Gil Bahar se agarraba como podía mientras el viejo y abollado taxi traqueteaba por caminos que ya no cabía llamar carreteras.
Al cabo de más de una hora así, Akbar frenó al lado del camino.
—El resto lo haremos a pie, ¿te ves capaz?
Se notaba que Gil estaba muy dolorido.
—Déjame descansar sólo un momento.
Akbar le dio una botella de agua y un poco de pan, que Gil le agradeció. Miró su alijo de calmantes: quedaban dos.
Luego observó el accidentado terreno que tenían delante y supo adónde se dirigían. También supo que lo que menos debía preocuparle eran las cuestas empinadas y las afiladas rocas.
Se tomó una pastilla y se quitó los pantalones para cambiarse el vendaje de la pierna, que ya se le había empapado de sangre.
—A ver —dijo Akbar—, déjame a mí.
Cogió la venda de las manos temblorosas de Gil y limpió la herida con sumo cuidado y una destreza excepcional. Después le aplicó polvo antiséptico y le envolvió la pierna con la nueva venda.
—Qué mala pinta.
—Pues soy el afortunado —contestó Gil, que no habría podido disimular el dolor ni queriendo.
Además, después de todo lo que él y Akbar habían pasado juntos, no les hacía falta esconder el dolor, fuera del tipo que fuese.
A los pocos minutos empezó a hacerle efecto la medicación y se levantó. Estaba pálido, pero había recuperado las fuerzas.
Miró hacia delante.
—Si quieres puedes esperar aquí —le dijo a Akbar.
—No, te acompaño. Si no, ¿cómo voy a saber si te ha matado?
—¿Y si te mata a ti también por traerme?
—Entonces será la voluntad de Alá.
—Alhamdulillah —respondió Gil: «Gracias le sean dadas a Alá.»
Se pusieron en marcha. Entre las rocas del camino, Akbar encontró una rama que podía servir de bastón a Gil, quien lo seguía cojeando mientras recitaba oraciones musulmanas para pedir fortaleza y valor.
—No contesta —dijo Betsy en voz baja, casi gruñendo.
Le había pedido a Denise Phelan, la capitana de los Rangers, que saliera al pasillo y, ante la sorpresa de ésta, le había explicado que tenían que consultar material clasificado y que no podía haber nadie más en el despacho.
La capitana Phelan miró a Pete Hamilton, portavoz de Eric Dunn antes de caer en desgracia. Era comprensible.
—Lo he nombrado mi ayudante —alegó Betsy sin pestañear.
Era un disparate, claro, como si hubiera dicho que le había entregado un anillo descodificador, un cinturón multiusos... o el martillo de Thor.
Vio que la ranger vacilaba. Quizá se lo hubiera creído y todo. ¿Quién iba a decir algo tan ridículo a menos que fuera cierto?
Aun así, incluso con Denise Phelan en el pasillo, siguieron hablando en voz baja, partiendo de la base de que habría micros en el despacho.
Phelan era la ayudante de campo del general Whitehead, lo que significaba que no la habían enviado para protegerlos, sino para vigilarlos, y tenían que dar por supuesto que había dispositivos de escucha en todos los despachos.
Betsy aún no se había recuperado del impacto que le había producido la revelación de que el topo al servicio de Bashir Shah no era Beecham, sino Whitehead. El jefe del Estado Mayor Conjunto estaba en el bando de los terroristas y les proporcionaba información vital.
El porqué era inconcebible, así que ni se lo planteó. Ya habría tiempo para eso. Lo primero que tenía que hacer era avisar a Ellen.
Como no conseguía contactar con ella por teléfono, le mandó un mensaje.
—Creo que hay un error —susurró Pete Hamilton al ver lo que había escrito.
«Un sinónimo entra en un bar.»
—¿Dónde?
—En todo. ¿No quería escribir «el topo es Whitehead»?
