35

Durante el vuelo a Islamabad, Ellen durmió a ratos, pues se despertaba a menudo para comprobar si tenía mensajes.

Todos los aparatos de aviación —los helicópteros Chinook y los aviones de repostaje— habían despegado de una base secreta en Oriente Medio y la cúpula militar estaba ultimando los detalles de los asaltos.

A última hora de la tarde, cuando el Air Force Three llegó a Pakistán, los rangers se habían dividido en dos unidades.

Miró la hora: faltaban tres horas y veintitrés minutos para que tocaran tierra las primeras botas, empezando por la unidad de distracción; el asalto a la fábrica se produciría veinte minutos después.

Otro mensaje confirmó que Bashir Shah había salido de Florida con rumbo desconocido. La villa estaba vacía, no había personas ni documentos. El nombre de Shah no aparecía en ningún registro de vuelo.

Era una decepción, pero no una sorpresa.

Estaban rastreando todos los vuelos privados, y la búsqueda se había ampliado a los vuelos comerciales fuera de la zona.

Bashir Shah se había desvanecido, como un espectro.

Ellen miró su mesa, donde aún tenía el ramo de guisantes de olor, y comprobó complacida que ya se marchitaban. Estaban mustios, medio muertos.

El auxiliar de vuelo había intentado llevarse el ramo, pero Ellen prefería dejarlo allí. Le procuraba una extraña satisfacción asistir a la muerte de la ofrenda de Shah.

Como sustituto del auténtico Shah dejaba mucho que desear, pero siempre era mejor que nada.

—Quiero enseñarte algo antes de que bajemos del avión —dijo Betsy.

A falta de respuesta por parte de Pete Hamilton, había decidido mostrarle el mensaje a Ellen.

—¿«HLI»? ¿Qué significa?

—Creo que está mal escrito.

Ellen frunció el ceño.

—Ya, pero está marcado como urgente. Si te equivocas no lo marcas. Si es tan importante, lo normal es comprobar que todo esté correcto, ¿no?

—Bueno, sí, pero debía de tener prisa.

—¿Hamilton te ha dado alguna explicación?

—Le he preguntado, pero sigue sin responder.

Miraron fijamente las letras. ¿Era acaso su intención escribir «HIL»? De ser así, tampoco tenía mucho sentido. ¿«Hill», como en Capitol Hill, la zona donde está el Capitolio? ¿Estaba allí una de las bombas? Tampoco cuadraba. ¿Por qué iba a dejarse la última ele? Y, con todo, Hamilton lo había marcado como urgente.

—Si contesta me avisas.

Ellen se miró en el espejo. Esta vez no llevaba burka, sino un conjunto recatado y conservador de manga larga y pantalones, y un pañuelo paquistaní de seda muy bonito que le había enviado su homólogo paquistaní cuando se anunció su nombramiento como secretaria de Estado. Tenía un diseño de plumas de pavo real, y era una preciosidad.

Casi le sabía mal lo que iba a hacer, pero no tenía alternativa: si los valientes miembros de las fuerzas especiales se disponían a cumplir con su parte, también ella podía cumplir con la suya.

—¿Te ves con ánimos o prefieres quedarte y dormir un poco? —le preguntó a Betsy al ver su cara de cansancio y de tensión, aunque intentara disimularla por ella.

—¿Lo dices en serio? Esto no es nada en comparación con explicar La tempestad a un grupo de treinta chicos de catorce años. Créeme: es preferible lanzarse en paracaídas sobre territorio ocupado por Al Qaeda.

«¡Magnífico mundo nuevo, que tiene tales habitantes!», pensó Betsy mirando a su amiga.

—Venga, esto está hecho —dijo Ellen.

«El infierno se ha vaciado», pensó, «y todos los diablos están aquí».

O al menos no muy lejos. Esperó que Shah estuviese en la fábrica, ajeno a lo que se le venía encima. Volvió a mirar la hora.

Tres horas y veinte minutos...

