31

—Vamos a descansar aquí —dijo Akbar.

Se paró y se asomó al borde del barranco.

Gil agradeció que pensara en él y en su pierna, pues con la herida se le hacía mucho más difícil bajar que subir, al menos para la pierna, que no para los pulmones. Tantas sacudidas y resbalones...

—No, debemos llegar abajo rápido —contestó—. Tengo que ponerme en contacto con mi madre.

—¿Qué te ha dicho Hamza? Se te veía bastante alterado.

—Bueno, ya lo conoces: lo dramatiza todo.

Akbar se rió.

—Sí, tiene fama, como todos los pastunes.

—Me he alterado porque no ha podido decirme nada, o no ha querido. Yo creo que sabe cosas sobre Shah, pero no me las ha contado, y era mi única esperanza. Tengo que bajar y decirle a mi madre que no sé nada nuevo.

—¿No le escribiste ayer? Te dejé el móvil.

—Sí, pero tenía la esperanza de que esta mañana Hamza cambiara de opinión. Así podría mandarle algo útil a mi madre, pero no ha querido.

Akbar observó a su acompañante y amigo, aunque no íntimo, como pronto se vería.

—Qué lástima. Venir de tan lejos para nada... —Hizo un gesto con el brazo para que Gil se pusiera en cabeza—. Tú primero.

—La verdad, prefiero ir detrás. Así me frenas si me falla la pierna.

—Hablando de dramatizar...

A pesar de todo, Akbar se colocó delante, aunque eso dificultaba un poco su cometido, pues Gil lo vería. Siempre era más fácil un cuchillo en la espalda o un buen empujón por detrás.

Y tampoco se quedaría con la cara de consternación de Gil grabada en la memoria, si bien Akbar tenía la sospecha de que se le borraría en cuanto le entregaran el coche nuevo.

Al otro lado de una curva en la pared de roca, donde el camino se estrechaba y se llenaba de piedras procedentes de los desprendimientos, se paró, dio media vuelta y levantó los brazos hacia Gil.

Al verlo, Gil tuvo un momento de desconcierto, aunque no duró ni un segundo.

Se apartó, chocó con la herida en un afloramiento y gritó de dolor mientras notaba que se le doblaba la pierna. Levantó las manos sin pensarlo y se aferró a la túnica de Akbar, al que arrastró en la caída.

Al chocar contra el suelo soltó a Akbar y salió huyendo a gatas, a la vez que con la mano derecha buscaba el bolsillo de la túnica: donde Hamza había escondido la pistola.

—¡¿Qué haces?! —gritó cuando Akbar se levantó y lo persiguió.

Abrió mucho los ojos. Akbar no había contestado, pero el cuchillo largo y curvo de su mano sí.

—Mierda —soltó Gil, palpándose la túnica con más ahínco, aunque era tan voluminosa que se le resistía.

Cogió un puñado de tierra y piedras, y se lo tiró a la cara, pero apenas lo frenó.

Se puso a dar patadas en el suelo como un poseso. Akbar, todo un experto en la lucha cuerpo a cuerpo, debido a los años que había pasado con los muyahidines, le agarró la bota y se la retorció. Chillando de dolor y de miedo, Gil notó que le había girado todo el cuerpo, como cuando echaban el lazo a los terneros.

Estaba totalmente indefenso. Chilló y pataleó esperando que el cuchillo le rebanara la garganta cuando se dio cuenta con horror de la intención de Akbar: arrojarlo barranco abajo para que pareciera que había resbalado, simulando un accidente, no un asesinato.

—¡No, no!

Ya estaba resbalando por el borde, arrastrado por el peso de las botas. Todo iba a cámara lenta, como en la pesadilla donde no podía correr por mucho que lo intentase.

Tendió los brazos en busca de un asidero, cualquier saliente al que agarrarse.

Sin embargo, era demasiado tarde. Ya no había vuelta atrás. En cualquier momento empezaría a resbalar más deprisa y estaría agitando los brazos en caída libre.

Y entonces...

Sus dedos se arrastraron por el polvo, dejando un reguero de sangre, y se le saltaron las uñas.

De pronto se oyó un disparo, uno solo, y su visión periférica captó algo, un movimiento borroso en un lado.

Con todo, los problemas de Gil no se habían resuelto: seguía resbalando. Crispó los dedos con más desesperación que nunca.