—Es la clave que utilizamos para cuando hay problemas —explicó Betsy en voz baja señalando el ordenador con la cabeza—. Tenemos que averiguar qué más contienen esos documentos.
Hamilton se sentó a la mesa de Boynton y retomó el trabajo.
Ellen miró al religioso. Conforme avanzaba por la sala, los guardias y los funcionarios se iban inclinando, las palmas de sus manos a la altura del corazón.
—Señora secretaria...
—Su santidad...
Titubeó, muy consciente de que el presidente Williams tenía razón: si se filtraba una foto en la que aparecía reunida con el primer mandatario de un estado terrorista, y haciéndole reverencias, lo pagaría muy caro.
Hizo la reverencia de todos modos. Había cosas más importantes que las apariencias, como los miles de vidas que dependían del desenlace de aquella reunión.
No había inclinado la cabeza ni tres centímetros cuando el gran ayatolá Josravi alzó la mano. No llegó a tocarla, ni remotamente, pero el significado del gesto era evidente.
—No —dijo con la voz ligeramente aflautada de los octogenarios—, no es necesario.
Ellen se irguió y lo miró a los ojos, unos ojos grises que delataban curiosidad y gravedad. Sin embargo, no se dejó engañar: muy probablemente el hombre que tenía delante había dado luz verde al asesinato de incontables personas a lo largo de los años y había ordenado masacrar a casi cien hombres, mujeres y niños hacía apenas unas horas.
De todas formas, le devolvió el gesto de cortesía.
—Que Alá lo acompañe —dijo llevándose la mano al corazón.
—Y a usted.
Josravi la miraba sin parpadear: se estaban escrutando mutuamente.
Detrás del religioso se alzaba un muro de hombres más jóvenes. A pesar del poco tiempo del que había dispuesto Ellen para investigar y asesorarse acerca del Irán actual, adivinó que eran los hijos del ayatolá y algunos consejeros.
También sabía que el gran ayatolá Josravi no sólo era el jefe espiritual de Irán, sino que, durante más de treinta años como líder supremo, había afianzado su poder de puertas adentro, cultivando a conciencia la imagen de clérigo humilde.
El ayatolá Josravi dirigía un auténtico gobierno en la sombra, y las decisiones más importantes sobre el porvenir de Irán corrían a cargo de su gente. Si había algún cambio de rumbo en el horizonte, por pequeño que fuera, saldría de él. El timón no estaba en manos de Nasseri, sino de Josravi.
El gran ayatolá llevaba la holgada túnica negra y el manto indisociables del título, así como un enorme turbante negro con lenguaje propio: el hecho de que fuera negro, no blanco, identificaba a su portador como descendiente directo del profeta Mahoma, y el tamaño denotaba estatus.
El turbante del gran ayatolá era como el anillo exterior de Saturno.
A un gesto de su mano, de venas saltadas, todos volvieron a sentarse. Josravi lo hizo junto al presidente Nasseri, enfrente de ella.
—Señora secretaria, ha venido usted en busca de una información que cree que podemos proporcionarle —planteó— y considera que hay motivos para que lo hagamos.
—Yo diría que en este caso nuestras necesidades coinciden.
—¿A qué necesidades se refiere?
—Frenar a Bashir Shah.
—Pero si ya lo hemos frenado —contestó el gran ayatolá—: sus físicos ya no pueden cumplir con la misión.
—¿Y cuál es esa misión?
—Construir bombas nucleares. Habría dicho que era evidente.
—¿Para quién?
—Eso es lo de menos. Proporcionar una bomba nuclear, o capacidad nuclear, a cualquier otra potencia de la región chocaría con nuestros intereses.
—Pero pueden relevar a esos físicos: sería imposible matar a todos los físicos del mundo.
Josravi arqueó las cejas y esbozó una levísima sonrisa, insinuando que no para él, pues de ser necesario mataría a todos los físicos nucleares del mundo... excepto los suyos.
