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—¿Han encontrado algo? —preguntó el presidente Williams antes de que Ellen y Betsy hubieran cruzado la puerta del despacho oval.

—En casa de Whitehead no, pero Katherine y Boynton han averiguado dónde ha instalado Shah a los físicos, y están casi seguros de que allí también habrá información sobre dónde esconden las bombas.

—¡Menos mal! ¿Dónde es?

—En Pakistán, cerca de la frontera afgana. —Ellen le dio los datos concretos.

—No parece difícil de encontrar —dijo Williams—: una fábrica de cemento abandonada en el distrito de Bajaur, en Pakistán, justo en las afueras de Kitkot —repitió para asegurarse de que lo había entendido bien, y al ver que Ellen asentía pulsó el intercomunicador—. Que venga el general Whitehead... —Dejó la frase a medias.

—Señor, el general... —respondió Stenhauser.

—Sí, lo había olvidado. Dígale al jefe del Mando de Operaciones Especiales que se reúna conmigo en la sala de crisis inmediatamente. Ah, y que venga también Tim Beecham. ¿Ya ha salido del hospital?

—Me acaba de mandar un mensaje, señor presidente: está de camino a Londres para la reunión con los servicios de inteligencia. ¿Le digo que vuelva?

—No —contestó Ellen, y el presidente Williams volvió la cabeza para mirarla—, es importante que asista a esas conversaciones.

Williams entrecerró los ojos.

—No, Barb —dijo de todos modos por el intercomunicador—, que vaya. —Recogió unos papeles de su mesa—. Acompáñeme —agregó dirigiéndose a Ellen.

—Lo siento, señor presidente, pero le pido permiso para viajar a Pakistán y reunirme con el primer ministro. Creo que es hora de que zanjemos el asunto.

—¿Como con los iraníes, Ellen?

—Hemos obtenido la información.

—Sí, y también han detenido a una de sus FSO y a usted la han expulsado del país.

—Hemos obtenido la información —repitió Ellen—. No ha sido agradable ni convencional, pero la hemos obtenido.

—Ya, pero ¿es fiable?

—¿Me está preguntando si mi hija es de fiar?

—Basta, Ellen, por Dios; la cagué con Gil y lo siento. Debería haber intervenido para que lo liberasen.

Ellen esperó a que dijera algo más.

Todos aquellos meses, días, horas, minutos y segundos de angustia preparándose para la noticia de que habían decapitado a su hijo... y para verlo porque, aunque se hubiera empeñado en evitarlo, las imágenes habrían salido en todas las portadas, informativos y webs.

La imagen la habría cegado para siempre: flotaría por delante de todo lo que viese durante el resto de su vida.

¿Y el hombre que podría haberle ahorrado aquella agonía a Gil y de paso a ella misma, «lo sentía»?

No se atrevía a hablar por miedo a no ser capaz de medir sus palabras. En lugar de eso, se levantó con la respiración entrecortada y miró fijamente al presidente. Quería hacerle daño... como él se lo había hecho a su hijo... como se lo había hecho a ella.

—Imagínese que hubieran decapitado a su hijo —respondió al fin.

—A Gil no lo decapitaron.

—En mi mente, lo decapitaban cada día y cada noche.

Doug Williams no se lo había planteado. Visualizó a su propio hijo de rodillas, sucio y asustado, con una larga hoja de metal en la garganta.

Miró a Ellen, que le sostuvo la mirada.

—Lo siento —susurró al cabo de unos segundos eternos.

Y esta vez ella advirtió que lo decía de corazón. No era una disculpa política por conveniencia ni un trámite para neutralizar un error sin importancia: las palabras habían salido de un lugar más profundo.

Williams lo sentía.

El presidente tuvo la sensatez de no solicitar su perdón: no se lo daría nunca, ni debía recibirlo.

—Ellen, no estoy cuestionando a sus hijos, pero sí sus fuentes.

