30

Hamza se reunió con ellos en el perímetro exterior del campamento.

Era una mañana fría y despejada, aunque hacia el mediodía el calor resultaría asfixiante. A esa altitud y latitud, la vida era así, y vivir en esa atmósfera requería una gran capacidad de adaptación.

Cuando Gil y Hamza se abrazaron, Gil notó algo en el bolsillo de la chaqueta. Al principio pensó que era un teléfono, pero abultaba y pesaba demasiado.

—Creo que lo necesitarás —le susurró Hamza—. Buena suerte.

—Gracias por todo.

Se miraron a los ojos: ambos comprendían lo que el otro había hecho y sus consecuencias. Después Gil siguió a Akbar montaña abajo por el camino estrecho que acabaría llevándolos de vuelta al viejo taxi. De ahí a Pakistán, a un avión con rumbo... ¿adónde?

¿A su país? ¿A Washington, donde casi seguro se hallaba una de las bombas?

Mientras avanzaba cojeando, Gil buscó una justificación para volver... y otra para no volver.

• • •

Akbar, que conocía el recorrido, sabía exactamente dónde lo haría: donde desaparecía el camino, fuera del alcance de los centinelas de Hamza y de cualquier testigo.

Palpó su móvil, dentro del bolsillo: si podía tomar una foto del cadáver le darían más, lo suficiente para un coche nuevo.

En cuanto el Air Force Three tocó tierra, condujeron rápidamente a la secretaria Adams a un coche blindado y la llevaron por las calles de Washington con las sirenas encendidas mientras la escolta motorizada bloqueaba los cruces.

Aun así, le dio la impresión de que transcurría toda una vida entre la base Andrews y la Casa Blanca.

No paraba de mirar el móvil. No había vuelto a recibir ningún mensaje de Katherine desde la foto de su jefe de gabinete posando con mala cara junto a un iraní de cierta edad vestido con ropa tradicional, acompañada del texto: «Ya hemos llegado. Tenías razón, vale la pena. Pero no nos ha seguido nadie.»

De eso hacía varias horas, y desde entonces, nada.

Volvió a mirar y mandó un mensaje.

«¿Novedades? ¿Estáis bien?», seguido del emoticono de un corazón.

Cuando el coche blindado se detuvo frente a la entrada lateral de la Casa Blanca, Ellen bajó de un salto y se dirigió a la puerta. Unos marines le abrieron. Los funcionarios se paraban a saludarla.

—Señora secretaria...

Se esforzó por aparentar tranquilidad, aunque casi corriera por los anchos pasillos. Le había enviado un mensaje de texto a Betsy para que se reuniese con ella en el antedespacho del presidente y llevase a Pete Hamilton consigo.

Las dos mujeres se abrazaron. Luego Betsy le presentó al antiguo secretario de prensa de Eric Dunn.

—Gracias por ayudarnos —dijo Ellen.

—Estoy ayudando a mi país.

Ellen sonrió.

—Me vale.

—Ahora mismo aviso al presidente de que está usted aquí, señora secretaria de Estado —dijo la secretaria de Williams con su relajado acento sureño.

A Ellen se le pasó por la cabeza que le ofrecería un té helado con azúcar, como se acostumbra en el sur.

Pero no: a pesar del acento relajado, se movió rápidamente, demostrando con su economía de gestos que sabía muy bien de qué iba aquello.

«Bueno, quizá no del todo», pensó Ellen mirando el móvil por enésima vez.

Nada.

Se abrió la puerta y se apresuraron a entrar. Sin embargo, no habían dado más que dos pasos en el despacho oval cuando los tres frenaron en seco y miraron fijamente en la misma dirección.

Ellen había pedido una reunión privada, a solas con el presidente Williams, pero vio que dos hombres se levantaban del sofá.

Ambos se volvieron, como sincronizados.

Tim Beecham y el general Bert Whitehead.

Ya no era momento de disimular su sorpresa ni su irritación. Ellen siguió adelante y habló directamente con Williams, ignorando a los otros dos.

—Señor presidente, creía haber pedido una reunión privada.

—La ha pedido, pero yo no he accedido. Si tiene información sobre Shah, cuanto antes la oigamos todos, antes podremos poner un plan en marcha. Tim ha retrasado su viaje a Londres para estar aquí. Empecemos de una vez.

