Brillantes, concentrados, los ojos del presidente Williams absorbían hasta el último detalle.
Con cada palabra que pronunciaba Ellen, había apretado un poco más los puños, hasta el punto de que Betsy temió que las manos le empezaran a sangrar y le quedaran cicatrices de clavarse las uñas.
Los científicos asesinados en los autobuses eran señuelos.
Los de verdad, investigadores nucleares de un nivel muy superior, llevaban al menos un año al servicio del doctor Shah.
A Shah lo habían puesto en libertad y lo habían contratado para que desarrollara un programa de armamento nuclear para los talibanes y Al Qaeda, del que estaban al tanto determinados elementos de Rusia y Pakistán.
Habían logrado fabricar como mínimo tres bombas, que ya se hallaban en otras tantas ciudades de Estados Unidos, programadas para explotar cualquier día, en cualquier momento.
Lo que no sabían era dónde, ni cuándo, ni cómo eran de grandes.
—¿Ya está? —preguntó. Al ver que la secretaria Adams asentía, pulsó un botón y apareció Barb Stenhauser—. Dígale a la vicepresidenta que suba al Air Force Two para ir al monte Cheyenne, en Colorado Springs, y que espere instrucciones.
—Sí, señor presidente. —A pesar de su cara de estupefacción, Stenhauser se fue sin hacer preguntas.
El presidente volvió a dirigirse a Ellen.
—¿Todo esto lo sabemos por su hijo?
Ellen se preparó para la insinuación, cuando no una acusación directa: ¿cómo podía saber Williams que Gil no estaba implicado y que no se había radicalizado durante su cautiverio? Era de dominio público que se había convertido al Islam, y a pesar de lo ocurrido no dejaba de ser un gran amante de Oriente Medio.
¿Cómo podían fiarse de su información?
—Es un hombre valiente —dijo Doug Williams—. Dele las gracias de mi parte, por favor. Bueno, ahora necesitamos más información.
—Creo que el gran ayatolá estaba intentando proporcionármela.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Porque tiene la vista puesta en su sucesión, en el futuro de Irán, y no quiere que se le escape de las manos y recaiga en algún adversario o quede bajo control ruso. Tampoco quiere vernos involucrados a nosotros, pero ve un camino, muy estrecho, en el que el gato y el ratón colaboran.
—¿Cómo?
—No, nada, es sólo un cuento.
El presidente asentía. No le hacía falta escuchar la fábula para entenderlo.
—Si frenamos a Shah los dos salimos ganando.
—Lo que ocurre es que el ayatolá Josravi no puede ser visto dándome la información. Por eso he dejado en Irán a mi hija, Katherine, y a Charles Boynton, con la esperanza de estar en lo cierto. El ayatolá ha ordenado que detuvieran a una de mis FSO, Anahita Dahir.
—¿La que recibió el aviso? —El presidente se apuntó su nombre.
—Sí. —Ellen pensó que de momento no hacía falta explicarle su historial familiar—. Y a continuación me ha echado de Irán.
—Voy a avisar a los nuestros en la embajada suiza en Teherán de que se está privando ilegalmente de su libertad a una de nuestras FSO.
—No, por favor.
La mano de Williams se paró justo antes de llegar al teléfono.
—¿Por qué no?
—Creo que el gran ayatolá lo ha hecho para poder pasarles la información a ellos.
—¿Y por qué no a usted?
—Porque en mí se fijarían demasiado. Tenía que sacarme de Irán, pues sabía que si nos vigilaban...
—Los rusos...
—O los paquistaníes o Shah... me seguirían. Pensarán que he sido humillada...
—Bueno —dijo Williams con una mueca.
—... y les dará igual que mi hija y Boynton se hayan quedado para intentar que liberen a la FSO.
—Pero acaba de decir que se han quedado para recibir la información que quiere pasar el gran ayatolá. ¿Qué información?
—No lo sé.
—Ni siquiera está segura de sus intenciones. Se está jugando mucho, Ellen.
