La comitiva de la secretaria Adams llegó a la alta verja dorada de la finca de Eric Dunn, en Florida.
A pesar de que Dunn ya estaba sobre aviso, y de que su seguridad privada había visto que el convoy se acercaba por el larguísimo camino de entrada, los hicieron esperar.
Cuando los guardias de seguridad —una especie de milicia privada— pidieron a la secretaria Adams que se identificara, ella sonrió y se mostró cordial. Tardaron bastante en devolverle la documentación, ajenos al hecho de que la rodilla de Ellen subía y bajaba sin parar mientras Betsy desgranaba su repertorio de palabras soeces.
En el asiento de delante, Steve Kowalski, el encargado de la seguridad de Ellen, con un largo historial en el Servicio Diplomático, se volvió para mirar a la señora Cleaver, que combinaba y conjugaba sin descanso palabras que en puridad jamás deberían haber mantenido relaciones conyugales. La chusca progenie de esa unión resultaba a la vez grotesca e hilarante, fruto de que Betsy convertía sustantivos en verbos, y verbos en algo totalmente distinto. El agente nunca habría creído posible semejante exhibición de gimnasia lingüística, y eso que había sido marine.
Se notaba que Kowalski admiraba a la secretaria Adams, pero a su consejera la adoraba.
Durante el trayecto desde el aeropuerto hasta la verja habían visto una rueda de prensa ofrecida por Dunn mientras viajaban en avión. El ex presidente la había convocado al enterarse de que estaban de camino.
Parecía que la única intención del acto fuera ensuciar el nombre del hijo de la secretaria Adams, yendo más allá de las insinuaciones para acusar directamente a Gil Bahar de haber participado en los atentados de Londres, París y Fráncfort, así como de haberse radicalizado, intentar influir en su madre y quizá incluso haber vuelto a la secretaria de Estado en contra de su propio país; un país (aseguraba Dunn a gritos entre incesantes gesticulaciones) debilitado por el cambio de gobierno y donde el poder estaba en manos de radicales, socialistas, terroristas, abortistas, traidores y tontos de remate.
—Ya pueden pasar —les indicó el vigilante, que llevaba una insignia que Ellen reconoció de los informes sobre la Alt-Right: la «derecha alternativa».
—¿La seguridad del ex presidente ya no está en manos del Servicio Secreto? —preguntó mientras el todoterreno cubría la distancia entre la verja y la mansión, que parecía un castillo.
—En principio sí —contestó el agente Kowalski—, pero ha puesto a los suyos en primera línea. Cree que el Servicio Secreto forma parte del Estado profundo.
—Si se refiere a lo profunda que es su lealtad al país, y al cargo de presidente, pero no a la persona concreta que lo ocupa, tiene razón —dijo Ellen.
Miró el móvil por última vez antes de entrar: no había mensajes nuevos de Katherine, ni de Gil, ni de Boynton, tampoco del presidente.
Se lo entregó al jefe de su escolta y bajó del coche. Luego caminó con Betsy hasta la enorme puerta doble y esperaron a que se la abriesen. Y esperaron y esperaron.
El barman quedó consternado al ver que Pete Hamilton se acercaba de nuevo por la penumbra del local hacia uno de los taburetes de la barra del Off the Record.
—Creía haberte dicho que no volvieras —dijo mientras se sentaba Pete.
Algo, sin embargo, había cambiado. Ya no parecía tan disperso. Tenía los ojos más brillantes, la ropa más limpia y el pelo lustroso, no apelmazado.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó el barman.
—¿Por qué lo dices?
Mirando a Pete con la cabeza ladeada, descubrió con sorpresa que le había tomado cariño. Era el resultado de cuatro años asistiendo a su larga y dolorosa decadencia. Le sabía mal por el chico.
La política podía ser brutal en todos sus niveles, pero en Washington... en Washington era despiadada, y a ese chico lo habían puesto en la picota, o mejor dicho en la pira, después de correrlo a gorrazos.
Y hete aquí que de pronto, inesperadamente, Pete Hamilton volvía a parecer entero, sano. Al cabo de un solo día. Era increíble lo que podían hacer una buena ducha y ropa limpia.
El barman tenía demasiados años de experiencia para dejarse engañar: no era más que un barniz, pura apariencia.
