14

Mientras hacía cola para coger un taxi en el aeropuerto de Washington-Dulles, Betsy Jameson sopesó la posibilidad de preguntarle al joven del avión si quería que lo compartieran.

La seguía, estaba claro: era tan obvio que resultaba casi enternecedor. Esperó que no fuera un espía: duraría muy poco en la profesión —y entre los vivos— si no la engañaba ni a ella. De todos modos, sospechaba que la seguía para protegerla.

Ellen debía de haberlo enviado.

Eso la tranquilizaba, por un lado, pero por otro la desconcertaba: no se le había pasado por la cabeza que estuviera haciendo nada peligroso; sí difícil, pero no peligroso.

A lo difícil ya estaba acostumbrada. Su infancia en el sur de Pittsburgh la había convertido en una luchadora. Había crecido con la convicción de que la vida era una lucha constante, de que la gente era una mierda y no había que fiarse de nadie. De la familia sólo recibía malos tratos, los hombres eran todos unos violadores y las mujeres, unas zorras. ¿Los gatos? Unos falsos. ¿Y los perros? Los perros estaban bien, excepto los pequeños, que siempre estaban ladrando. Y de los pájaros mejor no hablar.

La experiencia le había enseñado que los monstruos no salían del armario, sino que entraban por la puerta principal y, para colmo, con frecuencia les abrían gustosamente.

Por su parte, ya a los cinco años había aprendido a no dejar entrar a nadie.

Se había refugiado en una cueva excavada en la ladera de una montaña emocional donde nadie ni nada podían encontrarla ni hacerle daño.

Con todo, el primer día de colegio había visto, en la entrada del patio, a una niña rubia con las piernas torcidas, unas gafas enormes de culo de vaso y un jersey demasiado grueso para el tiempo que hacía. Su madre se había agachado para decirle algo en voz baja, ella había asentido con solemnidad y se habían despedido con un beso.

Betsy ya no se acordaba de la última vez que le habían dado un beso, y mucho menos como aquél: un beso en la mejilla, rápido y tierno.

Luego aquella niña rubia de apariencia frágil había cruzado el umbral del patio y enseguida, inesperada e irrevocablemente, se había colado hasta el fondo de la cueva donde Betsy Jameson se ocultaba.

Desde ese día en adelante, Ellen y Betsy habían sido casi inseparables. Ellen le enseñó a Betsy que la bondad existía... y de ella aprendió a defenderse de las agresiones con una patada en la entrepierna.

Habían ido juntas a la universidad. Ellen cursó Derecho y Ciencias Políticas; Betsy, Literatura Inglesa. Al salir, se hizo profesora.

Nadie en su familia festejó sus éxitos, pero daba igual: ya no estaba en su cueva, sino fuera, en un mundo donde los peligros acechaban, pero donde también existía la bondad.

Todavía en la fila de los taxis, medio muerta de frío en aquel gélido día de marzo, se acordó del largo abrazo que Ellen le había dado en el vestíbulo del consulado de Estados Unidos en Fráncfort mientras le susurraba al oído: «Cuídate.»

Claro que entonces aún no había abierto la carta que ahora llevaba en el bolsillo del pantalón.

La carta en la que Ellen le pedía que averiguase, con la máxima discreción, todo lo que pudiese acerca de Tim Beecham.

Beecham era el director nacional de Inteligencia en funciones y, al menos oficialmente, había sido uno de los principales asesores en seguridad del gobierno anterior, pero ¿a qué se dedicaba realmente?

En apariencia, la tarea no tenía mucha complicación, pero a ellas no les interesaban las apariencias.

Miró de reojo al joven que la seguía: estaba absorto en el mismo periódico que había estado leyendo durante ocho horas en el avión. Casi le dio pena, pero al final pensó que el ofrecimiento de ir juntos en taxi sólo serviría para sacarle los colores. Además, quería tiempo para pensar durante el trayecto hasta Foggy Bottom.

El siguiente taxi le tocaba a ella.

En cuanto arrancó, vio al agente saltar por encima de las cuerdas y subir a un coche estacionado en la zona roja donde no podía aparcar nadie que no contara con la identificación gubernamental.

Se apoyó en el respaldo pensando en su siguiente movimiento.

—¿Has comido?

—Aún no —contestó Katherine.