—Varias personas han perdido la vida para hacernos llegar esa información. Es lo único que tenemos, y debe ser nuestro punto de partida. Necesito ir a Islamabad. Tengo que llegar con toda la pompa y ostentación de poder que nos sea posible. Si no consigo nada más, al menos serviré de distracción mientras usted planea y ejecuta el asalto.

—Prefiero no saber a qué se refiere con «distracción» —dijo el presidente, ya en el ancho pasillo, mientras Ellen corría para seguir el ritmo de sus zancadas.

—Pero...

Williams frenó en seco y la miró.

—¿Ahora qué pasa?

Ellen respiró hondo.

—De camino quiero ver a Eric Dunn.

—¿En Florida? ¿Para qué?

—Para averiguar qué sabe.

—¿Cree que el ex presidente está detrás de esto? —inquirió Williams—. A ver, no es que yo sienta ningún respeto por ese hombre, pero me resulta inconcebible que permitiera la detonación de artefactos nucleares en suelo estadounidense.

—A mí también, pero podría saber algo, aunque no se dé cuenta.

Al oírlo, Betsy se acordó de la famosa frase sobre el presidente Reagan durante el escándalo Irán-Contra: «¿Qué no sabía y cuándo supo que no lo sabía?»

Lo que no sabía Eric Dunn podría llenar archivos enteros.

Una vez que Williams les hubo dado su consentimiento y cuando se dirigían al Air Force Three, Betsy miró el libro que aún llevaba Ellen.

Reyes y hombres desesperados: la biografía de John Donne.

Se recostó en el asiento y pensó en el enfrentamiento que se avecinaba. «“Cuando lo hagas, aún no lo habrás hecho”: “When thou hast done...”»

Se irguió de pronto, como si la hubieran empujado por la espalda.

—¡Claro, eso era lo que decía Whitehead, lo que siempre dice! «Dunn», no «done», ¡era un juego de palabras! John Donne hizo un juego de palabras y Whitehead otro. Por eso tienes el libro y por eso vamos a ver a Eric Dunn: porque nos lo ha pedido Bert Whitehead.

—Exacto.

—De todas formas, seguro que es un truco: lo que pretende es que perdamos tiempo. O Eric Dunn no sabe nada o, si lo sabe, nunca nos lo contará. Whitehead está jugando con nosotras. Quiere desmoralizarnos: es pura guerra psicológica.

—Puede ser —respondió Ellen.

Se inclinó para pedir a sus escoltas que dieran un rodeo por la casa de Tim Beecham, en Georgetown.

—¿No acaban de decir que se ha ido a Londres? —preguntó Betsy.

—Sí —se limitó a responder Ellen.

Cuando llegaron al domicilio de Beecham, la asistenta les confirmó que se encontraba de viaje, y que la señora Beecham y sus dos hijos adolescentes se habían ido a su segunda residencia, en Utah.

Justo cuando despegaban hacia Florida, Ellen le hizo una pregunta a Betsy.

—¿Por qué sigue Bert Whitehead en Washington?

—Pues no sé... Igual porque lo retienen contra su voluntad en una sala de interrogatorios de la Casa Blanca.

—¿Y por qué no está en Washington Tim Beecham?

—Porque tiene una reunión de directores de inteligencia en Londres para compartir información. Tú misma has dicho que es importante que asista.

—Y lo es.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Betsy.

Ellen, sin embargo, no contestó. Estaba sumida en sus pensamientos. Cuando alcanzaron la altitud de crucero, un mensaje encriptado hizo vibrar la consola de la mesa de la secretaria: tenía al presidente en videollamada. Tocó la pantalla y ante sus ojos apareció la cara de Doug Williams.

Ellen miró a Betsy, que sonrió y salió del compartimento. Era una reunión de alto secreto, vedada incluso a la consejera de la secretaria de Estado.

—Aquí me tiene, señor presidente —dijo Ellen.

—Perfecto, ya estamos todos. —El presidente Williams asintió hacia los generales que se hallaban sentados a la mesa.

Y así dio comienzo la reunión más importante de sus vidas.