La secretaria Adams, sin embargo, también sabía que el gran ayatolá tenía razones para incorporarse a aquella reunión. No habría estado presente a menos que también quisiera algo, que necesitara algo.
Y ella creía saber qué. Pese al aspecto fuerte de Josravi, la inteligencia estadounidense ya había informado de que había rumores de que su salud se estaba deteriorando. Josravi quería que lo sucediese su hijo Ardashir, pero los rusos apostaban por un candidato propio al que podían controlar.
Si se salían con la suya, la independencia de Irán sería puramente nominal: en realidad, el país se convertiría en un satélite de Rusia.
Era un pulso encubierto que Josravi, astuto superviviente de la política siempre bizantina y a menudo brutal de Oriente Medio, estaba resuelto a ganar, aunque, al verlo en la reunión, Ellen dedujo que ya no estaba tan seguro de sus posibilidades.
De ahí que el gran ayatolá hubiera decidido enfrentar a sus rivales: sería el máximo beneficiado por el choque. Se trataba de un juego peligroso, y su disposición a jugar denotaba una desesperación y una vulnerabilidad que jamás reconocería.
Tampoco hacía falta: al asegurar que las necesidades de ambos países coincidían, Ellen acababa de hacerlo por él, y vio que lo había entendido. Ninguno de los dos quería que Rusia saliera ganadora de aquel pulso, y ambos estaban más desesperados y eran más vulnerables de lo que querrían admitir.
Era a un tiempo mejor y peor de lo que se esperaba: mejor porque tenía posibilidades de éxito, y peor porque la desesperación y la vulnerabilidad podían llevar a hacer cosas imprevistas, incluso catastróficas, tanto a las personas como a los Estados.
Cosas como hacer volar autobuses llenos de civiles para acabar con la vida de una sola persona.
—¿Cómo se enteraron de lo de los físicos de Shah, su santidad? —preguntó.
—Irán tiene amigos en todo el mundo.
—Pues seguro que un estado con tantos amigos no necesita recurrir al asesinato en masa. Aparte de matar a tanta gente a bordo de los autobuses, también persiguieron y asesinaron al único terrorista que había huido, así como a su familia, y a dos altos cargos del gobierno de mi país.
—¿Se refiere al director de inteligencia en Fráncfort y a su número dos? —preguntó el gran ayatolá.
Al ver que no fingía desconocimiento, Ellen dedujo que Josravi quería demostrarle que daba bastante importancia a la cuestión como para hacer un seguimiento, si no directo, cuando menos personal.
—¿Y qué íbamos a hacer, después de que se desoyeran todas nuestras advertencias? Le aseguro que no queríamos hacer daño a tanta gente, ni se lo habríamos hecho si ustedes hubieran respondido a nuestros ruegos. Son tan responsables de lo sucedido como nosotros, si no más.
—¿Cómo dice?
—Por favor, señora secretaria, sé muy bien que se ha producido un cambio de régimen...
—De gobierno.
—... en su país, pero seguro que se da algún tipo de continuidad en la información. ¡No irá a decirme que yo, un simple religioso, sé más que la secretaria de Estado de un país como el suyo!
—Ya sabe que soy nueva en el cargo, si pudiera usted iluminarme...
El ayatolá se volvió hacia el joven que tenía a la derecha, su hijo y heredero, Ardashir.
—Hace meses que avisamos a su Departamento de Estado acerca de los físicos. —Ardashir soltó el bombazo como si tal cosa, sin levantar la voz.
—Ya ve o. — Ellen no dio muestras de alterarse al asimilar aquella información—. ¿Y...?
Ardashir levantó las manos.
—Y nada. Lo intentamos varias veces, pensando que quizá no llegaban los mensajes. No podíamos usar canales directos, como se imaginará. Podemos enseñarle lo que se envió.
—No estaría de más.