Los helicópteros Chinook despegaron escalonadamente de la base iraquí.

Se elevaron justo cuando se ponía el sol y avanzaron con el morro inclinado. A bordo iban los rangers que caerían sobre la meseta y la defenderían.

La capitana miró sus caras de determinación. La mayoría eran veinteañeros, y veteranos curtidos ya, pero ninguno se había enfrentado a una misión tan dura, de la que algunos —tal vez muchos— no regresarían.

También su superior lo había sabido al asignarle la misión, como ella al estudiar el plan, pero era tan importante que no había discutido... ni vacilado.

—Qué raro se me hace pensar que Katherine y Gil también estén en Pakistán —dijo Betsy cuando se preparaban para bajar del Air Force Three—. Bastante lejos, eso sí. Ojalá pudieran reunirse con nosotras... —Se quedó callada, esperando que Ellen dijera que podían y que pronto estarían todos juntos, aunque el silencio se alargó—. Bueno, prefiero que estén aquí a que en Washington.

—Yo también.

Ellen fue consciente de que era el primer impulso de cualquiera que supiera algo de las bombas nucleares: sacar a su familia de Washington, y de cualquier otra gran ciudad que pudiera figurar entre los objetivos.

En el exterior del avión había empezado a tocar una banda militar, que ejecutaba el protocolo al son de la música marcial.

—¿Has visto esto?

Betsy le acercó su iPad a Ellen.

Al inclinarse, Ellen vio un vídeo de la rueda de prensa del presidente Williams.

Un reportero le había preguntado por las declaraciones del ex presidente Dunn acerca de Gil Bahar y su papel en los atentados de los autobuses.

—Voy a contestar una vez, y no pienso repetirlo —dijo el presidente Williams, mirando directamente a cámara—: Gil Bahar se jugó la vida y estuvo a punto de perderla para intentar salvar a los hombres, mujeres y niños que iban en el autobús. Es un joven extraordinario, un orgullo para su familia y para su país. Cualquiera que trate de ensuciar su nombre y su reputación, o los de su madre, tiene malas intenciones y está mal informado.

Ellen arqueó las cejas, extrañada de no haber reparado hasta entonces en que Doug Williams tenía la voz bonita.

—¿Aún no sabemos nada de Pete Hamilton? —preguntó.

Betsy lo comprobó y negó con la cabeza.

—Señora secretaria —dijo la asistente de Ellen—, ya es la hora.

Ellen se miró por última vez en el espejo y respiró hondo, se irguió en toda su estatura, enderezó los hombros y levantó la cabeza.

«Venga, esto está hecho», se repitió al salir al cálido anochecer, los aplausos y las banderas estadounidenses. Sonaba el himno nacional, que siempre la emocionaba.

—«Twilights last gleaming...» —cantó: «La noche al caer...» «Dios mío, ayúdanos», pensó.

La segunda oleada de helicópteros despegó con un cargamento valiosísimo: los hijos y las hijas de unos padres que se habrían llevado un susto enorme de saber qué les pedía el país a sus vástagos. Con los rifles bien sujetos, los jóvenes miraban fijamente a los camaradas sentados delante.

Eran la punta de lanza, los rangers, soldados de élite. Diez años antes también había caído sobre Pakistán un pelotón de Navy SEAL, para atrapar a Osama bin Laden. Y lo había logrado.

Los rangers eran conscientes de que su misión tenía la misma importancia, si no más.

Y eran conscientes de que era igual de peligrosa, si no más.

—No puede ser aquí —dijo Charles Boynton cuando el coche dio un frenazo brusco en la diminuta aldea paquistaní—. Es una choza.

—¿Qué se esperaba —preguntó Katherine—, el Ritz?

—Una cosa es el Ritz, y otra... —Boynton gesticuló hacia la construcción de madera, levemente inclinada—. ¿Esto tiene electricidad siquiera?

—¿Para su cepillo de dientes? —preguntó Katherine mientras salía del coche.