—Ponme un whisky.
—Te voy a poner un agua con gas —contestó.
Le echó una rodaja de lima y depositó el vaso alto sobre un posavasos con la caricatura de la secretaria Adams.
Pete sonrió y miró a su alrededor.
Nadie le prestaba atención. Sabía que quizá fuera un error estar allí. Le habían pedido que volviera directamente a casa, y aún tenía por delante mucho trabajo acumulando pruebas contra Whitehead y sus posibles cómplices dentro de la Casa Blanca.
Sin embargo, quería escuchar qué se decía en las entrañas del poder.
No le sorprendió que el tema principal, el único tema, fuera Bert Whitehead y los rumores incontrolados acerca de que habían detenido al jefe del Estado Mayor Conjunto.
Lo que no tenía muy claro nadie era de qué se lo acusaba.
El grupo más grande de parroquianos se agolpaba en torno a una mujer joven que acababa de llegar. Pete nunca la había visto en el Off the Record, pero la reconoció de cuando esperaba para entrar en el despacho oval: era la ayudante de la jefa de gabinete del presidente Williams.
En un momento dado sus miradas se encontraron, sonrió a Pete, y éste le devolvió la sonrisa. Mientras cogía el vaso y se acercaba, pensó que quizá fuera su día de suerte.
No se le ocurrió preguntarse qué hacía la mano derecha de Barb Stenhauser en el bar cuando el país se enfrentaba a su peor crisis.
Tampoco se le ocurrió la posibilidad de que lo hubiera seguido hasta allí.
Ni que pudiera ser un día de muy, muy mala suerte.
El presidente Williams había salido de la sala de crisis y había vuelto al cabo de media hora, tras una rueda de prensa que ya tenía concertada de antemano.
Sabía que habría resultado extraño que la cancelase. La rueda de prensa sólo había durado diez minutos. El resto del tiempo lo había dedicado a otros menesteres.
Los periodistas le habían formulado algunas preguntas sobre el general Whitehead, aunque vagas: se acumulaban nubes negras en el horizonte, pero aún no había estallado la tormenta, sólo se oían truenos a lo lejos.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó al sumarse de nuevo al grupo de los generales que rodeaban el mapa.
Para entonces ya tenían dos planes.
—No nos fiamos mucho de ninguno de los dos —dijo el jefe de las fuerzas especiales—, pero es lo máximo que podemos hacer con tan poca antelación. Si tuviéramos más tiempo...
—No lo tenemos —contestó Williams—. De hecho, cada vez tenemos menos. —Escuchó sus propuestas—. ¿Cuáles son las probabilidades de que salga bien?
—Para el primer plan, calculamos que un veinte por ciento, y para el segundo, un doce. Si los talibanes están tan bien atrincherados como dicen, lo más seguro es que nuestros hombres no lleguen ni a pisar el suelo.
—Siempre podríamos bombardear la fábrica a saco —añadió uno de los generales.
—Es tentador —reconoció el presidente—, pero si hay más bombas nos arriesgaríamos a hacerlas estallar y para colmo destruiríamos la información que pueda haber sobre dónde han escondido las de Estados Unidos, que ahora mismo es lo prioritario.
—¿No hay ninguna otra manera de obtener la información?
—Si la hubiera ya estaríamos en ello. —El presidente se inclinó hacia el mapa—. Igual es una tontería, pero se me ocurre otra posibilidad. ¿Y si aterrizásemos aquí...? —Señaló un punto que los generales no se habían planteado.
—La zona es demasiado accidentada —respondió un general.
—Ya, pero hay una meseta donde caben un par de helicópteros.
—¿Cómo sabe que hay una meseta? —preguntó otro, acercándose.
—Lo veo.
El presidente manipuló la imagen tridimensional para hacer zoom. En efecto, había una zona llana; no era muy grande, pero estaba.
—Perdone, señor presidente, pero ¿de qué serviría? Está a diez kilómetros de la fábrica. No lograrían llegar.
—No hace falta que lleguen. Es una distracción. Podemos apoyarlos con ataques aéreos para que tengan ocupados a los combatientes talibanes mientras el grueso de nuestras fuerzas cae sobre la fábrica.
Se lo quedaron mirando como si hubiera perdido el juicio.
