Cuando les llevaron las bebidas —para ella un ginger ale, para él una cerveza—, el general Whitehead miró a Betsy.
Una de las razones por las que no lo había reconocido era que no iba de uniforme: se había tomado la molestia de ponerse ropa de civil.
—Llama menos la atención —había explicado sonriendo.
Betsy lo entendía: pocas cosas llamaban tanto la atención como un general de cuatro estrellas con el uniforme cubierto de insignias y medallas. Parecía el Hombre de Hojalata de El mago de Oz, el que buscaba un corazón, pensó.
¿Él tampoco tenía corazón? Todo un arsenal armamentístico en sus manos y sin corazón: daba miedo sólo de pensarlo.
Sin el uniforme, en cambio, Bert Whitehead parecía un funcionario cualquiera del gobierno, a condición de que el jefe de personal hubiera sido Fred MacMurray.
A pesar de todo, lo rodeaba un aura de autoridad serena. Betsy entendió que hombres y mujeres lo siguieran y cumplieran sus órdenes de manera incondicional.
—¿En qué puedo ayudarla, señora Jameson?
—Me están siguiendo.
Whitehead levantó la cabeza, sorprendido, pero no miró a su alrededor. Aunque sí dio la impresión de estar más alerta.
—¿Está aquí?
—Sí, ha llegado justo antes que usted. Creía que lo había despistado, pero no. Está detrás de usted, al lado de la puerta.
—¿Qué aspecto tiene?
Después de oír la descripción, Bert Whitehead pidió permiso para levantarse, y Betsy vio que se dirigía en línea recta hacia el joven.
Se agachó y le dijo unas palabras antes de llevárselo del brazo con una actitud que parecía cordial, aunque Betsy sabía que no lo era.
Al cabo de una eternidad, a pesar de que según el móvil de Betsy habían pasado poco más de dos minutos, Bert Whitehead regresó al reservado.
—Ya no la molestará.
—¿Quién es? ¿Quién lo ha enviado?
A falta de respuesta, se contestó a sí misma.
—Timothy T. Beecham.
El general la estudió un momento.
—¿Le ha dicho algo la secretaria Adams?
—Me ha hecho volver para que investigue a Beecham y averigüe qué puede estar tramando.
—Yo le había pedido que no hiciera nada.
—Eso es que no conoce a Ellen Adams.
Sonrió.
—Empiezo a conocerla.
—¿Qué puede decirme sobre Beecham? No encuentro nada en los archivos. Lo han movido todo.
—O borrado.
—¿Por qué iban a borrarlo?
—Supongo que porque hay algo que no quieren que vea nadie.
—¿Como qué?
—No lo sé.
—Pero algo sabe.
Bert Whitehead no parecía muy contento de que lo pusieran en esa situación; era posible que se hubiera molestado, incluso, pero acabó cediendo.
—Lo único que sé es que la administración Dunn, desoyendo todos los consejos sensatos, y mis propios argumentos, se retiró del acuerdo nuclear con Irán. Fue un error gravísimo, que cerró Irán a cualquier inspección y a cualquier escrutinio de su programa armamentístico.
—¿Y qué tiene que ver Beecham con eso?
—Fue uno de los que empujaron al presidente Dunn a hacerlo.
—¿Por qué?
—Más que por qué, la pregunta es a quién beneficiaba.
—Vale, pues finjamos que es lo que le he preguntado.
La sonrisa del general duró apenas un momento.
—Para empezar a los rusos, que con nuestra retirada tuvieron carta blanca en Irán. Eso ya no tiene remedio: está hecho. —Posó la mirada en el posavasos y sonrió—. «When thou hast done, thou hast not done, / for I have more.» —Alzó la vista y miró a los ojos a Betsy. Acababa de citar inesperadamente al poeta inglés John Donne: «Cuando lo hagas, aún no lo habrás hecho / porque tengo más.» ¿Por qué?
De pronto, se dio cuenta de que el general estaba mirando uno de los famosos posavasos del Off the Record con caricaturas de líderes políticos.
Estaba mirando el posavasos con la caricatura de Eric Dunn.
No había dicho «When thou hast done», sino «When thou hast Dunn», que sonaba exactamente igual en inglés...
Pero se refería a Eric Dunn.
La secretaria Adams escuchaba el interrogatorio de Irfan Dahi que seguía llevando a cabo Beecham, si bien estaba cada vez más pendiente del móvil.
Al final lo cogió y le mandó un mensaje a Scott Cargill: «¿Alguna novedad?»
Nada.
• • •
—¿Por qué lo dice? —preguntó Betsy—. ¿Qué más tiene Eric Dunn? Necesito saberlo, y Ellen, también.
