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—Lo siento, señora secretaria —dijo el ministro de Asuntos Exteriores iraní—. ¿Bombas en autobuses? No tengo la menor idea de qué me está hablando.

—Me sorprende, señor ministro. ¿Debo entender que el presidente Nasseri no se lo cuenta todo?

Se encontraban sentados en una sala de visitas enorme. Los había recibido el sultán en persona en la entrada del palacio.

Mientras acompañaba a Ellen a la sala, con vistas al golfo de Omán, el monarca, un hombre alto y de una educación exquisita, había conversado con amabilidad sobre el arte y la cultura del país.

Después los había dejado solos.

La sala estaba completamente cubierta de mármol, de un blanco deslumbrante. Al otro lado de la puerta doble, por la que se accedía a una amplia terraza, Ellen prácticamente veía Irán. De haber querido, el ministro de Exteriores iraní podría haber acudido a la reunión en barco.

Se inclinó hacia delante, y Aziz se echó para atrás. Hasta entonces Ellen había seguido todos los consejos de sus agregados culturales.

Evitar cualquier contacto físico al saludar al ministro de Exteriores iraní.

Usar siempre su título oficial.

Cubrirse recatadamente la cabeza con un pañuelo.

Le habían dicho que nunca le diera la espalda ni mirase el reloj, y cien cosas más para no ofenderlo.

Si bien estaba claro que no lo había insultado, todos esos detalles no la habían llevado a nada, y, aunque Ellen no tenía ningunas ganas de deteriorar aún más una relación que se aguantaba de puro milagro, tampoco tenía tiempo para pantomimas.

—Le aseguro que si hubiera algo que saber lo sabría —dijo Aziz.

Todas las palabras del ministro pasaban por su intérprete.

Ellen le había preguntado si podían usar uno solo, el de él.

—Es una gran muestra de confianza, secretaria Adams —había dicho por teléfono el ministro Aziz en un inglés intachable.

—¿No estará insinuando que existe el peligro de que su intérprete me tergiverse? —había contestado ella, divertida.

—Si lo hiciera le arrancaríamos la lengua con águilas. Es lo que dice su prensa de nosotros, ¿no? Que somos unos bárbaros.

—Falsedades las hay por ambas partes —había admitido Ellen—. La verdad es que ignoramos muchos aspectos de nuestras respectivas culturas y realidades. Quizá sea un buen momento para la sinceridad. —Hizo una pausa—. Y la transparencia.

En ese momento estuvo tentada de exigir que le dijeran qué había sido de Zahara Ahmadi, pero no lo hizo. No habría hecho más que empeorar las cosas. Ahí estaban, pues, sentados frente a frente y rodeados por el mar de mármol blanco del palacio de Al Alam, en el que el sol relucía con fuerza. Delante de ellos se extendía Mutrah, el puerto del Viejo Mascate.

Lo que no le había dicho Ellen al ministro, por supuesto, era que la joven ayudante que se encontraba sentada tras ella hablaba farsi.

Anahita tenía instrucciones de no pronunciar palabra, y menos en farsi. Debía limitarse a escuchar para después transmitir a la secretaria de Estado lo que de verdad había dicho el ministro.

Aziz había mirado a Anahita y le había preguntado en farsi de dónde era.

Anahita había puesto cara de no entender nada.

Aziz había sonreído.

Ellen no estaba segura de que hubiera quedado convencido, pero a lo largo de la reunión vio que el ministro se centraba en ella, olvidándose de Anahita y Charles Boynton, que seguían sentados en silencio a su espalda.

—¿Dice que el presidente Nasseri nunca le esconde nada importante, pero no sabe nada sobre los atentados de los autobuses? —preguntó—. ¿Aunque los organizara su propio gobierno?

Aziz la tenía intrigada. Estaba claro que tenía fe en los objetivos de la revolución, aunque también parecía creer que el aislamiento debilitaba a Irán.

Por si fuera poco, le había dado señales sutiles de que ya no se fiaba de Rusia, país vecino y aliado, y de que podía estar abierto a una entente con Estados Unidos; no en el sentido de establecer relaciones diplomáticas plenas, ni por asomo, pero sí de un cierto cambio de enfoque, lo cual, teniendo en cuenta cómo se había retirado Dunn del pacto nuclear, supondría un terremoto para Irán.

Al mismo tiempo, Aziz había dejado claro que el nuevo presidente de Estados Unidos partiría de un déficit de confianza enorme y que sería muy difícil que Irán se prestase a un nuevo acuerdo con supervisión extranjera, ya que daría una imagen debilitada y vulnerable del país.

La secretaria Adams tenía la sensación de que la actitud voraz e imprevisible de Rusia y la disposición de Estados Unidos a rebajar su beligerancia podían haber abierto una pequeña brecha, ínfima, eso sí.

Su trabajo consistía en encontrar ese resquicio de beneficio mutuo y con el tiempo quizá ampliarlo de forma paulatina hasta alcanzar un verdadero entendimiento, a fin de que Irán dejara de ser una amenaza persistente, y Estados Unidos y sus aliados, el blanco potencial de sus ataques.

