16

—¿Scott?

Cargill levantó la vista del aluvión de mensajes. Cada vez costaba más gestionar la información y cribar lo importante de lo trivial, los datos objetivos de las falsas noticias.

Habían observado al terrorista por toda Europa, incluso en Rusia.

—¿Sí? ¿Qué pasa?

—Bad Kötzting.

—¿Está segura?

—Segurísima. Es donde vive. Lo ha reconocido la policía local, y han enviado su documento de identidad.

La funcionaria se la enseñó a su delegado.

Era él: Aram Wani, veintisiete años, junto a su dirección en la pequeña localidad bávara.

—Está casado y tiene una hija.

—¿Está allí ahora?

—No lo sabemos. He pedido que despachen Spezialeinsatzkommandos a su casa. Ya han salido de Núremberg, pero tardarán. Entretanto he dado orden a la policía del pueblo de que manden a alguien para investigar discretamente.

—Muy bien. Tenemos que ir.

—Tengo un helicóptero esperando.

• • •

Ja?

La joven abrió un poco la puerta.

—¿Frau Wani?

Ja.

Tenía un niño en brazos y parecía recelosa, pero no asustada.

La policía, vestida de civil, podría haber sido su madre, casi su abuela.

—Ah, bien. Espero que no le moleste que me presente sin avisar.

—No, no, pero ¿quién es?

La puerta se abrió un poco más.

—Me llamo Naomi. Qué frío hace... —La policía levantó los hombros y juntó los codos fingiendo un escalofrío. La puerta se acabó de abrir del todo, invitándola a pasar—. Danke.

Bitte.

—Bueno, lo peor es la humedad, ¿no?

Naomi sonrió con calidez al fijarse en la casa, pequeña e inmaculada. En cuanto al bebé, de dieciocho meses, parecía imposible que pudiera haber una niña tan mona, con la tez morena y los ojos azules de una hija de madre alemana y padre paquistaní.

A la policía le constaba que Frau Wani había nacido en Alemania, de padres europeos. Había hecho una consulta rápida antes de dirigirse allí.

—¿No le ha dicho nada su marido? —preguntó.

—No.

Negó con la cabeza, como diciendo «hombres...».

—Ya sabe que se ha organizado un sorteo regional para nacionalizar a inmigrantes por la vía rápida, y como su marido está casado con una alemana... —Su sonrisa se hizo aún más cálida—. Y como tiene un hijo, ha salido su nombre como posible candidato. —Se calló y puso cara de preocupación—. Es Aram Wani, ¿verdad?

—Sí, sí. —Frau Wani sonrió de oreja a oreja y se apartó antes de cerrar la puerta y conducir a la recién llegada hasta la cocina—. Lo del sorteo no me suena de nada. ¿Es verdad?

—Sí, pero tendría que hacer unas preguntas a su marido. ¿Está en casa?

Aram Wani se hallaba al fondo del autobús, encorvado en su asiento.

Quizá le pareciera una ironía, pero no se le notaba. De hecho, no se le notaba nada en absoluto porque, a la mínima que dejara escapar algo, estallaría de pura tensión.

Tenía que irse a casa, junto a su familia. Tenía que sacarlos del país por la frontera checa. Había albergado la esperanza de hacerlo antes de que alguien se enterase de que seguía vivo, pero había visto su cara en todas las pantallas de la estación de autobús.

Lo sabían. No tan sólo la policía, sino también Shah y los rusos.

Se había planteado entregarse. Al menos así tendría alguna posibilidad de sobrevivir y podría suplicar a las autoridades alemanas que protegieran a su familia. Sin embargo, ya no había tiempo: tendría que intentar hacerlo por sí mismo.

Betsy Jameson caminaba por la séptima planta del Departamento de Estado con una bolsa en la mano. Contenía un cruasán relleno de ensalada de pollo, puro atrezo para aparentar normalidad.

Algunos funcionarios hacían un pequeño alto en aquel trajín para saludarla, pedirle noticias de la secretaria Adams y preguntarle qué hacía de regreso en Washington.

