—El primer ministro israelí niega cualquier implicación de su gobierno en los atentados —susurró Boynton al oído de Ellen media hora después, durante la reunión virtual con secretarios y ministros de Asuntos Exteriores, jefes de inteligencia y expertos de otros países.
—Gracias —contestó ella antes de volverse hacia los demás participantes en la videoconferencia y contárselo.
Agradeció la interrupción porque le había evitado tener que contestar a la pregunta de cómo sabía la ciudad en que tendría lugar el tercer atentado, la hora, e incluso qué autobús, puntualmente, sería el objetivo.
Le daba algo de tiempo para pensar la respuesta.
—¿Qué hacemos? ¿Damos credibilidad al primer ministro israelí? —preguntó el ministro de Exteriores de Francia.
—¿Nos ha mentido Israel alguna vez? —preguntó el ministro italiano.
Eso provocó algunas risas.
No obstante, pese a que Israel no siempre decía la verdad, también sabían que era poco probable que el primer ministro le hubiera mentido al nuevo presidente de Estados Unidos: Israel necesitaba conservar a ese amigo a toda costa, y empezar con una mentira no era la mejor manera.
—Además —intervino el secretario británico—, puede que el Mossad estuviera encantado de matar a físicos nucleares paquistaníes, pero no de una manera tan sucia y brutal: ellos siempre se jactan de ser limpios y precisos, y esto ha sido todo lo contrario.
Por lo visto, se le había olvidado que Ellen había dicho exactamente lo mismo unos minutos antes.
—Señora secretaria —dijo la ministra canadiense—, no ha respondido a nuestra pregunta: ¿cómo se enteró de los detalles del atentado de Fráncfort antes de que ocurriera y de lo de la doctora Bujari?
Ellen ya no vio tan claro que pudieran ser amigas.
—Y de que los objetivos de los otros dos autobuses probablemente fueran también físicos paquistaníes —añadió el ministro de Exteriores italiano.
—Como saben, en el autobús de Fráncfort iba mi hijo, que es periodista. Una fuente le informó de un complot relacionado con físicos nucleares paquistaníes y le dio el nombre de Nasrin Bujari. La estaba siguiendo. A partir de ahí, no costaba atar cabos.
—¿Y quién era su fuente? —preguntó la canadiense.
Ellen pensó que la mujer con la bata con alces y osos estampados estaba resultando ser un incordio.
—Se niega a decírmelo.
—¿A su propia madre? —preguntó el ministro alemán.
—A la secretaria de Estado. —El tono de Ellen desalentó cualquier otra pregunta sobre su relación personal con su hijo.
—¿En qué consistía el complot? ¿Cuál era el plan? —preguntó el ministro francés, que se acercó tanto a la pantalla que todos pudieron ver hasta los poros de su enorme nariz.
—Mi hijo no lo sabe.
El ministro puso cara de escepticismo.
—A su hijo lo secuestraron hace unos años los pastunes, ¿no es cierto? —recordó el ministro de Exteriores alemán.
—Es verdad —comentó el francés.
—Cuidado —lo avisó la canadiense, pero Francia casi nunca escucha a Canadá.
—A diferencia de otros periodistas, que fueron ejecutados, entre ellos tres franceses, él consiguió escapar... —insistió el francés.
—Basta, Clément... —le espetó la canadiense.
Pero el otro no se detuvo.
—... y ahora tengo entendido que su hijo se ha convertido al Islam. Es musulmán.
—¡Clément! —dijo la canadiense—. C’est assez!
Pero no era suficiente, al menos no para el ministro francés.
—¿Qué insinúa? —El tono de Ellen fue de advertencia.
En realidad, sabía perfectamente lo que el ministro francés insinuaba: lo habían insinuado muchos otros, pero nunca se lo habían dicho a la cara.
—No ha querido decir nada —terció el ministro italiano—. Está muy afectado: París acaba de sufrir un atentado horrible. No le dé mayor importancia, señora secretaria.
La cara del francés estaba prácticamente pegada a la pantalla.
