28

—¿Qué hacemos, mamá? No podemos irnos sin Ana.

Katherine seguía a su madre mientras ésta caminaba de un lado para otro por el despacho al que las habían conducido para que volvieran a ponerse los burkas y se prepararan para el viaje de regreso.

Era el mismo que habían usado para quitárselos, hacía una eternidad.

—No lo sé —reconoció Ellen.

Era la verdad, y no debió de sorprender demasiado a los iraníes y rusos que a buen seguro las espiaban.

La secretaria Adams dejó de dar vueltas para contemplar el burka de Anahita, que yacía en el sofá como una forma humana sin relieve, como si la mujer que lo llevaba hubiera desaparecido tan de repente que hubiera dejado su sombra tras de sí.

Le recordó a las atroces imágenes de Hiroshima y Nagasaki después de que lanzaran las bombas atómicas, que habían hecho que las personas se evaporaran, dejando tan sólo una silueta oscura.

«Dios mío», rezó, «ayúdame, por favor».

Mientras miraba fijamente el negro contorno del burka de Anahita, la secretaria Adams tuvo la misma sensación que si estuviera cayéndose y moviera los brazos sin encontrar asidero.

Estaba desesperada. ¿Cómo frenar a Shah y lograr al mismo tiempo que soltasen a su FSO y a Zahara Ahmadi y le permitieran llevárselas de Irán?

Su visita no había mejorado nada, al contrario: todo estaba considerablemente peor que antes.

Al menos a primera vista.

Siguió dando vueltas entre las cuatro paredes de la habitación como un gran felino atrapado. Intuía que ya tenía lo que necesitaba, que el gran ayatolá le había dado la información, las herramientas necesarias, para hacer lo que había que hacer, aunque al mismo tiempo hubiera ordenado que detuvieran a su FSO, con lo que eso comportaba: tomar a Anahita como rehén y dejar a la secretaria de Estado con las manos atadas.

¿Qué estaría tramando?

La detención de la FSO estadounidense había sido una sorpresa, un verdadero golpe. Era una agresión, una provocación. A simple vista no tenía sentido.

Entonces ¿por qué lo había hecho el gran ayatolá? ¿Y cómo pretendía que reaccionase Ellen? No tenía muchas opciones. Lo que no podía hacer era marcharse sin Anahita Dahir y sin información sobre Bashir Shah. Seguro que Josrani lo sabía.

Y, aun así, la expulsaba de Irán con las manos vacías.

Se paró ante la ventana y contempló la capital iraní.

Estaba claro que la fábula del gato y el ratón significaba algo. No era una simple alegoría. Pero ¿quién era el gato y quién el ratón?

¿Y por qué iba uno a ayudar al otro? Porque tenían un objetivo temporal en común: vencer al cazador... al doctor Bashir Shah.

Así pues ¿por qué habían detenido a Anahita Dahir?

¿Por qué?

Josravi, hombre sagaz, nunca decía nada que no tuviera varias capas de significado e intención.

—Mamá, tienes que hacer algo. —Katherine estaba cada vez más nerviosa, y su voz la traicionó.

—Ya estoy haciendo algo: pensar.

Llamaron a la puerta.

—Señora secretaria —dijo Steve Kowalski, el jefe de su escolta—, tiene un mensaje de texto de su consejera.

Ellen estuvo a punto de pedirle que se fuera y la dejara pensar, pero se acordó de la llamada de Betsy. El mensaje debía de ser urgente.

Pidió su móvil.

—¿Qué pasa? —preguntó Katherine.

Si Ellen ya estaba pálida a causa de la tensión de aquel día interminable, el mensaje de Betsy le arrebató el poco color que le quedaba.

«Entra un sinónimo en un bar.»

Problemas, y de los gordos.

«Entra un disléxico en una paquetería», tecleó: era como tenían acordado que respondería para confirmar su identidad. Comprendió que había pasado algo gravísimo.