—La secretaria prefiere que esté aquí, por si hay alguna novedad.

Por suerte, el personal del Departamento de Estado estaba demasiado ajetreado para fijarse en sus vagas respuestas. Por otra parte, la mayoría era consciente de que no convenía hacer demasiadas preguntas.

El departamento estaba revolucionado. Ya había circulado por todos los despachos la noticia de la foto del terrorista, con la consiguiente esperanza de algún avance a corto plazo.

El Departamento de Estado, con sede en Washington, estaba acostumbrado a las crisis: siempre había como mínimo un lugar del mundo sumido en alguna debacle que exigía respuesta. Aquello, sin embargo, era otra cosa, no sólo por el éxito espectacular de los tres atentados, sino porque nadie en todo el edificio, ni en toda la comunidad de inteligencia a nivel mundial, había oído la menor advertencia o rumor.

Nada.

Y si no habían oído nada acerca de los atentados, ¿qué más podía estar a punto de pasar? Era la pesadilla con la que tenían que convivir.

El Sistema Nacional de Avisos sobre Terrorismo había emitido una alerta a los ciudadanos sobre la posible inminencia de otro ataque, esta vez en suelo estadounidense.

En todos los despachos de todas las plantas había trabajadores del Departamento de Estado poniéndose en contacto con colegas e informadores, indagando en busca de información, y cuando aparecía alguna pepita procuraban distinguir entre pirita y oro.

Al usar su pase, Betsy oyó el ruido de la cerradura de la maciza puerta de las oficinas de la secretaria de Estado, y vio que se abría una rendija, pero antes de entrar oyó una voz.

—Señora Jameson.

Dio media vuelta y vio que se acercaba una mujer con el uniforme verde oscuro y la insignia de capitán de los rangers.

—¿Sí?

—El general Whitehead se ha enterado de que había vuelto y me ha pedido que viniera. Dice que si necesita algo me lo pida a mí. Me llamo Denise Phelan. —Betsy notó algo en el bolsillo de la chaqueta—. No dude en avisarme.

Tras una sonrisa encantadora, la capitana Phelan regresó a los ascensores, y Betsy se quedó dando vueltas a la pregunta de para qué iba a necesitar ella la ayuda de una ranger.

Una vez dentro de las oficinas de Ellen, la recibieron los hombres y las mujeres que facilitaban la labor de la secretaria. Todos sabían que era su asesora, y lo entendían como un cargo honorífico, una manera de apoyar moralmente a la secretaria de Estado, pero sin hacer ningún trabajo serio.

Se mostraron educados, amistosos y vagamente despectivos.

Por su parte, Betsy se dedicó a dar conversación sobre cosas sin importancia, sentándose, incluso, en la esquina de una mesa, como si se dispusiera a mantener una larga y agradable charla.

Después de dar clases en el instituto durante décadas, Betsy Jameson entendía a la perfección el lenguaje corporal, sobre todo el de la gente que ha perdido por completo el interés.

Cuando estuvo segura de haber aburrido a todo el mundo hasta la exasperación, entró en el despacho privado de Ellen y cerró la puerta, consciente de que los de fuera habrían preferido comerse una mano a exponerse a más cháchara vacía por parte de alguien que mostraba con total claridad no haberse dado cuenta de que estaban en medio de una crisis.

Estaba segura de que no la molestarían.

Se sentó en el pequeño sofá del despacho de Ellen, sacó el cruasán de la bolsa, lo dejó encima de unos papeles y abrió el Candy Crush en el móvil. Después de jugar una partida y media, desactivó el salvapantallas para que siguiera viéndose el juego.

Si alguien entraba y veía el teléfono, pensaría que no tenía nada mejor que hacer que jugar y comer. Lo que no sospecharía en ningún caso era que estuviera buscando información sobre el director nacional de Inteligencia.

