20

Betsy descolgó al primer tono.

—¿Cómo vas?

—No muy bien —contestó Ellen.

Se la oía exhausta; era lógico porque, si en Washington eran las seis de la tarde, en Fráncfort tenía que ser medianoche pasada.

Pero no sólo estaba exhausta, sino desanimada.

—Cuenta —dijo Betsy.

Se incorporó en el sofá del despacho de Ellen, donde había intentado dar una cabezada antes de seguir investigando a Timothy T. Beecham. Le supo mal no poder decirle nada nuevo a su amiga.

Oyéndola tan apagada, prefirió no hablarle del hombre que la había seguido. Además, el general Whitehead había tomado cartas en el asunto, y tal vez Ellen ya ni se acordara del breve intercambio de mensajes que había terminado con: «¿Qué guardaespaldas?»

—Explícame tú antes lo del guardaespaldas —pidió Ellen para su sorpresa.

Betsy sonrió: por supuesto que se acordaba.

—Era una broma. Es que había un chico joven y guapo que intentaba ligar conmigo, o al menos eso creo. Bueno, estoy casi segura, porque dudo mucho que quisiera llamar la atención de una chica joven y guapa que iba sentada a mi lado en el avión.

—No, seguro que no. —Ellen hizo como si se riera—. ¿Y qué, hubo plan?

—Siento decirte que ahora mismo mi plan es un cheesecake entero y una botella de chardonnay.

—¡Madre mía, pero qué bien suena! —comentó Ellen.

—Al que he visto es al general Whitehead, que me ha hecho algunas reflexiones sobre lo que está pasando... y lo que va a pasar.

—Cuenta.

Betsy se lo contó.

—Según él, a Dunn lo convencieron los paquistaníes, con el apoyo de los rusos, de que accediera a soltar a Shah como parte de un trato.

—¿Qué trato? —El tono de Ellen rezumaba aprensión.

—Dunn sacaba al ejército de Afganistán sin contrapartidas para los afganos y Pakistán garantizaba la estabilidad en el país. A cambio, los paquistaníes exigían que Estados Unidos accediese a dejar en libertad al traficante de armas más peligroso del mundo, y Dunn fue demasiado tonto para entender a qué accedía.

«Demasiado tonto o demasiado miope», pensó Ellen: sólo veía índices de aprobación y símbolos de dólar.

—¿Y Beecham? —preguntó.

—Participó en las dos decisiones —dijo Betsy.

—Yago susurrando al oído de Otelo.

—Yo prefiero verlo como lady Macbeth —añadió Betsy.

—¿Hay pruebas?

—De momento no. Pero espera, que no he acabado. —«Porque tengo más», pensó Betsy—. El general Whitehead cree que Beecham no está solo, sino que existe una conspiración urdida por una serie de individuos que se autoproclaman patriotas y pretenden reinstaurar a Dunn derrocando al nuevo gobierno, que consideran ilegítimo. Así hará lo que quieran ellos.

La secretaria de Estado se había puesto a asentir sin que Betsy la viera. El hecho de que la idea no le chocase del todo ya era chocante de por sí.

Ellen se encontraba sola en su habitación de hotel de Fráncfort. Faltaba poco para la una de la madrugada, pero estaba demasiado cansada y tensa para conciliar el sueño, aunque se moría de ganas.

Seguía esperando el mensaje de confirmación del viaje a Omán. Si lo recibía, podría ponerse en contacto con su homólogo iraní. De hecho, ya había estado tanteando el terreno.

Si las bombas de los autobuses las había puesto Irán, también habría organizado el asesinato de Aram Wani en Bad Kötzting, con Scott Cargill y su número dos como víctimas colaterales.

Estaba impaciente por tener unas palabras con los iraníes.

—Necesito saber de quién puedo fiarme y de quién no —dijo—. Necesito pruebas.

Betsy, que conocía cada inflexión de su voz, se dio cuenta de que estaba asustada.

—Tú ve con cuidado, Elizabeth Anne Jameson —añadió Ellen.

—Tranquila, que Bert Whitehead me ha puesto a una ranger para que me proteja. Aún no la he llamado.

—Pues prométeme que lo harás, por favor.

—Te lo prometo. Venga, te toca: cuéntame qué ha pasado.

Ellen Adams lo hizo: se lo contó todo a su mejor amiga y consejera.

—Lo siento mucho —declaró Betsy cuando concluyó—. A Scott Cargill y su número dos los han matado los iraníes.

