29

—Señora secretaria... —El jefe de gabinete de Ellen había asomado después de llamar a la puerta— el avión del sultán de Omán ya está listo y los iraníes insisten en que se marche.

Se quedó plantado al lado de la puerta, desgarbado, vacilante.

Tanto la secretaria de Estado como su hija estaban junto a la ventana con cara de haberse llevado el peor susto de su vida.

—¿Qué ocurre? —preguntó Boynton, que entró y cerró la puerta.

Ellen les había reenviado a Katherine y a Betsy el mensaje de Gil añadiendo algunos detalles que su hijo le había dado por teléfono. Se había planteado mandárselo al presidente Williams y a Tim Beecham, pero no lo veía claro.

El general Whitehead no podía estar actuando solo: debía de tener colaboradores en lo más alto del escalafón de la Casa Blanca, tal vez en el propio gabinete. Si Ellen enviaba el mensaje y lo interceptaban, sabrían que había descubierto la conspiración, y eran capaces de hacer estallar las bombas antes de tiempo para no arriesgarse a que los atraparan.

No, Ellen sabía que tenía que explicárselo al presidente Williams personalmente, en privado.

Sin embargo, aún tenía cosas que hacer en Irán. Necesitaba obtener más información. Alguien suministraba a Shah materiales nucleares y, como había dicho Gil, todo apuntaba a la mafia rusa.

Y alguien había informado a los iraníes acerca de los físicos.

Probablemente un informador iraní al servicio de la mafia, que había filtrado deliberadamente la información para que Nasseri y el ayatolá hicieran justo lo que Shah quería que hicieran: asesinar a sus físicos.

Quizá el informador en cuestión estuviera al corriente de los planes de Shah, e incluso de su paradero. Y probablemente continuara en Irán. Si lograban encontrarlo o encontrarla...

—¿Qué pasa, señora secretaria? —repitió Boynton.

—¿Mamá? —añadió Katherine.

Ellen se llevó la mano a la boca y, tras inclinar la cabeza hacia atrás, se quedó mirando el techo.

Si ella había hecho todas esas deducciones, el gran ayatolá también. Josravi necesitaba su ayuda para frenar a Shah, y ella la de Josravi para frustrar los atentados terroristas.

¿Sabía el gran ayatolá quién era el informador? Si era el caso, no podía decírselo, al menos de forma abierta, porque todas sus palabras y sus movimientos estaban siendo controlados.

Así pues, tenía que hacerle llegar la información de otro modo.

De eso iba la historia del gato y el ratón: de intereses mutuos, pero también de distracciones, maneras de desviar la atención y dirigir las miradas a un sitio cuando lo importante sucedía en otro.

—¿Han dicho que tengo que irme o lo hemos dicho nosotros? —le preguntó a Boynton.

El jefe de gabinete puso cara de perplejidad.

—¿No da lo mismo?

—Sígame la corriente, por favor. Intente recordar palabra por palabra lo que ha dicho el funcionario.

Boynton se lo pensó.

—Ha dicho: «Por favor, informe a la secretaria Adams de que debe marcharse de Irán por orden del gran ayatolá.»

—Bueno, parece bastante claro —intervino Katherine.

—No sé... —Ellen se volvió de nuevo hacia su jefe de gabinete—. Distráigalos.

Inesperadamente, Boynton soltó un bufido de la risa.

—¿Mientras llega la caballería? —Al ver la expresión seria de su jefa, sin embargo, le cambió la cara.

—Entreténgalos —insistió la secretaria Adams.

—¿Entretenerlos? —La voz de Boynton fue casi un chillido—. ¿Cómo?

—Entreténgalos y punto.

Ellen prácticamente lo echó por la puerta y, al cerrarla, oyó que Boynton le decía al funcionario iraní que enseguida saldrían.

—Van un poco retrasadas: cosas de mujeres. —Luego lo oyó preguntar—: ¿Aquí también hay cosas de mujeres?

«Quizá no tengamos tanto tiempo como esperaba», pensó Ellen.

Trató de pensar con calma olvidándose de la traición del general Whitehead y de lo que había dicho Gil sobre las bombas nucleares que podrían estar ya en ciudades estadounidenses, listas para estallar en breve.