—Pues ve a buscar algo, ya me quedo yo con él —dijo Ellen.

Faltaba menos de una hora para el vuelo a Islamabad que les había propuesto a los secretarios y ministros de Exteriores presentes en la reunión de esa mañana con el visto bueno del presidente Williams. Alguno se había resistido de entrada, pero estaba claro que si algún país podía sonsacarles una respuesta a los paquistaníes era Estados Unidos, por mucho que los atentados se hubieran producido en el Reino Unido, Francia y Alemania.

Se había decidido no informar a nadie de la visita, ni siquiera a Islamabad, hasta después de que el avión despegara.

La respiración de Gil cambió, se removió un poco entre gemidos y empezó a despertarse. Ellen le cogió la mano, conocida y desconocida —¡hacía tanto que no se la tocaba!—, y contempló su rostro apuesto, aunque amoratado, mientras él batallaba para salir del marasmo de los analgésicos.

Abrió los ojos y la miró sonriendo, pero enseguida recuperó del todo la conciencia y su sonrisa se desvaneció.

—¿Cómo estás? —susurró ella.

Se inclinó para darle un beso en la mejilla, pero él se apartó.

—Bien —respondió frunciendo el ceño al acordarse de lo que había ocurrido—. ¿Y los demás?

Había diecisiete transeúntes hospitalizados en el mismo centro. La secretaria Adams había hablado un poco con algunos heridos, los más leves: los médicos no eran partidarios de molestar a los demás, que en muchos casos seguían sedados. Más de uno se debatía entre la vida y la muerte.

Su vida había sufrido un giro tan brusco como radical mientras recorrían a pie o en bicicleta el camino de todos los días.

Brazos y piernas amputados; cerebros con lesiones irreparables; ceguera, desfiguración, parálisis.

Cicatrices visibles e invisibles que jamás se curarían.

Se abrió la puerta y apareció Charles Boynton.

—Preguntan por usted, señora secretaria.

—Gracias, Charles, voy enseguida.

Su jefe de gabinete se quedó un momento en la puerta antes de retirarse.

Ellen devolvió su atención a Gil.

—Me voy a Islamabad.

—¿Los paquistaníes están colaborando?

—A eso voy: a asegurarme de que lo hagan. Sospecho que conocen el paradero exacto de Shah.

—Yo también.

—Gil, tengo que preguntártelo otra vez. —Lo miró a los ojos—. Necesitamos saber quién es tu fuente.

Gil sonrió.

—Y yo pensando que mi madre había venido a comprobar que me encontraba bien. No me había dado cuenta de que tenía delante a la secretaria de Estado.

A Ellen se le ocurrieron varias respuestas, pero no dijo nada.

El propio Gil era consciente de que había sido un golpe bajo.

—Sabes que no puedo decírtelo —añadió suavizando el tono—. Dirigiste un imperio mediático, ¿cuántas veces fuiste a juicio para defender a periodistas que se negaban a revelar sus fuentes?

—Hay vidas en...

—No me vengas con que hay vidas en juego —la cortó.

En su memoria había recuerdos que nunca se desvanecían: instantáneas que salían a flote de improviso en la oscuridad de la noche o a plena luz del sol; mientras caminaba, comía o estaba en la ducha; incluso en los momentos más banales.

La decapitación de su amigo, el periodista francés, por ejemplo. Sus secuestradores se habían asegurado de que la presenciara y dedujera que después llegaría su turno. Jean-Jacques lo había mirado fijamente a los ojos mientras le ponían la cuchilla en la garganta.

O la imagen de aquella joven negra en el momento en que un camión con un extremista de derechas al volante la arrollaba junto a un grupo de manifestantes pacíficos en Texas: el último momento de una vida.

Y esos dos eran apenas los visitantes más asiduos, los huéspedes sin invitación, los fantasmas indeseados más asiduos.

A esas imágenes del horror acababa de sumarse otra: la de caras en el autobús mirándolo con miedo. Miedo de él. Estaban a punto de morir y él no podía salvarlos.

—La única razón de que tengamos la esperanza de evitar más muertes —dijo— es que mi fuente confiaba en mí, y si te digo quién es ya no lo hará. No, Ellen, no voy a decírtelo.