Fue entonces cuando el presidente se fijó en las dos personas que acompañaban a Ellen. A Betsy Jameson ya la conocía, pero al otro...

Se puso a hojear el álbum de fotos que todos los políticos tienen en la cabeza.

Lo encontró y puso cara de alegría por haberlo reconocido... y de desconcierto, por el mismo motivo.

—¿No es usted...?

—Pete Hamilton, señor presidente. Fui secretario de prensa del presidente Dunn.

Williams se volvió hacia su secretaria de Estado.

—¿De qué va todo esto?

Ellen se acercó a él.

—He vuelto porque hay algo que tiene que oír personalmente. En privado, por favor.

Williams no dio muestras de haber captado el tono de súplica.

—¿Sobre Shah? —preguntó—. ¿Ha averiguado sus planes?

Era inútil. Ellen sacó pecho.

—Es sobre el topo, el traidor que tiene usted en la Casa Blanca, el que aprobó que liberaran al doctor Shah del arresto domiciliario y ahora está colaborando con él y con algunos elementos del gobierno paquistaní para que los talibanes y Al Qaeda dispongan de un arma nuclear que podrán usar contra Estados Unidos.

Williams iba abriendo los ojos un poco más con cada palabra hasta que pareció la caricatura de un hombre aterrado.

—¿Qué?

—¿Ha encontrado las pruebas que necesitamos? —preguntó Whitehead acercándose a Tim Beecham.

Williams miró al jefe del Estado Mayor Conjunto.

—¿Usted estaba al tanto?

También Ellen se volvió hacia el general Whitehead sin poder disimular su indignación. Temblaba de rabia.

Se quedó unos instantes sin habla, pero su forma de mirar al general lo decía todo.

La cara de Whitehead reflejaba una gran sorpresa. Frunció el ceño.

—Un momento. No me diga que cree...

—Lo sé todo —lo interrumpió Ellen fulminándolo con la mirada—. Tenemos las pruebas.

Hizo una señal con la cabeza a Betsy, que puso los documentos encima del escritorio Resolute. La señora Cleaver había puesto el primer clavo. Se dio la vuelta y, antes de retirarse, miró a Whitehead con hostilidad.

El general hizo ademán de acercarse a la mesa y a los papeles, pero se detuvo al ver que Williams le indicaba que se detuviera con un gesto de la mano.

El presidente los cogió, y durante la lectura se le distendieron las facciones y se quedó con la boca abierta y una mirada opaca de incomprensión. Era ese momento en que tropiezas al bajar por las escaleras y te das cuenta de que no podrás salvarte. Pintaba muy mal.

En el despacho oval no se oía ni una mosca, sólo el tictac del reloj de la repisa de la chimenea.

El presidente Williams dejó caer los papeles y se volvió hacia Whitehead.

—Cabrón...

—¡Pero si no soy yo! No sé qué pone en esos papeles, pero no es verdad.

Buscó como loco a su alrededor hasta fijar la vista en Tim Beecham, que lo miraba con consternación y horror.

—Usted... —dijo Whitehead, acercándose—. Ha sido usted.

Dio un paso hacia Beecham, que al retroceder tropezó con un sillón y se cayó.

—¡Seguridad! —gritó Williams.

Se abrieron todas las puertas a la vez.

Varios agentes del Servicio Secreto rodearon al presidente mientras otros desenfundaban y escudriñaban la sala en busca del peligro.

—Deténganlo.

Los agentes desviaron la vista del presidente hacia el hombre al que estaba señalando: un general del rango más alto, un héroe de guerra; para muchos de ellos, su héroe.

El jefe del Estado Mayor Conjunto.

Después de una pausa brevísima, el jefe del grupo se dirigió a Whitehead.

—Deposite su arma en el suelo, general.

—No voy armado —contestó Whitehead abriendo los brazos. Luego, mientras lo cacheaban, miró al presidente—. No soy yo, es él. —Señaló con la cabeza a Beecham, que se estaba levantando del suelo—. No sé cómo lo ha hecho, pero ha sido Beecham.

—Por Dios, no insista más, tenemos las pruebas —repuso Ellen—. Tenemos los informes y las notas, las que creía haber escondido, donde aprueba la puesta en libertad de Shah, que se desestabilice la región y que se ponga todo esto en marcha.

