19

La puerta de la casa de Bad Kötzting se hallaba entornada.

Scott Cargill entró sabiendo lo que encontraría. Por la puerta se filtraba el penetrante olor de las armas automáticas recién disparadas mezclado con otro olor inconfundible con un dejo metálico: el de la sangre.

Después de hacer señas a su número dos para que rodeara la casa, cruzó la puerta con sigilo sujetando firmemente la pistola.

En el recibidor encontró dos cadáveres: una mujer y un niño.

Dio un rodeo y se asomó a la sala de estar.

Vacía.

Volvió al pasillo oscuro y entró en la cocina, donde halló el cadáver de una mujer madura con una pistola reglamentaria de la policía en la mano y los ojos muy abiertos y vidriosos.

Escuchó atentamente sin mover un músculo.

Había ocurrido hacía poco.

¿Los asesinos seguían en la casa? Lo dudaba.

¿Y a Aram Wani, el terrorista, también lo habían matado?

Subió por las escaleras sin bajar la pistola y fue entrando y saliendo de los pequeños dormitorios. El olor a violencia no había llegado arriba. A lo único que olía allí era a loción para bebés.

Justo cuando bajaba vio una sombra en el umbral de la casa, junto a la puerta abierta.

Se paró.

La sombra también.

Oyó un ruido tenue: un sollozo.

Se lanzó por la escalera y, justo cuando llegaba al último peldaño, alcanzó a ver la espalda de un hombre joven que se alejaba corriendo.

Mientras salía de la casa persiguiéndolo, llamó a gritos a su número dos sin saber si lo oía.

Aram Wani corría. Corría consciente de que le iba la vida en de ello, aunque en honor a la verdad ya le daba lo mismo vivir o morir.

Corría por instinto, nada más, pero el caso era que huía de la muerte, del hombre armado que acababa de matar a su mujer y a su hijo.

Corría.

Scott Cargill tuvo que emplearse a fondo en la persecución: como delegado de la CIA en Alemania, llevaba tiempo sin correr.

Pero lo hizo. Levantaba mucho las rodillas, pisaba con fuerza el empedrado y jadeaba en el aire frío.

Corría.

Wani desapareció por una esquina, derrapando.

Mientras reducía un poco la velocidad para que el giro brusco no le hiciera perder el equilibrio, Cargill intentó decidir si podía disparar a Wani sin matarlo, sólo para darle alcance, detenerlo e interrogarlo. Así podrían averiguar qué red había organizado los ataques.

Y tal vez de qué iba todo aquello.

Frenó en seco al llegar al otro lado.

—Mierda.

• • •

Detuvieron a los padres de Anahita, pero Ellen intervino justo antes de que se los llevaran.

—Sólo una pregunta más, señor Dahir: ¿qué es el dilema de la secretaria?

—Un problema matemático, señora secretaria.

—¿De qué tipo? —Ellen lo veía desde Fráncfort, por el monitor.

—Sobre cuándo parar —contestó Irfan.

—¿Parar? ¿En qué sentido?

—Parar de buscar casa, pareja, trabajo... o secretaria —explicó—. Saber cuándo has encontrado lo idóneo, lo mejor. A menos que siempre te preguntes si hay algo mejor... entonces no puedes avanzar. Hay que decidir, aunque la decisión sea imperfecta. En Teherán, durante la revolución, vi demasiado: demasiadas cosas que no encajaban con lo que me habían enseñado del Islam. Pero ¿en qué fase me iba? Irán era mi tierra, donde vivían mi familia y mis amigos. Yo amaba mi país. ¿En qué punto se ha ido demasiado lejos? ¿Cuándo asumo el compromiso de marcharme, sabiendo que ya no hay vuelta atrás?

—¿Y cuándo lo hizo? —preguntó Ellen.

—Cuando vi que el nuevo régimen era tan malo como el viejo, o peor, y que si me quedaba yo también lo sería.

Ellen vio con el rabillo del ojo que Tim Beecham estaba nervioso, como si tuviera muchas ganas de que se acabara la conversación.

—¿Y para eso hay una ecuación? ¿En serio? —le preguntó a Dahir.