La secretaria de Estado no quería tanto confirmar la existencia de los mensajes, o su contenido exacto, cosa que no le hacía ninguna falta, como conocer los nombres de los destinatarios, entre los que sospechaba que se encontraba Tim Beecham.
Estaba intentando recuperar el equilibrio con todas sus fuerzas, pero ya había perdido su ventaja.
—Cuando tuvimos claro que a Occidente le daba igual —continuó Ardashir—, no nos quedó más remedio que tomar la iniciativa, muy a nuestro pesar.
—Pero no había ninguna necesidad de hacer saltar por los aires a personas inocentes.
—Se equivoca, señora secretaria. La única información que logró obtener nuestra fuente era que los físicos habían sido contratados por el doctor Shah para fabricar armas nucleares, pero no sabíamos sus nombres, sólo sus itinerarios.
—Los autobuses —intervino Nasseri—. Preguntamos si su red de inteligencia tenía alguna otra información. Les suplicamos, y al final no tuvimos alternativa.
—Necesitábamos que el doctor Shah y Occidente supiesen que no íbamos a consentir una amenaza de ese tipo a la República Islámica de Irán —continuó Ardashir—. No permitiremos que ningún otro país de esta región se haga con armas nucleares, y menos después de la fatua que dictó mi padre contra cualquier armamento de destrucción masiva.
—Bueno —respondió Ellen—, pero ustedes cuentan con sus propios físicos nucleares. Tengo entendido que acaban de detener al director de su programa de armamento nuclear, el doctor Behnam Ahmadi.
—No.
—¿No qué?
—No, el programa que dirige el doctor Ahmadi es de energía nuclear, no de armamento —la corrigió Ardashir—. Y tampoco lo hemos detenido: le hemos pedido que acuda a contestar unas preguntas. Su hija, en cambio... ella sí está detenida. Será juzgada y, si resulta culpable, ejecutada. —Se volvió hacia Anahita—. Usted es la persona con quien contactó su prima, ¿verdad?
Anahita hizo ademán de contestar, pero Ellen le agarró la mano. Aunque le hubiera aconsejado no mentir, tampoco hacía falta proporcionar más información de la estrictamente necesaria.
La revelación de que Irán había tratado de poner los planes de Shah en conocimiento de Estados Unidos y de que dichas advertencias habían caído en saco roto era una catástrofe política, diplomática y moral. Sin justificar los actos de Irán ni establecer una equivalencia en términos morales, trastocaba enormemente el panorama.
Ellen buscó algo que decir.
—Estados Unidos ya se encuentra en disposición de actuar...
Sus palabras provocaron el alborozo de los funcionarios hasta que los silenció un movimiento casi imperceptible de la mano del líder supremo, quien centró toda su atención en Ellen.
—... aunque sea con retraso.
Se dio cuenta de que los iraníes estaban preparados para que ella pasara al ataque y sacara a relucir su lista, trágicamente larga, de infracciones.
Estuvo tentada de hacerlo, pero también era consciente de que dejarse llevar por ese impulso, por justificado que estuviera, supondría enzarzarse una vez más en las polémicas de siempre, que nunca resolvían nada y lo dejaban todo cubierto de barro y bilis.
—Su santidad, siento mucho que sus mensajes cayeran en saco roto. Le pido disculpas en nombre del gobierno de Estados Unidos. Sepa usted que lamentamos mucho haber hecho caso omiso de sus advertencias.
Oyó un grito ahogado, pero no procedía de ninguno de los iraníes, cuya sorpresa resultaba evidente.
Había sido cosa de Charles Boynton.
—¡Señora secretaria! —exclamó siseando su jefe de gabinete.
Ellen se imaginó que todos los que estaban escuchando, desde los rusos hasta la propia inteligencia estadounidense, también se habrían quedado sin aliento al oír que la secretaria de Estado acababa de disculparse ante el gran ayatolá de Irán.
