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Un murmullo acompañó las palabras con que el macero del Senado anunció a la secretaria de Estado. Eran las nueve y diez, y el resto del gabinete ya había ocupado sus asientos.

Se había especulado con que la ausencia de Ellen Adams se debía a que era la sucesora designada; la mayoría, sin embargo, era de la opinión de que el presidente Williams habría elegido antes su propio calcetín.

Ellen entró como si no se percatara del silencio, que era ensordecedor.

«Entra un oxímoron en...»

Siguió con la cabeza bien alta a su acompañante, repartiendo sonrisas entre los congresistas a ambos lados del pasillo como si no ocurriera nada malo.

—Llega tarde —le espetó el secretario de Defensa en voz baja cuando se sentó en primera fila, entre él y el DNI, el director nacional de Inteligencia—. La esperábamos para el discurso. El presidente está que trina: piensa que lo ha hecho aposta para que las cámaras se centren en usted y no en él.

—Si eso cree, se equivoca —terció el director nacional de Inteligencia—. Usted nunca haría nada parecido.

—Gracias, Tim —dijo Ellen. No solía recibir muestras de apoyo de los fieles del presidente Williams.

—Con el desastre de Corea del Sur —añadió Tim Beecham—, dudo que le interese llamar la atención.

—Pero ¿que lleva puesto, por Dios? —preguntó el secretario de Defensa—. ¿Qué, acaso ha vuelto a practicar la lucha en el barro? —Hizo una mueca arrugando la nariz.

—No, sólo he estado haciendo mi trabajo, cosa que a veces supone ensuciarse. —Ellen le pegó un repaso—. Usted, en cambio, está tan impecable como siempre.

El DNI, sentado al otro lado, se rió. El siguiente anuncio del macero hizo que todos se pusieran de pie.

—Señor presidente de la Cámara, el presidente de Estados Unidos.

La doctora Nasrin Bujari conocía muy bien las callejuelas por las que corría, llenas de cajas y latas que esquivaba para que no la delatase el ruido.

Siguió adelante sin pararse ni mirar atrás, ni siquiera cuando comenzaron los disparos.

Decidió que el hombre con quien llevaba casada veintiocho años había escapado despistando a los matones que tenían la misión de detenerlos, de detenerla a ella.

No lo habían matado ni lo habían hecho prisionero —lo que sería aún peor— para torturarlo hasta que les contara todo.

Como ya no se oían disparos, dedujo que Amir se había puesto a salvo. Ella tenía que hacer lo mismo.

Todo dependía de eso.

A media manzana de la parada de autobús dejó de correr, recuperó el aliento y caminó tranquilamente hasta el final de la cola. Tenía el corazón desbocado, pero el rostro sereno.

Anahita Dahir estaba sentada a su mesa de la Oficina para el Sur y el Centro de Asia del Departamento de Estado.

Interrumpió lo que estaba haciendo para acercarse al televisor instalado en la pared del fondo, donde se disponían a retransmitir el discurso del presidente.

Eran las nueve y cuarto de la mañana. El acto empezaba con retraso, según los comentaristas a causa de la demora de la secretaria de Estado, la nueva jefa de Anahita.

La cámara captó el momento en que el nuevo presidente entraba en la opulenta sala entre aplausos rabiosos de sus simpatizantes y más bien forzados de la oposición, que aún no se había recuperado del golpe.

Teniendo en cuenta que hacía apenas unas semanas que había jurado el cargo, costaba creer que el presidente Williams se hallase al corriente del verdadero estado de la nación o que, en caso contrario, lo reconociese en el discurso.

Los analistas se mostraban de acuerdo en que alternaría entre las críticas al gobierno anterior por el desastre que había dejado, si bien no demasiado directas, y algunas notas de esperanza, si bien no demasiado optimistas.

Se trataba de rebajar las desorbitadas expectativas creadas en la campaña sin por ello empezar a asumir ninguna culpa.

La comparecencia del presidente Williams en el Congreso era teatro político: una especie de Kabuki en que las palabras pesaban menos que los gestos, y si en algo era experto Douglas Williams era en dar una imagen presidencial.

