21

Esa noche el bar estaba a reventar.

Eran las diez pasadas, la hora del recreo en Washington.

Betsy miró a su alrededor, acostumbrándose a la escasa luz, y fue derecha hacia la barra, el último sitio donde había visto a Pete Hamilton. Ya no estaba, pero estuvo tentada de mirar por el suelo, pues era adonde le pareció que se dirigía Hamilton.

—¿Qué le pongo? —preguntó el barman.

«Un cubo de chardonnay», pensó la mejor amiga de Ellen Adams.

—Un ginger ale light, por favor —pidió la consejera de la secretaria de Estado—. Con una guinda al marrasquino, si puede ser —añadió Betsy.

Mientras esperaba sintió vibrar su móvil.

—¿Qué haces despierta? Pero si deben de ser las... —preguntó.

—Entra un símil en un bar —la cortó Ellen con voz tensa.

—¿Qué? Pues mira, resulta que acabo de entrar en un bar.

—¡Betsy, que entra un símil en un bar!

Betsy se quedó un momento bloqueada. Símil... símil...

—Más vacío que un desierto. Ellen —bajó la voz—, ¿qué pasa? ¿Dónde estás? ¿Qué es ese ruido?

—¿Estás bien?

—Sí, estoy en el Off the Record. ¿Sabes que ya tienen un posavasos con tu caricatura?

—Betsy, ¿dónde tienes la nota que te di justo antes de que te marcharas?

—En el bolsillo. —Metió la mano: no estaba—. Ah, no, espera, ahora me acuerdo: la he sacado y la he dejado en la mesa de tu despacho. No quería perderla. —Se quedó muy quieta—. ¿Por qué?

—Porque tengo una copia delante.

—¿En Fráncfort? ¿Cómo...?

—No, en el Air Force Three.

—Mierda. —Repasó a toda velocidad lo que había hecho a lo largo del día—. La he dejado en tu mesa antes de entrar en el despacho de Boynton para investigar sobre Beecham en su ordenador.

—¿Ha entrado alguien más?

—Sí, Barb Stenhauser, pero...

«Dios mío», pensó Ellen. Lo del director nacional de Inteligencia ya era grave, pero... ¿la jefa de gabinete del presidente?

—¿Por qué iba a copiar la nota y enviártela?

—La persona que se la ha llevado la ha puesto en manos de Shah, que es quien la ha metido en un ramo de guisantes de olor que me esperaba en el avión.

—Las flores que siempre te enviaba Quinn. ¿Crees que es una advertencia?

—Es una burla: quiere que sepa que está cerca hasta el punto de poder hacer lo que le dé la gana y tenerme a su alcance en todas partes.

—Pero, Ellen: necesitarían a alguien en Fráncfort con acceso a tu avión...

—Ya, ya lo sé.

Podía ser cualquiera: un miembro de su equipo de seguridad o de la tripulación... incluido el propio piloto.

O... miró la puerta cerrada: su propio jefe de gabinete, el casi invisible Charles Boynton.

—¡Dios mío! —soltó Betsy—. Si Stenhauser... ¿eso significa que Williams...?

—No —la interrumpió Ellen—. Williams podrá ser muchas cosas, pero no creo que esté conchabado con Bashir Shah. Pero necesitamos tener las cosas claras. Ahora mismo sospechamos de cualquiera y eso no tiene sentido.

—Estoy de acuerdo, pero ¿qué hacemos?

—Necesitamos lo de siempre: datos, pruebas e información. ¿Estás segura de que no ha entrado nadie más en mi despacho?

—Estoy segura de...

—¿Qué pasa? —preguntó Ellen.

—Supongo que alguien ha podido entrar cuando he venido aquí para reunirme con el general Whitehead, lo cual significa que Shah sabe que vas a por Beecham.

Ellen Adams se sosegó. Al contrario de lo que sostenía el mito sobre la mayoría de las mujeres, a ella se le daban bien las crisis.

—Lo cual significa que no hay tiempo que perder. Deben de estar decidiendo qué hacer al respecto. ¿Ya has averiguado algo?

—No, aún no, por eso estoy aquí.

—¿En el bar?

—Con un ginger ale light...

—¿Y una guinda al marrasquino? —preguntó Ellen.

—¿Hay algo mejor? Oye, Ellen, cuando he venido antes, por la tarde, he visto a Pete Hamilton.

—¿El antiguo secretario de prensa de Dunn?

—Exacto.

—Joven, idealista y con un punto entrañable —describió Ellen—. Vendía muy bien las mentiras de Dunn.

—Sí, era muy convincente.

—Seguramente porque se lo creía: el primer cliente de un propagandista debe ser él mismo.

