalmente, sino a los estadounidenses. La secretaria Adams advirtió que, si bien toda esa gente estaba predispuesta a confiar en Estados Unidos —querían confiar y, teniendo en cuenta lo que estaba en juego, incluso era posible que se murieran de ganas de hacerlo—, el caso era que no se fiaban.

Ya no. No después de la debacle de los últimos cuatro años.

Comprendió que una gran parte de su trabajo como secretaria de Estado consistiría en recuperar esa confianza. Se acordó de su primer día de colegio, cuando su madre se había agachado para decirle en la entrada del patio: «Ellen, para tener amigos hay que ser buena amiga.»

Ese mismo día había conocido a Betsy, que a los cinco años ya se parecía a June Cleaver, aunque con voz de marinero mercante en miniatura.

Medio siglo después, Ellen Adams, secretaria de Estado de Estados Unidos, necesitaba desesperadamente hacer amigos.

Vio las caras de preocupación y suspicacia de sus homólogos y supo lo que tenía que hacer: contarles la verdad sobre el extraño mensaje recibido por la FSO y lo que le había dicho Gil sobre Bashir Shah.

Tenían derecho a saberlo.

Aunque quizá aún no fuera el momento.

Veinte minutos antes, al llegar al consulado estadounidense en Fráncfort, había entrado en una sala segura para hacer una llamada a Washington y hablar con el jefe del Estado Mayor Conjunto.

El general Whitehead se había puesto enseguida.

—¿Sí?

—Soy Ellen Adams, ¿lo he despertado?

De fondo se oía a su mujer preguntando con voz de dormida quién llamaba a las dos de la madrugada.

—Es la secretaria Adams. —La voz del general parecía asordinada por una mano que cubría el auricular—. No pasa nada, señora secretaria. —Todavía parecía medio dormido, pero fue despertando del todo a medida que hablaba—. ¿Cómo está su hijo?

Era la pregunta de alguien que había perdido a demasiada gente joven.

—Recuperándose, gracias. Tengo que hacerle una pregunta. Es confidencial.

—Esta línea es segura. —Evidentemente, ya no estaba en el dormitorio, sino en un despacho privado—. Adelante.

Ellen miró por la ventana gruesa y reforzada del consulado, desde donde se veía el parque al otro lado de Gießener Straße. Poco después, el débil sol de la mañana reveló que en realidad no era un parque, aunque lo pareciera.

Tampoco el edificio donde se encontraba daba la impresión de albergar a miembros de la diplomacia norteamericana, más bien recordaba un Stalag, un campo de prisioneros de guerra de la Segunda Guerra Mundial.

«Las apariencias engañan.»

Lo que estaba viendo no era un parque: alguna lumbrera había tenido la ocurrencia de poner el consulado de Estados Unidos enfrente de un enorme cementerio.

—¿Qué puede decirme sobre Bashir Shah?

Bert Whitehead se dejó caer en una silla. Miró las fotos de la pared del fondo del despacho.

Sabía que iba a ser su última campaña, no tenía ganas de más.

Bashir Shah. ¿Era posible que la secretaria acabara de pronunciar ese nombre?

—Creo que los dos sabemos lo mismo, señora secretaria.

—Yo creo que no, general Whitehead... —Su voz sonaba nítida.

—Vi el documental que hizo su periodista.

—De eso hace tiempo.

—Es verdad. También he leído el informe que preparó inteligencia para su confirmación, y estoy al corriente de las postales.

Ellen soltó una risa seca.

—Cómo no.

—Hizo bien en informarnos en cuanto llegaron.

Las postales a las que se refería el general habían empezado a llegar por correo a su casa, sin firmar, poco después de la emisión del documental. La primera la felicitaba en inglés y en urdu por su cumpleaños y le deseaba una larga vida.

La había puesto en manos del FBI y no había vuelto a acordarse de ella hasta que recibió otra para el cumpleaños de Gil, y una más para el de Katherine.

Y cuando Quinn, su segundo marido y padre de Katherine, murió de pronto de un ataque al corazón, llegó una cuarta... al cabo de apenas unas horas, antes de que la defunción se anunciara oficialmente: un mensaje de pésame en inglés y urdu.

En esa ocasión la entregaron en mano.

Aunque no podía demostrarlo, y el FBI hubiera sido incapaz de averiguar nada, Ellen tuvo entonces la certeza de que esas postales eran de Bashir Shah, una certeza que nació en su interior con la postal aún entre los dedos fríos.

La autopsia no encontró nada que apuntara a que la muerte de Quinn había sido provocada.

Ellen habría preferido creer que Shah se había limitado a aprovecharse de su tragedia para sembrar dudas y agravar cruelmente su dolor jugando con ella al gato y el ratón, pero ella no era ningún ratón asustadizo, así que prefirió afrontar la verdad: Bashir Shah había asesinado a su marido como venganza por el documental, cuya repercusión había sido tal que había obligado al gobierno de Pakistán a arrestarlo, juzgarlo y condenarlo.