No obstante, se trataba de un gesto calculado. Sabía muy bien lo que hacía: estaba asegurándose de empuñar bien el cuchillo, y de encontrar un equilibrio entre veracidad y discreción al tiempo que mandaba un mensaje sutil al gran ayatolá.
Josravi tenía suficiente experiencia para saber que la jactancia, las negativas, las mentiras y los ataques gratuitos eran indicios de debilidad.
Los poderosos reconocían sus errores y así evitaban que los condicionasen.
Sólo los auténticamente grandes podían permitirse exhibir arrepentimiento en público. Lejos de mostrarse débil, la secretaria de Estado había manifestado una fortaleza y una determinación enormes.
El gran ayatolá entendió lo que ella acababa de hacer.
Ladeó la cabeza en señal de comprensión: de la disculpa, pero sobre todo del movimiento que acababa de arrebatarles su superioridad.
—Ustedes quieren información sobre el doctor Shah —contestó—, y lo que queremos nosotros es pararle los pies. Señora secretaria, estoy de acuerdo en que nuestras necesidades coinciden, pero por desgracia no podemos darle mucha información: no sabemos dónde está Shah, sólo que, además de científicos y material, está vendiendo secretos nucleares. —Hizo una pausa para sonarse la nariz con un pañuelo de seda—. También estamos convencidos de que, aunque esta vez lo hayamos evitado, seguirá con sus actividades hasta que lo atrapen. Ustedes han soltado al monstruo: es responsabilidad suya.
—¿Y volver a ponerlo en arresto domiciliario?
—No es lo que yo aconsejaría.
Ellen entendió perfectamente lo que quería decir, y lo que el ayatolá y el Estado iraní deseaban que hiciera Estados Unidos.
—¿Cómo obtuvieron la información sobre Shah y los físicos? —preguntó.
—De una fuente anónima —contestó el hijo del ayatolá.
—Ya. ¿No será la misma que les dijo lo de Zahara Ahmadi? —preguntó Ellen.
El gran ayatolá hizo una seña con la cabeza a un miembro de la Guardia Revolucionaria que se hallaba apostado en la puerta.
Éste la abrió y dejó entrar a una joven ataviada con una túnica y un hiyab rosa brillante.
Anahita hizo ademán de levantarse, pero Ellen se lo impidió apoyándole una mano en la pierna.
El gesto no pasó desapercibido.
Detrás de Zahara iba un hombre mayor: su padre, el físico nuclear Behnam Ahmadi.
Al ver al gran ayatolá, ambos se detuvieron, impresionados. Era poco probable que una u otro lo hubieran visto alguna vez en persona, salvo de muy lejos, quizá.
El doctor Ahmadi hizo enseguida una profunda reverencia con la mano sobre el corazón.
—Su santidad.
La siguiente en hacerlo fue Zahara, no sin antes mirar fijamente a Ellen —había reconocido a la secretaria de Estado—, y luego a Anahita.
Las dos primas se parecían tanto que era imposible que Zahara no supiese quién era, pero consiguió contenerse e inclinarse ante el líder supremo con la vista en el suelo en señal de modestia y humildad.
—Justo estábamos hablando de ustedes —dijo el presidente Nasseri, a quien Josravi había cedido la palabra con un gesto—. Señorita Ahmadi, ¿sería usted tan amable de contarnos cómo se enteró de lo de las bombas en los autobuses?
—Me lo dijo usted.
No hubo ceja en la sala que no se levantara, pero las más altas fueron las de Nasseri.
—Eso no es verdad.
—Directamente no, pero mandó a su asesor científico a ver a mi padre. Él le habló de los físicos y le dijo que sólo sabían que estarían a esas horas en esos autobuses. Yo lo oí desde mi cuarto, que está justo encima del estudio de mi padre.
Lo dijo sin mirar a su padre, con un tono casi robótico, señal de que ya había previsto la pregunta y tenía la respuesta ensayada.