—Es una locura —dijo el subjefe del Estado Mayor Conjunto—. Los matarían de inmediato.
—No si creamos una distracción y hacemos que los talibanes estén ocupados en otro sitio. Es posible, ¿no? —Los miró a los ojos—. En las horas previas a la incursión, usaremos nuestra red de informadores para difundir el rumor de que nos hemos enterado de que hay talibanes en la zona y de que podríamos estar planeando un asalto. Así captaremos su atención. El ataque se producirá lo bastante lejos para que no sospechen que el auténtico objetivo es la fábrica, pero no se alejará del centro del territorio controlado por los talibanes, para que sea creíble. Ahora que lo pienso, hablaré con Bellington, el primer ministro británico, y haré que parezca un asalto del SAS en represalia por los bombardeos. Es verosímil y desviará la atención de nosotros.
Miró a los generales, que parecían confusos.
—¿Es posible o no? —preguntó.
No obtuvo respuesta.
—¡Que si es posible! —Levantó la voz.
—Denos media hora, señor presidente —pidió el sustituto de Whitehead.
—Disponen de veinte minutos. —Williams se dirigió a la puerta—. Luego quiero que despeguen las fuerzas especiales. Pueden pulir los detalles mientras van de camino.
Una vez fuera, se apoyó en la puerta, cerró los ojos y se tapó la cara con las manos.
—¿Qué he hecho? —murmuró.
—Reyes y hombres desesperados —susurró Betsy cuando atravesaban en voz baja el enorme vestíbulo, mirando boquiabierta lo que habría resultado espléndido en un auténtico palacio, no en un monumento a la sobrecompensación.
—El presidente las espera en la terraza —indicó la asistente personal de Dunn.
En realidad había varias terrazas, a la italiana, escalonadas hasta una piscina olímpica con una fuente central que le daba un aspecto impresionante a la vez que la inutilizaba para la natación.
Todo estaba rodeado de césped cuidado al milímetro y de jardines. Lejos, al fondo de la finca, estaba el mar, y más allá nada...
Ellen sospechaba que para Eric Dunn el mundo se acababa donde se acababa su finca. No había nada importante más allá de su esfera de influencia.
Había que reconocer que esta última seguía sorprendiendo por su gran tamaño.
Ellen tenía que abreviar aquella reunión al máximo, pero sabía que si daba esa impresión lo que haría él sería prolongarlo.
—Señora Adams —dijo Dunn, levantándose para ir a su encuentro con la mano tendida.
Era un hombre grande, por no decir enorme. Habían coincidido en muchos actos sociales, siempre de pasada, y le había parecido divertido, hasta simpático, aunque sin interés por los demás y con tendencia a aburrirse cuando no era el protagonista.
Ellen había encargado a sus medios varios perfiles de Eric Dunn conforme su imperio iba creciendo, se venía abajo y se volvía a levantar, cada vez más audaz, inflado y frágil.
Era como una burbuja en la bañera, siempre a punto de explotar y desprender un olor fétido.
De repente, cuando nadie lo esperaba, Dunn se había pasado a la política y había ascendido al cargo más alto del país, no sin ayuda, como le constaba a Ellen, de personas y gobiernos extranjeros que se proponían sacar tajada. Y que la habían sacado.
Era la tupida sombra que acompañaba a la brillante luz de la democracia: la gente era libre de hacer un mal uso de su libertad.
—¿Y quién es esta mujercita? —preguntó Dunn, mirando a Betsy—. ¿Su secretaria? ¿Su pareja? Soy un hombre abierto de miras, siempre que no lo hagan en público y asusten a los caballos.
Mientras Dunn se reía, Ellen avisó con un sonido gutural a Betsy de que no reaccionara. Sólo servía para dar más cuerda al hueco anfitrión.
Le presentó a Betsy Jameson, amiga de toda la vida y consejera.
—¿Y qué le aconseja usted a la señora Adams? —preguntó Dunn mientras les indicaba que ocuparan sus asientos, dispuestos de antemano.
—La secretaria Adams toma sus propias decisiones —respondió Betsy con un tono tan encantador que a Ellen le dio pánico—. Yo sólo estoy por el sexo.