«Todo», pensó ella, aunque no lo dijo.
—Es que hay mucho en juego.
—Boynton, su jefe de gabinete... —dijo el presidente— ¿no fue él quien perdió una batalla contra el envoltorio de unas galletas Oreo?
—Me parece que eran Chips Ahoy.
—Bueno, al menos nadie sospechará que es un espía. ¿Han descubierto algo?
Ellen respiró hondo.
—Hace varias horas que no sé nada de ellos.
Doug Williams se mordió el labio superior y asintió con un gesto brusco.
—Tenemos que averiguar dónde han puesto las bombas, y dónde las fabrican.
—Estoy de acuerdo, señor presidente. Dudo que el general Whitehead se lo diga, aunque creo que lo sabe.
—Si hace falta se lo sacaremos a golpes.
Ellen, a quien siempre había escandalizado la brutalidad de las «técnicas mejoradas de interrogatorio», se vio en un profundo pozo de ética situacional. Si torturando al general lograban sacarle la información, y podían salvar miles de vidas, adelante.
Bajó la vista a sus manos, que tenía apoyadas en el regazo, con los dedos entrelazados y los nudillos blancos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Betsy.
Ellen la miró a los ojos hasta que Betsy hizo un ruidito por la nariz en señal de que lo entendía.
—No podéis hacer eso, ¿verdad? El fin no justifica los medios...
—El fin lo definen los medios —contestó Ellen, luego se volvió hacia Doug Williams—. Hay maneras mejores, más rápidas, que la tortura. Sabemos que las personas sometidas a torturas están dispuestas a decir cualquier cosa con tal de detener el sufrimiento, y no tiene por qué ser la verdad. Además, Whitehead tardará demasiado en venirse abajo. Tenemos que registrar su casa. No guardaría esa información en su despacho del Pentágono, y dudo que la guardase en su ordenador. Debería tener notas en su casa.
Williams descolgó el teléfono.
—¿Dónde está Tim Beecham?
—En el hospital, señor. Tiene la nariz rota, aunque no creo que tarden mucho en darle el alta.
—No tenemos tiempo. Que venga su segundo enseguida.
—Me gustaría acompañarlos —dijo Ellen, levantándose.
—Vaya —contestó Williams—, y manténgame al corriente. Yo me pondré en contacto con nuestros aliados, por si sus servicios de inteligencia pueden averiguar algo sobre los otros científicos que trabajan para Shah.
• • •
Mientras el convoy se dirigía a Bethesda con las sirenas encendidas, Ellen no paraba de mirar el móvil.
El pavor era casi insoportable. ¿Y si no volvía a saber de ellos? ¿Y si había mandado a sus dos hijos a una muerte segura y nunca llegaba a averiguar lo que les había ocurrido?
Tal vez debiera ponerse en contacto con Aziz, en Teherán. El ministro de Asuntos Exteriores iraní podía enviar a alguien a Baluchistán, a las cuevas, para ver si...
Sin embargo, vaciló.
Tenía que dar más tiempo a Katherine. Una llamada a Aziz lo estropearía todo.
Se obligó a centrarse en la misión que tenían entre manos, la de dar con la información que había escondido el general Whitehead.
—¿A ti te dijo algo? —preguntó por enésima vez—. Cualquier cosa que pueda ayudarnos.
Betsy ya se había estrujado las meninges.
—Sólo los putos versos esos, que no sirven de nada.
Oír de nuevo los versos de John Donne en boca del general le había producido escalofríos.
Aparcaron en el camino de acceso a una casa de estilo Cabo Cod, con una valla de madera, buhardilla y un porche grande con mecedoras.
El hecho de que tuviera aquel aspecto tan típicamente estadounidense, rayano en el estereotipo, la enfadó aún más. Empezaba a notar la bilis en la garganta.
Mientras una parte de los agentes aporreaba la puerta principal, otros rodearon la zona trasera.
Justo cuando se disponían a derribarla, les abrió una mujer de pelo gris, con un corte sencillo pero clásico que le sentaba muy bien. Llevaba pantalones de vestir y una blusa de seda.