Cruzó la puerta del despacho adjunto de Charles Boynton, encendió su ordenador e introdujo la contraseña. Si alguien rastreaba su actividad, llegaría hasta el fisgón de Boynton, no hasta ella ni hasta Ellen.

Al sentarse en la silla de Boynton notó algo duro y rectangular en el bolsillo.

Supo qué era antes de sacarlo: un móvil. De prepago. Se lo había metido en la chaqueta la capitana Phelan.

Lo encendió y vio que la carga estaba completa, y que sólo había un número preprogramado. Se guardó el aparato y miró la pantalla de Boynton, respiró hondo y se puso manos a la obra. Si alguien subestimaba a los profesores, peor para ellos.

—Prepárate, gilipollas —murmuró al tiempo que tecleaba—, voy a por ti.

Pulsó «enter» y aparecieron los archivos confidenciales sobre Timothy T. Beecham.

Anahita se sentó donde le habían pedido, en una silla del despacho tipo búnker ubicado en el sótano del consulado de Fráncfort.

Aparte de ella, y de la secretaria Adams, se hallaban presentes Charles Boynton y, en videoconferencia desde Washington, Tim Beecham, el DNI, y los dos agentes que la habían interrogado.

Tomó la palabra el de mayor rango de los dos, pero la secretaria de Estado lo interrumpió con educación y firmeza.

—Si no le importa, llevaré yo la entrevista. Cuando haya terminado podrá hacer todas las preguntas que quiera, por supuesto.

Había usado adrede la palabra «entrevista», no «interrogatorio». Quería que Anahita Dahir estuviera cómoda y empezaba a ver indicios de que funcionaba.

Ante la evidencia de que la batuta iba a estar en manos de la secretaria Adams, no de los otros, la FSO ya parecía menos tensa.

«Se cree que soy amiga suya, y se equivoca.»

Anahita hizo el esfuerzo de relajar la cara, y también el cuerpo.

Lo justo para dar la impresión de que la habían engañado, cuando no era verdad.

No había bajado la guardia ni un ápice, aunque sospechó que no la había tenido lo bastante alta, y que ya era demasiado tarde.

Lo sabían.

Le quedaba por saber cuánto habían averiguado. Habían logrado asaltar las murallas, eso era evidente, pero ¿a qué profundidad de su vida habían conseguido llegar?

Betsy dejó la mano a sólo dos o tres centímetros del teclado de Boynton.

Acababa de oír algo. Había alguien en el antedespacho.

Miró la puerta, cerrada, pero no con llave.

Se maldijo al darse cuenta de que no tenía tiempo de cerrar la sesión y apagar el ordenador, así que echó una mano para atrás y desenchufó el cable de un tirón.

No esperó a que la pantalla se pusiera negra. Recogió las notas, cruzó de un salto la puerta del despacho de Ellen y llegó al sofá justo cuando aparecía Barb Stenhauser.

La jefa de gabinete de la Casa Blanca se detuvo en seco y se quedó mirándola.

—Señora Jameson, creía que estaba en Fráncfort, con la secretaria Adams.

—Ah, hola. —Betsy dejó el cruasán—. Sí, estaba, pero...

—¿Qué?

Pero ¿qué? Pero ¿qué? Betsy se devanó los sesos. No había previsto toparse con Barb Stenhauser. La presencia de la jefa de gabinete de la Casa Blanca en Foggy Bottom era algo de lo más insólito.

Stenhauser seguía esperando.

—Me da un poco de vergüenza...

«Pero bueno, por Dios», le rogó a su cerebro. «Lo estás empeorando. ¿Qué te puede dar vergüenza, a ver? Piensa en algo.»

—Nos hemos peleado —soltó a bocajarro.

—Vaya, qué lástima. Pues debe de haber sido grave. ¿Por qué ha sido?

«Madre mía...», pensó Betsy. «Eso, ¡¿por qué ha sido?!»

—Por su hijo, Gil.

—Ah, ¿sí? ¿Qué le pasa?