A Ellen siempre le dolía que la llamara por su nombre, en vez de «mamá» o incluso «madre». De hecho, sospechaba que lo había hecho por eso, para que le doliera, aunque también como advertencia: «De aquí no pases.»

De todas formas, la relación con su hijo era menos importante que la posible pérdida de decenas de miles de hijos e hijas, madres y padres más. Si lo que estaba sucediendo asestaba el golpe de gracia a su familia, qué se le iba a hacer... No sería tan espantoso como el duelo de tantas y tantas familias en las últimas horas.

—Necesitamos más información, y seguro que tu fuente la tiene. Además, no tiene por qué enterarse de que nos lo has dicho.

—¿Estás de coña? —Gil la miró con rabia—. Lo sabrá cuando lo maten.

—¿Quiénes?

—Shah y los suyos.

—¿Trabaja para Shah?

—Oye, que no es que no quiera ayudar; soy el primero que quiere encontrar a Shah y frenarlo, pero no puedo decirte más.

Ellen respiró hondo intentando calmarse.

Cambió de táctica.

—¿Crees que tu fuente conoce los planes de Shah?

—Se lo pregunté, como comprenderás, y me aseguró que no.

—¿Le crees?

El padre de Gil, Cal Bahar, le había inculcado la idea de que los periodistas, los reporteros de investigación y los corresponsales de guerra eran héroes: el Cuarto Poder que aprieta las tuercas a la democracia.

A Gil Bahar lo habían educado en la seguridad de que el periodismo era su vocación y su destino. Los conflictos que buscaba no eran interiores, se desarrollaban en Washington o en Afganistán, y él quería cubrirlos.

Ser testigo, informar, averiguar el porqué, el cómo y el quién.

Contar la verdad, hasta la más desagradable o peligrosa.

Su madre, por su parte, siempre había sido la empresaria, la gestora que dirigía el imperio, el miembro racional de la familia que no veía más allá de los números de las hojas de cálculo.

«La hormiguita», la llamaba su padre, incluso con cariño, añadiendo entre risas que le encantaban las hormigas.

Pero Gil, el periodista en ciernes, no se dejaba engañar: ya de niño veía la verdad escondida en la broma.

A pesar de todo, pensó que las cosas quizá ya no fueran como antes. Una de dos: o su padre se había equivocado desde el primer momento y no conocía a su madre tanto como pensaba, o ella había adquirido el don de no preguntar sólo qué sabía la gente, sino algo aún más importante: qué creía.

De ahí que, finalmente, estuviera preguntándole a su hijo qué creía.

—No descarto que mi fuente conozca los planes de Shah —dijo él—, pero lo máximo que conseguí sacarle fue su nombre. Tenía un miedo tremendo, y con razón. Lo más seguro es que ya esté arrepentido de habérmelo dicho.

—Bueno, pues si no está dispuesto a contarte los planes de Shah, ¿podrías intentar averiguar al menos si morirán más físicos?

Gil se incorporó en la cama con una leve mueca de dolor y miró fijamente a su madre, la secretaria de Estado.

—¿Estás rastreando mis mensajes?

Ellen vaciló.

—Yo no. Confío en que si averiguas algo importante me lo contarás tú mismo. Ahora bien, lo que hagan otros...

Gil asintió con la cabeza.

—Pues entonces no puedo ponerme en contacto con mi fuente. —Lo había dicho bien fuerte. Bajó la voz—. Aunque quizá haya otra manera.

—La necesitan, señora secretaria.

Al ver a Boynton en la puerta, Ellen se preguntó qué habría oído.

—El avión no va a irse sin mí —dijo ella.

—¿Está aquí Ana? —preguntó Gil echando una ojeada a la puerta.

Ellen volvió a verlo fugazmente como cuando era pequeño: el niño que tenía miedo de hacer una pregunta dolorosa, pero que, como buen periodista en zona de conflicto, había decidido que pesaba más la necesidad de saber que el miedo.

—No. Se lo he propuesto, pero...

Gil asintió. De momento no le hacían falta más verdades.

—Señora secretaria... —el tono de Boynton se había vuelto un poco brusco—, no me refería al avión.

Nada más llegar Ellen al consulado de Estados Unidos en Fráncfort y apearse de la limusina, la recibió un hombre de mediana edad, el mismo con quien había hablado en el lugar del atentado: el jefe de la inteligencia estadounidense en Alemania.