—Sí, creo que sí, y al terrorista también. Voy a ir a Omán, a reunirme con el ministro de Exteriores iraní.

—¿Te has vuelto loca? —saltó Betsy, irguiéndose de golpe—. ¡Ni se te ocurra! Podrían matarte, o hasta secuestrarte.

Oyó una risa que no se esperaba.

—Es lo que ha insinuado Doug Williams al dar su visto bueno al viaje.

—Será cabrón...

—No, lo ha dicho en broma. No me va a pasar nada. Los iraníes no es que sean amigos nuestros, pero son inteligentes, y no ganan nada con hacerme daño o secuestrarme. Al principio he propuesto Teherán...

—Por Dios...

—Para confirmarle a Tim Beecham que soy tan imbécil como piensa. Por otra parte, estaba segura de que si proponía Omán de buenas a primeras Williams lo rechazaría.

—Un momento. A mi primer marido le hiciste el mismo truco psicológico. ¿Es como...?

—No, él nunca fue mi candidato.

—Cómo me gustaría acompañarte...

—Y a mí que vinieras.

—¿Quién va?

—Aparte de Boynton, y de los de Seguridad Diplomática, he decidido llevarme a Katherine y a Anahita Dahir, la FSO, que habla farsi. Me irá bien tener a alguien que sepa lo que de verdad dice el ministro de Exteriores.

—¿Te fías de ella, después de lo que has averiguado sobre su familia?

Una pausa.

—No del todo. Es otra de las razones por las que prefiero tenerla cerca. De todas formas, le estamos sacando un buen partido: la CIA ha encontrado la manera de hacer llegar un mensaje a Zahara Ahmadi, y para eso necesitamos a Anahita. Su prima no se fiaría de un agente estadounidense, mientras que de Anahita quizá sí. Lo más probable es que los iraníes tengan vigiladas las comunicaciones desde el ordenador del doctor Ahmadi. Necesitamos ponernos en contacto con Zahara antes de que lo haga la policía secreta iraní.

—¿Estás segura de que el mensaje lo mandó ella?

—No, pero es la explicación más verosímil. —Ellen soltó un largo suspiro—. He dado el visto bueno a la operación: abordarán a Zahara Ahmadi cuando salga de casa para ir a la universidad.

Betsy ya hacía tiempo que sabía que, por muy aguerrida que pudiera ser ella, la valiente era Ellen, y se alegró de no tener que tomar decisiones así.

—Antes de colgar, ¿cómo está Gil?

—Hace unos minutos he llamado al hospital y estaba dormido. Me ha dicho el médico de guardia que está mucho mejor. Pasaré a verlo de camino al aeropuerto.

—¿Aún no ha dicho nada de su informador?

—No.

Ellen había tardado unos segundos en contestar, Betsy no supo si adrede o por cansancio. Prefirió no preguntárselo. Cuanto antes colgara, antes podría dormir un poco su amiga.

—Ten cuidado, Ellen Sue Adams.

A Betsy le vino a la cabeza una hora después, despertándola de golpe de la siesta.

El hombre que le había llamado la atención en el bar del sótano del hotel Hay-Adams, ese al que también había visto el general Whitehead, el que creaba mal ambiente.

Llevaba años sin verlo. La última vez era más joven, casi un niño.

En el Off the Record lo había reconocido a duras penas. De hecho, pensó al levantarse de un salto del sofá y meterse en la ducha a toda prisa, tenía toda la pinta de ser la motosierra que necesitaba.

La llamada se produjo cuando en Fráncfort eran casi las tres de la madrugada, y despertó a Ellen de un sueño irregular.

Habían aprobado el viaje a Omán.

Saltó de la cama, y dos horas después contaba con el compromiso del ministro de Asuntos Exteriores iraní de que se reunirían en la residencia oficial del sultán, en el Viejo Mascate.

—Le puedo dedicar una hora, señora secretaria —le había dicho el ministro, que, pese a hablar muy bien inglés, a menudo prefería la mediación de un intérprete.

En esa ocasión, sin embargo, hablaron sin intermediarios: era más fácil, sencillo y discreto.

Tras hablar por teléfono con Charles Boynton y pedirle que llamara a Anahita Dahir, despertó a Katherine.

—Nos vamos a Omán —dijo—. Ve recatada.

—Vale, no me llevo los zahones de cuero.

Su madre se rió.

—El avión sale en cuarenta minutos, los coches en veinte.

—Muy bien. ¿Y Anahita?

Por lo visto se habían hecho amigas, cosa que a Ellen no le gustaba del todo.