¿Eran imaginaciones suyas o el tono de Stenhauser acababa de cambiar? La leve sorpresa había dejado paso a un creciente recelo.

—Bueno, eso ya es personal.

—Ya, pero me gustaría saberlo. —La jefa de gabinete se adentró un poco más en el despacho—. De mí puede fiarse.

—Supongo que se lo puede imaginar —dijo Betsy.

«Por favor, por favor, imagínatelo.»

Barb Stenhauser la miró fijamente, y Betsy advirtió con una cierta sorpresa que, en efecto, estaba intentando imaginárselo. La jefa de gabinete de la Casa Blanca siempre evitaba dar la impresión de que desconocía algo. Su gran activo era saberlo todo, y su talón de Aquiles, ser incapaz de admitirlo cuando no era el caso.

—El secuestro. —Stenhauser lo dijo con tal autoridad que, durante unos instantes, se lo creyó hasta Betsy.

La verdad era que Barb Stenhauser había sacado el único tema que podía introducir algún tipo de fractura en la amistad de Betsy con Ellen.

El secuestro de Gil Bahar tres años antes.

A continuación fue Betsy la que dio en el clavo, diciendo lo único que Stenhauser, en el fondo, quería oír siempre, las palabras que disparaban la flecha; lo único capaz de derribar a la jefa de gabinete de la Casa Blanca.

—Tiene razón.

Vio que Stenhauser se relajaba, como un yonqui con un chute.

No la tenía, claro, pero a Betsy se le había despejado el camino.

—Le he dicho a Ellen que el senador Williams hizo bien en no negociar la liberación de Gil.

—¿En serio?

Mientras se acercaba a Betsy, Stenhauser lanzó una ojeada al móvil, con el Candy Crush en la pantalla. Betsy lo apagó enseguida, como si le diera vergüenza.

—¿Estaba usted de acuerdo con el senador? —preguntó su jefa de gabinete.

—Pues sí, me pareció una postura valiente.

—¿Sabe que fue idea mía?

—Aaah, debería habérmelo imaginado. —La propia Betsy se sorprendió de haber evitado que su voz delatara el asco que le produjo.

Recordó las largas semanas con Gil desaparecido en Afganistán, y luego la foto: sucio, desarrapado, con el pelo y la barba apelmazados... Casi irreconocible, salvo para una madre, y una madrina.

Aquellos ojos, angustiados, se veían casi vacíos.

Gil, con su talento, su vitalidad y sus problemas, estaba de rodillas, y plantados detrás de él, se hallaban dos soldados talibanes de origen pastún con AK-47 cruzados en el pecho, como si él fuera un ciervo y ellos los cazadores.

—Al principio el senador Williams quería negociar, pero yo le hice ver que el éxito de su candidatura a la Casa Blanca dependía de que nos mostráramos fuertes y decididos.

Betsy esbozó una sonrisa forzada intentando no perder de vista el panorama general por culpa del desecho humano que tenía delante.

—Muy sensato.

Había sido una pesadilla.

Cada noche en las noticias, en las propias cadenas de Ellen, salían imágenes de las decapitaciones junto con fotos del prestigioso periodista Gil Bahar, el único rehén estadounidense; un rehén de primera, por cierto.

La amenaza de su muerte era el pan de cada día.

Ellen le había suplicado al senador Williams, suplicado en sentido literal, de rodillas y todo, que usara vías extraoficiales para conseguir que lo liberaran. Oficialmente no se podía ver que Estados Unidos negociara con terroristas, y menos con los pastunes, la rama más brutal de los talibanes, pero en privado era algo muy frecuente.

A veces hasta con éxito.

A pesar de todo, Williams, entonces senador y presidente de la Comisión de Inteligencia del Senado, se negó, por mucho que Ellen se postrase.

Ellen nunca se recuperó por completo del horror de aquellos días. Tampoco se lo había perdonado a Williams, ni se lo perdonaría.

Betsy Jameson tampoco.