Ellen parpadeó, pensando: «Dios, si me escuchas sácame de aquí.» Hubo un momento de silencio, antes de que Eric Dunn estallase en una carcajada.
—Bueno, Ellen —dijo, recuperando su versión más campechana—, ¿en qué puedo ayudarla? Espero que no tenga nada que ver con las explosiones. Eso es problema de Europa, no nuestro.
—Hemos recibido información... inquietante.
—¿Más chorradas sobre mí? —preguntó—. No se las crea: son fake news.
Ellen estuvo muy tentada de referirse a las barbaridades que acababa de decir sobre su hijo, pero eso era justo lo que Dunn quería. Fingió no haberlo visto para no seguirle el juego.
—No, directamente no, pero ¿qué puede decirnos del general Whitehead?
—¿Bert? —Dunn se encogió de hombros—. Nunca lo he tenido en mucha consideración, pero hacía lo que se le ordenaba, como todos mis generales.
¿Lo había dicho como provocación, para que Ellen puntualizara que no eran «sus» generales, o porque lo creía?
—¿Hay alguna posibilidad de que hiciera más de lo que se le ordenaba?
Dunn negó con la cabeza.
—Ninguna: en mi gobierno no se hacía nada sin mi conocimiento y mi beneplácito.
«Bueno, va a tener que comerse esas palabras», pensó Betsy.
—¿Por qué estuvo usted de acuerdo con que se pusiera fin al arresto domiciliario del doctor Shah? —preguntó Ellen.
Dunn hizo crujir la silla al echarse hacia atrás.
—Aaah, conque es eso... ya me anticiparon que me lo preguntaría.
—¿Quién —dijo Ellen—, el general Whitehead?
—No, Bashir.
Ellen podía controlar su lengua, pero no su flujo sanguíneo, que abandonó su cara para concentrarse en el centro de su cuerpo, acumulándose de tal manera que le tiñó el rostro de una lividez mortal.
—¿Shah? —preguntó.
—Sí, Bashir. Me dijo que se disgustaría.
Ellen se contuvo para poder hablar sin perder los papeles.
—¿Ha hablado con él?
—Pues claro, ¿por qué no? Quería agradecerme mi ayuda. Es un genio y un hombre de negocios. Tenemos mucho en común. ¿No cree que ya le ha hecho bastante daño? Es un empresario paquistaní falsamente acusado de traficar con armas por su organización mediática, entre otras cosas. Me lo ha contado todo, y los paquistaníes también: ustedes tienen un problema, y es que confunden la energía nuclear con las armas nucleares.
Betsy masculló algo casi inaudible.
Dunn se volvió hacia ella. Toda la sangre se le había subido de golpe a la cara: parecía una roja burbuja que estaba a punto de reventar.
—¿Qué ha dicho?
—Que es usted... muy astuto.
La fulminó con la mirada y se volvió hacia Ellen, que estuvo a punto de apartarse.
La fuerza de Dunn era innegable. Ellen nunca había estado en presencia de nadie ni nada igual.
La mayoría de los políticos con éxito tenían carisma, pero lo de Dunn iba más lejos. Estar en su órbita era vivir algo excepcional: una atracción irresistible, una promesa de emociones y peligros, como hacer malabarismos con granadas.
Era tonificante y aterrador... incluso Ellen lo sentía.
Personalmente, lejos de sentirse atraída sentía repulsión, pero tenía que reconocer que Eric Dunn estaba dotado de un magnetismo y un instinto animal muy potentes. Era un genio a la hora de detectar las debilidades ajenas e imponer su voluntad, y a los que no se doblegaban los rompía.
Era terrible y peligroso.
Pero ella no pensaba echarse atrás: no sería ella quien huyera.
Tampoco se doblegaría, y en cuanto a romperse... ni hablar.
—¿Qué miembro de su gobierno sugirió la idea de que levantaran el arresto domiciliario al doctor Shah?
—Ninguno, fue idea mía. Organicé una reunión con los paquistaníes, una cumbre privada de control de daños, y salió el tema. Se quejaban de las intromisiones de la administración anterior y decían que para ellos era un gran alivio que hubiera alguien con dotes de liderazgo en el poder. El presidente anterior era un débil y un tonto que se lo había hecho pasar fatal. Hablaron del doctor Shah. En Pakistán es un héroe, pero el entonces presidente hizo caso a malos consejeros y obligó a los paquistaníes a arrestarlo, lo que había deteriorado nuestras relaciones, así que lo arreglé.