—¿Cómo sabe que su hijo no forma parte del complot? ¿Cómo sabemos que la bomba no la ha puesto él mismo?
Fue la gota que colmó el vaso.
—¡¿Cómo se atreve?! —bramó Ellen—. ¿Cómo puede insinuar que mi hijo ha tenido algo que ver? Lo que ha intentado es evitarlo: se ha jugado la vida para impedirlo y ha estado a punto de morir en la explosión.
—«... a punto» —repitió el alemán con una calma y una ponderación exasperantes—, pero no ha muerto.
Ellen se preguntó si había oído bien.
—No lo estará diciendo en serio.
Los miró uno a uno. Incluso la canadiense, con su ridícula bata de franela con alces y osos, aguardaba su respuesta a aquella pregunta, una pregunta que todos se hacían, pero que sólo el ministro francés había tenido la temeridad de formular.
¿Cómo era posible que Gil Bahar, al contrario que muchos otros, hubiera conseguido escapar de los terroristas islámicos que lo tenían secuestrado?
Ella misma se lo había preguntado a su hijo cuando se reunió con él en Estocolmo, justo después de su escape. Lo hizo sin doble intención, pero Gil se sintió agredido, como siempre.
Desde entonces, su relación, ya de por sí tensa, había empeorado, mientras que la pregunta sin respuesta se había ido convirtiendo en una herida sin cerrar.
Ya casi no se hablaban, a pesar de que ella no se había cansado de intentar explicarle, a través de Betsy y Katherine, y de llamadas y cartas, que lo quería y confiaba en él, y que, si le había hecho aquella pregunta, había sido inocentemente, sin medir las consecuencias.
El secuestro de Gil también era el origen del conflicto suscitado entre Ellen y el entonces senador, y actual presidente, Douglas Williams.
Otra herida sin cerrar.
Miró a sus colegas, todos tensos y nerviosos. Aún no podía decirles nada del mensaje en clave: primero tenía que averiguar muchas cosas sobre el propio mensaje y sobre Anahita Dahir.
Sin embargo, algo tenía que darles. Se le ocurrió una idea.
—Lo que le dijo su fuente fue quién era el cerebro de los atentados. Ha podido contármelo esta mañana, en la cama del hospital.
Le pareció oportuno insistir en ese detalle: no, Gil no había salido ileso.
—¿Y...? —preguntó el ministro alemán.
—Bashir Shah.
Fue como si se abriera un agujero negro capaz de succionar la luz, el sonido y la vida de las salas donde estaba cada uno, dejándolos completamente aturdidos.
Bashir Shah.
Empezaron a gritar preguntas todos a la vez.
En el fondo, era la misma pregunta, formulada de maneras distintas.
—¿Cómo ha podido ser Shah, si lleva años en arresto domiciliario en Islamabad?
Ellen repitió punto por punto su conversación con el general Whitehead, lo que provocó aún más confusión.
—Mierda.
—Merde.
—Scheiße.
—Merda.
—Fucking hell —soltó la canadiense.
Ellen se replanteó su postura: quizá una botella de chardonnay con ella, cuando todo acabara.
—¿Está diciendo que no tenemos ni idea de dónde está Shah? —preguntó el ministro de Exteriores de Francia.
—Exacto.
Por las caras de los otros asistentes a la reunión, Ellen llegó a la conclusión de que sabían tan poco como ella, y estaban igual de indignados y enfadados...
Con ella.
—¿Y ustedes lo permitieron? —inquirió el alemán—. ¿Dejaron escapar al traficante de armas más peligroso del mundo? Nein, no escapar, salir tan campante por la puerta de su casa.
—Me imagino que lo haría por la puerta de atrás para que nadie lo viera... —se burló el italiano.
—Qué más da por dónde saliera —replicó el alemán—. La cuestión es que está libre, con el beneplácito del gobierno estadounidense.
—Sí, pero no del gobierno actual, ni el mío —aclaró Ellen—. Yo lo odio tanto como ustedes, si no más.