Por su parte, Doug Williams jamás perdonaría a Ellen Adams la despiadada campaña de su imperio mediático para evitar que el partido lo nombrara candidato a la presidencia.

—En su momento le dije a Ellen que estaba de acuerdo con ella en que el senador Williams era un psicópata, un arrogante ebrio de poder.

Ellen había lanzado todos los recursos de que disponía contra él, resuelta a ser quien decapitase políticamente a su víctima.

Por desgracia no funcionó del todo, y al enemigo político de Ellen, su némesis, habían acabado eligiéndolo presidente; un presidente que, para estupefacción general, la había nombrado secretaria de Estado.

Pero Ellen sabía por qué, y Betsy también: el presidente Williams tenía planeada otra ejecución.

El primer paso era descabalgar a Ellen de su pedestal mediático e incorporarla a su gabinete, donde, como secretaria Adams, se convertiría en su rehén. El segundo, pasarle la espada por el cuello.

Las dudas que pudieran quedarles a Ellen o a Betsy sobre los motivos del nuevo presidente se habían visto despejadas por el viaje a Corea del Sur, un error que no debería haberse producido. Se trataba nada menos que de una ejecución pública, orquestada por el presidente de Estados Unidos, el cual parecía dispuesto a todo, absolutamente todo, con tal de provocar la ruina de su propia secretaria de Estado.

—Durante el vuelo a Fráncfort —explicó Betsy— me tomé alguna copa de más y le dije a Ellen que no me parecía que el presidente Williams fuera un cabrón con cerebro de mosquito, y menos un cretino de campeonato. Le dije que, si pensaba que era un egocéntrico que no podía ser más tonto ni entrenando, y que la licenciatura en Derecho se la había sacado mandando por correo tapas de cereales Cap’n Crunch, estaba muy equivocada.

Betsy había empezado a divertirse. Hacía tiempo que no sacaba a pasear la mala uva de la señora Cleaver.

Sin embargo, ya iba siendo hora de pasar a otra cosa.

Miró a los ojos a Barb Stenhauer y soltó una mentira que estuvo a punto de provocarle una arcada, pero, en fin, no había más remedio.

—Le dije que me parecía que no rescatar a Gil era la decisión correcta, y que el senador no había tenido elección.

—Y por eso la ha hecho volver.

—Suerte tuve de que no me tirara del Air Force Three. Así que ya me ve, comiéndome un cruasán, jugando al Candy Crush e intentando hacer acopio de valor para llamarla y pedirle perdón. Aunque Doug Williams me parece un gilipollas narcisista.

«Qué a gusto me he quedado.»

—¿Se lo parece o no?

—¿Cómo?

—Ha dicho que le parece un tal y cual narcisista.

—¿Qué?

—Da igual.

—Y usted, ¿a qué ha venido? —preguntó Betsy—. ¿Puedo ayudarla?

—No. Me manda el presidente para ver si la secretaria Adams o su jefe de gabinete han dejado alguna nota sobre su reunión. Es que parece que con tanto revuelo la estenógrafa se ha saltado algunos puntos.

—Pues que tenga suerte. Ya ve que el escritorio de Ellen está hecho un desastre, y el de Boynton, demasiado ordenado para haber trabajado de verdad. —Betsy titubeó—. Ustedes ya habían colaborado, ¿no? Con Boynton, quiero decir.

—Sí, poco tiempo.

—En la Comisión de Inteligencia, cuando la presidía el senador Williams.

—Sí, y en la campaña.

No había sido más que una suposición por parte de Betsy, pero tampoco era muy difícil deducirlo, habida cuenta de que a Charles Boynton lo había nombrado jefe de gabinete de Ellen la propia Stenhauser. Mientras veía que esta última entraba en el despacho de Boynton, y cerraba la puerta, se preguntó cuántos imbéciles podían llegar a caber en el mundo.

Escribió unas líneas a Ellen por correo electrónico para decirle que ya estaba en Washington y darle las gracias por el joven agente a quien había asignado la misión de protegerla.