—Accediendo a que soltasen al doctor Shah.
—¿Usted lo conoce? Es sofisticado, inteligente. No es como ustedes piensan.
Por muy tentador que fuera discutir, Ellen no lo hizo. Tampoco preguntó cómo le había demostrado Shah su gratitud. No hacía falta.
—¿Y dónde está ahora el doctor Shah?
—Pues ayer teníamos que comer juntos, pero lo anuló.
—¿Cómo?
—Ya, parece mentira: anular un almuerzo conmigo...
—¿Estaba aquí, en Estados Unidos?
—Sí, lleva aquí desde enero. Le encontré alojamiento en casa de un amigo, no muy lejos de aquí.
—¿Y tenía visado para entrar en el país?
—Supongo. Lo traje yo en avión justo antes de mudarme a esta casa.
—¿Podría darme la dirección?
—Si lo dice por pasar a verlo, ya no está, se marchó ayer.
—¿Adónde?
—Ni idea.
Ellen miró a Betsy de reojo para que no picara el anzuelo, pero su amiga estaba consternada. Tenía los ojos muy abiertos y parecía sin ánimos ni capacidad para dejarse llevar por emociones personales. Lo que hizo fue mirar su móvil, donde acababa de recibir un mensaje de Pete Hamilton.
«HLI.»
Estaba claro que algo había escrito mal, así que contestó con un interrogante y se centró de nuevo en la conversación.
—Señor presidente —estaba diciendo Ellen—, si sabe dónde está el doctor Shah o conoce a alguien que pueda saberlo, dígamelo ahora mismo.
Aunque pareciera imposible, su tono dejó en suspenso a Eric Dunn, que la observó muy serio y con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa?
—Creemos que el doctor Shah participa en una conspiración para proporcionar armamento nuclear a Al Qaeda. —No estaba dispuesta a contar más.
Dunn se quedó mirándola y durante un momento Ellen pensó que le había producido tal impacto que la ayudaría, pero entonces se echó a reír.
—Perfecto: es lo que me dijo Bashir que me diría. Es usted una paranoica. Me pidió que, si me decía usted eso, le preguntase si le habían gustado las flores. No tengo ni idea de lo que significa. ¿Le ha mandado flores? Estará enamorado...
Se hizo un silencio en el que Ellen no oía más que su propia respiración. Se levantó.
—Gracias por recibirnos.
Tendió la mano y, en el momento en que Dunn se la estrechaba, dio un tirón haciendo que aquel hombre enorme se acercara tanto que sus narices se tocaron. Le olió el aliento: olía a carne.
—Creo que, a pesar de su avaricia y su estupidez —susurró Ellen—, de verdad quiere a su país. Si es cierto que Al Qaeda tiene una bomba, la usará aquí, en suelo estadounidense.
Se apartó y, antes de seguir, miró fijamente el rostro de Dunn, que había perdido toda firmeza.
—Ha declarado en repetidas ocasiones que en la Casa Blanca no pasaba nada sin su consentimiento. Yo le aconsejaría que se lo replantease o que nos ayudara a impedir el desastre porque, si se produce, la mierda llegará hasta la gran puerta dorada de esta casa de la que tanto se vanagloria. Ya me encargaré yo de ello. Si sabe dónde está Shah, tiene que decírnoslo.
Vio miedo en los ojos de Dunn, ¿temía el desastre que se avecinaba o que lo culpasen del mismo? Ella no podía responder esa pregunta, y tampoco le importaba.
—Díganoslo ya —exigió.
—Puedo decirle dónde se alojó. Le pediré a mi asistente que les facilite la dirección, pero más no puedo hacer.
Sin embargo, Ellen estaba segura de que sí podía.
«Porque tengo más...»
—¿Y el general Whitehead? ¿Qué papel tuvo en la liberación de Shah?
—¿Qué pasa, que está intentando llevarse el mérito? Fue idea mía.
Ellen se quedó mirándolo. Estaba claro que no podía evitar querer llevarse el mérito... ni siquiera de las catástrofes.