Ellen se lo había inculcado a todos los periodistas que entraban a trabajar en su imperio mediático, junto con un consejo de la monja budista Thubten Chodron: «No te creas todo lo que piensas.»

—Hamilton hizo un buen trabajo —reconoció— hasta que lo sustituyó el hijo de Dunn.

—Menudo botarate —soltó Betsy—. ¿Llegamos a enterarnos de por qué se deshicieron de Hamilton?

—No dieron explicaciones, pero corrió el rumor de que tenía un problema con el alcohol y no se le podían confiar secretos de Estado. ¿Por qué quieres hablar con él?

—Porque necesito a alguien de dentro del gobierno Dunn, alguien que pueda ayudarnos a encontrar la información que necesitamos. A todos los demás les da miedo hablar, pero a Hamilton puede que no.

—Como para fiarse de lo que diga un alcohólico amargado... aunque a lo mejor ha dejado de beber.

Betsy se acordó de cómo se había puesto a dar voces en la barra mientras todos se apartaban de él.

—O no —reconoció—. De todas formas, no necesito poder citar mis fuentes, me conformo con que me den las pruebas que buscamos. Además, ahora estoy obsesionada con averiguar qué representa la «T» de «Timothy T. Beecham».

—Por favor, averigua algo más que eso.

Se rieron las dos. Después de un día así, Ellen no había pensado que pudiera reírse, pero Betsy tenía el don de levantarle el ánimo.

—Ten cuidado —le pidió—. Has dicho que el general Whitehead te ha asignado a una ranger, ¿no? Pues llámala: si Shah ha leído mi mensaje, sabe que vas a por Beecham, y como te acerques demasiado... —Ellen hizo una pausa. Era una idea insoportable, pero había que planteársela—. Lo veo perfectamente capaz de...

—¿Hacerme daño?

—Por favor, aunque sólo sea para que me quede tranquila. No me sobran los motivos para estarlo ahora mismo...

—Vale, vale, pero primero necesito ponerme en contacto con Pete Hamilton, y no quiero que una ranger me lo ahuyente. ¿Vas de camino a Omán?

—Sí.

—Dale un beso a Katherine de mi parte. Espero que no se haya llevado los zahones de cuero.

Después de otra carcajada, Ellen se quedó pensativa. Lo había interpretado como una broma por parte de su hija, pero...

—Ah, oye, Ellen...

—¿Qué?

—Ten cuidado.

Ellen colgó y miró los guisantes de olor. Qué colores tan delicados y alegres, qué perfume tan sutil... siempre le recordaban la bondad de Quinn.

Cogió el ramo, pero justo cuando iba a tirarlo a la basura se frenó y volvió a dejarlo en la mesa.

Eso Shah no se lo quitaría.

«Y que no me quite a Betsy, por favor...»

—Sí, era Pete Hamilton —le respondió el barman a Betsy—. Viene más o menos cada dos semanas, por si...

—¿Por si qué?

—Por si alguien quiere hablar con él o darle trabajo.

—¿Y...?

—Nunca sucede ni lo uno ni lo otro.

El barman notó el parecido entre la mujer que tenía delante y la madre de Leave it to Beaver.

—Entonces ¿se ha ido?

—Le hemos pedido que se marchara: venía borracho o drogado, no sé. Ha empezado a molestar a unos clientes y le hemos enseñado la puerta. —Escudriñó su cara—. ¿Por qué lo busca?

—Soy su tía. La familia le perdió la pista cuando abandonó la Casa Blanca y ahora su madre está enferma. Necesito hablar con él, ¿sabe dónde vive?

—No exactamente; creo que por Deanwood, pero yo no iría allí a estas horas de la noche.

Betsy pagó y recogió sus cosas.

—Por desgracia, su madre está muy enferma y tengo que encontrarlo lo antes posible.

El barman la miró muy serio.

—De verdad, es mal barrio para ponerse a dar vueltas. —Le dio una tarjeta—. Me dejó esto hace meses, por si alguien necesitaba un relaciones públicas.

Betsy lo miró: era un papelito cutre, claramente impreso en casa.

—Gracias.

—Si lo ve, dígale que no vuelva por aquí. Es muy incómodo tener que echarlo cada vez.

El taxi frenó en la dirección indicada. Deanwood quedaba en el noreste de Washington, a veinte minutos del Hay-Adams y de la Casa Blanca, pero era otro mundo.

Betsy se plantó en la puerta del bloque de pisos. En lugar de interfono había un agujero.

Probó a abrirla. El pomo estaba roto, de modo que no podía cerrarse. Una vez dentro notó un olor casi visible.

«Orina, heces, comida podrida y algo, o alguien, en descomposición», pensó.

Subió a la última planta por unas escaleras que se caían a trozos y llamó a la puerta.