«Que el subjuntivo hubiera entrado en un bar...»

Veinte minutos después probó la puerta del despacho de Boynton. No estaba cerrada con pestillo ni había nadie dentro.

Barb Stenhauser se había marchado.

Se sentó otra vez a la mesa de Boynton y, al buscar el cable con la mano, se le paró el corazón.

El ordenador de Charles Boynton volvía a estar enchufado.

Scott Cargill se abrochó el cinturón e hizo señas al piloto para que despegara.

Su número dos le entregó el móvil. Leyó el mensaje de manera rápida, sin inmutarse.

—¿Y los demás?

—Lo estamos comprobando. Deberíamos tener noticias en los próximos minutos.

Cargill asintió con sequedad y, tras enviar un mensaje a la secretaria de Estado, dejó vagar la vista por Fráncfort mientras el helicóptero se ladeaba para dirigirse hacia el este, hacia Baviera y la pintoresca localidad de Bad Kötzting, hogar de un terrorista.

El agente de la Seguridad Diplomática devolvió el móvil a Ellen. Había recibido un mensaje de Scott Cargill, marcado como urgente.

«Hallado asesinado el marido de Nasrin Bujari. Investigando otras familias. Localizado sospechoso atentado en Baviera. En camino.»

Cargill miró la respuesta: «Suerte. Manténgame informada.»

Ellen devolvió el teléfono al agente de seguridad y fijó la mirada en Anahita.

—No tenemos mucho tiempo, señorita Dahir. —El tono de la secretaria Adams era brusco y formal—. Nos ha mentido una y otra vez. Ahora tiene que contarnos la verdad.

Anahita asintió, muy erguida en la silla.

—¿Qué tiene que ver con los atentados? —Su sorpresa era evidente.

—¿Señora secretaria?

—Basta. Sabemos lo de su padre.

—¿Qué pasa con mi padre? —Lo dijo sin alterarse, pero resultaba absurdo no contarlo todo cuando era obvio que ya lo sabían. Negarlo sólo empeoraría las cosas.

A pesar de todo, Anahita se dio cuenta de que no podía contarles la verdad. Era tan sólo lo único que le habían pedido sus padres, lo único que había prometido no contar jamás... a nadie.

Su padre la había sentado en sus rodillas y, tras rogarle que no tuviera miedo, le había prometido que si guardaba ese secreto, sólo ése, iría todo bien.

Y cuando tuvo edad para entenderlo, su padre le contó por qué ese gran secreto no podía salir nunca de su casita en las afueras de Washington.

Le explicó en tono calmado que los iraníes de la línea dura habían asesinado a toda su familia —la de él, la de ellos—, que la habían borrado del mapa en una orgía de sangre simplemente porque era una familia de intelectuales y, por lo visto, no podían fiarse de los intelectuales.

Porque la educación llevaba a las preguntas y las preguntas al pensamiento independiente, y el pensamiento independiente a la sed de libertad, que desafiaba el control de los ayatolás.

—Sólo escapé yo. —Lo había dicho con voz firme y desapasionada, pero sus ojos reflejaban dolor.

—¿Te da miedo que los iraníes vengan a por ti? —preguntó ella.

—No tanto como que no tengan que hacerlo. Si los estadounidenses se enteran de que mentí en la petición de asilo, si se enteran de que en realidad soy iraní...

—¿Te mandarán de vuelta? —Ya tenía edad para entender lo que implicaba—. Yo nunca se lo diré a nadie —prometió.

Y lo había cumplido, y seguiría cumpliéndolo.

—Esto es absurdo —soltó Beecham—. No va a colaborar, ya lo ve. Está muy claro para quién trabaja, y no es para nosotros. Deténgala y presente cargos.

El agente de seguridad que había en la sala dio un paso hacia Anahita.

—¿Cuáles? —preguntó Ellen levantando una mano para frenarlo.

—Sedición, conspiración, terrorismo, asesinato en masa... —respondió Beecham—. Si no le bastan, tengo más.