Ahora, Ellen volvía a tener a Shah en el punto de mira, pero necesitaba información, mucha información.

—Suponga que no sé nada —dijo.

—¿Puedo preguntarle por qué está interesada en el doctor Shah?

—Por favor, limítese a decirme lo que sabe. He estado tentada de llamar a Tim Beecham, pero he decidido empezar por usted.

Ahí estaba, de nuevo, aquella pausa.

—Creo que ha sido una buena decisión, señora secretaria.

Con sólo oírlo, Ellen Adams comprendió el significado del gesto de preocupación del jefe del Estado Mayor Conjunto, durante la reunión en el despacho oval, cuando el director nacional de Inteligencia había salido a hacer una llamada.

—El doctor Shah es un físico nuclear paquistaní —empezó a explicar Whitehead como quien abre poco a poco la puerta de un armario para desvelar lo que hay dentro—. Pertenece a la segunda generación del programa nuclear del país, que se lo debe casi todo a la primera, pero es capaz de crear armas mucho más potentes y sofisticadas. Shah tiene muchísimo talento. No sería exagerado decir que es un genio. Creó su propio instituto, llamado Pakistani Research Laboratories, una tapadera para los esfuerzos paquistaníes por impulsar su programa de armamento nuclear y competir con la India.

—Esfuerzos que tuvieron éxito —apostilló Ellen.

—Efectivamente. Nos consta que Pakistán sigue ampliando un arsenal que, por lo que sabemos, se compone hoy en día de ciento sesenta cabezas nucleares.

—Dios mío...

—Y nuestros informantes aseguran que, para 2025, serán doscientas cincuenta.

—Dios mío... —volvió a decir Ellen con voz ahogada.

—En una región tan inestable, eso supone un peligro inmenso, y los paquistaníes están encantados con que sea así.

—Israel también tiene armas nucleares, ¿no? —preguntó Ellen.

Oyó una risa.

—Si consigue que lo reconozcan, señora secretaria, los Yankees la ficharán de lanzadora porque habrá quedado claro que hace milagros.

—Yo soy hincha de los Pirates.

—Ah, sí, se me olvidaba que es de Pittsburgh.

—Entre nosotros, general, ¿Israel tiene cabezas nucleares?

—Sí, señora secretaria: es un secreto que están encantados de filtrar. Lo malo es que con eso le dan una excusa a Pakistán para continuar con su programa nuclear. Los paquistaníes apelan siempre al caso israelí como justificación de sus intenciones de aumentar su arsenal hasta alcanzar un «equilibrio de terror» con la India.

—Vaya, vaya.

Ellen Adams conocía el concepto, originado en la guerra fría, cuando ninguno de los dos bandos quería iniciar una guerra que podía aniquilar a toda la humanidad.

En teoría, evitaba que alguno de los dos intentara propasarse.

Pero en realidad no creaba ningún «equilibrio», sino un estado de terror permanente.

—¿Y el programa de armas nucleares iraní? —preguntó.

Casi pudo oír cómo el general negaba con la cabeza.

—Tenemos sospechas, pero no están confirmadas. De todos modos, señora secretaria, creo que podemos partir de la premisa de que Irán tiene o tendrá pronto sus propias armas nucleares.

—En fin, todo eso es del conocimiento público, pero ¿qué puede decirme sobre los acuerdos privados del doctor Shah? Sé que en algún momento empezó a hacer negocios por su cuenta.

—Es cierto: comenzó a traficar con uranio y plutonio enriquecidos, pero no se limitó a eso; en ese mercado también trafican otros, sobre todo la mafia rusa, pero si Shah es tan peligroso es porque se convirtió en una especie de Walmart de las armas, que aparte de los materiales también vendía la tecnología, los equipos, los sistemas de colocación y detonación...

—Y el personal.

—Exacto: los clientes que acudían a él podían obtener en una sola compra todo lo necesario para fabricar sus propias bombas nucleares de principio a fin.

—¿Con «clientes» se refiere a otros países? —preguntó Ellen.

—En algunos casos, sí. Creemos que suministró a Corea del Norte componentes para su programa de armas nucleares.

—Menos mal que Afganistán no tiene el suyo. ¿Se lo imagina?

—Cada día, señora secretaria.

Ella también: por esa razón se despertaba a las tres de la madrugada.

—¿Y el gobierno paquistaní estaba al tanto de todo esto?

—Sí. Sin la aprobación del gobierno, o al menos su disposición a hacer la vista gorda, Shah no se habría salido con la suya. El gobierno toleraba sus negocios porque compartían objetivos.