De repente notó que lo frenaba una mano en el cogote, y que la misma mano lo aupaba.

Una vez a salvo, se quedó jadeando y llorando en el suelo, sin poder dejar de temblar. Al final levantó la cabeza, con la cara manchada de polvo y barro de lágrimas.

—¿Ahora quién dramatiza? —dijo Hamza.

—Mierda... mierda... ¿cómo lo...?

—¿Que cómo lo sabía? No, si no lo sabía, pero nunca me he fiado de este capullo. Siempre ha estado en esto por lo que podía sacar, más que nada dinero. Vendía armas requisadas en el mercado negro, y acababan en las mismas manos a las que se las habíamos arrebatado. Era un cabronazo.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

—¿Cómo iba a saber que aún tenías contacto con ese cabrón?

—¿Para quién trabajaba? —preguntó Gil, a pesar de que ya lo sabía—. ¿Para Shah? Madre de Dios... Si tenía a sueldo a Akbar, significa que sabe que he venido aquí... y que he hablado contigo. —Hamza estaba asintiendo—. Sabrá que la información me la has dado tú.

—A lo mejor no. Por aquí las lealtades son... —observó el árido paisaje— variables. Akbar podría haber estado al servicio de cualquiera, y seguro que sabía que el paradero del hijo de la secretaria de Estado americana sería información por la que pagarían bien.

—Ya, pero no era sólo información. Le han pagado por matarme.

—Eso parece.

—De ahí la pistola. —Gil se palpó el bolsillo.

—Sí, aunque ya ves de qué ha servido. He oído lo que le decías: le has mentido. Le has dicho que no te había contado nada. ¿Por qué? ¿Sospechabas de él?

Gil se asomó al borde del precipicio y vio el cadáver roto y desmadejado en el fondo. ¿Sospechaba? Negó con la cabeza.

—No —reconoció—, sólo soy cauto por naturaleza: cuantas menos personas sepan las cosas, mejor.

También Hamza contempló el cuerpo sin vida que había creado.

—Me sorprendió verlo contigo en el campamento.

A Gil le sonaba la frase, y no tardó mucho en saber de qué.

—Habíamos quedado en Samarra. —Vio que Hamza ladeaba la cabeza—. Es una cita de un antiguo cuento mesopotámico —explicó—. Sobre la imposibilidad de burlar a la muerte.

—Pues parece que tú la has burlado dos veces. ¿Dónde tendrá pensado reunirse contigo? —Hamza se agachó para recoger algo del camino—. Se le ha caído esto del bolsillo. —Le dio a Gil el móvil y las llaves del coche, pero se quedó el cuchillo largo y curvo—. Yo que tú no me acercaría a Samarra.

Cuando Gil empezó a bajar patinando por la montaña, tuvo la extraña sensación de que la Muerte no lo seguía, sino que se había quedado atrás, que era con Hamza con quien tenía una cita... y él la había conducido hasta su amigo.

Y a juzgar por la última imagen que tenía de él, vio que compartía sus sospechas.

Al entregar la información a Gilgamesh, Hamza el León también había entregado su vida; y la Muerte, siempre ahíta, se la llevaría, adoptando la forma de Bashir Shah.

Iba mirando el móvil de Akbar para ver si tenía cobertura. Arriba, en el campamento, tenían, pero en los valles y cuevas, no.

Una vez dentro del coche puso rumbo a la porosa frontera, y a los caminos llenos de baches por donde se volvía a Pakistán.

Su plan era regresar a Washington. Sólo quería llegar en casa, estar cerca para ayudar. Ahora bien, iría por Fráncfort, para devolver el dinero a la amable enfermera y buscar a Anahita.

Desde su secuestro había dejado que el miedo levantase un muro en torno a él, y había contemplado el mundo desde esa fortaleza, seguro, dueño de sí mismo y solitario, pero las cosas iban a cambiar. Esa fortaleza se había derrumbado mientras resbalaba por el borde del precipicio. Tenía delante otra oportunidad y no pensaba permitir que el miedo le robara más tiempo del que podría pasar junto a ella. Si lo encontraba la Muerte, sería con el corazón henchido de amor, no de miedo.

Anahita se situó junto a su prima en el interior de la cueva y se fijó en que Zahara se había sentado lo más lejos posible de su padre. Con Katherine Adams al otro lado de Zahara, las dos mujeres formaban una especie de abrazo protector.