Por la simple razón de que sospechaba que Shah había asesinado a su esposo Quinn, a quien ella quería con toda su alma, en represalia por el documental...
Y porque no dejaba de burlarse de ella con sus malditas postales.
Durante cuatro meses, Shah había tenido libertad para hacer lo que quisiera con la protección del gobierno paquistaní y el consentimiento de un loco, nada menos que el presidente de Estados Unidos, con su gabinete de monos voladores.
Entre ellos, empezaba a sospechar Ellen, Tim Beecham, director nacional de Inteligencia en funciones.
De ahí que el general Whitehead no se fiara de él.
Tim Beecham era un residuo del gobierno anterior, un nombre más en la oleada de nombramientos políticos propuestos al Senado durante los últimos estertores de la presidencia de Dunn. El nuevo presidente lo había dejado como director nacional de Inteligencia «en funciones» hasta que hubiera decidido si lo mantenía o no en el cargo. Lo había conocido siendo senador, y sabía que era un profesional de inteligencia conservador y de derechas, pero poco más. En todo caso, por lo pronto no tenía otro remedio que confiar en su lealtad.
Leal era, estaba claro, pero ¿a quién?
—¿Qué intenciones tiene Shah? —preguntó la ministra canadiense—. Tres físicos nucleares... eso no puede ser bueno.
—Tres físicos nucleares muertos, querrá decir —la corrigió el ministro italiano—. En el fondo nos han hecho un favor, ¿no es cierto?
Ellen rememoró las caras de los familiares con las fotos en las manos y los ositos de peluche, los globos y las flores en la calle. Valiente favor.
A pesar de todo, el ministro italiano tenía algo de razón.
—Yo lo que no entiendo es que reclutase a físicos nucleares de segunda fila —volvió a la carga la canadiense—. Podría haber comprado prácticamente a cualquiera, ¿no?
A Ellen tampoco le cuadraba.
—Tiene que presionar a su hijo, señora secretaria —dijo el ministro italiano—. Es necesario que le diga quién es su fuente: tenemos que descubrir las intenciones de Shah.
A petición de Ellen, Betsy regresó a Washington.
Una vez sentada al lado de la ventanilla en el asiento de clase business del avión de línea, abrió la carta que le había entregado Ellen, con aquella mala letra inconfundible.
A pesar de que se la había entregado dentro de un número de la revista People, y de que la letra no podía ser de nadie más, su amiga había empezado la carta con «una metáfora mixta entra en un bar...».
Se encendió la señal de cinturón obligatorio y una azafata pidió, a través de la megafonía, que los teléfonos se pusieran en modo avión. Antes de hacerlo, Betsy se apresuró a mandar un mensaje al correo electrónico de Ellen.
«... Y en alas del alcohol se sume en la estupefacción.»
Se apoyó en el respaldo y leyó el resto del breve mensaje mientras, en la fila de detrás, un hombre joven y de aspecto corriente leía el periódico.
Seguro que pensaba que Betsy no se había fijado en él.
Tras leer el mensaje, ella se guardó la carta en el bolsillo del traje pantalón. Cabía la posibilidad de que le robaran el bolso, pero parecía más difícil que le quitaran los pantalones.
La carta estaría a salvo.
Sobrevolando el Atlántico, mientras los demás pasajeros comían o dormían en sus asientos cama, Betsy Jameson miraba por la ventanilla pensando en cómo cumplir la petición de Ellen.
—Que pase —dijo Ellen. Estaba en un despacho que le había facilitado el cónsul general de Estados Unidos.
Charles Boynton entró con Anahita Dahir.
—Gracias, Charles, ya puede irse.
Boynton se paró en la puerta, vacilando.
—¿Le traigo algo de comer o de beber, señora secretaria?
—No, gracias. Y usted, señorita Dahir, ¿quiere algo?
Anahita negó con la cabeza a pesar de que se moría de hambre. Lo último que quería hacer era comerse un sándwich de lechuga y huevo duro delante de la secretaria de Estado.
Boynton cerró la puerta con cara de preocupación: lo estaban excluyendo. Tenía que encontrar la manera de volver a entrar.
