Gil y Akbar se hallaban en el punto de mira de los AK-47 situados en distintos puntos de observación de las montañas cuando se acercaron lentamente al campamento pastún. No veían a los combatientes, pero sabían que estaban ahí.
Los dos, ataviados con la vestimenta regional, levantaron las manos, y Gil soltó la rama que había utilizado como bastón, por si la confundían con un fusil.
A Akbar le costaba respirar, tanto por el arduo ascenso por aquellos caminos accidentados como por el miedo. Gil cojeaba más que antes, y cada paso le arrancaba una mueca de dolor.
Aun así, continuaron.
Se les acercó un vigilante armado, detrás del cual avanzaba una cara conocida. Gil y Akbar se pararon, encañonados por la ametralladora.
—As-Salam Alaikum —saludó Gil: «La paz sea contigo.»
—Wa-Alaikum-as-Salam —contestó el que sin duda se hallaba al mando, el jefe del campamento: «Y contigo sea la paz.»
Hubo un momento de tensión en que el más joven agarró con más fuerza el fusil a la espera de instrucciones. Tenía a su superior detrás, de modo que no vio que en medio de la barba había empezado a dibujársele una sonrisa.
—No tienes buena cara, amigo mío —dijo el jefe.
—Bueno, mejor que la última vez que nos vimos espero que sí.
—Al menos aún tienes cabeza.
—Te lo debo a ti.
El guerrillero pasó al lado del centinela, que bajó el arma, y dio un abrazo y tres besos a Gil.
Gil retrocedió para observarlo, sin soltarle los brazos.
Había ganado peso y musculatura. Ya era un hombre de más de treinta años, no el chico casi imberbe al que había conocido Gil. Claro que tampoco él era el mismo...
La intemperie y las preocupaciones habían curtido el rostro del guerrillero, que se había dejado barba y llevaba la melena recogida. Su uniforme era el de los combatientes afganos, un híbrido entre la indumentaria musulmana y la ropa militar occidental.
—¿Cómo estás, Hamza?
—Vivo. —Miró a su alrededor y puso una mano, grande, en el hombro de Gil—. Ven, es tarde, y nunca se sabe lo que puede salir de la oscuridad.
—Creía que la noche era tuya —contestó Gil, siguiéndolo.
—Yo no tengo nada mío. —Hamza apartó la solapa de la tienda para que entrase Gil mientras Akbar se quedaba fuera.
—Ya veo que sigues siendo el mismo hombre sencillo que cuando me fui —comentó Gil, al tiempo que inspeccionaba las cajas de explosivos y granadas, y los cajones alargados de madera con el sello «Avtomat Kalashnikova».
AK-47. Todo lo que aparecía escrito en las cajas estaba en ruso.
Hamza ordenó a los hombres de la tienda que salieran y sirvió té de un samovar para los dos.
—Por suerte, no todo lo que proviene de Rusia sirve para matar. —Alzó su vaso de té dulce y luego se quedó muy serio—. No deberías haber venido.
—Lo sé, y lo siento. Si hubiera alternativa no estaría aquí.
Hamza señaló con la cabeza la pierna de Gil, que volvía a sangrar.
—¿Qué te ha pasado? ¿Intentaste detenerla?
—¿A la física? No. Seguí a la doctora Bujari desde que se subió al avión en Pakistán, donde me habías dicho que estaría, hasta Fráncfort. Tenía la esperanza de que me llevara hasta Shah, para descubrir qué anda tramando, pero pusieron una bomba en el autobús en el que viajaba.
Hamza asintió.
—Oí lo de las explosiones. De momento no han dicho por qué ocurrió ni quién lo hizo, pero me dio que pensar. —Se quedó mirando a Gil—. ¿A qué has venido?
—Lo siento, Hamza. Necesito más información.
—No puedo darte más. Ya he hablado demasiado, y como se entere alguien...
Gil hizo una pequeña mueca de dolor al inclinarse sobre el cojín grande en el que estaba sentado.
—Sabes tan bien como yo que sólo estarás a salvo cuando Shah haya quedado fuera de circulación. Seguro que ya sabe que lo han traicionado, y no tardará mucho en atar cabos y venir a por ti.
—¿Un científico paquistaní de mediana edad trepando por estas montañas y burlando a mis centinelas? Me parece que no corro peligro.
—Ya sabes a qué me refiero. Y sabes a quién mandará. —Gil se volvió hacia las cajas—. Lo siento.
—Yo no tengo nada que ver con Shah. Sólo difundí un rumor acerca de esos físicos.
—Lo sé, pero alguien te habló de ellos. —Al ver que Hamza negaba con la cabeza, Gil miró a su alrededor—. Necesito más.