El general Whitehead suspiró.
—Para empezar, ganas de regresar al poder.
—Como todos los políticos, ¿no?
Betsy señaló los posavasos de la mesa, imágenes graciosas de varios presidentes y ministros, y de algunos mandatarios extranjeros.
El presidente ruso, el líder supremo de Corea del Norte y el primer ministro del Reino Unido, rostros habituales de los informativos de la noche.
—Es verdad —reconoció el general Whitehead—, pero en este caso va mucho más allá de la figura de Eric Dunn. En Estados Unidos hay elementos a los que no les gusta nada hacia dónde se dirige el país, y que están utilizando a Dunn: lo ven como la única posibilidad de frenar el desgaste de la América tradicional, no porque Dunn tenga un proyecto, sino porque se lo puede manipular. Pero antes tienen que reinstaurarlo en el poder.
—¿Cómo?
Guardó silencio unos instantes, midiendo las palabras.
—¿Qué pasaría si se produjera una catástrofe en suelo estadounidense, un atentado terrorista tan horrible que dejase al país herido durante generaciones? ¿Y si ocurriera durante este gobierno?
—Que echarían la culpa a Doug Williams, y se oirían voces a favor de una dimisión en bloque del gobierno.
—Bueno, pues ahora supongamos que el presidente no sobrevive a los atentados.
Betsy sintió un peso tan grande en el pecho que casi no la dejaba respirar.
—¿Qué está diciendo? ¿Es lo que va a pasar?
—No lo sé.
—Pero lo teme.
Whitehead no contestó. Sin embargo, tenía los labios apretados y los nudillos blancos por el esfuerzo de controlar el miedo.
Los medios de la derecha más dura ya estaban culpando de las bombas de los autobuses, y de no haber sabido evitarlas, a la inteligencia de Estados Unidos y, por extensión, al nuevo gobierno. Incluso en medios más moderados empezaba a despertar el miedo a nuevos atentados de mayor gravedad, y en suelo estadounidense.
Si llegaba a producirse uno...
—¿Me está diciendo que, con tal de volver al poder, el ex presidente estaría dispuesto a permitir que unos terroristas se hicieran con una bomba, incluso con un arma nuclear, y la usaran? —inquirió Betsy.
—No creo que Eric Dunn accediera de forma consciente. Lo que creo es que lo están utilizando, y no sólo los rusos, sino también otros elementos más cercanos.
—¿Dentro de su partido?
—Es probable. De cualquier modo, va mucho más allá de la afiliación a tal o cual partido. Hay gente que odia la diversidad de Estados Unidos y los cambios que ha provocado. Se consideran, se ven, como patriotas. Seguro que los habrá visto en alguna manifestación: fanáticos religiosos, neonazis, fascistas...
—Los he visto, general, y me cuesta creer que todo esto lo estén orquestando los de las pancartas.
—No, ésos son el síntoma visible. La enfermedad es más profunda: gente con poder y riqueza, que quiere proteger lo que tiene y que quiere más.
«Porque tengo más...»
—Han encontrado el vehículo perfecto en Eric Dunn.
—Su caballo de Troya —concluyó Betsy.
Whitehead sonrió.
—Buena comparación: algo hueco, un recipiente en el que esas personas han vertido sus ambiciones, sus indignaciones, sus odios y sus inseguridades.
Un matiz en su tono y un detalle en la expresión de su rostro llamaron la atención de Betsy.
—¿A usted le caía bien Eric Dunn?
El general Whitehead negó con la cabeza.
—Ni bien ni mal. Era mi comandante en jefe. Sospecho que en algún momento fue buena persona, como la mayoría. Son pocos los que crecen deseando destruir su propio país.
—Pero me está diciendo que los que se encuentran detrás de todo esto no creen estar destruyendo su país, sino todo lo contrario: se ven como patriotas que acuden a salvarlo.
—Exacto: «su país». Así es como lo ven: «nosotros» y «ellos». Están igual de radicalizados que Al Qaeda, son terroristas domésticos.
Betsy se preguntó si estaba loco. ¿Demasiados golpes en la cabeza? ¿Demasiado ímpetu en los saludos militares? ¿Veía conspiraciones donde no las había?
No sabía qué prefería: que el jefe del Estado Mayor Conjunto sufriera delirios o que estuviera diciendo lo que a los demás les daba demasiado miedo reconocer.
Que el país se exponía a una amenaza muy real, y que esa amenaza procedía de dentro.
Subió y bajó el dedo por el vaso empañado, deseando que fuera de whisky, no ginger ale.