—Scott Cargill, señora secretaria.

—Sí, señor Cargill, ya me acuerdo.

Mientras la hacían entrar a toda prisa en el edificio, se fijó en la mujer, ligeramente más joven que él, que lo acompañaba.

—Le presento a Frau Fischer, de la inteligencia alemana —explicó Cargill, cruzando la puerta que les habían abierto dos marines.

—Tenemos un sospechoso —dijo Fischer en un inglés impecable.

Cruzaron el vestíbulo hacia los ascensores, uno de los cuales alguien mantenía abierto para ellos. Sus pasos resonaban en el suelo de mármol.

—¿Lo han detenido? —preguntó Ellen.

—Aún no —contestó Frau Fischer cuando se cerraron las puertas del ascensor—. De momento sólo tenemos una imagen de una de las cámaras de seguridad del trayecto, y la del interior del autobús.

Llevaron a Ellen y a Boynton a una sala sin ventanas, con cierto aire de búnker, donde los esperaba una sorpresa: el ministro de Asuntos Exteriores alemán había ido personalmente desde Berlín.

—Ellen —dijo tendiendo la mano.

—Heinrich.

Señaló la silla giratoria que tenía al lado.

—Tiene que ver este vídeo que hemos encontrado.

Ellen se sentó sonriendo un poco por el «hemos»: sospechaba que Heinrich von Baier había participado tan poco como ella en el hallazgo.

A una señal del ministro, apareció una imagen en la pantalla al frente de la sala.

Se veía el autobús 119 frenando y a un hombre que bajaba. Un clic congeló la imagen.

—Faltaban dos paradas para la explosión —explicó Scott Cargill.

—He ahí nuestro terrorista —dijo Von Baier.

Ellen sonrió de nuevo, esta vez por el «nuestro», y se preguntó cuánto duraría la apropiación si resultaba que se equivocaban.

En la pantalla vio a un hombre joven y delgado con vaqueros, chaqueta y una kufiyya de cuadros alrededor del cuello.

Se volvió hacia Cargill.

—¿Cómo sabemos que es él? Huele un poco a discriminación racial.

—Por dos pruebas más —respondió Cargill.

Apareció otro vídeo, ahora del interior del autobús.

Volvieron a parar la imagen.

Al fondo del autobús vio a Gil sentado tranquilamente.

—Ésa es Nasrin Bujari. —Frau Fischer señaló a la mujer de detrás a la izquierda.

—La física nuclear...

Ja, señora secretaria. A su hijo ya lo habrá reconocido, claro. Y ése... —su dedo apuntaba a un pasajero situado justo delante de la doctora Bujari— ése es nuestro sospechoso. Fíjese en lo que pasa ahora.

La cinta volvió a ponerse en marcha. Vieron que el hombre se agachaba hasta que lo tapaba la mujer de delante, luego se incorporaba y se levantaba para dirigirse a la salida. La imagen siguiente ya la habían visto: era el momento en que se apeaba.

La imagen se congeló de nuevo y Fischer amplió la imagen para que pudiera verse bien la cara de un hombre de tez morena, bien afeitado, que miraba directamente a la cámara.

—Tras analizar la explosión, sabemos que se originó en la zona trasera izquierda del autobús —continuó Fischer—, donde estaba sentado ese hombre.

Ellen observó aquel rostro con atención.

¿Qué pensaba cuando bajó del autobús dejando allí al resto de los pasajeros? ¿En qué habría pensado antes de levantarse, mientras veía a los niños dando guerra en sus asientos, a los adolescentes con sus móviles y a los trabajadores que volvían exhaustos a sus casas? ¿Qué habría sentido sabiendo...?

¿Qué pensaría, y sentiría, cualquier terrorista al saber que estaban a punto de morir inocentes?

Ellen no era insensible al hecho irrefutable de que más de un miembro del ejército de su país, siguiendo órdenes de sus superiores, había pulsado botones que mandaban misiles dirigidos a enemigos, pero que a veces también caían sobre hombres, mujeres y niños inocentes.

Se inclinó sin apartar la vista de la pantalla.

—¿Por qué está vivo?

—Bajó del autobús, señora secretaria —dijo Von Baier.

—Ya, ya, pero ¿no es habitual que los terroristas de esa parte del mundo se suiciden?