—También viene.

Dicho y hecho: al cabo de veinte minutos los vehículos blindados ponían rumbo al aeropuerto.

—¿Puede parar un momento en el hospital, por favor? —pidió Ellen.

Unos minutos después estaba al lado de la cama de Gil: dormía, y su cara amoratada parecía serena.

—¿Gil? —le dijo en voz baja. Odiaba tener que hacerlo, pero odiaba tantas cosas de lo que estaba pasando que no le venía de una más—. ¿Gil?

Él se revolvió un poco y abrió los ojos hinchados.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y pico de la madrugada.

—¿Y qué haces aquí? —Hizo el esfuerzo de sentarse, con la ayuda de su madre, que le puso una almohada en la espalda.

—Salgo ahora mismo hacia Omán para hablar con el ministro de Exteriores de Irán. Los iraníes estaban detrás de los atentados.

Gil asintió con la cabeza.

—Tiene lógica: no les interesa que Shah venda secretos nucleares o científicos a nadie en la región.

—Tu informador...

—Ya te he dicho que no pienso...

Ellen lo hizo callar con un gesto de la mano.

—Ya lo sé. No te estoy preguntando quién es. —Bajó la voz—. Me refiero a algo que sugeriste la última vez que estuve aquí: que tenías manera de que tu informador te diera más datos sobre Shah. Pero ¿cómo podrías conseguir esos datos, si estás en el hospital?

—Tú haz lo que tengas que hacer y déjame el resto a mí, que soy el que salió volando con la bomba y el que tiene grabadas de por vida las caras de los muertos. También soy parte interesada, tendrás que fiarte.

—No es que no me fíe, es que no quiero perderte. —Después de ese arranque de sinceridad, Ellen se decidió a añadir algo simplemente para ver qué pasaba—: Me llevo a Anahita a Omán, está aquí fuera.

Quería ver la reacción de Gil: si Anahita era su informadora...

Su reacción fue bien poco delatora:

—Salúdala de mi parte, ¿vale?

—Vale. En principio volvemos hoy mismo. Ya me pasaré.

—Suerte.

Veinticinco minutos más tarde, aún de noche, el Air Force Three rodaba por la pista para emprender un vuelo de siete horas al Sultanato de Omán.

Cuando alcanzaron la altitud de crucero, Ellen fue a prepararse en su despacho, donde encontró un bonito ramo de flores: guisantes de olor, sus preferidas, delicadas y fragantes.

Cuando se agachó para olerlas vio que había una nota.

—¿Las ha encargado usted? —le preguntó a su jefe de gabinete, que acababa de entrar junto a un auxiliar de vuelo con café y algo ligero de desayunar.

Boynton dejó las carpetas que llevaba y miró el ramo.

—No, pero son bonitas. Serán de la embajadora de Estados Unidos.

—Pues no sé cómo ha sabido que son mis favoritas.

—Es muy concienzuda, lo habrá investigado —respondió Boynton.

No sabía que su jefa tuviera una flor favorita, pero en fin: había estado muy ocupado en indagar otros aspectos de la nueva secretaria de Estado.

—Gracias —le dijo Ellen al azafato que acababa de servirle una gran taza de café solo.

Al abrir la nota, la taza se le resbaló de las manos y, aunque la atrapó justo a tiempo, se le cayó una gotita que le escaldó el muslo.

—¿Qué pasa? —preguntó Boynton acercándose.

—¿Quién ha enviado estas flores?

El tono de Ellen se había vuelto brusco.

—Ya le he dicho que no lo sé, señora secretaria —contestó él. Parecía sinceramente perplejo por su reacción—. ¿Por qué, qué pasa?

—Averígüelo, por favor.

—De acuerdo.

Boynton se marchó a toda prisa mientras Ellen dejaba la nota encima de la mesa procurando tocarla lo justo.

Era una copia de la que había entregado a Betsy antes de que ésta tomase el vuelo de regreso a Washington: el mensaje donde le pedía que investigase a Tim Beecham y que bajo ningún concepto debía ver nadie más.

Y de repente aparecía en el Air Force Three, en pleno vuelo a Omán, dentro de un ramo de guisantes de olor que ya no le parecía tan bonito.

No había texto ni firma, pero Ellen sabía quién se lo enviaba, como todas las notas sin firma de los últimos años, las postales de cumpleaños y Navidad y el mensaje que había recibido justo después de la muerte de Quinn.

Llamó a Betsy por la línea segura con el corazón a punto de salírsele del pecho.