—Yo nunca... —empezó a decir Whitehead—. Soltar a Shah fue una locura. A mí nunca se me habría...

Betsy lo interrumpió.

—Hemos encontrado los comunicados entre la documentación sobre Beecham.

—¿Entre la qué? —inquirió el director nacional de Inteligencia—. ¿Dónde?

—El general Whitehead ha intentado implicarlo a usted —explicó Betsy—. Quería hacerlo quedar como el traidor, y para eso, entre otras cosas, cogió sus documentos de la época Dunn y los movió en los archivos oficiales. Los enterró para que pareciese que tenía usted algo que esconder.

—Los he encontrado yo —intervino Pete Hamilton—. Estaban escondidos en los archivos privados de la administración Dunn.

—No existe tal cosa —replicó el presidente Williams—. Toda la correspondencia y la documentación se envía de manera automática a los archivos oficiales. Pueden estar clasificados como secretos, pero están todos ahí.

—No, señor presidente —dijo Hamilton—. El equipo de Dunn se aseguró de crear un archivo paralelo. No podían borrar los documentos, pero sí colocarlos detrás de un muro casi impenetrable. Sólo se podía entrar con una contraseña. Yo la tenía, pero no podía acceder al sistema informático.

—Yo sí que tenía acceso —añadió Betsy Jameson—, pero no la contraseña, así que hemos colaborado.

—Cambió todas las referencias a su relación con Shah y los paquistaníes para que pareciera que había sido el señor Beecham —le dijo Pete Hamilton a Whitehead—, pero se le pasaron dos por alto, y las hemos encontrado.

Whitehead negaba con la cabeza, como estupefacto, pero Ellen ya se había dado cuenta de que, por supuesto, tenía que ser un buen mentiroso, un buen actor.

En su momento se había dejado engañar por aquella reencarnación de Fred MacMurray, el amigo de todos, pero no volvería a pasarle.

—Y después se dedicó a insinuar discretamente que Tim Beecham no era de fiar —dijo—. Y funcionó. Yo me lo creí.

—El joven que venía siguiéndome desde Fráncfort, el que estaba en el parque y en el bar... —dijo Betsy—. Cuando se lo conté, y fue usted a hablar con él, agradecí que lo hubiera arreglado tan fácilmente. Ahora me lo explico: era de los suyos.

—No.

—¿Fue así como copió la nota que me había dado Ellen? —preguntó Betsy—. No se deshizo de él; lo que hizo fue ordenarle que fuera al despacho de la secretaria de Estado y lo registrase mientras usted y yo hablábamos en el bar. Le pidió que buscase algo personal, algo que pudiera mandarle a Shah para asustar a Ellen.

—¿La idea fue suya o de Shah? —preguntó Ellen.

—No ocurrió nada de eso. —Sin embargo, la fuerza con la que el general lo negaba disminuía a medida que se cerraba la red.

—Betsy, ¿la ranger aún está contigo? —preguntó Ellen.

—Sí, la he dejado en el pasillo.

Ellen se volvió hacia el presidente.

—Hay una ranger...

—La capitana Denise Phelan —añadió Betsy.

—Está con él. A ella también hay que detenerla.

—Por el amor de Dios... esto ha ido demasiado lejos —espetó Whitehead—. La capitana Phelan es una veterana condecorada que se ha jugado la vida por este país. No pueden hacerle esto. Ella no está implicada.

—Pero ¿admite que usted sí? —le contestó el presidente Williams, que, ante el silencio del general, hizo una señal con la cabeza a uno de los agentes del Servicio Secreto.

—Detengan a la capitana Phelan.

Whitehead respiró hondo, y Ellen supo que se había dado cuenta de que ya no había escapatoria: lo habían atrapado. Lo más probable era que Phelan lo confesase todo a cambio de una reducción de condena.

—Un momento —intervino Beecham, que aún lo estaba asimilando—, a ver si me aclaro: ¿pensó usted que había traicionado a mi país? —le preguntó a Ellen—. ¿Y que colaboraba con Bashir Shah? ¿Sin pruebas, sólo por las insinuaciones de este hombre?

—Sí, Tim, y lo siento —respondió la secretaria Adams.