—Sí, aunque, como en tantos otros casos, podemos hacer cálculos, y es posible que sean útiles, pero lo determinante acaba siendo la intuición. —Hizo una pausa mientras sus ojos, oscuros y tristes, sostenían la mirada de Ellen—. Y el valor, señora secretaria.

«El dilema de la secretaria», pensó ella.

Lo entendió.

Después de que se llevaran a los Dahir, y de que las pantallas se hubieran quedado en negro, Anahita se volvió hacia Ellen.

—No han hecho nada malo. Sí, mi padre mintió décadas atrás, pero desde entonces ha sido un estadounidense orgulloso de serlo, un ciudadano modélico. Usted sabe perfectamente que mis padres no tienen nada que ver con lo que está pasando.

—No, eso no lo sé —repuso Ellen—. Lo que sé es que alguien le mandó un mensaje desde la casa de su tío. Ese alguien sabe quién es usted, aunque usted no lo conozca.

Anahita dejó de fruncir el ceño.

—O sea que me cree, y a ellos también.

—Yo no diría tanto. Usted salvó la vida de Gil e intentó salvar las de los demás, no creo que sea cómplice de nada. —No sabía si proseguir, pero al final le pareció preferible—: Gil se preocupa por usted, se fía de usted, y él no se fía fácilmente de nadie. En cuanto a sus padres...

—¿Se preocupa por mí? ¿Se lo ha dicho?

—Ahora mismo no creo que eso sea lo importante, ¿no le parece?

Al salir del búnker del consulado de Fráncfort, la secretaria Adams pensó en Gil. Cómo se había enfadado con ella por pedirle el nombre del informador... qué inflexible había estado, y qué firme en su voluntad de protegerlo.

Y luego sus palabras en voz baja: «Aunque quizá haya otra manera...», justo antes de preguntar si estaba Anahita.

Ella había supuesto que era porque sentía algo por la joven, pero empezaba a dudarlo.

¿Y si el informador era esa mujer menuda y delgada que la seguía a pocos pasos, que olía a rosas y no dejaba de repetir que era inocente, que no sabía nada, aunque su familia estuviera hasta el cuello en el asunto?

Un mensaje con bandera roja apareció en su móvil.

Scott Cargill. Por fin.

Pero al abrirlo se dio cuenta de que no era de Cargill, sino de Tim Beecham.

«Acabo de saberlo por nuestros operativos en Teherán: tiene una hija, Zahara Ahmadi, de 23 años, que estudia Física.»

Se volvió hacia Boynton, cuya presencia, por enésima vez, había soslayado.

—Póngame con el presidente por la línea segura.

Escribió la respuesta para Beecham.

«¿Es ella?»

«Creemos que sí. Parece que no es tan radical.»

«¿Creen o saben?»

«La única manera de asegurarse sería deteniéndola.»

«No, no haga nada. Tengo otra idea.»

—Tiene que mandarle un mensaje a su prima.

—¿Tengo una prima?

—Sí.

—¿Una prima? —preguntó Anahita.

—Concéntrese. Es necesario que contacte con ella.

—¿Yo? ¿Cómo? No tenía ni idea de que existía hasta que me lo ha dicho.

Ellen lo dejó pasar.

—Si ella pudo mandarle un mensaje, usted también podrá hacerlo. La ayudará Cargill.

Entonces se acordó de que había ido en busca del sospechoso del atentado.

—Tenemos la dirección de correo electrónico del remitente de Teherán, señora secretaria —intervino Boynton—. Podríamos usarla.

Ellen se lo pensó.

—No, lo más probable es que los iraníes la tengan vigilada.

No siguió por ahí. Si era verdad lo que había dicho, pronto el gobierno iraní descubriría la existencia del mensaje al Departamento de Estado y creería que lo había mandado el tío. Al menos por un tiempo. Y él podía proteger a su hija, al menos por un tiempo.

Debían hacer llegar el mensaje cuanto antes a la tal Zahara Ahmadi.

—Podrá hablar con el presidente dentro de tres minutos —le anunció Boynton.

—Gracias. Llévese a la señorita Dahir a la delegación de Cargill —le pidió Ellen—. Ya están buscando la manera de ponerse en contacto con su prima. En diez minutos quiero oír más opciones.