La pregunta quedó en el aire un momento.

Finalmente, fue Cargill quien contestó:

—Muchas veces se suicidan, pero no siempre.

—¿Y cuándo lo hacen? —preguntó Ellen.

—Cuando los involucrados son gente radicalizada, fanáticos religiosos —contestó él—, y cuando sus adiestradores, los que los han formado, quieren estar completamente seguros de que la bomba estallará.

—¿Cuando es un artefacto rudimentario, quiere decir? —Ellen miró a los dos expertos en inteligencia—. ¿Un artefacto probablemente fabricado por aficionados y con riesgo de fallar si no lo activan de forma manual?

Ja.

—¿Y cuándo no se suicidan? ¿Cuándo dejan la bomba y se van, como éste? —Señaló al hombre de la pantalla.

La alemana y el estadounidense asintieron pensando, valorando.

—Cuando están seguros del dispositivo —contestó la alemana.

—Y cuando no son fanáticos —añadió el estadounidense.

—Sigan —les pidió Ellen.

—Cuando son un activo demasiado valioso para desperdiciarlo en un acto de autodestrucción absurdo.

—O cuando deciden que no quieren morir —dijo Frau Fischer.

Todas las miradas se centraron en la pantalla, y en una cara: la del asesino, que seguía vivo y en libertad.

—Informaremos ahora a la red internacional de inteligencia —anunció el ministro alemán de Asuntos Exteriores—. Si lo reclutaron y formaron tiene que constar en el sistema.

—Pero el reconocimiento facial no lo identificó —repuso Ellen.

—No, es verdad —contestó Cargill—. Es posible que lo hayan mantenido limpio. Avisaremos a los aeropuertos, a las estaciones de tren y autobús, y a las agencias de alquiler de coches.

—Y lo publicaremos en las redes, sociales y de inteligencia —dijo Frau Fischer—. Aunque no podamos identificarlo, la publicidad entorpecerá sus movimientos y quizá alguien lo vea y lo denuncie.

Cargill hizo una seña con la cabeza a un agente que salió de la habitación.

—Hay otra cosa que es un poco... mmm...

Ellen y Von Baier esperaron a que encontrara la palabra adecuada.

—Inusual.

—Genial —murmuró Ellen.

Scheisse —murmuró a su lado Von Baier, tan circunspecto como de costumbre.

—Más que un poco —dijo Fischer—. Miren.

Señaló la pantalla y la imagen que llevaban mirando unos minutos.

—¿El qué? —preguntó Ellen.

—No lleva gorro.

Ellen miró a la agente alemana y luego a Von Baier, que parecía tan perplejo como ella. Les resultaba inconcebible que Fischer estuviera preocupada porque al terrorista, a principios de aquel gélido marzo en Fráncfort, pudiera entrarle frío por no llevar...

Lo entendió al mismo tiempo que Von Baier, que arqueó las cejas y abrió mucho sus ojos azules.

—No intenta evitar que no lo reconozcan —dijo Ellen.

—Exacto —contestó Fischer—. Incluso podríamos decir que se para un momento para que lo veamos bien.

Ellen se quedó callada escudriñando el rostro con atención. ¿Eran imaginaciones suyas o aquellos ojos reflejaban tristeza, un ruego, incluso? Como si pidiera comprensión, ayuda... No, imposible: nadie hace explotar una bomba que mata a tantos inocentes y espera que lo entiendan.

—¿Alguna teoría? —preguntó Von Baier.

—A lo mejor es una muestra de chulería —aventuró Cargill—. Exceso de confianza. Quería que supiéramos que él puso la bomba o simplemente no creía que fuésemos capaces de identificarlo.

—¿Por qué? —preguntó Von Baier.

—Es lo que no sabemos —reconoció Cargill—. ¿Por ego? ¿Insolencia?

—Pero observen su expresión —pidió Ellen. ¿Nadie más se había dado cuenta?—. Le da pena.

—Por favor, señora secretaria, no lo dirá en serio... —contestó Von Baier—. Está a punto de asesinar a civiles inocentes, ¡no le da ninguna pena!

Ellen miró a Cargill. Se notaba que estaba de acuerdo con el ministro de Exteriores alemán. Luego se volvió hacia Frau Fischer, muy atenta al terrorista y con cara de concentración.