La respuesta llegó casi enseguida, señal de que Betsy no apartaba la vista de su teléfono seguro a la espera de que Ellen contestara.

«El traidor no es Beecham, es Whitehead.»

Se dejó caer en una silla. Era el final de su caída libre: acababa de chocar con las rocas del fondo.

Se vio tentada de responder «¿Estás segura?», pero ya sabía que, de no ser así, Betsy jamás se lo habría mandado.

«¿Tú estás bien?», acabó escribiendo.

«Sí, pero tengo en el pasillo a la ranger de Whitehead.»

Notó que se le encogía el corazón. Le había pedido a Betsy que se pusiera en contacto con la capitana...

«¿Pruebas?»

«Informes. Whitehead dio su aprobación a la puesta en libertad de Shah. La aprobó y la apoyó.»

Ellen soltó el aire que había estado conteniendo. Whitehead había mentido.

Se acordó de aquella mirada de reojo del general cuando Tim Beecham había salido del despacho oval para hacer una llamada. Ellen lo había interpretado como la confirmación de que el jefe del Estado Mayor Conjunto no se fiaba del director nacional de Inteligencia.

Entonces lo vio, junto con otros tantos detalles: se trataba de un desgaste sutil y malintencionado que acabaría con Tim Beecham a base de miradas ladinas, una ejecución minuciosa.

«¿Qué sabe él?», escribió.

«Lo mismo que yo.»

Es decir, prácticamente todo, salvo lo que había ocurrido en Irán, sin descartar que estuviera espiándola y tampoco eso se le escapara.

Comprendió que Whitehead habría aprovechado su acceso ilimitado a los archivos para esconder todo el material sobre Beecham —a sabiendas de que su eliminación resultaría incriminatoria—, al tiempo que borraba cualquier documento susceptible de inculparlo a él. No era un plan improvisado: debió de fraguarse durante meses, tal vez años, a lo largo de la administración Dunn, mientras reinaba el caos interno y la supervisión brillaba por su ausencia.

Sin embargo, el general Whitehead se había dejado una referencia a su persona, una de las que más lo inculpaban. Ellen lo encontraba extraño. ¿Tanto esfuerzo para pasar por alto justo ese mensaje, que era como un hongo nuclear?

A esa idea, no obstante, se sobrepuso otra aún más avasalladora que al final la eclipsó.

¿Bert Whitehead un traidor? ¿Conspirando con Bashir Shah? ¿Proporcionando información a terroristas? ¿Qué sentido tenía?

Había traicionado a su país. Era cómplice de una masacre. Había mentido constantemente.

El general Albert Whitehead, el jefe del Estado Mayor Conjunto, era el Azhi Dahaka.

Fred MacMurray era el demonio.

Whitehead sabía que, si Shah tenía éxito, miles de personas, quizá incluso cientos de miles, se convertirían en sombras.

El móvil de Ellen vibró al recibir otro mensaje. Era de Gil.

«Tengo que dejarte», le escribió a Betsy. «Ten cuidado.»

Al prestar atención descubrió que el mensaje de su hijo procedía de una fuente que no reconocía, aunque en el asunto ponía «De Gil». En lugar de enviarle uno de sus escuetos mensajes de texto habituales, Gil le había escrito a su madre por correo electrónico.

No, se dio cuenta al abrirlo: le había escrito a la secretaria de Estado.

Leyó el correo y, cuando llegó al final, el móvil se le resbaló de las manos y aterrizó en su regazo.

Gil estaba en Afganistán, cerca de la frontera paquistaní, en territorio controlado por los pastunes: donde había estado prisionero. Santo Dios.

Tenía la información que necesitaban.

Los tres físicos nucleares paquistaníes asesinados en los atentados de los autobuses eran señuelos, distracciones, científicos del montón contratados por Bashir Shah sólo para que los matasen. El objetivo era que Occidente pensara que había pasado el peligro o que, como mínimo, había tiempo...