Estaban otra vez en la planta de arriba, con sol y buenas vistas del cementerio.

Volvió a mirar su móvil: seguía sin recibir ningún mensaje de Bad Kötzting.

—No tan limpio como me habría gustado. —El hombre que hablaba junto a la piscina rondaba la cincuentena, era delgado y estaba en buena forma física, una forma que se había esmerado en mejorar aún más durante el arresto domiciliario—. Pero, bueno, al menos está hecho.

—Sí, señor, e incluso es posible que nos beneficie —se aventuró a decir el empleado que le había dado la noticia.

—¿En qué sentido? —preguntó Bashir Shah.

—Captará su atención.

—Creo que su atención ya la teníamos, ¿no te parece? —Le indicó que se sentara, para no tener que hablar haciendo visera con la mano para evitar el intenso sol—. Ha habido dos fallos que no quiero que se repitan.

El tono fue cordial. Aun así, el empleado, ya muerto de miedo por tener que dar la noticia de que el terrorista suicida al final no se había suicidado, se quedó petrificado. Tenía el cuerpo rígido, de anticipación. El de su jefe estaba tenso, como un depredador a punto de saltar.

—¿Sabes a qué errores me refiero? —preguntó Shah.

—Se ha escapado el terrorista, a pesar de que habíamos...

Levantó una mano para hacerlo callar.

—¿Y...?

—Y el hijo no está muerto.

—Exacto: el hijo se ha escapado. Se habían invertido muchos esfuerzos en que Gil Bahar fuera en ese autobús, ¿por qué bajó?

—Era lo segundo que quería comentarle: nuestro informador nos ha mandado un vídeo.

Shah vio la grabación del interior del autobús 119 y, cuando concluyó, se volvió hacia el empleado.

—Lo llamaron por teléfono para avisarlo. ¿Quién hizo la llamada?

—Su madre.

Shah respiró hondo. Era la respuesta que esperaba y, al mismo tiempo, la que menos deseaba.

—¿Y cómo se enteró la secretaria de Estado de lo de la bomba? —Su tono se había endurecido dando un matiz de rabia a sus palabras—. ¿Quién la avisó?

El empleado miró a su alrededor, pero los demás se habían apartado.

—No lo sé, señor; creemos que alguien del Departamento de Estado, un funcionario del servicio diplomático.

—¿Y cómo se enteró el funcionario?

El colaborador puso cara de contrariedad.

—Pronto lo sabremos. Hay otra cosa... —Cerró los ojos y rezó.

—Te escucho.

—Saben que es usted.

—¿Ellen Adams sabe que los físicos nucleares trabajaban para mí?

—Sí, señor.

Se preguntó cómo sería su muerte. ¿Un disparo? ¿Una cuchillada en el corazón? O lo más fácil: tirarlo al pantano con los caimanes. No, por Dios, eso no.

Para su sorpresa, notó que el jefe sonreía. No sólo eso, sino que asentía.

Bashir Shah se levantó.

—Ahora tengo que cambiarme porque voy al club a tomar algo, pero quiero respuestas para cuando vuelva.

El empleado vio al doctor Shah rodear la piscina para entrar en la gran casa de Palm Beach que le había prestado un buen amigo.

El cónsul general de Estados Unidos en Fráncfort había cedido su despacho a la secretaria Adams.

Ellen estaba en la mesa del cónsul con un móvil seguro en la mano. En la pantalla aparecía la cara del presidente de Estados Unidos, nada contento, por cierto, y Ellen se dejó llevar unos segundos por la euforia de tenerlo entre sus dedos.

Ojalá...

El hechizo se rompió con la aparición del rostro de Tim Beecham, menos contento todavía, en la otra mitad de la pantalla dividida, como si estuviera pegado al presidente.

Se quedó sorprendida de que lo hubiesen invitado a la llamada, pero prefirió no decir nada: de todas formas no podía evitarlo. Tendría que ir con pies de plomo y medir sus palabras.

—Bueno —le dijo el presidente Williams—, ¿y ahora qué pasa?