La secretaria Adams y Betsy Jameson esperaron en el recibidor a que la asistente de Dunn les diera las señas de la villa de Palm Beach donde se había alojado Shah.
—Espero que sepa que el presidente Dunn es un gran hombre —dijo cuando apareció y le entregó el papel a Ellen, que estuvo a punto de preguntarle si lo había dicho a petición del propio Dunn.
—Puede ser —contestó finalmente—, lástima que no sea un buen hombre.
Curiosamente, la joven no se lo discutió.
Cuando ya estaban de vuelta en el todoterreno, Betsy señaló con la cabeza el papel que Ellen tenía en la mano.
—¿Es adonde vamos?
—No, vamos a Pakistán.
Pidió su móvil y le mandó al presidente la dirección que les había dado la asistente de Dunn; sabía que Williams tomaría medidas inmediatas.
—Señor presidente —la voz del primer ministro británico, con inflexiones propias de los hombres de negocios, se oyó en la línea segura—, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Me alegro de que me lo pregunte, Jack. Necesito difundir el rumor de que el SAS británico está planeando un ataque a la zona de Pakistán controlada por los talibanes en represalia por los atentados.
Se produjo una tensa pausa.
Sin embargo, el primer ministro británico no colgó, cosa que lo honraba.
Williams apretaba el teléfono con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos.
—¿Qué está tramando, Doug?
—Mejor que no lo sepa, pero necesitamos su ayuda.
—Supongo que se da cuenta de que eso podría poner a mi país en el punto de mira de todos los terroristas.
—No le estoy pidiendo que lo haga, sólo que no desmienta el rumor... y durante unas horas.
—La realidad es lo que se percibe: poco importa que el Reino Unido no sea el responsable, los terroristas pensarán que sí porque quieren pensarlo.
—La realidad es que su país ya está en el punto de mira. Ha habido veintiséis muertos, Jack.
—Veintisiete. Hace una hora ha fallecido una niña. —Se oyó un largo suspiro—. Está bien, adelante. Si me preguntan no lo negaré.
—Que no se entere nadie, ni siquiera sus colaboradores —dijo Williams—. Sé que en Londres se va a celebrar una reunión urgente de jefes de inteligencia de todo el mundo.
Oyó una larga exhalación de Bellington, que se lo estaba pensando.
—¿Me está pidiendo que mienta hasta a los míos?
—Sí. Yo haré lo mismo. Si da su visto bueno, empezaré por mi propio director nacional de Inteligencia. Tim Beecham asistirá a esa reunión en Londres. Le transmitiré el rumor sobre un ataque del SAS; así, él se lo preguntará al equipo británico y ellos a usted.
—Y tendré que mentir.
—Sólo no decir la verdad. Muéstrese reservado e impreciso. Es su fuerte, ¿no?
Bellington se rió.
—Ha estado hablando con mi ex mujer.
—¿Qué me dice, Jack?
Williams vio que había recibido un mensaje urgente de la secretaria Adams. Siguió esperando la respuesta de Bellington, que no llegaba.
—La niña tenía siete años, igual que mi nieta. Sí, señor presidente, puedo mantener a raya a los lobos durante unas horas.
—Gracias, señor primer ministro, le debo una copa.
—Genial. La próxima vez que venga iremos a un pub y nos tomaremos una pinta con un buen pastel de carne. Igual hasta vemos un partido de fútbol.
Los dos guardaron silencio imaginándoselo. Ya les habría gustado, pero tanto el uno como el otro habían dejado atrás esos días.
Después de colgar, Williams leyó el mensaje de Ellen y dio órdenes al FBI y a Seguridad Nacional de que fueran a la villa de Palm Beach.
También les encargó que averiguasen qué aviones privados habían salido de Palm Beach el día anterior, quiénes viajaban a bordo y cuál era su destino. Acto seguido puso en circulación los rumores sobre el SAS.
Sonó el intercomunicador de su mesa.
—Señor presidente —dijo el subjefe del Estado Mayor Conjunto—, ya han despegado.
El presidente Williams consultó la hora. Los helicópteros que transportaban a las fuerzas especiales saldrían en cuestión de horas de una base de Irak, desde donde volarían hasta la zona de Pakistán controlada por los talibanes. Llegarían de noche.
La incursión estaba en marcha: había empezado la ofensiva.