Los latidos de su corazón parecían el tic, tic, tic de un reloj.

Cerró los ojos y respiró hondo antes de volver a vaciar los pulmones. «Intenta visualizar el siguiente movimiento», se dijo, «aislarte de cualquier ruido o interferencia, ver claro...».

—¿Mamá?

Abrió los ojos de golpe.

El corazón empezó a latirle tan rápido que resonaba en su pecho como el Big Ben justo antes de las campanadas de las doce.

Su cerebro iba tan acelerado como su corazón. Faltaba poco, muy poco.

Y cayó en la cuenta de pronto: sabía qué había querido decir el gran ayatolá.

Dio unas zancadas hasta la puerta y, al abrirla de golpe, oyó que Boynton y el pobre funcionario iraní estaban hablando sobre qué árbol habría sido el Profeta de haber sido un árbol.

Sospechó que había interrumpido la conversación muy poco antes de que también detuvieran a su jefe de gabinete... por blasfemia.

—¡Charles!

Él la miró como un pez colgado del anzuelo.

—¿Qué?

—Entre.

No tuvo que repetírselo.

—Debo marcharme ya —anunció Ellen en cuanto estuvo cerrada la puerta.

—Sí, es lo que le he dicho —contestó Boynton.

—Y ustedes tienen que quedarse.

—¿Eh?

—Usted y Katherine.

Ambos la miraron fijamente.

—Yo tengo que ir a Washington —continuó Ellen con un tono de voz normal, para asegurarse de que la captaban los micros— y explicarle la situación al presidente Williams para que me dé instrucciones, pero no podemos irnos sin Anahita, así que ustedes se quedarán aquí hasta que vuelva. Podrían hacer un poco de turismo mientras tanto.

Los dos la miraron como si hubiera perdido la cabeza.

—Los seguirán, así que lo mejor es marearlos: que crean que traman algo. Vayan a ver Persépolis; no, mejor: pidan ver las pinturas rupestres de Baluchistán.

—Pero ¡¿qué dices?! —preguntó Katherine.

—Antes, en el avión, he leído un artículo sobre las cuevas —le explicó Ellen—. Los arqueólogos encontraron unos dibujos rupestres de hace once mil años y hay quien asegura que demuestran que los iraníes migraron a las Américas hace milenios.

—¡¿Qué?! —exclamó Katherine sin entender nada de nada mientras Boynton optaba por la discreción.

—En los dibujos aparecen los mismos caballos que montaban los pueblos indígenas de Norteamérica. Tendría lógica que tú y Boynton quisierais verlos.

—Ah, ¿sí? —Boynton salió de su mutismo—. ¿En serio?

—Claro, como un guiño a la idea de que formamos todos parte de un mismo pueblo. De lo que se trata es de marear un poco la perdiz.

—¿La perdiz? —preguntó Boynton.

—Sí, ya me entiende, de dar trabajo a los que nos están escuchando y observando.

Mientras Boynton se informaba sobre el arte rupestre, Katherine bajó la voz hasta adoptar un susurro ronco:

—Mamá, las bombas, lo que te ha contado Gil... no hay tiempo que perder.

—No estoy perdiendo el tiempo.

Ellen sostuvo la mirada de su hija, que vio una gran determinación en sus ojos.

—Las cuevas están a casi veinte horas en coche —dijo Boynton levantando la vista del teléfono.

—Seguro que pueden llevarlos en avión a algún aeropuerto cercano y hacer el resto del trayecto por tierra. —Ellen había recuperado su tono normal, en la medida de lo posible—. Podrán aprovechar el viaje para dormir y, si hay alguien interesado en sus movimientos, desperdiciará aún más tiempo y energías en seguirlos.

—Ya, aunque nosotros también estaremos desperdiciando nuestro tiempo y nuestras energías —protestó Boynton.

Katherine miró a su madre, que tenía los ojos enrojecidos del cansancio, pero también brillantes, no supo si de locura o genialidad. ¿Y si el mensaje de Gil y la presión de intentar impedir una catástrofe habían acabado por desquiciarla?

—¿Y Anahita y Zahara, y los dos iraníes que también han sido detenidos? —preguntó—. ¿Qué hacemos para ayudarlos?