Aun así, Anahita vio que, mientras Williams sonreía y repartía apretones efusivos entre amigos y adversarios políticos sin distinción, la televisión no paraba de intercalar planos de la secretaria de Estado.

Ése era el verdadero drama, la verdadera noticia de la velada.

Los comentaristas barajaban hipótesis sobre qué haría el presidente Williams una vez que estuviese cara a cara con la secretaria de Estado. Repetían hasta la extenuación que Ellen Adams acababa de bajar del avión que la llevaba de regreso de un primer viaje desastroso en el que había logrado distanciarse de un aliado importante y desestabilizar una región ya de por sí frágil.

El encuentro entre ambos sería visto por cientos de millones de personas en todo el mundo y reproducido sin descanso en las redes sociales.

La cámara chisporroteaba de expectación.

Los comentaristas se inclinaban hacia sus micrófonos, impacientes por descifrar cualquier mensaje que pudiera lanzar el presidente.

Aparte de la joven funcionaria del servicio exterior —o FSO, en la jerga diplomática—, en el departamento sólo estaba el supervisor, en su despacho amplio y con vistas. Interesada por ver qué pasaba entre su nuevo presidente y su nueva jefa, Açnahita se acercó más a la pantalla. Estaba tan abstraída que no oyó el tono del mensaje entrante.

Mientras el presidente Williams se abría paso hacia el estrado, parándose a saludar y a charlar, los analistas políticos llenaban el tiempo hablando del pelo —despeinado—, el maquillaje —corrido— y la ropa de Ellen Adams —manchada de lo que esperaban que fuera barro.

—Parece como si acabara de llegar de un rodeo.

—Para ir a un matadero.

Más risitas.

Finalmente, uno de ellos señaló que lo más probable era que la secretaria Adams no tuviera pensado presentarse con esa facha, señal de lo mucho que trabajaba.

—Acaba de llegar en avión de Seúl —les recordó.

—Donde tenemos entendido que se han roto las conversaciones.

—Bueno —admitió—, he dicho que trabaja mucho, no que sea eficaz.

Acto seguido se pusieron muy serios para exponer las desastrosas consecuencias que podía tener su fracaso en Corea del Sur tanto para la propia secretaria Adams como para el gobierno naciente y las relaciones de Estados Unidos en esa zona del mundo.

También eso era parte del teatro político, y la FSO lo sabía: un solo encuentro malogrado no podía provocar daños irreparables. Sin embargo, cuando vio a su nueva jefa se planteó que quizá los daños sí fueran irreparables.

Pese a que llevaba poco tiempo en su puesto, era lo bastante perspicaz para saber que en Washington las apariencias a menudo tenían más poder que la realidad; que, de hecho, creaban la realidad.

La cámara seguía fija en la secretaria Adams mientras los comentaristas se cebaban en ella.

A diferencia de los expertos, lo que Anahita Dahir veía era a una mujer aproximadamente de la edad de su madre, erguida, con la espalda recta, la cabeza alta y una postura atenta y respetuosa; una mujer que, vuelta hacia el hombre que avanzaba hacia ella, esperaba con calma su destino.

Para ella, aquel aspecto desaliñado no hacía sino acentuar su dignidad.

Hasta entonces, la joven funcionaria no había tenido reparos en creer lo que decían los comentaristas y también sus compañeros: que el nombramiento de Ellen Adams era un gesto de cinismo por parte de un presidente astuto.

En ese preciso momento, sin embargo, mientras el presidente Williams se acercaba y la secretaria Adams se disponía a abordarlo, tuvo sus dudas.

Bajó el volumen del televisor: no necesitaba seguir escuchando.

Volvió a su mesa y se fijó en el nuevo mensaje. Al abrirlo descubrió que, en lugar de remitente, había letras sin sentido, y que no contenía palabras, sino solamente números y símbolos.

Cuando el presidente se acercó, Ellen Adams temió que se propusiera ignorarla.

—Señor presidente... —dijo.