Elegante, pero nada pretenciosa, pensó Ellen.
—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando? —preguntó con un tono que no llegaba a ser desafiante, aunque poco le faltaba—. ¿Dónde está Bert? —añadió cuando la apartaron para entrar.
Buscó con la mirada a su marido hasta que se fijó en la secretaria de Estado.
Sujetaba por el collar a un perro grande, que parecía contento y a la vez desconcertado. Dentro de la casa se oía el llanto de un bebé.
—¿Qué está pasando?
—Apártese —le ordenó un agente, propinándole un empujón.
Ellen hizo una señal a Betsy, que tomó por el brazo a la señora Whitehead y se la llevó hacia donde lloraba el bebé.
Los agentes ya estaban por todas partes, sacando libros de las estanterías, volcando sillones y sofás, descolgando cuadros y sembrando el caos en lo que hacía un momento aún era una casa elegante y acogedora. Y no había llegado lo peor.
Mientras Betsy seguía a la mujer del general a la cocina, Ellen localizó el estudio, que estaban registrando el subdirector nacional de Inteligencia y los agentes de más alto rango.
Era una sala grande y luminosa, con enormes ventanales que daban al jardín trasero, en el que se veía un columpio hecho con un tablón grueso de madera y una cuerda atada a la rama de un roble.
En la hierba había una pelota de fútbol infantil abandonada.
En las paredes del estudio se sucedían estantes repletos de libros y fotos enmarcadas, que estaban siendo examinados y arrojados al suelo.
Lo que no había eran medallas ni distinciones militares.
Sólo fotos de hijos y nietos, de Bert Whitehead y su esposa, de amigos y de compañeros.
Apoyada en la pared, la secretaria Adams se quedó pensativa en medio de la vorágine.
¿Qué podía empujar a un hombre a traicionar a su país? ¿Qué razones podía tener para asesinar a compatriotas? Todo indicaba que una de las bombas nucleares había sido colocada en Washington, seguramente en la propia Casa Blanca.
También lo sabía el presidente; por eso había alejado a su vicepresidenta y a la cúpula de su gabinete, con la única excepción de Ellen. La explosión y sus efectos se harían sentir en varios kilómetros a la redonda, quemando y contaminándolo todo, y a todos, a su paso.
¿Qué le había pasado a Bert Whitehead? Si la respuesta era conspirar con terroristas, ¿cuál narices era la pregunta?
Encontró a Betsy y a los demás en la cocina, donde estaban interrogando a la señora Whitehead y a su hija.
Se quedó escuchando uno o dos minutos en la puerta mientras dos agentes de inteligencia acribillaban a preguntas a las dos mujeres. El bebé lloraba y se retorcía en brazos de su madre.
—¿Pueden dejarnos solas, por favor? —dijo.
Los agentes la miraron molestos, pero enseguida se levantaron.
—Me gustaría hablar en privado con la señora Whitehead y su hija.
—Eso no es posible.
—¿Saben quién soy?
—Sí, señora secretaria.
—Me alegro. He viajado toda la noche dejando a mi hijo en un hospital de Fráncfort para estar aquí —dijo ajustando la verdad en su favor—, creo que podrían darnos unos minutos.
Su manera de mirarse el uno al otro dejó claro que no les gustaba, pero salieron igualmente.
Antes de sentarse, Ellen miró al bebé que lloraba.
—Quizá pueda llevarlo al jardín para que le dé un poco el aire —le dijo a la madre.
—¿Sí, mamá?
La señora Whitehead asintió ligeramente con la cabeza. Después de que se fueran la hija y el nieto, Ellen se sentó frente a la mujer del general, quien, asustada y confundida, se debatía entre la rabia y el miedo.
También Ellen estaba perpleja: la señora Whitehead le sonaba de algo. Se acordó de golpe.
—Usted no utiliza el apellido Whitehead, ¿verdad?
Vio que Betsy enarcaba las cejas.
—No siempre.
