17

Irfan Dahir descolgó el teléfono y sonrió.

Dorood, Anahita. Chetori?

Hubo un momento de silencio, pero ya sabía que su hija estaba en Fráncfort, y las llamadas internacionales podían tener un poco de desfase.

Al pie de la pantalla de Ellen, en el búnker de Fráncfort, apareció la palabra «farsi», escrita por el traductor.

Enseguida aparecieron otras: «Hola, Anahita, ¿cómo estás?»

Ellen miró a Anahita y asintió para que contestase, pero la joven se había quedado de piedra, paralizada.

Ana? —dijo por el altavoz la misma voz de antes, grave y afectuosa, aunque ligeramente teñida de preocupación—. Halet jubah?

Ellen hizo señas a Anahita para que dijera algo, lo que fuese.

Salam —contestó por fin la joven.

«Hola.»

Irfan sintió que se le paraba el corazón, y luego se lanzaba contra su caja torácica, intentando escapar.

«Salam»: la sencilla palabra que le había enseñado a su hija cuando fue lo bastante mayor para entender.

«Hola» en árabe. Mientras Anahita lo escuchaba muy seria, él le había explicado que esa palabra sería la clave entre ellos dos: si había problemas, si alguien se enteraba, tendría que usar el saludo en árabe, no en farsi.

Miró la ventana de la sala de estar, que daba a una calle tranquila.

En el camino de entrada había aparecido un coche negro sin identificar, y había otro aparcado en la acera.

—¿Irfan? —dijo su mujer, que salió de la cocina envuelta en el aroma de la menta, el comino y el cilantro de los kaftas que estaba preparando—. Hay unos hombres en el jardín de atrás.

Irfan soltó el aire que llevaba décadas conteniendo.

Volvió a pegarse el teléfono a la oreja.

—Lo entiendo —dijo en inglés con un leve acento—. ¿Estás bien, Anahita?

—Papá —respondió ella; le vibraba la barbilla—, lo siento.

—No pasa nada. Te quiero, y estoy seguro de que todo saldrá bien.

Ante la dignidad del padre y la desolación de la hija, Ellen Adams sintió un aguijonazo de vergüenza, pero sólo hasta que se acordó de las mantas rojas agitadas por la brisa y de las fotos de hijos, hijas, maridos, mujeres y niños en manos temblorosas.

Entonces sintió indignación: ella no renegaría de los muertos.

Oyeron un timbre por el altavoz.

Irfan Dahir le hizo señas a su mujer, petrificada en medio del salón, para que no se moviera.

Quitó el pestillo, pero justo cuando empezaba a abrir la puerta la empujaron desde fuera haciéndolo retroceder y varios hombres fuertemente armados entraron en tromba y lo tiraron al suelo.

—¡Irfan! —chilló su mujer.

• • •

Anahita abrió mucho los ojos de puro pánico.

—¡Papá! ¡Mamá! —gritó al teléfono con todas sus fuerzas—. ¿Qué pasa?

Después de un último empujón que dejó a Irfan sin aire en los pulmones, la rodilla que tenía clavada en la espalda aflojó la presión.

Notó que lo levantaban como un muñeco de trapo y lo ponían en pie.

—¿Irfan Dahir?

Se volvió para descubrir tras él a un hombre mayor con ropa de civil, bien afeitado, canoso, con el pelo corto, traje y corbata, que en su estado, de cierta confusión, le recordó a un director de escuela.

—Sí —susurró con voz ronca.

—Queda detenido.

—¿De qué se me acusa?

—De asesinato.

—¡¿Qué?!

Su asombro cruzó el Atlántico a través de la línea telefónica hasta llegar al consulado de Estados Unidos en Fráncfort, donde lo captaron los oídos de su hija y los de la secretaria de Estado.

Betsy Jameson se llevó un café doble a la mesa redonda del rincón. También se había pedido un muffin para justificar que ocupaba una mesa aunque, a decir verdad, no había casi nadie.