Él se detuvo, pero se dedicó a sonreír y saludar a las personas situadas a ambos lados, como si ella fuera transparente. Acto seguido, tendió el brazo para estrecharle la mano a la persona de detrás y su codo estuvo a punto de chocar con la cara de Ellen. Sólo entonces bajó la vista hacia sus ojos, muy despacio. La animosidad era tan palpable que el secretario de Defensa y el director nacional de Inteligencia retrocedieron un paso.

La palabra «cabreado» no hacía justicia ni de lejos al estado de ánimo del presidente, y ninguno de los dos quería que lo salpicase.

Para las cámaras, y para los millones de espectadores de la transmisión, su atractivo rostro reflejaba severidad y más decepción que rabia: la tristeza de un padre que mira a un hijo que se porta mal aunque sus intenciones sean buenas.

—Señora secretaria... —«Incompetente de mierda.»

—Señor presidente... —«Capullo arrogante.»

—¿Podría venir al despacho oval mañana por la mañana, antes de la reunión del gabinete?

—Con mucho gusto, señor.

Se alejó dejando que ella le lanzara una mirada de afecto como fiel miembro de su gabinete.

Una vez sentada, Ellen escuchó educadamente el principio del discurso, pero poco a poco se dejó absorber, y no por la retórica, sino por algo que iba más allá de las palabras: la solemnidad, la historia y la tradición. Se sintió arrastrada por la majestuosidad, la discreta grandeza y la elegancia del acto; más que por su contenido, por lo que simbolizaba.

El presidente estaba enviando un mensaje de gran fuerza a amigos y enemigos por igual; un mensaje de continuidad, firmeza y determinación: se subsanarían los daños causados por el gobierno anterior. Estados Unidos estaba de vuelta.

La emoción de Ellen Adams era tan intensa que eclipsó la antipatía que le inspiraba Douglas Williams, disipando su desconfianza y sus recelos hasta que sólo quedó un sentimiento de orgullo... y la sorpresa ante los caminos de la vida, que la habían llevado adonde estaba y le habían dado la oportunidad de ponerse al servicio de los demás.

Aunque pareciera una indigente y oliera a fertilizante, era la secretaria de Estado de su país, un país que amaba con toda el alma y que estaba dispuesta a proteger como fuera.

• • •

La doctora Nasrin Bujari se sentó al fondo del autobús con la vista al frente y se esforzó en no desviar la mirada hacia la ventanilla o hacia el maletín que apretaba sobre sus rodillas con todas sus fuerzas.

Tampoco hacia el resto de los pasajeros: era fundamental evitar el contacto visual.

Mantuvo a toda costa una expresión neutra, de aburrimiento.

El autobús se puso en marcha y avanzó a trompicones hacia la frontera. El plan original era salir del país en avión cuanto antes, pero lo había cambiado sin contárselo a nadie, ni siquiera a Amir. Las personas enviadas para detenerla esperarían que intentase marcharse a toda prisa, así que estarían en el aeropuerto local. De ser necesario, tendrían hombres en todos los vuelos. Eran capaces de todo con tal de impedirle que llegara a su destino.

Si era capturado y torturado, Amir revelaría el plan. Por lo tanto, había que cambiarlo.

Nasrin Bujari amaba su país y estaba dispuesta a protegerlo como fuera.

Lo cual significaba alejarse de todo aquello que amaba.

Anahita Dahir se había quedado mirando la pantalla del ordenador con el ceño fruncido. Tardó apenas unos segundos en concluir que se trataba de correo basura. Parecía mentira que hubiera tanto.

Aun así, prefirió confirmarlo, así que llamó a la puerta de su supervisor y se asomó. Estaba viendo el discurso y negaba con la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Un mensaje, creo que es spam.

—A ver...

Se lo enseñó.

—¿Seguro que no es de ninguna de nuestras fuentes?

—Seguro, señor.

—Vale, pues entonces bórralo.

Lo hizo, pero antes se lo apuntó, por si acaso: «19/0717, 38/1536, 119/1848.»