15

—Hágame el favor de repetirlo —dijo Ellen.

Boynton la había conducido a otra sala anodina, de escasa luz y sin ventanas, situada en el subsótano. Habían tenido que pasar por varios controles de seguridad y puertas blindadas.

Una vez dentro, un técnico pulsó algunos botones de un teclado.

—¿Podría introducir su clave de seguridad, señora secretaria, por favor? —preguntó.

—¿Mi jefe de gabinete no puede usar la suya?

—No, lo siento, para esto se necesita la autorización del máximo nivel.

Ellen introdujo la secuencia numérica, sin saber muy bien a qué se refería con «esto», y esperó.

Apareció una imagen en una gran pantalla: era Tim Beecham, el director nacional de Inteligencia.

Después de algunos saludos formales, sin el menor asomo de cordialidad, Beecham empezó con sus explicaciones, pero Ellen lo interrumpió en cuanto tuvo claro el motivo de la reunión.

—Que venga Scott Cargill, por favor —le pidió a Charles Boynton—, que tiene que oírlo.

—Señora secretaria, cuantos menos...

Hizo callar a Beecham con una mirada.

—Ahora mismo —dijo Boynton.

Volvió a los pocos minutos junto a Cargill, que acercó una silla a la de Ellen.

Sobraban las presentaciones. El DNI conocía bien al delegado de la CIA en Alemania.

—¿Alguna novedad? —susurró Ellen.

Cargill negó con la cabeza.

A petición de Ellen, Beecham repitió lo que había dicho antes.

—Hemos leído el mensaje que recibió Anahita Dahir, el que dice que borró.

Ellen no pasó por alto la manera en que lo dijo.

—Si lo han encontrado en la papelera de reciclaje es que lo borró, ¿no? ¿Es donde lo han encontrado?

—Sí.

—Y debía de llevar adjunto el dato de cuándo se borró.

—Sí.

—El cual corresponde a la cronología que nos dio la señorita Dahir.

—Sí.

—Por lo tanto, Anahita Dahir decía la verdad.

Pensó que era mejor dejar sentados cuanto antes los hechos, y también quién mandaba, sin ambigüedades.

Aquel hombre insidioso no le caía nada bien, y sospechaba que al general Whitehead tampoco. Al verlo nervioso, pensó en Betsy, y en el encargo que le había hecho de buscar más información sobre él.

Desde el breve mensaje con que Betsy la había informado de que estaba en Washington, de camino al Departamento de Estado, no había tenido más noticias.

—Bueno, Tim, ¿qué tiene que contarnos?

—Hemos averiguado de dónde procedía el mensaje.

—Ah, ¿sí? —Se acercó tanto a la pantalla que percibió el calor que emitía—. ¿De dónde?

—De Irán.

Ellen se echó hacia atrás, como escaldada, y respiró profunda y lentamente, antes de vaciar del todo los pulmones.

—Uh —oyó que decía Cargill a su lado.

Era el gruñido sordo de cuando te golpean en el plexo solar.

Irán. Irán.

Pensó a toda prisa. Irán.

Si Shah se dedicaba a comerciar con secretos nucleares, y también con físicos del ramo, seguro que Irán querría impedirlo. Tenían su propio programa nuclear, que desmentían públicamente al tiempo que se aseguraban de que todas las potencias de la zona estuviesen al corriente de la realidad.

Unió los puntos. El rastro ensangrentado de explosiones y asesinatos por todo Oriente Medio, todos al servicio del mismo objetivo: ayudar a Irán a evitar que en la región alguien más consiguiera armamento nuclear.

—Está clarísimo que Irán querría impedir que los físicos de Shah llegaran a su destino —dijo Ellen.

—Es verdad —concedió Beecham—, pero...

—La persona que envió el mensaje a su FSO no puso las bombas —concluyó Cargill—. Intentaba evitar la masacre.

A Ellen se le abrieron todavía más los ojos. Era verdad. Apartó la vista de Cargill para enfocarla en la pantalla. Beecham parecía aún más disgustado que antes, esta vez porque le habían robado su gran revelación. Sin embargo, también se lo veía preocupado.

—Es lo que no entendemos. ¿Por qué iban a querer los iraníes impedir los atentados? ¿Qué sentido tiene que quisieran salvar a los físicos? Nos hemos planteado la posibilidad de que se los hubiera comprado Irán al doctor Shah, pero la hemos descartado.

—No hay ninguna posibilidad de que el gobierno iraní confíe en paquistaníes, y menos de que los contrate —coincidió Cargill—. Y si hay alguien con quien no negociará es con Bashir Shah, por sus vínculos con los saudíes y otros países árabes suníes.

—Él tampoco haría tratos con Irán, ¿verdad? —preguntó Ellen.