—Eso, ¿qué hacemos? —se sumó Boynton.

—Voy a ver qué quiere hacer el presidente Williams: esas decisiones van más allá de mis competencias. Volveré en cuanto pueda. De momento, ustedes hagan todo el ruido que puedan con lo del viaje a las cuevas. Así los seguirán y no se fijarán en lo que haga yo.

Mientras hablaba, le escribió un mensaje rápido a Katherine:

«Confía en mí, sé lo que me hago.»

• • •

Cuando la secretaria Adams subió al avión del sultán ya era noche cerrada. Una vez en la espaciosa cabina se quitó el burka e hizo ademán de dárselo a la funcionaria.

—Quédeselo —dijo esta última en perfecto inglés—. Tengo entendido que va a volver.

Mientras el avión rodaba por la pista, Ellen se inclinó en su asiento como si con eso fuera a llegar antes a Washington.

La última imagen que tenía de Katherine era subiendo con Boynton a otro coche para emprender el largo viaje hasta las cuevas.

Esperaba haber entendido correctamente la fábula del ayatolá sobre el gato y el ratón. Rezó para que así fuera. Estaba casi segura de que Josravi había hecho detener a Anahita Dahir precisamente para que algún miembro de la comitiva estadounidense se quedara en Irán.

Sólo eso explicaba por qué el gran ayatolá expulsaba públicamente a la secretaria de Estado pero permitía que la hija de ésta y su jefe de gabinete permanecieran en el país.

Josravi estaba desviando la atención: quería decirle alguna cosa, pero ella se hallaba sometida a una vigilancia demasiado estrecha.

Por eso el líder supremo tenía que sacarla del país al tiempo que se aseguraba de que alguno de sus acompañantes se quedaba para obtener la información que necesitaban.

Cuando alcanzaron la altitud de crucero recibió un mensaje de texto de Katherine.

«Un avión nos esperaba en el aeropuerto: ya tenían previsto que viniéramos.»

Bajó la cabeza sintiendo un enorme alivio.

Los estaban esperando: había hecho lo que Josravi quería que hiciera.

Después de enviar el emoticono del pulgar como respuesta, se recostó en el asiento con la confianza y la seguridad de haber interpretado bien al líder supremo de la República Islámica de Irán.

Claro que...

Intentó apartar de su mente una idea traicionera.

Claro que...

Ese hombre era un terrorista, un enemigo jurado de Estados Unidos que había financiado numerosos ataques a Occidente. ¿Y en esas manos dejaba ella a su hija y el destino de su país sin más base que una simple fábula de gatos y ratones?

Sólo podía confiar en que el viejo y astuto religioso no le hubiera tendido una trampa, y en no haber mordido el anzuelo.

Fue lo último que pensó antes de sucumbir al agotamiento.

Cuando cerraron la puerta del pequeño avión de hélices, Boynton se santiguó.

Consiguieron dormir un poco durante el vuelo a la provincia de Sistán y Baluchistán, que, según informó Boynton a Katherine poco antes del aterrizaje —con el tono del burro Igor de Winnie-the-Pooh—, no quedaba lejos de la frontera con Pakistán, hecho que a su juicio empeoraba aún más las cosas.

«Y eso que Boynton no sabe que podría haber bombas nucleares en ciudades estadounidenses», pensó Katherine mientras miraba por la ventanilla, «no tiene ni idea de lo mal que pueden estar las cosas a estas alturas».

Cuando aterrizaron los recibió un hombre mayor de cabello entrecano que se presentó como Farhad, su guía y chófer. Subieron a su coche, una tartana que olía a tabaco, y enfilaron hacia el desierto.

Farhad, que hablaba un inglés fluido con un acento suave y musical, les contó que acostumbraba a llevar a arqueólogos occidentales al yacimiento. Era evidente que se sentía orgulloso. Viajaban solos por la carretera: no había ni un solo vehículo a su alrededor, ni rastro de los omnipresentes guardias y observadores. Era obvio que ya no le interesaban a nadie.

Esa falta de interés parecía haber invadido también a Charles Boynton, que contemplaba ensimismado el paisaje interminable de arena y rocas bajo la luz que precedía al alba.

Durante el trayecto, Farhad les habló del descubrimiento de pictografías y petroglifos que representaban animales, plantas y personas.