Se disponían a planear la incursión de las fuerzas especiales en la fábrica de cemento abandonada. Objetivo: detener la producción de armas nucleares, pero sobre todo averiguar dónde habían puesto ya las bombas.

Katherine Adams tuvo la sensación de que ese día ya la habían apuntado cien veces con un fusil.

También se dio cuenta de que ya no la impresionaba.

Sabía qué decir. Lo había ensayado durante los últimos veinticinco kilómetros, mientras se aproximaban a la frontera entre Irán y Pakistán, tras debatirlo entre todos, sobre todo con Boynton.

¿Cómo pasar al otro lado? ¿Y cómo asegurarse de que no lo hicieran sus perseguidores?

—¿Dice que su madre es la secretaria de Estado norteamericana? —le preguntaron en el puesto fronterizo paquistaní.

Anahita se lo tradujo a Katherine, que asintió con la cabeza. El guardia tenía su pasaporte y el de Boynton. Las dos primas no llevaban documentación alguna.

Por motivos en los que Katherine no se molestó en pensar demasiado, el guardia paquistaní parecía considerar mucho más sospechosos sus pasaportes que la condición de indocumentadas de las otras dos pasajeras.

—¿Por qué quieren entrar en Pakistán? ¿Cuáles son sus intenciones?

—Por seguridad —respondió Boynton—. Sé que su primer ministro se enfadaría mucho si se enterase de que la hija y el jefe de gabinete de la secretaria de Estado resultaron heridos o muertos porque usted no nos dejó pasar. Sería una pesadilla política y personal, para él y para usted.

—En cambio —insistió Katherine al guardia, en quien empezaba a hacer mella el nerviosismo—, imagínese lo contento que se pondrá cuando le digamos que nos ha salvado la vida. ¿Cómo se llama?

Anahita se lo anotó.

Boynton señaló la nube de polvo que se aproximaba.

—Ese coche de ahí está lleno de miembros de la mafia rusa. Es a ellos a quienes debe cortar el paso. Estados Unidos es aliado de Pakistán, y Rusia, no.

Salió de la caseta el otro guardia, que le enseñó un teléfono a su compañero. Al parecer, lo que había en la pantalla confirmaba sus identidades.

Charles Boynton miraba fijamente el móvil, tentado de pedirles que se lo prestaran. Cuantas más vueltas le daba, más vital le parecía transmitirle a la secretaria Adams las últimas palabras de Farhad, que escupió entre toses, como si las escribiera con sangre.

«Casa Blanca.»

Sin embargo, incluso si el guardia paquistaní le hubiera prestado su teléfono, le habría sido imposible utilizarlo para poder mandar un mensaje al móvil seguro y privado de la secretaria de Estado. A pesar de todo, Charles seguía mirándolo con la avidez de un muerto de hambre delante de un chuletón.

—¿Y ellas? —El agente apuntó con el arma a Anahita y a Zahara—. Irán no es nuestro amigo. Estas personas no llevan documentos. No puedo dejar que pasen.

El peligro era ése: que la guardia fronteriza accediera a franquear el paso a Katherine y a Boynton, pero no a las otras dos.

—Bueno, pero ¿cómo sabe que no son paquistaníes, si no tienen documentos? —replicó Katherine.

—Porque no lo son.

—Pues podrían serlo. Decídase, que sin nuestras amigas no seguimos. ¿Son iraníes o paquistaníes? ¿Seguimos, y quedan ustedes como unos héroes, o nos hacen dar media vuelta y se meten en un verdadero follón?

—Nos han asignado a un puesto remoto de la frontera con Irán, señora —dijo el segundo agente en un inglés muy correcto mientras les devolvía los pasaportes—. Mucho peor no puede irnos, ¿no?

—Pakistán también linda con Afganistán, ¿verdad? —preguntó Boynton—. Me imagino que esa frontera no será una juerga.

El agente se encogió de hombros.

—Se sorprenderían. —Sin embargo, vio que no—. ¿Llevan alcohol o tabaco? —Todos negaron con la cabeza—. ¿Armas de fuego?