Y también de que intentaba proteger a su padre.
—¿Y por qué decidió contárselo a los americanos? —preguntó Nasseri.
El ambiente se había cargado de electricidad. De la respuesta de Zahara dependía su futuro: si lo reconocía, no tendría futuro.
—Verá, su santidad —dijo mirando fijamente al gran ayatolá—, yo creo que Alá, el misericordioso, el compasivo, no ve con buenos ojos el asesinato de inocentes.
Ya lo había dicho: había declarado su fe y sellado su destino.
—¿Se atreve a darnos lecciones? ¿Se atreve a dar lecciones sobre Alá al gran ayatolá? —le espetó Nasseri—. ¿Conoce usted los designios de Alá?
—No, pero sé que Alá no querría que asesinaran a hombres, mujeres y niños inocentes. Si hubiera oído que planeaban matar sólo a los físicos para proteger Irán no habría tratado de impedirlo.
Se volvió hacia su padre, que aún mantenía la cabeza gacha.
—Mi padre no sabía nada.
—Bueno —intervino el gran ayatolá—, yo no diría tanto, hija mía. ¿Cómo crees que nos enteramos de lo que habías hecho?
Todo se detuvo a su alrededor: se habían convertido en un cuadro viviente con padre e hija en el centro de todas las miradas.
—¿Baba?
Silencio.
—¿Papá? ¿Se lo has dicho tú?
Su padre alzó la vista y masculló algo.
—Más fuerte —le exigió el presidente Nasseri.
—No tuve elección. Mi ordenador está vigilado; ven todas mis búsquedas y los mensajes que mando. Se habrían enterado tarde o temprano. Tuve que hacerlo para proteger a tu hermano, tu hermana y tu madre.
—Fue una demostración de lealtad —añadió Nasseri.
A pesar de todo, Ellen captó la expresión de desagrado tanto del gran ayatolá como del ministro Aziz: aunque la lealtad al Estado fuera lo primero, traicionar a la propia familia decía mucho del carácter de una persona, y nada de lo que decía era bueno.
Quizá el doctor Behnam Ahmadi sobreviviera a su hija, pero estaba igualmente sentenciado.
Zahara le dio la espalda.
La secretaria Adams también.
El gran ayatolá y todos los presentes le dieron la espalda a Behnam Ahmadi.
Las cosas se estaban precipitando: todo se ponía en su sitio y se desmoronaba a un tiempo.
Ellen debía pensar y actuar deprisa si quería salvar algo.
—Hay que mirar hacia delante, no hacia atrás —dijo desviando la atención de la joven: ya se encargaría de ella más tarde—. Estados Unidos está dispuesto a actuar, pero para eso necesito información sobre Shah: su paradero, sus planes, en qué punto se encuentran... necesito que me digan quién les proporcionó la información.
Miró a los ojos al ayatolá intentando transmitirle un mensaje: que era consciente de que los rusos los estaban espiando, y de que gran parte de lo que estaba diciéndose en la sala iba dirigido a ellos. Sabía que al ayatolá no podía facilitarle la información, aunque la tuviera, pero quizá pudiera enviarle alguna señal.
Alguna, la que fuera.
Seguro que Josravi conocía la fuente de la información sobre Shah. Tenía que tratarse de alguien lo bastante cercano a este último para obtener datos fiables, pero no tanto como para saberlo todo.
La resistencia del ayatolá a decírselo implicaba casi con certeza que la fuente era rusa, pero no el Estado, ya que, de lo contrario, no habría tenido ningún reparo en contestar: a fin de cuentas, no estaría revelando nada que la inteligencia rusa no supiese ya.
«Entonces», pensó Ellen, «la fuente es rusa, pero no se trata del Estado ruso». En consecuencia, sólo quedaba una posibilidad.
El gran ayatolá le sostuvo la mirada.