—Usted es la profesora Martha Tierney: da clases de literatura inglesa en Georgetown.
Su cara, en una foto de hacía algunos años, aparecía en uno de los libros abiertos en el suelo del estudio, del cual sin duda era la autora. El título del libro, Reyes y hombres desesperados, provenía de un poema de John Donne: Tierney había escrito una biografía del poeta metafísico.
—¿Por qué su marido cita tan a menudo «Cuando lo hagas, aún no lo habrás hecho...»?
—«Porque tengo más.» —La profesora Tierney acabó el verso—. Es un juego de palabras. Soy especialista en Donne, así que se podría decir que Bert también. Supongo que le gusta esa cita.
—Ya, pero ¿por qué?
—No lo sé, yo no se la he oído recitar nunca. De todas formas, señora secretaria, usted no ha venido a hablar de poesía. Explíqueme qué está pasando, ¿dónde está mi marido?
—Si los años de convivencia con usted han convertido al general en un especialista en Donne —dijo Ellen—, ¿es usted experta en seguridad?
—Quiero un abogado —respondió la profesora Tierney— y hablar con Bert.
—Ni yo soy policía ni usted está detenida. Le estoy pidiendo que nos ayude, que ayude a su país.
—Pues entonces debo saber de qué se trata.
—No, lo que debe hacer es contestar a nuestras preguntas. —Ellen bajó la voz y moderó el tono—. Ya sé que todo esto es muy chocante y da miedo pero, por favor, díganos lo que necesitamos saber.
La profesora Tierney se quedó callada un momento, luego asintió.
—Les ayudaré en todo lo que pueda, pero antes dígame si Bert está bien.
—¿Su marido le ha hablado alguna vez de Bashir Shah?
—¿El traficante de armas? Sí, el otro día: estaba furioso porque lo habían liberado del arresto domiciliario.
—¿Le dijo eso? —preguntó Ellen.
—¿Es un secreto de Estado? —preguntó la profesora Tierney.
Ellen reflexionó.
—No, supongo que no.
—Me lo imaginaba: Bert nunca me ha contado ninguno, ni me lo contaría nunca.
—O sea que ¿le sorprendía que hubieran soltado a Shah?
—Lo escandalizaba. Hacía mucho que no lo veía así de enfadado.
Ellen estuvo tentada de creérselo, pero claro, con eso jugaban los traidores: con la predisposición de la gente a creerse lo peor, pero descartar lo verdaderamente catastrófico.
La rabia del general Whitehead no se debía a la puesta en libertad de Shah, sino a que se hubieran enterado.
—¿Dónde guarda su marido sus papeles privados? —preguntó.
La profesora Tierney tardó un poco en contestar.
—En una caja fuerte que está detrás de una estantería del estudio, al lado de la puerta.
Ellen ya se había levantado.
—¿Y la combinación?
—La acompaño.
—No, necesitamos la combinación.
Se miraron fijamente hasta que la profesora cedió.
—Son las fechas de nacimiento de nuestros hijos —explicó.
Ellen se fue y volvió al cabo de unos minutos.
—Vámonos —le dijo a Betsy.
—¿Y bien? —preguntó Betsy cuando ya estaban en el coche, de camino a Washington—. ¿Qué había en la caja fuerte?
—Sólo los certificados de nacimiento de sus hijos. Los van a analizar, por si ocultan algo, pero...
Se fijó en que Ellen no se había ido con las manos vacías: llevaba el libro de la profesora Tierney.
Reyes y hombres desesperados.
«Y mujeres», pensó Betsy.
Gil no tuvo cobertura hasta después de cruzar la frontera de Pakistán. Frenó al lado de la carretera y mandó un mensaje rápido a su madre.
No se entretuvo, porque era peligroso pararse en el arcén. Tras enviar el mensaje se dirigió al aeropuerto, a varias horas de camino todavía.
—Ya voy yo —dijo Anahita.
—Te acompaño —añadió Zahara—. Mi padre... tengo que...