Después de que todos bajaran las armas, Farhad, o Mahmoud, los había guiado por un pasadizo lateral casi oculto que desembocaba en una caverna, donde les había indicado que dejaran los faroles en medio del círculo de piedra, ennegrecido por una hoguera extinta desde hacía decenas de miles de años.

Las rocas donde se sentaron las habían llevado rodando a sus ubicaciones manos muertas largo tiempo atrás, reducidas a polvo.

Anahita se preguntó si esas personas habían abandonado su hogar por alguna catástrofe, y si era un espacio de celebración, ritual o refugio. ¿Se habían escondido en las profundidades de las cuevas creyendo que estarían a salvo?

Lo mismo creían Anahita y los demás.

Pero ¿y si algo había dado con ellos, a pesar de todo?

Miró los dibujos, que cubrían no sólo las paredes, sino también el techo. El suave parpadeo de las lámparas de keroseno imprimía movimiento a las figuras, haciendo que la caza pareciera en perpetuo movimiento. También daba la impresión de que la presa, una especie de felino, hubiera dado media vuelta y se hubiera convertido en el cazador, todo en la misma secuencia.

¿Era lo que había ocurrido? ¿Había encontrado a esos hombres, mujeres y niños?

Comprendió que estaba dejándose llevar por la imaginación, lo cual no era bueno, y menos cuando la realidad ya era bastante aterradora.

Miró fijamente por encima de las lámparas a su tío, en el otro lado del círculo. Pese a que no le había dirigido la palabra, la había estado mirando con la misma hostilidad que si Anahita fuera el enemigo, como si hubiese engañado a su hija para convencerla de hacer algo que jamás habría hecho sola.

Y como si por extensión lo hubiera obligado a él a hacer algo que jamás habría hecho.

A quien sí había dirigido la palabra el doctor Ahmadi era a Zahara: no desaprovechaba la menor ocasión para pedirle que lo perdonase y entendiese por qué la había delatado. Sin embargo, por mucho que llorase y que intentara coger la mano de su hija, ella la apartó una y otra vez y, acercándose a Anahita y a Katherine, dejó sufrir solo al doctor Ahmadi.

El físico nuclear tenía la cabeza apoyada en las manos. Anahita se acordó de unas palabras de Einstein: «No sé con qué armas se librará la Tercera Guerra Mundial, pero las de la Cuarta serán palos y piedras.»

Einstein había sido un hipócrita: sabía perfectamente qué iba a devolverlos a la Edad de Piedra, y los integrantes aquel círculo, también.

Y quien mejor lo sabía era el padre de muchas de esas armas, el doctor Behnam Ahmadi.

—«Ahora me he convertido en la Muerte...» —Murmuró entre dientes la misma cita del Bhagavad Gita que había pronunciado Robert Oppenheimer— «... el destructor de mundos.»

«Quizá tengamos que acostumbrarnos a vivir en cuevas», pensó Anahita mirando a su tío.

Katherine se volvió hacia Charles Boynton, que se había pegado a ella. Se preguntó si era para protegerla, pero ya conocía la respuesta: para que ella lo protegiera a él.

Casi se estaba encariñando con ese hombre.

—¿El despacho oval? —susurró mirando la cueva.

Boynton sonrió.

—Es asombroso.

Farhad atrajo todas las miradas con un carraspeo.

—Mi adiestrador del MOIS me ordenó que me reuniera con los americanos, los trajera aquí y les contará lo que sé.

Katherine cerró los ojos un momento. ¡De modo que su madre sabía que era lo que tenía planeado el ayatolá, o lo intuía...! El siguiente paso, claro, era encontrar la manera de sacarlos de Teherán y que se quedaran solos, a fin de que pudieran recibir la información que necesitaban para frenar a Shah sin que se enterase nadie más...

Sobre todo los rusos.

El destino era lo de menos mientras no los siguieran.

Qué astuta su madre... y qué astuto el ayatolá...

La mirada de Farhad se perdió unos instantes en la oscuridad que los rodeaba y volvió a enfocarse en ellos.

—Lo que no me habían dicho... —trazó un arco con el brazo— es que habría tanta gente.

—¿Tiene alguna importancia? —preguntó Katherine.

—Podría tenerla, si los han seguido. —Se notaba que estaba asustado. Miraba sin parar a todas partes—. ¿Por qué están aquí?