—¿«Lo siento»? —repitió Beecham casi a gritos. No se lo podía creer—. ¿«Lo siento»?

—Tampoco jugaba a su favor el hecho de que sea siempre tan desagradable —intervino Betsy.

Ellen apretó los labios con fuerza.

—¿Por qué? —inquirió Williams, que no apartaba la vista de Bert Whitehead—. Por Dios, general, ¿por qué lo ha hecho?

—Yo no he hecho nada. Sería incapaz. —Whitehead fruncía el ceño, concentrado: el estratega seguía sin rendirse, y aún no descartaba encontrar algún agujero en la red.

Sin embargo, no había escapatoria: por mucho que se debatiera, estaba atrapado, y lo sabía.

—Dinero —dijo Beecham—. Siempre es por dinero. ¿Cuánto le han pagado por asesinar a hombres, mujeres y niños? ¿Y por proporcionar una bomba nuclear a nuestros enemigos? ¿Cuánto, general Whitehead? —Se volvió hacia el presidente—. Haré que mi equipo busque cuentas en paraísos fiscales; seguro que encontramos algo.

Whitehead sólo apartó la mirada de Ellen para posarla fugazmente en Betsy.

—La capitana Phelan no tiene nada que ver —le repitió en voz baja a Ellen.

—¿Y tú, cabrón, has intentado implicarme? ¿Me has tendido una trampa? —La rabia de Beecham estaba derivando en histeria—. ¿Dedico toda mi vida a servir a este país y tú intentas salpicarme con tu mierda?

De repente, con una rapidez inesperada, Whitehead se abalanzó sobre él y lo tiró a la alfombra con gran precisión de movimientos. Luego se sentó a horcajadas encima de él, y sus puños empezaron a machacarle la cara mientras Beecham gritaba e intentaba en vano protegerse.

El Servicio Secreto tardó apenas unos instantes en reaccionar, pero el general, formado en las fuerzas especiales, tuvo tiempo de hacerle daño.

Mientras dos agentes corrían hacia el presidente y hacían que se agachase para escudarlo con sus cuerpos, otros dos fueron a por el general. Uno le asestó un golpe en la cara con el arma, con lo que consiguió que soltase a Beecham y cayera al suelo, aturdido.

Le clavaron las rodillas mientras lo apuntaban a la cabeza con las pistolas.

Sin pensarlo, Ellen había puesto un brazo delante de Betsy y la había empujado hacia atrás, un movimiento protector como el que puede hacer una madre con sus hijos cuando se produce un frenazo brusco.

Doug Williams se incorporó y se alisó la ropa.

Levantaron a Whitehead; le resbalaba sangre por un lado de la cara.

—Se acabó, Bert —dijo Williams—. Ya no gana nada con no contárnoslo todo. Tenemos que saber lo que trama Shah. ¿Dónde está el objetivo? —Silencio—. ¿Quién está comprando la tecnología nuclear? ¿Los talibanes? ¿Al Qaeda? ¿Lo llevan muy avanzado? ¿Dónde trabajan? —Silencio—. ¿Dónde están las bombas? ¡Díganoslo! —rugió el presidente, acercándose a Whitehead como si fuera a atacarlo.

Un agente levantó a Tim Beecham, lo sentó en una silla y le dio una toalla. El director nacional de Inteligencia tenía partida la nariz, de la que caía un reguero de sangre que manchó la alfombra blanca.

Whitehead se volvió hacia Ellen.

—Yo ya he cumplido mi parte.

—Dios mío —susurró Betsy—. Lo reconoce. Hasta ahora...

—¿Qué? —Ellen miró fijamente a Bert Whitehead—. Tiene que explicarnos qué ha hecho.

—«Cuando lo hagas, aún no lo habrás hecho...» —recitó el general sin apartar la mirada de Betsy— «...porque tengo más.»

Sus palabras se quedaron flotando en un silencio horrorizado que rompió el presidente.

—Llévenselo, quiero que lo interroguen. Tenemos que averiguar qué sabe. Y, Tim, vaya a que lo vea un médico.

Cuando se hubo despejado el despacho oval, Doug Williams se dejó caer con todo su peso en la silla de detrás del escritorio y contempló los papeles, los comunicados que inculpaban a Whitehead.