—Lo que necesitas es irte. Ya es demasiado tarde, pero a primera hora te quiero fuera de aquí. —Hamza se levantó—. No tengo nada más que decir. Hace años te ayudé a escapar. No hagas que me arrepienta. Es posible que Alá quisiera que te cortaran la cabeza, y prefiero no ser yo quien lleve a cabo sus designios.
—Lo dices por decir —contestó Gil sin moverse de su sitio—. Dejaste que me fuera porque pasamos meses juntos estudiando el Corán. Me enseñaste la palabra del profeta Mahoma y que el verdadero Islam se fundamenta en la convivencia pacífica. Por eso querías parar a Shah, y sigues queriéndolo.
Durante su cautiverio, Gil había empezado a escuchar a los guardias y a captar palabras y frases sueltas. Pasó a hablarles en su idioma, el pastún, y una noche el más joven, el que le llevaba la comida, contestó.
Al cabo de unos meses, el muchacho se sentó y, a petición de Gil, le enseñó frases en árabe, la lengua del Corán. Hablaban del Islam, leían juntos el libro sagrado, y Gil aprendió las enseñanzas del Profeta hasta que, con el tiempo, se enamoró de lo que propugnaban Mahoma y el Islam como manera de vivir.
Al hilo de sus conversaciones con Gil, las ideas de Hamza se fueron suavizando; se dio cuenta de que los clérigos radicales habían tergiversado en beneficio propio las palabras y su significado.
Al amparo de la noche, después de que decapitasen al periodista francés, Hamza desató las muñecas y los tobillos a Gil, y dejó que se fuera. Desde entonces seguían en contacto, sin que lo supiera nadie más, unidos por un vínculo muy fuerte.
—Sé que no matarás a hombres, mujeres y niños inocentes —dijo Gil—. A otros luchadores, sí, pero asesinar a personas inocentes iría en contra de la voluntad de Alá. Por eso me contaste lo de Shah y los físicos. Una cosa es un fusil, y otra... —se volvió hacia las cajas que tenían detrás, llenas de AK-47— y otra muy distinta las armas de destrucción masiva que matan de forma indiscriminada. Necesito más información, para impedirlo. —Gil se inclinó en el suelo de la tienda, encima del cojín, apretando los dientes por el dolor—. Si los clientes de Shah fabrican una bomba nuclear, y explota, habrá miles de muertos. ¿Qué dirá entonces Alá?
—¿Te estás burlando de mis creencias?
Puso cara de consternación.
—En absoluto. También son las mías. Por eso he hecho un camino tan largo por esta maldita montaña, para hablar contigo e intentar evitarlo. Por favor, Hamza, te lo suplico, ayúdame.
Se miraron fijamente. Eran más o menos de la misma edad y, aunque hubieran crecido en mundos muy distintos, el destino los había unido como a dos hermanos, dos almas gemelas, tal vez por ese motivo: para ese momento.
En realidad no se llamaba Hamza. Era el nombre que se había puesto al unirse a la guerrilla, y significaba «león».
Gil sí se llamaba así, pero no era su nombre completo. La mayoría de la gente pensaba que era una abreviatura de Gilbert, pero en plena noche, mientras el prisionero y su guardián hablaban del Corán, Gil le había contado su secreto.
Su nombre completo era Gilgamesh.
—Ay, Dios... —La risa de Hamza había rozado la histeria—. ¿Gilgamesh? ¿Cómo se les ocurrió ponerte eso?
—Mi padre estudiaba la Mesopotamia antigua en la universidad, y le leía poemas a mi madre. El favorito de ella era La epopeya de Gilgamesh.
Lo que no le contó a Hamza fue que de niño tenía en la pared un póster del Louvre con una escultura robada siglos antes en un yacimiento de la antigua ciudad mesopotámica de Dur-Sharrukin. Representaba a Gilgamesh, el protagonista del poema, abrazado a un león: sus espíritus, y sus destinos, enlazados.
El yacimiento lo había destruido Estado Islámico durante las últimas guerras: al final, el supuesto saqueo había salvado un gran número de piezas arqueológicas.
Con el tiempo, Gilgamesh se había dado cuenta de que había muchos tipos de salvadores, algunos tan imprevisibles que al principio parecían todo lo contrario. Los salvadores podían ser repulsivos, y los monstruos, atractivos; por eso a veces lo peor aparentaba ser lo mejor, como en el caso de los clérigos radicales y de los líderes políticos sin escrúpulos.
Sentados en la tienda mientras se ponía el sol, los dos hombres, Gilgamesh y el León, se miraron a los ojos y afrontaron una decisión.