—Algunos están hechos con tintes vegetales —explicó—, otros con sangre. Hay miles.

Les contó que, a pesar aquel tesoro, apenas llegaban turistas a la zona.

—Casi no vienen extranjeros por aquí.

Mientras Boynton roncaba, despatarrado y con la boca abierta, en el asiento trasero, Farhad le habló con vehemencia a Katherine, que iba en el asiento del copiloto, de la necesidad de proteger aquellos descubrimientos.

—Para eso han venido, ¿verdad? Para proteger estas cosas tan importantes.

Su mirada era tan intensa que Katherine asintió sin saber muy bien con qué se mostraba de acuerdo.

Llegaron justo cuando salía el sol. Una vez que lograron despertar a Boynton, subieron a una meseta y Farhad preparó el desayuno: café fuerte de un termo, higos jugosos y naranjas, queso y pan.

Katherine les hizo una foto a los dos hombres. El jefe de gabinete, aún con traje y corbata, daba la impresión de acabar de franquear una puerta secreta de Foggy Bottom para aparecer ahí inesperadamente y muy a su pesar. Se la mandó a su madre con un breve mensaje en el que le decía que ya estaban en las cuevas y que volvería a escribirle cuando tuviera algo más que contar.

Sentada en lo alto de las rocas bajo el rayo del sol, observó maravillada aquel paisaje que había permanecido inalterado durante decenas de miles —por no decir millones— de años. Otras personas se habían sentado justo donde ella se encontraba y habían grabado en la piedra su vida, sus creencias, sus ideas... incluso sus sentimientos.

—¿Puedo? —preguntó, y al ver que Farhad asentía, extendió el índice y siguió las líneas.

—Es un águila —explicó él—, y esto de aquí... —Señaló las líneas de encima— el sol.

Por alguna razón que no acababa de entender, Katherine sintió un nudo en la garganta y se le humedecieron los ojos como cuando oía música que le llegaba a lo más hondo, a los rincones más secretos, o cuando cierto pasaje de un libro la conmovía: esos dibujos de caballos y cazadores, de camellos, de aves que volaban sinuosas por el aire, de alegres rayos de sol, eran profundamente humanos.

Quienes los esbozaron habían pisado ese mismo suelo, los había calentado el mismo sol y habían sentido la necesidad de dejar constancia de sus ritos. Sus vidas no eran, en absoluto, tan distintas de la de ella.

Y sus dibujos no eran distintos de los periódicos y canales de televisión que ella dirigía: lo que tenía delante eran sucesos de la vida cotidiana, noticias en piedra.

«Qué idea tan reconfortante», pensó mientras comía fruta y queso, y bebía su café contemplando el amanecer. Eso era lo que le hacía falta: que algo la reconfortase.

Tenía mucho miedo de los planes de Shah y de las bombas que podían explotar en varias ciudades de Estados Unidos sin que pudieran impedirlo.

Al miedo se sumaba la perplejidad: francamente no sabía por qué los había enviado allí su madre, ni qué necesitaba de ellos. Sin embargo, sentada bajo el sol sintió una paz profunda e inesperada.

Los testimonios de vida que tenía delante habían perdurado milenios.

Aunque muchas vidas llegaran a su fin, la vida continuaba.

—Venga —dijo Farhad acabando de recoger el desayuno—, las mejores están dentro.

Se levantó, señaló con la cabeza lo que parecía una grieta estrecha en la roca y les dio un farol a cada uno.

—Mierda, mierda, mierda —murmuró Boynton mientras se estrujaban para entrar.

Una vez en el interior, Katherine se sacudió el polvo rojo de la chaqueta y miró a su alrededor trazando un arco con la luz. No veía ningún otro dibujo.

—Están más adentro —explicó Farhad—, por eso no los descubrieron hasta hace poco.

Se puso en cabeza mientras Boynton y Katherine intercambiaban miradas.

—Tal vez sea mejor que yo me quede aquí —propuso entonces Boynton.

—Tal vez sea mejor que me acompañe —contestó Katherine.

—Es que no me gustan las cuevas.

—¿Acaso había entrado en alguna?