Cuando en realidad el tiempo se había agotado.

La fuente de Gil le había contado que a los verdaderos científicos nucleares los habían reclutado hacía varios años: investigadores de primera fila que, con la excusa de tomarse un año sabático, se habían puesto al servicio de Shah, el cual se los había alquilado a un tercero, muy probablemente Al Qaeda, para montar un programa de armamento nuclear en Afganistán.

Ellen se levantó con tal brusquedad que volcó la silla. Pensó muy deprisa y escribió: «Llámame.»

A Gil le había prestado el teléfono alguien de confianza, un tal Akbar. No estaría pinchado. El de Ellen también era seguro. Aun así, si había escuchas en la habitación se enterarían de todo, así que debía medir sus palabras.

Tendrían entre dos y tres minutos antes de que interceptaran la llamada.

—Cuenta dos minutos —le susurró a Katherine, que por una vez, al darse cuenta de la urgencia del tono, no hizo preguntas.

Ellen contestó antes de que terminara de sonar el primer tono.

—Dime dónde.

—¿Los físicos de Shah? Exactamente no lo sé; en algún punto de la frontera entre Pakistán y Afganistán. En todo caso, no será una cueva ni un campamento, más bien alguna fábrica abandonada.

La frontera era muy larga y el territorio muy extenso, pero Gil no podía concretar más.

—¿Tamaño? —Ellen hacía lo posible por no subir la voz y hablar con vaguedad.

—No lo sé, cualquier cosa desde bombas sucias en una mochila hasta algo más grande. Podría arrasar un par de manzanas o una ciudad entera.

Katherine levantó un dedo. Había pasado un minuto, les quedaba otro.

—¿Más de una?

—Sí.

—¿Dónde?

El silencio que siguió se le hizo interminable.

—En Estados Unidos.

—¿Cuáles?

—No lo sé. Están fabricando más. Creo que la mafia rusa le suministra los materiales a Shah.

Tenía lógica, se dijo Ellen, pensando a toda prisa y estableciendo conexiones: el gobierno ruso no, al menos de manera oficial, pero el presidente ruso y sus oligarcas tenían vínculos con la mafia y se habían beneficiado a título personal de los miles de millones de ingresos procedentes de la venta de mercancías de todo tipo, desde armas hasta seres humanos.

La mafia rusa carecía por completo de ideología, escrúpulos y frenos. Lo que tenía eran armas, contactos y dinero, y estaba dispuesta a venderle cualquier cosa a cualquier comprador, desde plutonio hasta ántrax, desde niños, como esclavos sexuales, hasta órganos.

En caso de necesidad, los mafiosos rusos se acostarían con el diablo y luego le harían el desayuno.

Shah tenía que haber usado a un tercero para darles a los iraníes el chivatazo acerca de los físicos, ¿y quién mejor que un informador que trabajase para la mafia rusa y la inteligencia iraní al mismo tiempo?

La mafia rusa era el vínculo entre Irán y Shah, el fantasma que se movía entre ambos.

—Madre... —dijo Gil.

—¿Qué?

—Se rumorea que las bombas ya están allí, en las ciudades. Por eso Shah organizó el asesinato de los físicos en Europa: para desviar la atención de Estados Unidos y hacernos creer que el próximo ataque, el gordo, también sería allí.

Katherine estaba haciendo gestos: ya se había acabado el tiempo.

Sin embargo, aún quedaba una pregunta.

—¿Cuándo?

—Pronto. Es lo único que sé.

Ellen colgó.

—Joder —dijo para sí.

Betsy recibió un mensaje de texto.

Pete Hamilton tenía tanto sueño que se le cerraban los ojos, así que ella le había propuesto que se tomaran un par de horas de descanso. Estaba hecho un ovillo en el sofá del despacho de Charles Boynton, completamente fuera de combate, mientras que ella se había tumbado en el sofá de Ellen y miraba el techo.