—¿Y Beecham? ¿Qué pinta en todo esto?
Whitehead apretaba tanto los labios que apenas se le veían.
—Ya no puede callar —dijo Betsy—. Necesito saberlo. ¿Cuál es su papel?
—No lo sé. He intentado averiguarlo por vías extraoficiales, pero de momento no he descubierto nada.
—Pero tiene sus sospechas.
—Lo que sé es que Tim Beecham estuvo al frente del análisis de inteligencia del programa nuclear iraní y que sabe mucho sobre el movimiento de armas en la zona. Conoce a mucha gente.
—¿A Shah?
—¿Por qué accedió la administración Dunn a que soltasen a Shah? —preguntó Whitehead.
—A mí no me mire.
—En cuestión de meses, el gobierno se retiró del pacto dejando a Irán las manos libres con su programa armamentístico y dio el visto bueno a la liberación de un traficante de armas nucleares paquistaní.
—¿Las dos cosas están relacionadas? —preguntó Betsy.
—Sí, en la medida en que ambas incrementaron el riesgo de proliferación nuclear, pero ¿qué desenlace concreto se persigue?
—Ya le he dicho que a mí no me mire —contestó Betsy—. Si me suelta otra cita de John Donne, igual puedo ayudarle.
Whitehead sonrió fugazmente.
—Lo que sé es que el elemento común de las dos decisiones fue Tim Beecham.
—¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
—Por desgracia, sí. —Parecía asustado—. Y hay más.
—«Porque tengo más» —dijo Betsy en voz baja, esperando.
—Es lo que se llama un «problema retorcido»: Oriente Medio ya era un polvorín, pero algo de estabilidad había, al menos hasta que el presidente Dunn retiró todas nuestras tropas de Afganistán sin ningún plan y sin poner condiciones a los talibanes. El presidente Williams ha heredado esa decisión.
Betsy observó atentamente a Whitehead. ¿Era cierta su impresión inicial? ¿Tenía delante a un belicista con cara de Fred MacMurray?
—Ya sé que fue una decisión polémica, aunque en algún momento teníamos que irnos y repatriar a nuestros soldados —opinó ella—. A mí me pareció su única decisión acertada.
—Le aseguro que nadie tiene más ganas que yo de ver a nuestros soldados fuera de peligro, y estoy de acuerdo en que iba siendo hora. La cuestión no es ésa.
—Y entonces ¿cuál es?
—Que se ejecutó sin haber elaborado ningún plan, sin obtener nada a cambio. No se hizo ningún preparativo para conservar lo ganado, la estabilidad que tanto había costado conseguir y nuestras capacidades en inteligencia, contrainteligencia y antiterrorismo. El plan Dunn creó un vacío que los talibanes están encantados de llenar.
Betsy se echó para atrás.
—A ver... ¿me está diciendo que después de dos décadas de combates Afganistán volverá a estar en manos de los talibanes?
—Lo estará, y esta vez además de a Al Qaeda se traerán a los pastunes. ¿Sabe de quiénes hablo?
—Los que secuestraron a Gil.
—Exacto, al hijo de la secretaria Adams. Son una extensa familia de extremistas cuyas garras se extienden por todas las organizaciones de la región, legales o ilegales. El gobierno actual de Afganistán, supuestamente democrático, contaba con nuestro respaldo. Si nos retiramos sin un plan... —abrió las manos— las ratas volverán en tropel: se perderá todo el terreno ganado y se revertirán todos los derechos.
—Las mujeres, las niñas...
—¿...que contaban con que recibirían una educación y conseguirían un trabajo? —comentó Whitehead—. Las castigarán. Y aún hay más.
Betsy empezaba a odiar a John Donne.
—Siga.
—Los talibanes necesitarán apoyos, aliados en la zona, ¿y quién mejor que los paquistaníes, dispuestos a todo con tal de que Afganistán no recurra a la India en busca de ayuda?
—Bueno, pero Pakistán es nuestro aliado. ¿No sería beneficioso? Ya sé que es un encaje muy delicado entre piezas inestables, pero...
—Pakistán está jugando una partida a muchas bandas —la interrumpió el general Whitehead—. ¿Dónde encontraron a Osama bin Laden?
—En Pakistán —respondió Betsy.
—Sí, pero no en una cueva de alguna montaña dejada de la mano de Dios: vivía en un recinto enorme y lujoso justo en las afueras de la ciudad de Abbottabad, lejos de la frontera. ¿No irá a decirme que los paquistaníes no estaban al corriente?