—Nada malo, señor presidente —respondió Ellen—. Al contrario, hemos avanzado mucho.

Lo puso al corriente cuidando de no decirle nada que no supiese Beecham.

—O sea que creen que detrás de los avisos está la tal Zahara Ahmadi —concluyó Williams—. Beecham, ¿qué sabemos de ella?

—Acabo de recibir un informe. Estudia Física en la Universidad de Teherán.

—Como su padre —apostilló el presidente.

—No del todo: se está especializando en mecánica estadística.

—Eso es teoría de probabilidades, ¿no? —preguntó Williams.

Ellen se alegró de haber aprendido a disimular su sorpresa porque, si no, se habría caído de la silla.

Al final, Doug Williams iba a ser más listo de lo que se pensaba...

—Sí, señor presidente, pero lo interesante es que forma parte de una organización de estudiantes progresistas, favorables a una mayor apertura y a establecer conexiones con Occidente. La única señal de alarma es que parece bastante religiosa.

—Yo soy bastante religioso... —replicó entonces el presidente Williams—. ¿Es motivo de sospecha?

—En Irán sí, señor.

—¿Pertenece a alguna mezquita? —le preguntó Ellen.

—Sí.

—¿A la misma que su padre?

—No, la suya está adscrita a la universidad. Estamos investigando si la lleva un radical.

—¿Qué está pensando, Ellen? —le preguntó el presidente Williams.

—A estas alturas estamos casi seguros de que detrás de los atentados se encuentra Irán, señor presidente. Siempre ha sido la hipótesis más lógica: veían a los físicos paquistaníes como un peligro. Ahora bien, si el mensaje que recibió mi FSO lo mandó Zahara Ahmadi, eso significa que quería impedir los atentados. ¿Por qué? No podré responder a esa pregunta hasta que hayamos hablado con ella. Tenemos a gente trabajando para hacerle llegar un mensaje.

No tuvo más remedio que admitirlo, aunque lo oyera Beecham. A fin de cuentas, el departamento que estaba trabajando en ello dependía del DNI, que había participado en la decisión.

El hecho de que Beecham conociera la existencia de Zahara y los intentos de ponerse en contacto con ella era problemático, por decirlo suavemente, pero no podía hacer nada para evitarlo.

—Y ella... ¿cómo se enteró de las bombas? —preguntó el presidente. Se quedó callado un momento y enseguida continuó—: ¿Por su padre, el físico?

—Ésa es una posibilidad, señor presidente —le respondió Beecham.

—Tim, ¿me está diciendo que se lo contó su padre? —preguntó Williams—. ¿Que él también quería evitarlo?

—No, el padre es de la línea dura, favorable al régimen, pero cabe la posibilidad de que su hija oyera algo, o que viera algo en los papeles de su padre.

—De momento no son más que hipótesis, que de poco nos sirven. ¿Cómo podemos comprobarlo? —El presidente Williams se inclinó tanto que su cara se distorsionó—. ¿Ellen?

—Llevo intentando establecer relaciones con el ministro de Asuntos Exteriores iraní desde que llegamos al gobierno. Recibimos un legado desastroso, pero él es un hombre instruido y culto, y parece sensible a las ventajas de un entendimiento mutuo.

—En los autobuses han matado a muchos inocentes —objetó el presidente Williams—, no es muy propio de un hombre culto que busca la paz.

—No —reconoció Ellen—. La cuestión es que, si nosotros hemos averiguado de dónde venía el mensaje, sospecho que a los iraníes les falta poco. Puede que el padre de Zahara la proteja durante un tiempo, pero si la pillan...

—Pues tendremos que llegar nosotros primero —comentó Williams—. ¿Cómo?

—Si su prima, la FSO, pudiera mandarle un mensaje corto a mi personal de allá —propuso Beecham—, quizá podrían acercarse a ella y pasárselo, para que sepa que estamos al corriente y que la protegeremos.

—¿Y cómo podemos prometérselo? —preguntó Williams—. Tampoco podemos secuestrarla, ¿no?

A decir verdad, su expresión era de esperanza.

—Tengo otra idea —dijo Ellen. Habría preferido que no lo oyera el director nacional de Inteligencia, pero le pareció que no había alternativa. Todo se estaba precipitando—: Quiero ir a Teherán.