—Nos han pedido que los trajésemos —respondió el miembro de más alto rango de la Guardia Revolucionaria— y los entregásemos, aunque no a él, él volverá con nosotros.

El guardia se refería al doctor Ahmadi, que levantó la cabeza.

—Entonces, ¿por qué lo han traído? —preguntó Boynton.

Por inverosímil que pudiera parecer, el guardia sonrió.

—¿A ustedes les han explicado por qué están aquí en realidad?

—Mire —Katherine tenía los nervios de punta—, cuanto antes nos diga lo que sabe antes podremos largarnos todos.

Su inquietud había ido en aumento. Si a aquel hombre le habían ordenado que transmitiera información, y se notaba que no veía el momento de hacerlo y marcharse, ¿a qué había venido el desayuno? ¿Qué sentido tenía entretenerse en preparar comida?

Farhad daba la impresión de estar ganando tiempo, e incluso esperando, pero ¿a quién, si no se trataba de Anahita y los demás?

—¿Dónde trabajan los auténticos científicos? —inquirió Katherine.

—¿Los auténticos científicos? —preguntó Boynton—. ¿De qué está hablando?

Katherine no quería perder un tiempo tan valioso en explicar lo del mensaje de Gil. Toda su atención, que no era poca, se centraba en Farhad.

—En Pakistán, en la frontera con Afganistán, hay una fábrica abandonada —contestó este último, reduciendo la voz a un susurro.

Todos se inclinaron hacia delante, y Katherine, que no conseguía dominar del todo su imaginación, fantaseó con que las imágenes de las paredes se volvían y se inclinaban también, intuyendo la presencia de una presa más grande, oliendo la sangre fresca.

—La mafia rusa lleva más de un año vendiendo material fisionable y equipos a Shah, y mandándolos aquí —continuó Farhad.

—Ya han fabricado como mínimo tres bombas —añadió Katherine.

Farhad, sorprendido de que lo supiera, la miró asintiendo.

—¡La leche! —exclamó Boyton.

—¿Dónde están? —preguntó Katherine.

—No lo sé. Lo único que sé es lo que he oído: que los mandaron hace dos semanas en portacontenedores a Estados Unidos.

—Joder... —maldijo Boynton—. ¿Hay bombas nucleares en Estados Unidos? —Se levantó de golpe, dominando a Farhad con su estatura—. ¿Dónde? Usted lo sabe, ¿no? ¿Dónde están?

Al ver que Farhad negaba con la cabeza, se abalanzó sobre él y lo hizo caer de la roca al suelo de tierra. Si bien bastante más voluminoso, y varios años más joven, el burócrata no era rival para alguien entrenado para el combate físico, como Farhad, enjuto y fuerte. A lo sumo, Charles Boynton se había peleado con la máquina expendedora de Foggy Bottom, y ni siquiera entonces había vencido.

Farhad tardó tan poco en inmovilizarlo que Boynton no se dio ni cuenta.

—Basta —exigió Katherine—. No tenemos tiempo para esto.

Empujó a Farhad, con lo que se ganó una mirada de hostilidad y llegó a temer que la atacase, pero al final Farhad se apartó y soltó a Boynton, que se levantó con una mano en el cuello.

—Siéntense —ordenó Katherine, y ambos obedecieron. También ella volvió a su asiento y se inclinó hacia Farhad—. ¿Ha estado en las instalaciones?

Después de lanzar otra mirada a su alrededor, Farhad asintió levemente.

—Entregué unos cajones, aunque no sé qué contenían.

—Dígame dónde está.

—En el distrito de Bajaut, justo a las afueras de Kitkot. Antes era una fábrica de cemento, pero no podrá llegar. Está lleno de talibanes.

—¿Quién sabe dónde han puesto las bombas? ¿En qué ciudades y en qué puntos? —quiso saber Katherine.

—El doctor Shah.

—¿Quién más? Alguien tiene que saberlo. No las habrá puesto en persona.

—Supongo que en la fábrica habrá alguien que lo sepa, porque tuvieron que organizar el envío. También habrá gente en Estados Unidos que las haya colocado, pero yo no los conozco. Sólo sé lo que he oído.

—¿Es decir...?

—No son más que rumores. Piense que el doctor Shah es como un mito, y que en torno a él han surgido todo tipo de fantasías, como que tiene cientos de años o que puede matar con la mirada.