Sus miradas se encontraron y Frau Fischer negó con la cabeza.

—Yo creo que está asustado —dijo.

Tras volver a examinar el rostro juvenil, Ellen asintió con la cabeza.

—Me parece que tiene razón.

—Pues claro que está asustado —respondió Von Baier—: de saltar por los aires por culpa de su propia bomba y comparecer ante un creador que tampoco es que se alegre tanto de lo que ha hecho.

—No, es por otra cosa —insistió Ellen. Se le relajó la cara—. En principio no tenía que sobrevivir.

—Quizá sea la razón de que su adiestrador no insistiera en que intentase ocultar su identidad —añadió Frau Fischer—: porque daba lo mismo.

Ellen pensaba a gran velocidad.

—Tenemos que impedir que publiquen su foto.

—¿Por qué? —Cargill tardó décimas de segundo en entenderlo—. Mierda.

Si estaba previsto que el terrorista muriera, mejor que sus adiestradores lo dieran por muerto.

Verdammt —soltó Frau Fischer—. Tenemos que encontrarlo lo más rápido posible, antes de que lo encuentren ellos.

—¡Llame a Thompson! —bramó Cargill por teléfono— y dígale que pare, que no suba la foto del sospechoso a...

Se dejó caer con todo su peso en la silla.

—Vale, pues entonces que limite su difusión. —Colgó—. Demasiado tarde, ya ha salido, aunque igual podemos frenar algunas publicaciones.

Nein —dijo Frau Fischer—, lo hecho, hecho está. Ahora hay que sacarle todo el partido posible, y que reciba la máxima difusión. Alguien sabrá quién es. Me pondré en contacto con los jefes de inteligencia de otros países por si ha cruzado alguna frontera. —Fue hacia la puerta—. Lo encontraremos.

Ellen empezó a levantarse.

—Si no hay nada más, tengo que llamar al presidente, darle el parte y subir a mi avión.

—Nos gustaría que viera un vídeo más, Ellen —dijo Heinrich von Baier.

Ellen volvió a sentarse delante de la pantalla, en la que apareció de nuevo el interior del autobús.

El terrorista ya había bajado. Su asiento estaba vacío. Ellen vio que Gil se ponía al teléfono, escuchaba, se levantaba y empezaba a gritar.

Apretó mucho los puños al ver la desesperación con que su hijo intentaba parar el autobús y hacer que bajara la gente, medio llorando de pánico y de frustración, y cómo intentaba levantar a los pasajeros a la fuerza, incluida Nasrin Bujari, que se defendía con un maletín.

Se le tensaron todos los músculos al ver que el autobús acababa frenando, y que el conductor se levantaba para echar a Gil.

Hubo un parpadeo en la imagen, y apareció una perspectiva de la calle justo cuando Gil aterrizaba en la acera y empezaba a alejarse el autobús.

Inclinada hacia delante, con la mano en la boca, Ellen vio que su hijo se levantaba y perseguía corriendo el autobús. No había sonido, pero saltaba a la vista que chillaba. Luego se paraba, daba media vuelta e intentaba desalojar a la gente de la acera.

Y de pronto se produjo la explosión.

Cerró los ojos.

—Señora secretaria... —Era Heinrich von Baier, que se había levantado para dirigirle unas palabras solemnes y formales—. Le debo una disculpa. Hice mal en insinuar que su hijo podía tener algo que ver. Hizo todo lo posible por salvar vidas, y si no ha muerto es porque lo echó el conductor.

Inclinó un poco la cabeza en reconocimiento de su error.

En su fuero interno, Ellen también reconoció el que había cometido ella al subestimar la integridad del ministro. También de los errores se hacía responsable Von Baier.

Danke —dijo, y se levantó para tender las manos al diplomático, que se las apretó con suavidad—. Fue una equivocación muy comprensible. Seguro que a mí también me habría pasado.

—Gracias —contestó él, a pesar de que ambos sospechaban que no era cierto.

Von Baier bajó la voz.

—Suerte en Islamabad. Y tenga cuidado, Shah estará observándola.

—Sí. —Ellen se volvió hacia Boynton, que había asistido en silencio a la conversación—. Llamaré al presidente desde el Air Force Three.

—Aún falta la reunión.

—¿No se refería a ésta?

—No, señora secretaria, hay otra.