—¿Qué objetivos?

—Mantener desestabilizada la región, tomar ventaja sobre la India y debilitar a Occidente. Shah ha ganado miles de millones vendiendo todo tipo de cosas al mejor postor, no sólo tecnología nuclear, sino armamento pesado, productos químicos y agentes biológicos, armas convencionales... Me ha preguntado si entre sus clientes había otros países. El peligro no es ése. Al menos a los gobiernos podemos controlarlos un poco. El verdadero riesgo es que caigan armas nucleares en manos de criminales y organizaciones terroristas. Si quiere que sea sincero, resulta increíble que aún no haya pasado.

Ellen hizo una pausa para asimilarlo, pero su cerebro trabajaba a toda prisa.

—Y los componentes, las armas, ¿quién se los suministra a Shah? Porque él no los fabrica...

—No, él hace de intermediario. Hay todo tipo de actores, pero parece que uno de sus principales proveedores es la mafia rusa.

—¿Y Pakistán lo permite? —Era un aspecto que Ellen necesitaba tener del todo claro—. ¡Es nuestro aliado!

—Juegan a un juego peligroso. El gobierno paquistaní nos permitió tener bases militares en el norte del país durante nuestra larga presencia militar en Afganistán, pero no por ello dejó de ser un lugar seguro para Bin Laden, Al Qaeda, los pastunes y los talibanes. Su frontera con Afganistán es tremendamente porosa, el país está plagado de extremistas y terroristas que gozan del respaldo y la protección del gobierno.

—Y cuyo proveedor es precisamente Shah...

—Exacto, aunque si lo tuviera usted delante no sospecharía nada. Tiene aspecto de hermano, de mejor amigo; parece un intelectual benevolente.

—Las apariencias engañan.

—Casi siempre —añadió el general Whitehead—. Cuando asistí a las reuniones con el ejército paquistaní entré en las cuevas y vi las armas que tenían escondidas y que les suministraba Shah. Si alguno de esos grupos llegara a tener un arma nuclear...

—¿Y por qué no la tienen, si hace décadas que Shah es su proveedor?

—Por dos razones —respondió Bert Whitehead—. Primero que nada, la mayoría de esas organizaciones son caníbales: se pelean y matan entre sí. La organización y la continuidad no son su fuerte, y construir una bomba de verdad requiere años, y estabilidad. Además, no puede hacerse en las montañas, dentro de una cueva. La otra razón es que se lo impiden las agencias de inteligencia occidentales. Desde la caída de la Unión Soviética, nuestras redes de inteligencia y vigilancia han desbaratado cientos de tentativas de compraventa de materiales y residuos nucleares. Y le recuerdo que una bomba sucia se crea con muy poco.

A la secretaria Adams no le hacía falta que se lo recordasen: siempre lo tenía muy presente.

—Como usted sabe —continuó el general—, el penúltimo gobierno de nuestro país presionó a Pakistán para que detuviese a Shah. En parte fue gracias a su documental, que dirigió la presión pública sobre Pakistán. Nosotros esperábamos que lo metieran en la cárcel, pero sólo lo condenaron a arresto domiciliario. De todos modos, supongo que es mejor que nada: limita su influencia.

—Hasta ahora —contestó Ellen.

—¿Por qué lo dice?

—Ah, ¿no lo sabe? Shah está libre. Los paquistaníes lo soltaron el año pasado.

—Madre de Dios... Lo siento, señora secretaria. —El general Whitehead suspiró—. Bashir Shah en libertad. Eso sí es un problema.

—Mayor de lo que se imagina: parece que lo hicieron con nuestro beneplácito.

—¿Nuestro?

—El del gobierno anterior.

—No puede ser. ¿Quién iba a ser tan tonto como para...? En fin, da igual.

Se referían al ex presidente Dunn, a quien incluso sus colaboradores más estrechos —sobre todo sus colaboradores más estrechos— llamaban Eric el Tonto, aunque en este caso ya no cabía hablar de tontería, sino de demencia.

—Fue justo después de las elecciones —dijo la secretaria Adams.

—¿Después de las elecciones? ¿Cuando ya habían perdido? —preguntó el general Whitehead—. ¿Qué sentido tiene? —Se quedó callado un momento y después agregó—: ¿Cómo lo sabe?

—Me lo ha dicho mi hijo, que estaba siguiendo a una física nuclear, una tal Nasrin Bujari, contratada por Shah.

Ellen le contó lo que sabía. El general Whitehead escuchó en silencio, absorbiendo todas las palabras y lo que implicaban.

Después preguntó:

—Pero ¿por qué iba a matar Shah a los suyos?

—No los ha matado él.

—Entonces ¿quién ha sido?

—Esperaba que me lo dijera usted.

Pero el general Whitehead se quedó en silencio.