Doug Williams se quedó con la boca abierta.

—¿Cómo? —dijo finalmente.

—Quiero ir a Teherán. El avión está listo. El plan era volar a Pakistán, pero podemos cambiar el itinerario sobre la marcha y hacer un vuelo secreto a Teherán.

—¿Con el avión oficial, a bombo y platillo? —inquirió Williams—. ¿No le parece que podría llamar un poco la atención?

Beecham no decía nada, pero parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas.

—Sí, pero saldremos de allí antes de que se entere la prensa. No es que en Irán haya mucha libertad informativa. Igual hasta podría sacar a Zahara Ahmadi.

—¿En serio? ¿Ése es su plan? Ni el Coyote, oiga. El Correcaminos estará contento —respondió Williams—. ¿Y si no la dejan salir? Bueno, al menos sería una manera de quitarme de encima a una secretaria de Estado que se ha vuelto loca.

—Sería esperar demasiado —intervino Beecham—: quizá no quieran quedársela.

—Y no se les podría reprochar. Pero si se la quedaran puede que alguien de por aquí notara su desaparición. No creo que fuera algo inmediato, pero con el tiempo...

—Vale, vale, ya lo entiendo —dijo Ellen—. De todos modos, creo que debería reunirme cara a cara con el ministro de Exteriores iraní y planteárselo: así se entablaría algún tipo de relación, aunque no fuera de confianza. Ésa podría ser también una manera de distraerlos el tiempo necesario para que el mensaje le llegue a Zahara Ahmadi. De momento no parece que se hayan dado cuenta de que alguien intentó impedir los atentados.

—¿Tim? —dijo el presidente Williams.

El DNI negó con la cabeza.

—Si la secretaria Adams hace lo que está diciendo, los iraníes se enterarán de que sabemos que están detrás de los atentados, y nunca es buena idea que sepan con cuánta información de inteligencia contamos.

—Si ellos han matado a los físicos, sin duda saben lo que está pasando —dijo Ellen—. Conocerán el plan de Shah, incluso su paradero. —Le sostuvo la mirada al presidente—. ¿No vale la pena arriesgarse?

Williams asintió sin muchas ganas.

—Bueno, pero no se reúna con ellos en Teherán. Hágalo en Omán, que es un país neutral. Llamaré al sultán y la informaré de si accede. Tim, usted y Ellen trabajen conjuntamente en un mensaje para la hija.

—Es que no... —empezó a decir Beecham.

—Basta —lo cortó Williams—. Ya me he dado cuenta de que no se caen bien, pero por desgracia para los dos parece que consiguen resultados, como Lennon y McCartney, o sea que adelante: al final del día quiero un Abbey Road. Suerte en Omán, Ellen. Ah, y avíseme en cuanto los suyos hayan encontrado al terrorista en Alemania.

—De acuerdo —respondió ella.

Su parte de la pantalla se puso negra, sólo quedaron Ellen Adams y Tim Beecham mirándose con hostilidad.

—Me pido ser McCartney —dijo ella.

—Por mí perfecto. Total, el mejor músico era Lennon.

Ellen estuvo a punto de discutírselo, pero se dio cuenta de que había cuestiones más importantes en juego.

—Pues nada, será cuestión de sumar esfuerzos, como en Come Together —comentó, y advirtió entonces un esbozo de sonrisa en Beecham—. «He just do what he please»canturreó para sí misma: «Él siempre hace lo que le da la gana.»

Ellen decidió ir a la sección de Cargill para que le dieran las últimas noticias, pero nada más llegar notó algo raro.

La sala acostumbraba a ser un hervidero, pero en ese momento reinaba el silencio y nadie se movía. Sólo unas cuantas caras de consternación se volvieron hacia ella.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Se acercó uno de los principales analistas.

—Están muertos, señora secretaria.

Ellen se quedó muy quieta mientras se le enfriaba todo el cuerpo.

—¿Quiénes?

Pero ya sabía la respuesta.

Scott Cargill, su número dos y Aram Wani.

Los tres habían sido tiroteados en un callejón de Bad Kötzting.