Estaban en el coche con el que las había llevado Farhad, pero no encontraban las llaves por ninguna parte. Comprendieron que aún las llevaba encima.
Katherine también había perdido a su padre de forma repentina, así que lo entendió y asintió con la cabeza.
—Id, pero volved rápido, sabe Dios quién más vendrá hacia aquí. Está claro que alguien ha informado de la reunión a los rusos.
—Farhad —comentó entonces Boynton—: jugaba a varias bandas.
Katherine entregó a Anahita el arma que Boynton le había cogido al muerto.
—Daos prisa.
Las primas, muy parecidas tanto físicamente como por sus movimientos, subieron esforzadamente hasta la entrada de la cueva. Una vez dentro, corrieron por los túneles, que ya conocían, guiándose por el brillo de los faroles rotos.
No habían llegado muy lejos cuando Zahara se paró y le hizo un gesto con la mano a Ana para que se detuviera. La otra se situó a su lado, tensa y con los cinco sentidos alertas.
Entonces, Ana lo oyó también...
Voces: voces hablando en ruso.
—Mierda —murmuró—. Joder, joder, joder.
Miró a su espalda, hacia la entrada de la cueva, y luego hacia el vago resplandor de donde llegaban las voces, rudas y furiosas.
No tenían alternativa: necesitaban las llaves.
Se agachó y avanzó con sigilo hacia la cueva grande. En el túnel del otro lado se movían sombras oscuras y distorsionadas. Miró a Zahara, que no apartaba la vista del cadáver de su padre, parcialmente escondido por las rocas.
—Ve, pero date prisa —susurró.
No estaba muy segura de lo que tenía que hacer Zahara, pero tampoco era momento de debatirlo.
Ella se arrastró hasta el cadáver de Farhad y, obligándose a mirarlo, lo palpó y encontró las llaves.
Las sacó con muchísimo cuidado, procurando no hacer ningún ruido.
Con las llaves apretadas en el puño, miró a Zahara justo cuando su prima le daba un beso en la frente a su padre y retrocedía a gatas.
Cuando ya estaban en la entrada del túnel que llevaba a la salida, se oyó un grito y el haz de una linterna cayó sobre ellas.
Las dos primas se dieron la vuelta y echaron a correr. En ningún momento miraron atrás, ni se tomaron la molestia de esconderse, corrieron con todas sus fuerzas por el túnel hacia la estrecha hendidura como la hoja de un cuchillo por la que se colaba el sol.
Detrás se oían ruidos de botas y órdenes en voz alta.
Ana se coló por la grieta y les gritó a Katherine y a Boynton:
—Hay más, y nos han visto.
—¡Que vienen! —exclamó Zahara derrapando por la cuesta.
Katherine corrió hacia ellas y le cogió las llaves a Anahita.
—¡Subid!
No tuvo que decírselo dos veces. Cuando el coche se ponía en marcha se oyeron disparos. Ana bajó la ventanilla y devolvió el fuego a tontas y a locas. No es que no supiera disparar, es que nunca había tocado un arma de fuego; aun así, bastó para que los dos hombres de la entrada de la cueva se agachasen.
Katherine pisó el acelerador y cuando Ana miró hacia atrás, los hombres habían desaparecido.
Sabía que no se los habían quitado de encima, igual que Katherine y los demás.
Los perseguirían.
Boynton se había encontrado un revoltijo de mapas viejos en el asiento trasero y estaba intentando averiguar dónde estaban y hacia dónde iban.
—Me he quedado sin batería —dijo Katherine haciendo esfuerzos por no salirse de la carretera con el viejo coche—. Tenemos que informar a mamá de lo que ha dicho Farhad sobre los físicos de Shah. ¿Charles?
—Ahora mismo —contestó Boynton intentando apartar el mapa.
Zahara se lo quitó. El coche avanzaba entre saltos y sacudidas.
El móvil de Boynton tenía poca batería: le quedarían tres minutos...
Ella tecleó deprisa, aunque esmerándose en que no hubiera ningún error. No era momento de equivocarse.