De momento para eso aún faltaba mucho, y los atentados habían ensanchado aún más el abismo entre los dos países. Sin embargo, también le habían concedido a Ellen la oportunidad que necesitaba.

—O sea que prefiere no hablar del asesinato de los físicos paquistaníes —dijo mientras escogía un dátil carnoso de la fuente de frutas y delicias varias procedente de las cocinas del sultán— ni de la muerte de todas esas personas en los autobuses.

—Hablar sí, con mucho gusto; lo que no quiero es que nos culpen. A fin de cuentas, ¿qué gana Irán matando a paquistaníes, y de una manera tan cruenta, además? No tiene sentido, señora secretaria. La India, en cambio... —Abrió sus expresivas manos para recalcar el argumento.

—Aaah... —Ellen abrió las suyas al tiempo que se recostaba en su asiento—. Es que Bashir Shah...

Vio que su interlocutor se convertía en mármol y que el sol se le reflejaba en el sudor de la frente.

La sonrisa de Aziz se había desvanecido. En sus ojos no quedaba ni una sombra de humor, y su mirada, ya sin máscaras de cortesía, era dura y hostil.

—¿Podríamos hablar en privado, quizá? —propuso Ellen.

Una vez a solas con el ministro Aziz, se inclinó hacia él.

Havercrafte man pore mārmāhi ast. —Lo dijo en voz baja, esmerándose en la pronunciación, y vio cómo Aziz arqueaba aquellas cejas grises.

—¿En serio? —le preguntó.

Ellen arqueó las suyas.

—¿Qué acabo de decir? La frase la ha buscado mi asistente, y he estado practicando.

—Espero que no sea verdad lo que ha dicho: ¿su aerodeslizador está lleno de anguilas?

A Ellen le temblaron los labios, clara señal de que estaba conteniendo la risa. Al final se rindió y soltó una carcajada.

—Lo siento, la verdad es que en mi aerodeslizador no hay anguilas.

Él también se rió.

—Yo no estaría tan seguro. Bueno, señora secretaria, ¿qué quería decirme?

—La expresión inglesa es «poner las cartas sobre la mesa».

—Estoy de acuerdo: es hora de ser francos.

Ellen asintió sin bajar la mirada.

—Nos advirtieron de los atentados en los autobuses a través un mensaje enviado desde el domicilio de uno de sus principales físicos nucleares en Teherán. Por desgracia, la FSO que lo recibió pensó que era correo basura, y cuando se lo tomó en serio ya era demasiado tarde.

—Lástima —fue la única respuesta del ministro de Asuntos Exteriores iraní, cuya larga experiencia como diplomático le impedía mostrar ningún tipo de sorpresa ante la sinceridad de Ellen.

Tenían poco tiempo y mucho terreno que recorrer. Ella había conseguido quedarse a solas con él más pronto de lo que esperaba, pero aún le faltaba cruzar la meta.

—En estos momentos, el físico en cuestión y su familia están en manos de su policía secreta.

—No existe tal cosa —repuso Aziz, una respuesta de rutina para los oídos de las anguilas que pudieran estar a la escucha.

Ellen hizo caso omiso.

—El gobierno de Estados Unidos vería como un favor su puesta en libertad junto con la de los otros dos iraníes detenidos en el mismo momento.

—Suponiendo que los tuviéramos, dudo que fuera posible soltarlos. ¿Ustedes dejan libres a sus traidores y espías?

—Sí, si es por un bien mayor.

—¿Y cuál sería ese bien, en el caso de Irán?

—La gratitud del nuevo presidente, que quedaría personalmente en deuda con ustedes.

—Ya gozamos, y no poco, de la gratitud del anterior: su retirada del acuerdo nuclear proporcionó a Irán la independencia necesaria para desarrollar sin intromisiones nuestro programa de energía nuclear pacífico.

—Es verdad, y también permitió que soltasen a Bashir Shah, una cobra escondida en el aerodeslizador de Irán, ¿no?

Aziz miró a Ellen fijamente. Ella le devolvió la mirada y esperó, y esperó.

—¿Qué quiere en realidad, señora secretaria?

—Saber cómo se enteraron de lo de los físicos nucleares paquistaníes y qué saben de los planes de Shah. También quiero que liberen a las personas a las que acabo de referirme.

—¿Y por qué íbamos a hacer todo eso?

—Porque para tener amigos hay que ser amigo. ¿Por qué ha accedido a reunirse conmigo? Porque sabe que Rusia es inestable y voluble, y que ustedes están cada vez más aislados. La República Islámica de Irán necesita, si no amigos, menos enemigos. Con la ayuda de Pakistán, Shah está a punto de aportar capacidad armamentística nuclear como mínimo a otro país de la región, tal vez incluso a organizaciones terroristas. Por eso organizaron ustedes el asesinato de los científicos, pero en el mundo hay más, y no pueden matarlos a todos. Para frenarlo nos necesitan a nosotros, y nosotros los necesitamos a ustedes.

Al cabo de unos minutos, la secretaria Adams y el ministro Aziz se fueron cada uno por su lado: el iraní directamente al aeropuerto para el corto vuelo de regreso, mientras que Ellen apeló a la indulgencia del sultán para quedarse un poco más en su palacio.