—Se le olvida que el mensaje iraní pretendía impedir los atentados —replicó Ellen—. En todo caso, lo que hizo fue ayudar.

—¿El mensaje venía de Irán? —preguntó Anahita.

—Mire, ya está bien —dijo Ellen perdiendo la paciencia—. Sabemos que su padre es iraní y que mintió en su petición de asilo. Sabemos que se apellida Ahmadi...

—¿Por qué razón mandó su tío el mensaje? —la interrumpió Beecham.

Anahita los miró sorprendida.

—¡¿Qué?!

—¡Basta! —Ellen dio un puñetazo en la mesa y Anahita se sobresaltó, incluso Beecham dio un respingo al otro lado del Atlántico—. Se nos acaba el tiempo y necesitamos respuestas.

—Lo comprendo, pero es que se equivocan: yo no tengo ningún tío.

—¡Por supuesto que tiene un tío! —le espetó Beecham—. Vive en Teherán, se llama Behnam Ahmadi y es físico nuclear. Fue uno de los creadores del programa armamentístico iraní.

—No puede ser. Durante la revolución mataron a toda mi familia. Mi padre fue el único que... —Se calló de golpe, pero ya era demasiado tarde: se le había escapado.

Esperó, esperó a que se la llevara el monstruo, el Azhi Dahaka. Lo tenía grabado tan profundamente que, aunque ya fuera una persona adulta y racional, seguía convencida de que si se le escapaba el secreto la catástrofe sería inmediata.

Esperó con los ojos muy abiertos, respirando de manera entrecortada.

No pasó nada, pero no se dejó engañar: el monstruo había quedado en libertad e iría a por ellos. Pronto caería sobre la modesta casa familiar de Bethesda.

Tenía que llamarlos y avisarlos. ¿Para qué? ¿Para que se fueran corriendo y se escondiesen? ¿Dónde?

—¿Ana? —La voz se oía muy lejos—. ¿Ana?

Volvió al sótano del consulado de Estados Unidos en Fráncfort, con su búnker.

—Díganoslo —le pidió la secretaria Adams en voz baja.

—No lo entiendo.

—Pues entonces limítese a contarnos lo que sabe.

—Me dijeron que estaban todos muertos, toda la familia de mi padre, asesinados a manos de los extremistas, y que no me quedaban parientes. —Miraba a Ellen a los ojos.

—Todo eso son chorradas —replicó en la pantalla, desde Washington, el jefe del binomio de agentes—. El mensaje llegó a su ordenador. Su tío sabía dónde y cuándo encontrarla. Tiene que conocerlo.

—Pues no —insistió Anahita.

—Entonces tiene que llamar a su padre. —El tono de Ellen fue firme y categórico.

—¿Cree que es buena idea, señora secretaria? —preguntó el agente.

—¿Buena idea? ¡Es horrible! —exclamó Beecham—. Y ya puestos, ¿por qué no les decimos a los terroristas que se unan al equipo? Venga, venid. —Gesticuló con los dos brazos—. Así os enseñamos lo que sabemos y lo que no sabemos.

Fulminó con la mirada a Ellen, que le devolvió el gesto.

—Están en camino —informó el otro agente, levantando la vista del teléfono—. Llegarán a Bethesda en cualquier momento.

—¿Quién? —inquirió Anahita, que sintió que la invadía el pánico, aunque ya sabía la respuesta.

El monstruo. El que ella misma había liberado.

—Muy bien. —Beecham se levantó—. Yo también voy.

Betsy Jameson no podía apartar la vista de la pantalla del despacho de Charles Boynton, en el Departamento de Estado. Tenía los ojos muy abiertos y se tapaba la boca con la mano.

—Dios bendito...

Ya hacía años que sus amigos y su familia se habían fijado en que cuando iban mal las cosas se ponía a soltar palabrotas, pero cuando se avecinaba una catástrofe ya no era tan malhablada.