Ellen esperó a que la puerta se cerrara con un suave clic para indicarle por señas a Anahita que se sentara en el sillón de enfrente.
—¿Quién es usted?
—¿Cómo, señora secretaria?
—Ya me ha oído. No tenemos tiempo que perder. Ha habido muertos y todo indica que aún no ha pasado lo peor. Usted está implicada, así que conteste: ¿quién es?
Anahita vio que la secretaria apoyaba lentamente la palma de la mano en la tapa de una carpeta que tenía sobre las rodillas y entendió que era un informe de inteligencia muy similar al que tenían sus interrogadores en el sótano del Departamento de Estado.
Alzó la vista hacia la secretaria Adams.
—Soy Anahita Dahir y trabajo en el servicio diplomático. Pregúnteselo a quien quiera. Katherine me conoce y Gil también. Soy quien digo que soy, ni más ni menos.
—Bueno, tanto como eso... —contestó Ellen—. Me creo que esos sean su nombre y su trabajo, aunque estoy convencida de que hay algo más. Usted, y nadie más, recibió el mensaje. Ahora sabemos que hay una conexión con Pakistán, de donde eran los tres físicos nucleares a los que se ha identificado entre los pasajeros de los autobuses que estallaron, y usted pasó dos años en nuestra embajada en Islamabad, y trabaja en la sección paquistaní. ¿Quién le mandó el mensaje?
—No lo sé.
—Sí que lo sabe —replicó Ellen—. Mire, la saqué del interrogatorio; seguramente hice mal, pero la saqué de allí y luego la traje conmigo a Fráncfort para que estuviera fuera de peligro. Seguramente tampoco debería haberlo hecho, pero lo hice. Estaba en deuda con usted por haber salvado la vida de mi hijo, pero todo tiene un límite. Al otro lado de esa puerta hay agentes de seguridad. —No se molestó en mirar en dirección a la puerta—. Si no me responde ahora mismo, haré que entren y la dejaré en sus manos.
—Le aseguro que no lo sé —insistió Anahita con una voz aguda que salió con dificultad de su garganta—. Tiene que creerme.
—No, lo que tengo que hacer es averiguar la verdad. Antes de borrar el mensaje lo copió. ¿Suele hacerlo?
Anahita negó con la cabeza.
—Y, en este caso, ¿por qué lo hizo?
Al ver la expresión compungida de la FSO, Ellen supo que la había pillado. Tal vez no consiguiera la respuesta, pero al menos había dado con la pregunta.
Anahita respondió; sin embargo, su respuesta no fue para nada la que Ellen esperaba.
—Mi familia es libanesa, y las familias libanesas suelen ser estrictas y tradicionales. Mis padres lo son, sin embargo me dieron una libertad que mis amigas no tenían ni por asomo. Me dejaban salir de casa, incluso me permitieron salir del país por mi trabajo, pese a que, según la tradición, las buenas libanesas viven con sus padres hasta casarse. Estaban orgullosos de que trabajara para el Departamento de Estado, al servicio de mi patria, y confiaban en que yo no traspasaría ciertos límites; sin embargo yo...
Ellen escuchaba con atención, pero al mismo tiempo iba reflexionando, buscando conexiones, hasta que consiguió atar cabos.
—Gil —dijo.
Anahita asintió.
—Sí. Cuando llegó el mensaje, sinceramente creía que era spam, al menos al principio; por eso se lo enseñé a mi supervisor y después lo borré. Pero justo antes de hacerlo se me ocurrió que quizá fuera de Gil.
—¿Y por qué pensó eso?
Anahita se quedó callada y Ellen notó que se ruborizaba.
—Gil y yo siempre quedábamos en el mismo sitio: mi pequeño apartamento de Islamabad, así que, cuando quería que nos viéramos, me mandaba un SMS con la hora; nada más, sólo la hora.
—Encantador —dijo Ellen, y vio que Anahita sonreía un poco.
—La verdad es que sí. Yo quería mantener en secreto nuestra relación para que mis padres no se enterasen, y eso a veces resultaba engorroso, pero también era...