Apoyada en la baranda, desde donde se veía el puerto cargado de años y de historia, hizo una llamada.

—¿Barb? Necesito hablar con el presidente.

—Está algo ocupado...

—Lo necesito ahora mismo.

• • •

Barb Stenhauser se apartó y miró al presidente, que se había puesto al teléfono.

—¿Cómo ha ido, Ellen? —El tono de Williams delataba nerviosismo.

—Necesito ir a Teherán.

—Sí, y yo alcanzar el noventa por ciento en las encuestas.

—No, Doug, eso es un deseo, yo hablo de una necesidad: el ministro Aziz casi ha reconocido que ellos pusieron las bombas, y creo que tenemos la oportunidad de rescatar a los nuestros y obtener información acerca de Shah. Lo que ocurre es que Aziz no puede proporcionárnosla porque no entra en sus atribuciones, únicamente en las del presidente Nasseri. De hecho, puede que ni eso: quizá sólo pueda hacerlo el ayatolá.

—Jamás le darán audiencia con el líder supremo.

—Si no lo intento, seguro que no, pero si muestro mi disposición a acercarme a ellos habremos dado un paso.

—Lo que hará es mostrar desesperación. ¡Por Dios, Ellen, un poco de cabeza! ¿Qué impresión daría que una de sus primeras visitas como secretaria de Estado fuera a un enemigo acérrimo que ha bombardeado petroleros, derribado aviones y acogido a terroristas, y que acaba de matar a civiles inocentes?

—Nadie tiene por qué enterarse. Puedo ir y volver en unas horas en un avión privado. De hecho, ¿sabe alguien que estoy en Omán?

—No, hemos explicado su ausencia diciendo que está en un spa de lujo en Corea del Norte.

A Ellen se le escapó la risa.

—¿Y no se podría hacer virtualmente? —preguntó entonces Williams—. No podemos arriesgarnos a que alguien piense que estamos transigiendo con el enemigo.

Miró las pantallas del fondo de la sala, llenas de presuntos expertos que en la mayoría de los casos sólo podían preguntarse qué estarían haciendo el presidente y su gobierno. ¿Cómo era posible que no supieran nada sobre los ataques? ¿Qué otras cosas ignoraban?

Justo en ese momento, el anterior secretario de Estado estaba explicando en las noticias de la Fox que durante su mandato no se había producido, ni habría podido producirse, una catástrofe de esa magnitud, y diciendo que, con semejante debilidad en el despacho oval, a saber cuándo sería la siguiente... en suelo estadounidense.

—Entiendo sus dudas —admitió Ellen—, pero ahora que por fin tenemos la oportunidad de echarle el guante a Shah y desbaratar sus planes, tengo que ir en persona: debo dar muestras de buena voluntad.

—¿Estamos seguros de que los iraníes tienen esa información?

—No —reconoció—, pero sin duda tienen más información que nosotros. Para empezar, sabían lo de los físicos. Lo que no entiendo es que les pareciera necesario que saltaran por los aires autobuses enteros. ¿Por qué no les pegaron un tiro, que era mucho más fácil?

—¿Para dar espectáculo? —propuso Williams—. Cosas peores han hecho.

—Sigue sin cuadrarme. Las respuestas están en Teherán, donde también están Zahara Ahmadi y nuestros agentes, recién arrestados por la policía secreta. Tenemos que intentar sacarlos del país y averiguar qué saben los iraníes de Shah. Si no están al corriente de lo que planea ni de dónde está, quizá puedan decirnos quién lo sabe.

—¿A nosotros? ¿Por qué?

—Porque quieren que le paremos los pies.

—Entonces ¿por qué no nos lo han dicho antes? Si lo que quieren es que los ayudemos, ¿por qué no nos contaron lo de los físicos?

—Ni idea, la verdad. Por eso tengo que ir a Teherán.

—¿Y si nos sale el tiro por la culata? ¿Y si los iraníes deciden hacer públicas fotos donde aparezca usted haciendo reverencias al ayatolá o al presidente Nasseri? ¿Y si les da por arrestarla, acusándola de espionaje? ¿Qué pasaría?

—De una cosa estoy segura. —La voz de Ellen se volvió fría de golpe—. Usted no negociaría mi libertad.

—Ellen...

—¿Me da su visto bueno o no? El sultán ha tenido la amabilidad de ofrecerme uno de sus aviones y tengo que decirles algo. También necesito llegar antes de que los iraníes se arrepientan y pidan ayuda a los rusos.

—Bueno, está bien —accedió Williams—, pero como se meta en un lío...

—Será exclusivamente mi responsabilidad: lo habré hecho por mi cuenta, sin consultárselo a usted.

«Cobarde», pensó Ellen al colgar.

«Chalada», pensó Williams.

—Que venga Tim Beecham —ordenó.

—Sí, señor presidente —contestó su jefa de gabinete.

Una vez solo, Doug Williams miró las pantallas y tuvo la sensación de que las paredes del despacho oval se ponían a girar como una centrifugadora que separa lo líquido y lo sólido.

Dejando únicamente lo más espeso.