Físicamente se sentía exhausta, pero su mente no paraba: ¡el topo era Bert Whitehead! Un general del más alto rango, veterano de las guerras de Irán y Afganistán, el jefe del Estado Mayor Conjunto, era un traidor.

En ese momento recibió el mensaje:

«No puedo dormir. ¿Hay alguna información nueva sobre Beecham? Tengo que contárselo al presidente.»

Al principio pensó que era Ellen, desde Teherán, pero no tardó en darse cuenta de que procedía de Whitehead.

«Nada», escribió con los dedos temblando de agotamiento y de rabia. «Hemos hecho una pausa para dormir, le aconsejo que haga lo mismo.»

Pero antes de que pudiera recostar la cabeza de nuevo recibió otro mensaje, esta vez de Ellen, que a su vez le reenviaba uno de Gil.

Lo leyó.

—Mierda —masculló.

Bashir Shah aterrizó de madrugada y lo llevaron en coche hasta su casa de Islamabad, en donde entró por el acceso menos utilizado, el del jardín de atrás.

Se había ido de Estados Unidos sólo un día antes de lo que tenía pensado.

Un día antes de que el mundo cambiara para siempre.

—¿Ellen Adams sigue en Teherán? —le preguntó a su lugarteniente.

—Que sepamos, sí.

—No me basta con eso: necesito certeza absoluta. Y tengo que saber con quién se ha reunido y qué le han contado.

Un cuarto de hora después, mientras se preparaba para acostarse, su lugarteniente llegó con la información.

—Se ha reunido con el presidente Nasseri.

—¿Solamente? —Shah veía que había algo más, pero el hombre tenía miedo de decírselo.

—Y con el gran ayatolá.

—¿Con Josravi? —Sus ojos reflejaban furia.

Su lugarteniente asintió con los ojos muy abiertos.

—No le han dicho nada.

—¿Nada?

—No, y han arrestado a alguien de su grupo, a la FSO, por espionaje.

Shah se sentó en un lado de la cama e intentó entenderlo. No tenía sentido.

—El gran ayatolá le contó una historia sobre un gato y un ratón, una fábula que leía a sus hijos.

—Eso no me interesa, lo que necesito es información sobre todos los movimientos de la estadounidense.

Mientras se cepillaba los dientes, Shah se preguntó qué tramarían Josravi y Ellen Adams.

«Debería haberla matado cuando tuve la oportunidad.

»Por suerte, su hijo morirá dentro de muy poco tiempo y ella sabrá que, a pesar de que la muerte haya sido cosa mía, la culpa es de ella.»

Escupió en el lavabo y se acercó a su portátil, donde comenzó a buscar la antigua fábula persa del gato y el ratón. Trataba de alianzas improbables, pero también de cazar y de desviar la atención...

Bajó lentamente la tapa del ordenador. Sabía que tenía demasiada experiencia como cazador para dejarse engañar: atraparía tanto al gato como al ratón.

—Tenemos que irnos, cuanto antes mejor —dijo Akbar.

—¿Estás de coña? —preguntó Gil—. Es de noche y las montañas están plagadas de muyahidines. Si no nos matan los guerrilleros de Hamza por error, lo harán ellos. Yo también quiero irme, pero habrá que esperar a que amanezca. —Se fijó en su compañero: era evidente que estaba inquieto, nervioso—. ¿Por qué estás tan impaciente por irte?

Akbar lanzó una ojeada a su espalda: tenían su propia tienda, Hamza había hecho que les llevaran comida y bebida, y Gil ya estaba acomodándose para dormir con todo el cuerpo dolorido.

—No sé, es que me da mala espina.

Akbar se envolvió en la manta de lana y, apoyado en el poste de la tienda, palpó por enésima vez el cuchillo largo y curvo que llevaba escondido en los pliegues de la ropa.