—Es poco probable —contestó Beecham—. Además, Irán ya tiene a sus propios físicos, muy cualificados, y un programa en marcha. No, no tiene sentido.

—¿Entonces? —preguntó Ellen.

Silencio.

—¿Estamos seguros de que el aviso venía de Irán? —preguntó—. ¿No puede falsificarse la procedencia de un mensaje si se manda desde repetidores y proveedores de IP diferentes? Seguro que los responsables de los atentados tienen los conocimientos necesarios para no dejarse localizar. —Hizo una pausa—. Maldita sea... Siempre cometo el mismo error. Es que tiene mucha más lógica que Irán esté detrás de los bombardeos que el hecho de que no que intentara evitarlos.

—Salió de Irán, seguro —confirmó Beecham—, aunque debieron de mandarlo con cierta urgencia; si no, creo que se habrían esforzado más en esconder su procedencia. Y hay una cosa más.

Había puesto cara de satisfacción. Ellen notó como si se le deslizara algo por la espalda, una araña enorme.

—Siga.

—Sabemos de dónde venía el mensaje.

—Ya lo ha dicho, de Irán.

—No, con más precisión. Le hemos seguido la pista hasta un ordenador de Teherán, propiedad de... —consultó sus notas— del profesor Behnam Ahmadi.

—Será broma —soltó Cargill, pero era una figura retórica; sabía tan bien como los demás que el director nacional de Inteligencia distaba mucho de estar bromeando.

—¿Lo conoce? —preguntó Ellen a Cargill, que asintió mientras ponía en orden sus ideas.

—Es un físico nuclear.

—¿Es posible que conociera a los otros y quisiera salvarlos? —preguntó Ellen.

—Es posible —respondió Beecham—, pero poco probable.

—¿Por qué?

—El doctor Ahmadi es uno de los arquitectos del programa nuclear iraní —explicó Cargill—, o como mínimo eso sospechamos; la verdad es que cuesta conseguir información precisa sobre un programa armamentístico que niegan tener.

—Tenerlo sabemos que lo tienen. Lo que no sabemos es si ya han conseguido fabricar una bomba —dijo Beecham.

—Bueno, ¿y eso qué significa? —Ellen los escudriñó a los dos—. ¿Qué razón podía tener el doctor Ahmadi para intentar evitar el asesinato de los físicos?

—Hemos barajado la posibilidad de que sea un agente infiltrado de algún otro país —contestó Beecham—, por ejemplo de Arabia Saudí, que arde en deseos de poner en marcha un programa de armas nucleares, o incluso de Israel, que ya ha matado a más de un científico iraní implicado en el programa nuclear de su país.

—Pero el doctor Ahmadi sería incapaz de colaborar con los israelíes, ¿no? —preguntó Ellen.

—Depende de cuánto paguen y de lo desesperado que esté. No podemos descartar nada.

Cargill negaba con la cabeza.

—Yo no lo veo. Ahmadi nunca colaboraría con ningún otro país.

—¿Por qué lo dice? ¿Qué tipo de persona es, el tal Ahmadi? —preguntó Ellen.

—¿Quizá recuerde cuando, en 1979, los estudiantes ocuparon la embajada de Estados Unidos en Teherán y tomaron rehenes? —preguntó Beecham.

Ellen lo miró con mala cara.

—Sí, creo recordar que me lo comentaron.

—Pues uno de los estudiantes era Behnam Ahmadi: tenemos fotos donde sale apuntando a la cabeza de un diplomático estadounidense con un arma.

—Me gustaría verlas.

—Se las enviaré, señora secretaria —afirmó Beecham—. Behnam Ahmadi es un creyente convencido, seguidor de Jomeini y gran admirador de Mohammad Yazdi, un religioso de la línea dura.

—Pero están los dos muertos —repuso Ellen.

—Es verdad, pero demuestra a quién es fiel, y en qué cree, el doctor Ahmadi —dijo Beecham—. Ahora mismo es un claro defensor del actual ayatolá, Josravi.

—¿Josravi no dictó una fetua contra cualquier programa de armamento nuclear? —preguntó Ellen, satisfecha al notar que Beecham se sorprendía de sus conocimientos.

—Sí —contestó Cargill—, pero no creemos que fuera sincero. Mientras Irán formó parte del Plan de Acción Integral Conjunto, y permitió la entrada de inspectores de la ONU, estábamos bastante seguros de que su programa había echado el freno, pero desde que la administración Dunn los expulsó...

—Irán ha sido libre de seguir por esa vía —terminó Ellen.

—Cualquier comprobación se ha vuelto mucho más difícil —dijo Beecham.

La pregunta, por lo tanto, seguía en el aire.

—¿Qué sentido tiene que un iraní de la línea dura haya intentado salvar a tres físicos nucleares paquistaníes cuyo trabajo podía perjudicar a su país? —preguntó Ellen.