—Pero habrase visto... —susurró a través de los dedos abiertos, contemplando la pantalla.

Barb Stenhauser había visto lo que estaba haciendo Betsy. La búsqueda de los archivos sobre Timothy T. Beecham estaba abierta.

Se trataba de unos archivos muy raros, fragmentarios.

De pronto se echó a reír.

Lo que sabría Stenhauser era que Charles Boynton había estado indagando sobre el director nacional de Inteligencia, no Betsy Jameson, que estaba demasiado ocupada en jugar al Candy Crush y en comer para que se le pasara el disgusto.

Se apoyó en el respaldo y respiró hondo para serenarse.

Luego volvió a inclinarse y puso manos a la obra. Estaba claro que había que profundizar.

Una hora después, se quitó las gafas, se frotó los ojos y miró fijamente la pantalla. No avanzaba. Cada vez que creía encontrar una pista prometedora, acababa siendo un callejón sin salida. Era como estar dentro de un laberinto en cuyo centro, inaccesible, se hallaba el auténtico Tim Beecham.

Pero alguna manera tenía que haber de llegar hasta él. Betsy sabía que había estudiado Derecho en Harvard, pero por ahí no había encontrado nada, sólo la confirmación del título.

También habían borrado su historial militar.

Tenía mujer y dos hijos. Había cumplido cuarenta y siete años, y provenía de una familia republicana de Utah.

Eso no podía mantenerse en secreto.

Le resultaría más fácil encontrar información sobre el cartero que sobre el DNI. Ni siquiera logró averiguar qué nombre escondía la «T» de «Timothy T. Beecham».

Más que el camino hasta el centro del laberinto, lo que necesitaba era una buena motosierra.

Se puso el abrigo y salió a dar un paseo para despejarse. Y pensar, pensar...

Se sentó en un banco del parque y estuvo mirando a los pocos valientes que habían salido a correr hasta que reconoció al chico del avión, su guardaespaldas. Se había sentado discretamente al lado de un pequeño cobertizo.

Betsy se sacó el móvil y vio la respuesta de Ellen.

«Que el subjuntivo hubiera entrado en un bar... era una de las posibilidades que se planteaba», empezaba el mensaje.

«Vamos avanzando —continuaba—. Me alegro de que hayas llegado.

»P.D. ¿Qué guardaespaldas?»

Recogió sus cosas y empezó a alejarse con tranquilidad, sin mirar una sola vez hacia el cobertizo. El corazón le iba a mucha más velocidad, casi tanta como el cerebro.

Continuó caminando despacio, en aquel día cada vez más gélido, sintiendo la mirada clavada en la espalda.

El autobús llegó a la pequeña estación de Bad Kötzting.

—¿Bajas o qué? —dijo el conductor en voz alta, con tono de impaciencia.

Aram había esperado a que se bajara todo el mundo, y aún se había entretenido un poco para comprobar si había alguien en la estación.

No vio a nadie.

Das tut mir Leid —contestó. Al pasar junto al conductor se caló algo más el gorro de lana que se había comprado en Fráncfort—. Perdone, me había quedado dormido.

Al conductor le daba igual. Sólo pensaba en ir al bar para comer algo caliente y tomarse una cerveza tibia.

—¡Otro mensaje, señor! —gritó la número dos de Cargill para hacerse oír por encima del ruido de los rotores.

Le enseñó el móvil con el breve texto.

De las mujeres, los hijos y padres de los otros terroristas y físicos no quedaba nadie.

Todos asesinados.

—Dios mío —susurró Cargill—. Shah está haciendo limpieza. —Se inclinó para dirigirse al piloto—: Más rápido, tenemos que llegar más rápido.

Lo siguiente se lo dijo a su número dos.

—Avisa a la policía de Bad Kötzting.

Se oyó el ruido de la puerta al abrirse.

—Ah, debe de ser Aram.

Frau Wani se levantó en el preciso instante en que Naomi se llevaba una mano a la espalda y se sacaba la pistola.