Pulsó «enviar» y suspiró.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ana.
Una nube de polvo los perseguía a lo lejos. Dentro del coche no se oía ni una mosca. ¿Cómo iban a saber adónde ir, si ni siquiera tenían claro dónde estaban?
• • •
—Pare, por favor —dijo Ellen.
El agente de la Seguridad Diplomática que iba al volante frenó.
—¿Señora secretaria? —preguntó Steve, que se volvió hacia ella desde el asiento del acompañante.
Ellen no dijo nada. Estaba leyendo y releyendo los dos mensajes que había recibido casi simultáneamente.
Primero el de Gil, desde el móvil de Akbar, diciendo que estaba de camino a Washington, haciendo escala en Fráncfort.
Y luego el de Charles Boynton.
Respiró hondo antes de inclinarse y dirigirse al conductor.
—Tenemos que ir a la Casa Blanca tan rápido como pueda.
—De acuerdo.
Encendieron la sirena y las luces y salieron disparados.
—¿El? —dijo Betsy—. ¿Qué pasa?
—Katherine y Boynton han conseguido la información: ya sabemos dónde se fabrican las bombas.
—¡Menos mal! ¿Y sabemos dónde las han puesto, en qué ciudades?
—No, pero lo sabremos cuando asaltemos la fábrica. También ha escrito Gil: está de camino. Le he dicho que no venga.
Betsy asintió e hizo lo posible para que no pareciera que se le estaba quemando el pelo.
—Al menos están sanos y salvos.
—Bueno... —dijo Ellen. El mensaje de Charles dejaba muy claro que distaban mucho de estarlo—. ¿Puedes hacer una búsqueda sobre el arte rupestre de Saravan? Está en Irán, en la provincia de Sistán-Baluchistán.
—¿Por qué? —preguntó Betsy, que ya lo estaba consultando.
—Porque es adonde he mandado a Katherine y a Boynton.
—¿Para alejarlos del peligro?
—No exactamente.
Cuando Betsy tuvo el mapa de esa parte de Irán en la pantalla de su móvil, Ellen lo miró y trazó una línea que cruzaba la frontera entre Irán y Pakistán. Luego mandó un mensaje rápido a su hijo.
• • •
Gil oyó el aviso de un nuevo mensaje y paró para leer la respuesta de su madre.
Luego hizo una búsqueda rápida en el mapa.
—Mierda.
Pensó apenas un momento y contestó.
El mensaje de Gil llegó justo cuando Ellen vio la cúpula del Capitolio.
Tras añadir unas palabras, se lo reenvió a Boynton. Luego se recostó en el asiento y reflexionó.
A Boynton le quedaba un minuto de batería cuando apareció el mensaje de su jefa.
—Lápiz y papel, deprisa —pidió. Le cogió el mapa a Zahara y apuntó unas palabras antes de que se le apagara el móvil—. Pakistán. Tenemos que ir a Pakistán.
—¿Está loco? —le espetó Zahara—. Yo soy iraní. Lo más probable es que nos maten.
—Seguro que nos matan —dijo Ana mientras señalaba la nube de humo que los seguía, como si los persiguiera el Demonio de Tasmania.
Charles se inclinó para decirle algo a Katherine.
—En Pakistán está su hermano, que podrá reunirse con nosotros. Tiene amigos y contactos en el país. He anotado el nombre de la ciudad. No queda muy lejos de la frontera. Sólo tenemos que cruzarla.
Katherine miró el retrovisor de reojo. El torbellino estaba cada vez más cerca.
Mientras Zahara y Anahita buscaban el mejor camino hasta la frontera, Charles Boynton se recostó en su asiento y se quedó mirando al frente.
Hacía rato que tenía la sensación de que se le olvidaba algo. Y entonces se acordó. Sacó el móvil y se puso a toquetearlo, pero no le quedaba batería: estaba completamente muerto.
Había olvidado comunicarle a la secretaria Adams lo que Farhad había balbuceado con su último aliento.
«Casa Blanca.»