Silencio. Estaba claro que no tenían la menor idea. Durante un momento, Ellen pensó que la pantalla se había bloqueado.

—Queda otro dato importante, señora secretaria —dijo finalmente el DNI—. Quizá no le guste.

—Hace veinticuatro horas que no me gusta prácticamente nada de lo que pasa. Suéltelo, Tim.

—Después de que saliera usted de Washington, llevándose a la FSO, hemos investigado a fondo el pasado de Anahita Dahir.

La araña había llegado a la base del cráneo de Ellen.

—Nos dijo que sus padres son libaneses, y que llegaron a Estados Unidos como refugiados de la guerra civil, huyendo de Beirut. Lo hemos consultado y es lo que pone en sus peticiones de asilo.

«Pero...», pensó Ellen. «Pero...»

—Pero, por aquel entonces, durante la guerra, no había forma de comprobarlo de manera exhaustiva. Ahora sí que podemos. La madre de la señorita Dahir es una cristiana maronita procedente de Beirut, profesora de historia.

«Pero...», pensó Ellen. «Pero...»

—Pero su padre no es libanés —dijo Beecham—. Es un economista, iraní.

—¿Está seguro?

—Si no, no se lo diría.

Ellen pensó que probablemente fuera cierto.

—¿Es la FSO que viaja con usted? —preguntó Cargill—. ¿Qué acceso se le ha concedido?

Ellen se volvió hacia Charles Boynton, que había permanecido callado, poco menos que invisible, a lo largo de toda la reunión. Se había fijado en que tenía el insólito don de desaparecer sin dejar de estar presente. En un contexto social no suponía una gran ventaja, pero sí para quien pretendiera acceder a secretos de Estado, una enorme.

—La FSO no tiene autorización de máxima seguridad ni claves de acceso —aclaró Boynton.

—Pero sí oídos, y cerebro —puntualizó Ellen—. Ayer consiguió meterse en mi reunión. Encuéntrela y tráigala.

Después de que Boynton se fuera, Ellen miró la pantalla justo a tiempo para ver que un subalterno hablaba en voz baja con Beecham y le enseñaba algo. El DNI había quitado el sonido, pero su rostro reflejaba una mezcla de interés e irritación.

Acto seguido miró a Ellen y activó el sonido de nuevo.

—¿Cuándo pensaba decirme que tienen a un sospechoso del atentado de Fráncfort?

—Ahí quería llegar.

—Pues ya no hace falta. Me lo acaba de decir uno de mis colaboradores, que lo ha visto en la CNN. —Se había puesto casi morado.

—¿Nos permite, por favor? —pidió Ellen a Cargill, pues sabía que la cosa estaba a punto de ponerse fea.

Una vez a solas con Ellen, Tim Beecham pasó al ataque.

—Supongo que es consciente de que el presidente también se está enterando por televisión, no a través de nosotros.

—Basta, Tim. —Levantó una mano—. Comprendo su frustración, pero el caso es que nosotros también acabamos de enterarnos y he venido aquí directa. No me ha dado la oportunidad de decir nada.

Sabía que probablemente era injusto, pero en honor a la verdad no tenía ninguna prisa en explicarle nada a Beecham.

Por si... por si el DNI era el malo de la película.

Volvió a preguntarse cómo le iría a Betsy y si habría sido un error encargarle a una maestra jubilada que indagase acerca de un posible traidor.

También se preguntó por qué seguía sin tener noticias de su amiga. Claro que su móvil lo tenía el agente de la Seguridad Diplomática apostado en la puerta. Quizá hubiera intentado llamarla.

—Explíquemelo ahora —le exigió Tim Beecham.

Ellen lo hizo.

—La posibilidad que estamos barajando es que lo planeasen como un atentado suicida —concluyó—. Después de analizar las grabaciones, Londres y París creen haber identificado a los terroristas en el interior de los autobuses. Ambos murieron en las explosiones.

—¿Y éste por qué no?

—Creemos que incumplió las órdenes.

—Lo cual le confiere un valor enorme para nosotros —dijo Beecham—, y lo convierte en un peligro enorme para los autores intelectuales de los atentados.

—Exacto.

Ellen vio que un funcionario de alto rango acercaba un papel a Tim Beecham, cuya expresión delató un desconcierto tan fugaz como sincero.

—Hemos averiguado más pormenores de la FSO y su familia. —El DNI dio unos golpes con el dedo en el papel que acababa de leer—. Al llegar a Beirut desde Irán, después de la revolución, el padre se cambió su apellido por Dahir. Antes se llamaba Ahmadi.

Esta vez fue Ellen la que se quedó de piedra.

—¿Ahmadi? ¿Como Behnam Ahmadi?

—Behnam Ahmadi es hermano de su padre.

El tío de Anahita Dahir dirigía el programa armamentístico iraní.