Pero al menos era un espacio público.

Él ya no disimulaba: estaba claro que la seguía.

Se palpó el móvil dentro de la chaqueta y lo sacó para mirar el número. Sólo podía ser el de la capitana Phelan, la ranger enviada por el general Whitehead.

Acercó el dedo a la pantalla, pero sin tocarla.

«No dude...», le había dicho Denise Phelan.

A pesar de todo, dudó. ¿Cómo sabía que el jefe del Estado Mayor Conjunto había enviado a la ranger? Sólo tenía la palabra de Phelan, y en un día así no era suficiente.

Tomó una decisión. Después de guardarse el móvil de prepago en el bolsillo, sacó el suyo y marcó un número. La pasaron varias veces hasta que oyó una voz grave, masculina.

—¿Señora Jameson?

—Sí. Siento molestarlo, general.

—¿En qué puedo ayudarla?

—No nos conocemos...

—No, es verdad, pero sé quién es. ¿Ha recibido mi paquete?

En el suspiro de Betsy se mezclaban el alivio y un repentino agotamiento.

—O sea que venía de su parte.

—Sí, aunque ha hecho bien en comprobarlo. ¿Algún problema?

—Bueno... —El alivio dejó pasó a la vergüenza, que se esfumó de golpe al ver que el joven la observaba desde el fondo del local, sentado a otra mesa—. Quería preguntarle si podríamos quedar para tomar algo.

—Por supuesto. ¿Dónde y cuándo?

La rapidez con que aceptó el general tranquilizó a Betsy, pero al mismo tiempo la inquietó: era evidente que estaba preocupado.

Se lo dijo. Luego cogió un taxi, dio la dirección del primer hotel que se le ocurrió, bajó, se dirigió a una entrada lateral y pidió otro taxi. Lo había visto en varios programas de la tele, como estrategia para despistar a alguien, aunque nunca se le había pasado por la cabeza usarlo en la vida real.

Para su sorpresa, pareció que funcionaba.

Unos minutos después entró en el Off the Record, un local de luz tenue y terciopelo rojo donde se reunían los enterados de Washington.

Quedaba justo enfrente de la Casa Blanca, y en la oscuridad de sus rincones conversaban en voz baja periodistas y subalternos del mundo de la política, se intercambiaban confidencias y se cerraban acuerdos.

En los círculos capitalinos se consideraba terreno neutral.

Betsy se sentó en uno de los reservados semicirculares y estuvo pendiente de la puerta, a la espera de ver al general, pero también a su perseguidor.

Cuando entró Whitehead, tardó un poco en reconocerlo, aunque no podía negarse que el hecho de que entrara en el reservado y se presentase fuese una pista importante.

Si Betsy se parecía a June Cleaver, el general recordaba un poco a Fred MacMurray, el actor de la serie Mis tres hijos: un hombre larguirucho y de aspecto cordial más cómodo con un jersey que de uniforme.

Lo había visto muchas veces por la tele, y en persona desde lejos, pero no habían llegado a coincidir, cosa que, por otra parte, tampoco le apetecía especialmente: recelaba de los militares de alto rango; los consideraba belicistas por naturaleza, y nadie superaba en rango al jefe del Estado Mayor Conjunto.

Pero de quien recelaba más era del general Whitehead, quien, para colmo, había sido miembro de la administración Dunn.

No obstante, Ellen se fiaba de él... y ella se fiaba de Ellen.

Y, por otra parte, no se le ocurría a quién más recurrir.

El helicóptero tomó tierra y Cargill corrió hacia el coche que estaba esperándolo.

Le envió un mensaje rápido a la secretaria de Estado.

«Ya en Bad Kötzting, camino a casa. La mantendré informada.»

Habían instalado una cámara y Anahita, desde Fráncfort, vio a sus padres sentados a la mesa en el comedor de Bethesda.