Divertido, excitante... Recordó la emoción de moverse a hurtadillas por una ciudad plagada de engaños y dobleces. ¡Ah, los días y las noches de Islamabad, bochornosos y sensuales!... Todo el mundo tan joven, tan vital, tan resuelto... tan lleno de vida pese a estar rodeados de muerte.
Su trabajo como traductores o periodistas, como empleados consulares o espías, les parecía de la máxima importancia. Ellos mismos se sentían importantes... e inmortales, en un sitio donde la violencia y la muerte se cebaban en otros, nunca en ellos.
Y los mensajes de texto... «1945», «1330» o su favorito: «0615». Despertarse con Gil...
Ellen tuvo que esforzarse para no sonreír ante las reacciones físicas de Anahita mientras recordaba. Se dio cuenta de que ella misma había sentido algo muy parecido por Cal, el padre de Gil. Cal había sido su primer amor... aunque no su alma gemela, no: su alma gemela era Quinn, el padre de Katherine.
Pero cómo se divertía con Cal Bahar... y qué resuelto era.
Incluso ahora, cuando pensaba en él...
No siguió: era el momento menos adecuado.
Carraspeó y Anahita, volviendo a sonrojarse, abandonó sus recuerdos y regresó a la sala fría, gris y anodina en la que se encontraban.
—Esperaba que el mensaje fuera de Gil, de modo que me lo apunté antes de borrarlo, y más tarde esa noche le mandé un mensaje para preguntarle si era él quien me había escrito.
—¿Sabía dónde estaba?
—No. Hacía tiempo que no teníamos ningún contacto, desde que regresé a Washington.
Ellen asintió con la cabeza pensando que, si Anahita les había contado todo eso a los de seguridad, seguro que no la habían creído: muy probablemente no entendieran que una mujer joven pudiera anhelar y consumirse así por su primer amor, ni que ese amor pudiera hacerla exagerar, malinterpretar, releer y reinterpretar un mensaje.
No entenderían que la esperanza es capaz de cegar incluso a las personas más inteligentes.
Ella misma, en cambio, le encontraba todo el sentido del mundo. También a ella la había deslumbrado un hombre, el padre de Gil; también ella había estado ciega a lo que todos los demás veían con una claridad meridiana, empezando por Betsy, que había intentado decírselo de la mejor manera, hacerle ver todas las razones por las que lo suyo con Cal no funcionaría jamás.
—Y así es como se enteró de que estaba en Fráncfort —dijo.
—Sí.
—Pero, si no fue Gil, ¿quién envió el mensaje?
—No lo sé, pero dudo que quisiera mandármelo a mí en concreto: le iba bien cualquiera que estuviese en ese escritorio.
—¿Qué sabe de Bashir Shah? —Notó que las facciones de Anahita se tensaban—. Algo sabe. He visto su reacción dentro del coche: se ha asustado mucho.
Anahita se removió en el asiento.
—Cuando estaba en Islamabad trabajé en temas de proliferación nuclear —contestó después de unos momentos—, y algunos de mis contactos paquistaníes hablaban de él casi sobrecogidos. Era un mito en el sentido más terrible, algo así como un dios de la guerra. ¿Es él quien está detrás de los atentados?
En lugar de contestar, Ellen se puso de pie.
—¿Tiene algo más que contarme?
Anahita también se levantó y negó con la cabeza.
—No, señora secretaria, nada más.
La acompañó hasta la puerta.
—Voy a volver al hospital para ver a Gil antes de que salga el vuelo, ¿quiere acompañarme?
Después de un titubeo, Anahita levantó la barbilla y echó los hombros hacia atrás.
—Gracias, pero no.
Al cerrar la puerta, Ellen se preguntó si Gil tendría idea de lo que había perdido.
Anahita, por su parte, se preguntó hasta dónde podría llegar si seguía caminando por aquel pasillo. ¿Cuánto tardarían en darse cuenta de que ya no estaba?
Y de que había mentido... una vez más.