Miraba directamente la que tenía Ana en el regazo.

Volvieron a negar con la cabeza. El agente los hizo pasar, no por amor a Estados Unidos, sino por miedo al primer ministro de su propio país, y a la frontera afgana.

—Putos americanos —oyeron que mascullaba cuando se alejaban, aunque no hubo rencor en sus palabras, lo había dicho casi con admiración... casi.

A Katherine no le importó.

La región —toda la frontera, en realidad, con su trazado arbitrario— era un hervidero de facciones y lazos tribales, con agravios alimentados durante siglos y lealtades contradictorias, divididas y complejas, casi nunca a Estados Unidos, aunque tampoco Rusia suscitaba un gran apego.

Katherine pisó el acelerador. En la curva siguiente vio por el retrovisor que la nube de polvo llegaba a la frontera.

Oyó murmullos en la parte posterior del vehículo.

Zahara tenía una sarta de cuentas en las manos.

Alhamdulillah —murmuraba con cada cuenta.

Anahita se sumó a la oración.

Las cuentas estaban desgastadas y ligeramente brillantes, de tanto haber pasado por los dedos del doctor Ahmadi, que había rezado con ellas varias veces al día durante toda su vida. Zahara se había jugado el pellejo para recuperar aquel vestigio de un hombre al que quería pese a lo que había hecho: un solo acto terrible no podía borrar una vida entera de amor incondicional.

Alhamdulillah.

Mientras cruzaban aldeas y pueblos hacia el punto de encuentro con Gil, primero fue Boynton quien se unió a la letanía, y luego Katherine, llenando el sucio interior de aquella tartana con la vibración de una palabra repetida en voz baja, sin descanso, que les aportó cierta serenidad.

Alhamdulillah.

Gracias a Alá, alabado sea.

«Gracias a Dios», pensó Katherine. La cuestión en ese momento era encontrar a Gil.

Ellen vio que el jefe de las fuerzas especiales se inclinaba hacia un mapa topográfico en tres dimensiones de la región paquistaní de Bajaur para moverlo, explorarlo, manipularlo y someterlo a búsquedas con mano experta.

—En 2008 se libró la batalla de Bajaur. —El general hizo zoom y continuó—. El ejército paquistaní luchó para expulsar de la región a los talibanes, y acabó consiguiéndolo, pero fue una carnicería. Los paquistaníes combatieron con valor y sin cuartel. Lamento que hayan vuelto los talibanes. —Levantó la cabeza y miró a los ojos al presidente—. Teníamos a varios expertos en la zona, tanto de inteligencia como militares, entre ellos Bert Whitehead, que entonces era coronel y conoce la región. Debería estar aquí, señor presidente.

—El general Whitehead tenía otros compromisos —contestó el presidente Williams.

Los presentes intercambiaron miradas que dejaban claro que estaban al tanto de los rumores.

—O sea que ¿es verdad? —preguntó uno.

—Dejemos el tema —zanjó el presidente Williams— . Tenemos que llegar a esa fábrica. ¿Cómo lo hacemos?

Ellen se preguntó si había empezado así, si la vorágine de cruentos combates en montañas, valles y cuevas había hecho aparecer una fisura en las convicciones del coronel Whitehead.

¿Había visto demasiado con el paso de los años? ¿Se había visto obligado a hacer demasiadas cosas? ¿A guardar silencio mientras se cometían actos que encontraba repulsivos?

¿Había visto morir a demasiados jóvenes mientras otros se beneficiaban de la situación? ¿La fisura del coronel Whitehead se había extendido lentamente, con el tiempo, hasta convertirse, ya ascendido a general, en un abismo?

Sacó el móvil para informarse sobre la batalla de Bajaur y vio que la habían bautizado como Operación Corazón de León.

¿Se había escapado el león de la trampa, pero dejándose el corazón en ella?