—Está claro que no ha pasado mucho tiempo en la Casa Blanca —susurró Boynton.

La risa de Katherine reverberó hasta el fondo del sistema de cuevas y volvió convertida en una especie de gemido apagado.

Se sacó el móvil, aunque no había cobertura. Estaba tentada de grabar en vídeo el recorrido, pero como no le quedaba mucha batería apagó el teléfono. Aun así, siguió sujetándolo como si fuese un talismán.

Doblaron una esquina y vieron que Farhad se había detenido. Se volvió hacia ellos.

—Me parece que ya nos hemos adentrado lo suficiente. —Empuñaba una pistola.

Boynton y Katherine miraron fijamente a su guía.

—¿Qué hace? —logró preguntar ella.

—Esperar.

Y entonces oyeron pasos que procedían de más adentro en la cueva. El eco no permitía calcular cuánta gente se aproximaba, parecían cientos. Katherine tuvo la disparatada idea de que las antiguas figuras, dibujadas con sangre, habían cobrado vida y se les acercaban tras desprenderse de la roca.

Se volvieron hacia el punto de donde provenía el ruido. Katherine vio que Farhad apuntaba a la oscuridad, hacia algo que estaba cada vez más cerca.

Dejó rápidamente el farol en el suelo de tierra y le hizo señas a Boynton para que la imitara. Retrocedieron en silencio hacia la oscuridad.

No habían dado ni tres pasos cuando vieron salir de las profundidades de la antigua cueva una serie de luces que subían y bajaban: espíritus flotantes.

A medida que se aproximaban, sin embargo, se hicieron visibles las siluetas de Anahita, Zahara y su padre, el doctor Ahmadi. También estaban los dos agentes iraníes al servicio de Estados Unidos que habían seguido a Zahara para darle el mensaje. Los acompañaban dos miembros de la Guardia Revolucionaria con las armas en alto, aunque no apuntaban a sus prisioneros, sino hacia delante, donde estaban ellos.

Se detuvieron a unos cinco metros.

Katherine se preguntó si su madre habría cometido un terrible error.

¿Terminaría todo de esa manera, con las paredes rociadas de su sangre, unida así a la de remotos antepasados a la espera de que, siglos después, algún antropólogo interpretase las salpicaduras y llegase a la conclusión de que intentaban reflejar constelaciones?

Al final iba a tener razón el artículo que había leído su madre: los antiguos iraníes y los estadounidenses acababan llegando al mismo sitio, pero no a Oregón, sino a los muros de esa cueva.

Miró a Anahita a los ojos, que reflejaban tanto miedo como los suyos: la FSO estaba pensando lo mismo.

Era el final.

Empezó a grabar un vídeo con el móvil, pasara lo que pasase con ellos quedaría constancia.

—¿Mahmoud? —La agente iraní a la que habían arrestado con su compañero los escudriñaba.

Farhad bajó un poco la pistola, pero no del todo.

—Me dijeron que os habían pillado.

—Sí —repuso ella sin sonreír—. Debieron de delatarnos. —Se volvió hacia los miembros de la Guardia—: ya pueden bajar las armas, es con quien teníamos que encontrarnos.

—¿Mahmoud? —susurró Katherine—. Creía que se llamaba Farhad.

—Cuando hago de guía, sí.

—¿Y ahora qué hace? —preguntó Boynton.

—Salvarlos.

La agente negó con la cabeza.

—El ego personificado. Es un informador del MOIS.

—La agencia iraní de inteligencia —dijo Boynton.

—También trabaja para la mafia rusa —añadió la agente sin disimular su desprecio—. Por eso estamos aquí, ¿no?

Todavía se hallaban a cinco metros los unos de los otros y, aunque hablaran con cordialidad, como colegas, se respiraba una tensión latente, como la de dos carnívoros a punto de saltar.

Desde el suelo, la luz del farol de Katherine se proyectaba en la pared rugosa de la cueva iluminando unos dibujos exquisitos.

Pletóricos de gracia y de voluptuosidad, representaban un salto cualitativo respecto a los del exterior: había movimiento y fluidez en el grupo de hombres ensangrentados que, a lomos de caballos ensangrentados, clavaban sus lanzas en una especie de felino que se retorcía gritando.

Era una cacería... a muerte.