—O que es el Azhi Dahaka —añadió Anahita.

Farhad, lívido de miedo, asintió con la cabeza.

—Hechos, no mitos —exigió Katherine—. Vamos, vamos.

Se dio cuenta de que las llamas de los faroles, que tenían levantado el tubo de cristal, titilaban. También percibió una brisa leve, que bastó para erizarle el vello de los antebrazos.

Pensó que se debía a que habían nombrado a Shah... Imaginaciones suyas.

Pero no, estaba claro que las llamas se agitaban. Ya no era la única que se había fijado.

—Dígamelo —pidió en voz más baja pero más vehemente.

Farhad tenía los ojos muy abiertos, y los miembros de la Guardia Revolucionaria habían levantado los fusiles, que sujetaban con más fuerza mientras se volvían hacia la oscuridad.

La primera bala alcanzó a Farhad en el pecho.

Katherine levantó los brazos y derribó de sus rocas a Zahara y a Boynton al tiempo que se tiraba al suelo e intentaba resguardarse en las rocas, bajo una lluvia de balas que rebotaban por todas partes.

Vio que Charles Boynton se arrastraba hasta Farhad, le cogía el arma y se acercaba mucho al moribundo, que tras pronunciar unas palabras le tosió sangre en la cara.

Boynton miró a Katherine con los ojos como platos de terror.

Farhad estaba muerto. No era el único: las balas también habían matado, entre otros, a uno de los integrantes de la Guardia Revolucionaria.

—¡Zahara! —La voz del doctor Ahmadi se impuso al ruido de disparos.

El guardia que quedaba se había apostado en una grieta de la pared de la cueva y devolvía los disparos a la oscuridad.

Katherine supo que tenían que alejarse de la luz o, mejor aún, alejar la luz de ellos.

Se armó de valor.

Anahita, que había estado observándola, adivinó sus intenciones y se preparó.

Con la siguiente ráfaga del guardia revolucionario, las dos mujeres entraron otra vez de un salto en el círculo de piedra, donde recogieron del suelo los faroles y los arrojaron a la oscuridad, hacia el origen del fuego enemigo. Luego pusieron cuerpo a tierra, para protegerse.

El guardia revolucionario estaba herido, recostado contra la pared, pero la agente había logrado llegar hasta él para cogerle el AK-47.

Cuando los faroles impactaron contra el suelo, las explosiones iluminaron a los atacantes.

Poimet! —exclamó uno en ruso.

Fue lo último que dijo antes de que la agente disparase: «Mierda.»

También Boynton apuntó el arma hacia ellos y empezó a disparar, llenando de balas el aire de la cueva.

Bajo la cortina de fuego, Katherine había rodado de vuelta a la dudosa protección de las rocas y se tapaba la cabeza con los brazos. Cuando cesaron los disparos la levantó despacio.

Se había formado una nube de humo acre en el aire que, al disiparse, reveló una carnicería.

—¿Baba?

Katherine y Anahita se volvieron y vieron que Zahara se arrastraba hacia su padre, quien yacía boca arriba en el suelo, con los brazos y piernas en cruz. Lo había alcanzado una ráfaga de ametralladora cuando intentaba llegar hasta su hija.

—¿Baba? —Zahara ya estaba de rodillas a su lado.

Katherine quiso ir con ella, pero Anahita se lo impidió.

—Déjala un momento.

También había muerto Farhad, así como los guardias revolucionarios y los dos agentes iraníes.

—Charles —dijo Katherine, yendo hacia Boynton.

Le habían fallado las piernas y se había quedado sentado en el suelo como un niño... un niño armado.

—¿Se encuentra bien? ¿Está herido? —Katherine se arrodilló y le quitó el arma con suavidad.

Boynton la miró con el labio inferior y la barbilla temblorosos.

—Creo que he matado a alguien.

Katherine lo cogió de la mano.

—Debía hacerlo, no tenía elección.

—Quizá sólo esté herido.

—Sí, quizá. —Katherine sacó un pañuelo de papel, se lo pasó por la lengua y lo usó para limpiar la sangre coagulada de la cara de Boynton.

—Ha dicho... —Boynton miró a Farhad, que tenía los ojos muy abiertos, como si estuviera hipnotizado por los espléndidos dibujos del techo de la cueva— «Casa Blanca».

—¿Qué?

—Ha dicho «Casa Blanca». ¿Qué puede significar?