—Usted les leía a sus hijos El Principito. Yo también les leía a los míos.
La concentración de Ellen era absoluta. Tenía los nervios de punta. Josravi acababa de confirmar que habían oído todo lo que se decían mientras se quitaban los burkas.
Incluidas las palabras con las que ella, sospechando que estaban siendo vigiladas, había reconocido que la destinataria del mensaje de Zahara era su prima Anahita.
Se trataba de un riesgo calculado y estaba a punto de averiguar si sus cálculos eran acertados.
Todo lo que decía el líder supremo había pasado a tener varias capas de significado.
El religioso se dirigió a sus hijos.
—Vuestro favorito siempre fue el libro persa Fábulas de Bidpai. —Se levantó el brazo derecho con el izquierdo y Ellen recordó que hacía unos años había sufrido un atentado que lo había dejado malherido, con un brazo inútil. Josravi hizo el gesto de acunar a un bebé—. ¿Conoce la fábula del gato y el ratón? —dijo volviéndose de nuevo hacia ella.
—No, lo siento —contestó Ellen, aunque no había pasado por alto que el ayatolá había utilizado el antiguo nombre de su país, «Persia».
—Un gran felino, pongamos que un león, había caído en las redes de un cazador. —La voz de Josravi era grave y de efecto tranquilizador; su mirada, penetrante—. Un ratón que salía en ese momento de su ratonera lo vio. El león le rogó que lo soltase, royendo las cuerdas, pero el ratón se negó. —El religioso sonrió—. Sabio como era, tenía miedo de que, una vez en libertad, el león se lo comiera, porque eso es lo que hacían los leones, pero éste insistió, ¿y sabe qué hizo el ratón?
—Se... —empezó a decir Nasseri, pero Aziz lo hizo callar.
—Creo que la pregunta iba dirigida a la secretaria de Estado, señor presidente.
Ellen reflexionó. Sospechaba que ese era el mensaje, la clave, pero no conseguía descifrarlo.
—No lo sé, su santidad.
Para su sorpresa, se encontró con una mirada de aprobación.
—El astuto ratón mordisqueó la cuerda, aunque no del todo: dejó un hilo que el felino habría podido cortar de un solo mordisco, pero que lo mantenía prisionero. Oyeron que el cazador se acercaba.
El resto de los presentes en la sala desaparecieron dejando solos al líder supremo de la República Islámica de Irán y a la secretaria de Estado de Estados Unidos.
El gran ayatolá Josravi bajó la voz y fue como si hablara directamente al oído de Ellen.
—El ratón esperó a que el león se distrajera con la llegada del cazador y en el último momento lo dejó libre cortando el último hilo. Entonces, justo antes de que el felino se diera cuenta de que era libre, el ratón huyó a su ratonera, y el león, liberado, se escapó trepando por el árbol.
—¿Y el cazador? —preguntó Ellen.
—Se quedó con las manos vacías. —El ayatolá se encogió de hombros, aunque no le quitó ojo ni un instante.
—A menos que se lo comiera el león —respondió Ellen—, porque es lo que hacen los leones.
—Puede ser. —El gran ayatolá se volvió hacia la Guardia Revolucionaria—. Detenedla.
Ellen se quedó de piedra. El guardia dio un paso hacia Zahara.
—No, a ella no —aclaró Josravi—; a la otra, a la hija del traidor, la que recibió el mensaje.
Anahita se puso en pie tambaleante. Ellen se levantó de golpe para interponerse.
—¡No!
—Señora Adams, ¿de verdad pensaba que íbamos a permitir que una espía, una traidora, entrase tan campante en Irán y asistiera impunemente a una reunión con los cargos más altos del gobierno? —inquirió Aziz mientras la Guardia Revolucionaria la apartaba para alejarla de Anahita—. Nosotros sabemos reconocer a las ratas.
—Lo siento —dijo el gran ayatolá, y se levantó para salir.