Dejó el móvil para centrarse en el presente, en Washington y la sala de crisis. Ella no era experta en estrategia militar. Su misión consistiría en suavizar las cosas cuando los paquistaníes descubriesen que Estados Unidos había llevado a cabo una operación militar no autorizada y encubierta dentro de sus fronteras, y que había capturado, y a lo mejor matado, a ciudadanos paquistaníes.

Pensó que con suerte Bashir Shah se contaría entre los muertos, pero tenía sus dudas. ¿Cómo se mata a un Azhi Dahaka?

Se concentró en el mapa, reflejo de un terreno escabroso y casi impenetrable. Donde ella y el presidente Williams veían aldeas, cordilleras y ríos, los generales veían otra cosa: oportunidades y trampas mortales, sitios donde podían aterrizar helicópteros y paracaidistas... y cómo los abatirían a todos antes de que tocaran el suelo con sus botas.

—Llevará tiempo organizarlo, señor presidente —dijo el general.

—Pues no tenemos tiempo.

Williams miró por la pantalla a la secretaria Adams, que asintió: no les quedaba otra.

—Les he dicho que la fábrica está siendo utilizada por terroristas para desarrollar un programa nuclear para los talibanes —continuó el presidente—, pero hay algo más.

«Porque tengo más», pensó Ellen.

—Según la información de la que disponemos, han fabricado tres artefactos y los han colocado en ciudades estadounidenses.

Los generales, que hasta entonces habían estado inclinados hacia el mapa, se levantaron a un tiempo para mirar a Williams, y tardaron un poco en recuperar el uso de la palabra.

Era como si se hubiera abierto una sima entre ellos y el resto del mundo, un espacio imposible de salvar entre el saber y el no saber.

—Tenemos que entrar en esa fábrica —aseveró el presidente Williams—. El objetivo es frenar a los científicos, pero ahora mismo lo esencial es descubrir dónde están escondidas las bombas.

—Tengo que llamar a mi mujer —dijo un oficial que ya se encaminaba hacia la puerta—. Tengo que sacarlos a ella y los niños de Washington.

—Mi marido y mis hijas —se sumó otra, que también hizo ademán de salir.

Williams hizo una seña con la cabeza a los agentes apostados en la puerta, que se interpusieron en su camino.

—De aquí no se va nadie hasta que tengamos un plan. Sólo habrá una oportunidad, y tiene que ser en las próximas horas.

Ellen, que lo veía todo, intentó no pensar tan deprisa, consciente del rumbo que estaban tomando sus ideas, un rumbo que no le gustaba en absoluto.

Hasta entonces siempre se había quedado a medio camino, por miedo. Esta vez llegó hasta el final.

—Señora secretaria —dijo la piloto por el altavoz—, tenemos permiso para aterrizar en el aeropuerto internacional de Palm Beach. Tocaremos tierra dentro de siete minutos. Voy a tener que interrumpir las comunicaciones.

—No —replicó ella con una dureza que luego suavizó—. Lo siento, pero no, necesito más tiempo. Dé otra vuelta, si hace falta.

—No puedo. No me lo ha autorizado la to...

—Pues pídaselo. Necesito cinco minutos más.

Se produjo una pausa.

—Los tiene.

Mientras el Air Force Three se ladeaba para cambiar de rumbo, Ellen tomó la palabra por primera vez desde el inicio de la reunión.

—Señor presidente, necesito hablar con usted. En privado.

—Estamos en medio de una...

—Ahora, por favor.

Cuando acabaron de hablar, informó a la piloto de que ya podían aterrizar. Mientras contemplaba las palmeras y los destellos del radiante sol en el mar, pensó en el columpio rústico y en el balón de fútbol, en las fotos y en la valla blanca de madera.

Pensó en las madres y los padres al otro lado del cordón, en Fráncfort, que sostenían las fotos de sus hijos desaparecidos mientras miraban fijamente las mantas rojas, sin relieve, que agitaba la brisa en el asfalto.

Pensó en Katherine y en Gil, que estaban en algún lugar de Pakistán.

Ellen Adams pensó en reyes y hombres desesperados, y se preguntó si acababa de cometer el peor error de su vida, de cualquier vida.