Conocía bien aquella habitación: era donde celebraban los cumpleaños, donde invitaba a comer a los amigos y donde había hecho los deberes a diario durante quince años.

Donde había grabado las iniciales de un chico por el que estaba colada.

Cómo la había reñido su madre...

Por aquel entonces le habría parecido imposible ver lo que estaba viendo en ese momento: el director nacional de Inteligencia a la humilde mesa, con sus padres. El encuentro, sin embargo, no tenía nada de familiar ni de amistoso, sino todo lo contrario.

Tim Beecham estudiaba a los Dahir, al igual que la secretaria Adams. La luz cruda de la cámara les difuminaba las facciones, pero había una cosa que no podía difuminarse: estaban muertos de miedo, tan aterrados como si tuvieran delante al jefe de la policía secreta iraní.

Ellen trató de quitarse de la cabeza aquella comparación, pero volvía una y otra vez vía Abu Ghraib, Guantánamo y una serie de lugares que hasta hacía poco ni siquiera sabía que existían.

—Cuéntenos qué saben de los atentados —le pidió Tim Beecham.

—¿Los de Europa? —preguntó Maya Dahir.

—¿Hay otros? —inquirió el DNI.

La señora Dahir puso cara de perplejidad.

—No. Bueno, no sé...

—Ciento doce muertos, de momento —dijo Beecham desviando su mirada hostil hacia Irfan—, más cientos de heridos. Y las pistas conducen hasta usted.

—¡¿Hasta mí?! —El asombro de Irfan Dahir parecía sincero—. Yo no tengo nada que ver, nada en absoluto.

Buscó apoyo en Maya, que parecía tan estupefacta y asustada como él.

—Pero su hermano Behnam sí —replicó Beecham—. Debería pedirle que se lo explicara.

Irfan cerró los ojos y bajó la cabeza.

—Behn —susurró—, ¿qué has hecho?

En Fráncfort, junto a la secretaria de Estado, Anahita miraba fijamente la pantalla.

Todo aquello parecía imposible.

—Háblenos de su familia en Teherán, señor Dahir.

Tras tomarse unos instantes para recuperarse, Irfan empezó a hablar, a decir lo que llevaba décadas guardándose para sí.

—Aún tengo un hermano y una hermana en Teherán.

—¿Papá? —intervino Anahita.

—Mi hermana es médica —siguió explicando Irfan sin querer, o poder, mirar a su hija—. Mi hermano, el menor, es físico nuclear. Los dos son fieles al régimen.

—Fieles es poco —contestó Tim Beecham—: tenemos en nuestro poder una foto de su hermano apuntando a la cabeza de un alto diplomático estadounidense durante la crisis de los rehenes.

—Eso fue hace mucho, y él y yo éramos muy diferentes.

Beecham se inclinó hacia él.

—No sé si tanto. ¿Esto le suena de algo?

Le enseñó una borrosa foto de prensa con un pie casi ilegible.

«Estudiantes con rehenes estadounidenses en Teherán.»

—¿Y bien, señor Dahir?

Si Irfan se hubiera atrevido a decir «la he cagado», lo habría dicho. Era la verdad.

Tim Beecham lo dijo por él:

—La ha cagado, señor Dahir. El de la foto es usted, ¿verdad? Al lado de su hermano.

Irfan encorvó los hombros sin apartar la vista de la foto. Ni siquiera sabía que existiese. Incluso había conseguido olvidarse de que aquel joven con el arma en alto y gesto victorioso había existido alguna vez.

—Sí, soy yo. —Su respiración era rápida y superficial, como si hubiera acabado una carrera demasiado larga que lo había llevado demasiado lejos.

—Por lo que consta en nuestros archivos, no se marchó de Irán hasta dos años después. Cuesta creer que un hombre que temía por su vida actuase así.

Irfan reflexionó un momento.

—¿Ha oído hablar del dilema de la secretaria, señor Beecham? —preguntó en voz baja.