—Ni en sueños se me habría ocurrido...

Alzó la vista e hizo señas a Ellen y a Betsy para que se sentaran. Luego volvió a ponerse de pie, despacio, como si le hubieran dado una paliza.

Se acercó a Pete Hamilton para tomarlo por el brazo y acompañarlo hasta la puerta.

—Gracias por su ayuda. Me gustaría volver a verlo, pero deme unos días.

—Yo no lo voté, señor presidente.

Williams sonrió con cara de cansancio y bajó la voz.

—Tampoco tengo claro que me votaran ellas.

Ladeó la cabeza hacia su secretaria de Estado y la consejera de ésta, pero no había ni asomo de diversión en su rostro, sólo una preocupación abrumadora.

—Suerte, señor presidente. Si me necesita para algo más...

—Gracias. Ah, y de esto ni una palabra.

—Lo comprendo.

Después de que Hamilton se fuera, Williams regresó a su mesa.

—¿Ha hecho todo el viaje desde Teherán para contarme lo del general Whitehead?

Ellen había aprovechado que hablaba con Hamilton para mirar el móvil, pero Katherine seguía sin dar señales de vida, y Gil, otro tanto.

Empezaba a pasar de la preocupación al pánico.

Sin embargo, debía concentrarse. Concentrarse.

Betsy le cogió la mano.

—¿Estás bien? —susurró.

—Katherine y Gil. No sé nada.

Le apretó la mano mientras Ellen miraba nuevamente al presidente Williams.

—Era imprescindible ponerlo al corriente sobre el general Whitehead, señor presidente, y no podía arriesgarme a que interceptaran el mensaje.

—¿Cree que hay más personas implicadas, aparte de la ranger?

—No lo descartaría.

—¿Es un intento de golpe de Estado?

Williams se había quedado pálido, pero Ellen pensó que al menos estaba dispuesto a enfrentarse a lo peor.

—No lo sé —reconoció, luego guardó silencio.

¿Lo era? Si esas bombas nucleares estallaban, matando a decenas o cientos de miles de personas y destruyendo varias grandes ciudades estadounidenses, sembrarían el caos... y la indignación.

Después, una vez reinstaurado mínimamente el orden, se pedirían —y era justo que así fuera— cuentas y respuestas, pero también habría clamores de venganza; no sólo contra los terroristas responsables de los atentados, sino también contra un gobierno incapaz de evitarlos.

Y, en medio del frenesí, se perdería de vista que todo había empezado durante el mandato de Eric Dunn.

A Ellen, Dunn le parecía tonto, pero no un demente. No creía que hubiera tomado parte activa en la conspiración. Los responsables eran otros, los beneficiados por el caos, una guerra y un cambio de gobierno; los parásitos y los secuaces que con Dunn se habían metastatizado, y que aún estaban entre ellos.

Quizá sí fuera un golpe de Estado...

A Doug Williams no se le pasó por alto la perplejidad de la secretaria de Estado.

—Ya se lo sonsacaremos a Whitehead —dijo.

—Yo no estoy tan segura —contestó Ellen—, pero en fin... Tenía que explicarle otra cosa en privado.

El presidente miró a Betsy.

—Ya está al corriente —aclaró Ellen—, y mis hijos, también, pero aparte de ellos no lo sabe nadie más. La información la ha conseguido Gil.

Justo entonces se abrió de golpe la puerta del despacho oval y apareció Barb Stenhauser, que sólo dio unos pasos antes de fijar la vista en las manchas de sangre de la alfombra.

—Acaban de contármelo. ¿Es verdad?

—Tendrá que dejarnos solos, Barb —contestó Williams—. Ya la llamaré cuando quiera que venga.

Stenhauser se quedó donde estaba, atónita por lo que había oído en los pasillos sobre el general Whitehead y también por lo que acababa de decirle el presidente.

Fue alternando la mirada entre Williams, la secretaria Adams y Betsy Jameson; una mirada gélida, glacial.

—¿Qué ocurre?

—Por favor, Barb —dijo Williams, cuyo tono contenía la advertencia de que no se lo hiciera repetir.

Cuando se quedaron los tres solos se inclinó hacia Ellen.

—Explíquemelo, señora secretaria.

Y Ellen se lo explicó.