»He estado dándole muchas vueltas a cuál es el tejido conectivo entre las piezas inestables en cuestión —prosiguió Whitehead—, y sólo hay una respuesta lógica: Dunn estaba convencido de que políticamente era un triunfo sacar a nuestro ejército de Afganistán...
—Sí, estábamos todos cansados de esa guerra.
—No se lo discuto. Dunn es lo bastante perspicaz para no querer que Afganistán se suma en el caos. No daría buena imagen que todos los avances, todos los sacrificios, quedaran como inútiles. ¿Qué hace, entonces?
Betsy se lo pensó y sonrió, pero no porque le hiciera gracia.
—Acercarse a Pakistán.
—O ellos a él, discretamente: le prometen tener controlado Afganistán, pero a cambio piden algo, algo para echarse a temblar.
—Ah, qué bien, para echarse a temblar. A diferencia de lo que me ha contado hasta ahora. Vale, ¿qué hicieron?
El general Whitehead la miraba fijamente, intentando que viera lo mismo que él.
—Bashir Shah —dijo Betsy—. Soltaron al perro de la guerra.
—Shah es el eje en torno al cual gira todo. Pakistán salvaría a la administración Dunn de una metedura de pata política; aunque volvieran los talibanes, mantendría a raya a las organizaciones terroristas, pero a cambio querría que Estados Unidos aceptara la liberación de Bashir Shah.
—Y Dunn ni sabía quién era Shah ni le importaba —añadió Betsy—. Lo único que veía, lo único que le interesaba, era su reelección.
—Y cuando no fue reelegido...
—A los cerebros de la operación les entró pánico —dijo Betsy—, y aún lo tienen. Necesitan colocarlo de nuevo en el poder.
El jefe del Estado Mayor Conjunto asintió con expresión solemne y triste, y observó a su interlocutora, una profesora de mediana edad con aspecto de ama de casa de los años cincuenta.
—Deje de investigar —había bajado la voz—, estamos hablando de gente muy desagradable que hace cosas muy desagradables.
—No soy una niña, general Whitehead. No hace falta que me hable como si lo fuera.
Sonrió un poco.
—Lo siento, tiene razón. Es que no estoy acostumbrado a hablar de estos temas con civiles. Ni con nadie, la verdad.
Sin volver la cabeza, Betsy movió los ojos para enfocarlos en la barra, donde acababa de sentarse un hombre que le sonaba de algo y del que la gente empezaba a apartarse.
Whitehead posó la mirada en ella de nuevo y bajó aún más la voz.
—Son unos asesinos.
—Sí, ya me había dado cuenta. —Betsy volvió a visualizar la masacre en la tranquila calle de Fráncfort—. Suéltelo de una vez: ¿cuál es la pesadilla?
—A Bashir Shah lo soltaron sabiendo que podía vender conocimientos y materiales nucleares a otros países. Tiene aliados poderosos dentro del gobierno y el ejército paquistaníes. Se enriquecerían todos, pero...
—A ver si lo adivino: hay algo más.
—La verdadera pesadilla es que Bashir Shah venderá armas nucleares a terroristas.
Aquella afirmación tajante quedó suspendida por encima de la mesa gastada, que tantos secretos, tantas conjuras, tantos horrores había oído, aunque nunca nada tan atroz.
—¿Se lo imagina? —continuó Whitehead en voz baja—. Una organización terrorista, Al Qaeda o Estado Islámico, con armas nucleares... ésa es la pesadilla.
—¿De ahí todo esto? —La voz de Betsy resultó casi inaudible—. ¿Los físicos, las bombas en los autobuses? —Observó un momento al general—. ¿Y Tim Beecham está implicado?
—No lo sé. Lo único que sé es que participó en una serie de decisiones que están relacionadas, aunque no lo parezca: retirar a Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán, sacar al ejército de Afganistán sin un plan previo permitiendo que los terroristas vuelvan al amparo de los talibanes, y soltar a Shah. Sospecho que por eso no encuentra nada sobre Beecham: existen documentos, correos electrónicos, mensajes y notas de reuniones que lo demuestran, y había que esconderlos.
—O sea que ¿va más allá de Beecham?
—Mucho más. Necesariamente. Suponiendo que Tim Beecham tenga algo que ver, sospecho que es una marioneta, una herramienta. Detrás hay gente mucho más poderosa.
—¿Quién?
—No lo sé.
Esta vez Betsy Jameson se lo creyó, pero había algo más. Lo vio claro. Al cabo de un silencio que se hizo eterno, el general Whitehead se vio capaz de decirlo.
—Lo que me temo es que a los físicos no los hayan matado al principio de un encargo, sino al final.
—Madre mía...