No obstante, aunque no lo dijera, tenía que reconocer que estaba un poco sorprendida y decepcionada.

—No —replicó Boynton—, para esto. —Le enseñó el móvil—. Tengo que cargarlo y mandarle un mensaje a su madre.

«Casa Blanca. Casa Blanca.»

Katherine estuvo a punto de soltar un comentario cáustico, pero al final se mordió la lengua. Tenía hambre y sueño, y había albergado la esperanza de que el sitio al que se dirigían pusiera remedio a ambas cosas, pero estaba claro que no iba a hacerlo.

«Casa Blanca. Casa Blanca», pensó Boynton. ¿Por qué no había mandado el mensaje con el resto? Porque habían intentado matarlo... y porque él había matado a alguien.

Porque había sufrido una locura transitoria en la que no podía pensar en nada más que en dar a su jefa la información sobre los verdaderos físicos y su ubicación antes de que lo matasen.

«Casa Blanca.» No había hecho más que dar vueltas a lo que significaba. Bueno, en realidad lo que había hecho era resistirse a lo que parecía una obviedad.

Dentro de la Casa Blanca había alguien que colaboraba con Shah. Podía tratarse de Whitehead, aunque el general no pertenecía a la Casa Blanca, sino al Pentágono.

De todos modos, quizá Farhad no hiciera tantas distinciones.

En su fuero interno, sin embargo, Boynton sabía que no era verdad. Si Farhad, en los estertores de su agonía, había dicho «Casa Blanca» mientras escupía sangre, era por algo.

Katherine llamó a la puerta, que se estremeció con el golpeteo. De repente, cuando menos se lo esperaban, se abrió y allí estaba Gil.

—Gracias a Dios... —dijo.

Katherine se disponía a abrazarlo cuando se dio cuenta de que no la miraba a ella.

Miraba a Anahita Dahir.

Notó un codazo para apartarla y Anahita corrió a estrechar a Gil entre sus brazos.

—Vaya —dijo una voz detrás de Katherine—, esto no me lo esperaba.

Al volverse vio que era Ana. Luego se fijó mejor y se dio cuenta de que no era Ana, sino Boynton, quien se aferraba a Gil entre sollozos.

Charles se apartó.

—Un móvil —dijo—. ¿Tiene un móvil?

—Sí...

—Pues démelo.

Gil se lo dio. Al cabo de un momento, Boynton pulsó «enviar».

Por fin. Ya no estaba en sus manos. Aun así, se percató de que, aunque hubiera mandado las palabras, su sentido seguía grabado en su cabeza, clavado como una espina.

«Casa Blanca.»

—Qué placer tan inesperado, señora secretaria. —El doctor Ali Awan, primer ministro de Pakistán, le tendió la mano, aunque no parecía del todo contento.

—Pasaba por aquí —respondió Ellen con una cálida sonrisa.

La del doctor Awan era forzada. La visita le causaba grandes molestias, pero si la secretaria de Estado norteamericana se presenta a cenar uno no puede mandar a un sustituto.

Awan la había recibido en la entrada de su residencia oficial, dentro del recinto del Enclave del Primer Ministro. Los elegantes edificios blancos estaban iluminados con focos cuya luz se derramaba por los frondosos jardines.

Por encima de ellos se elevaban majestuosas palmeras, y Ellen, gran amante de la historia, pensó en la cantidad de personas que habían estado en ese mismo sitio y sentido la misma admiración a lo largo de los siglos.

Era una noche cálida y perfumada. Los olores dulces y especiados de las flores se difundían por un aire denso y húmedo. Dejando atrás la caótica y exuberante vida callejera de la capital de Pakistán, la comitiva de la secretaria Adams había recorrido la larga avenida de la Constitución hasta llegar al venerable enclave, un oasis de paz en pleno centro de la bulliciosa urbe.

Resultaba muy extraño hallarse en un entorno tan sereno, habida cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir a apenas unos cientos de kilómetros...

Ellen miró las estrellas y pensó en los rangers que surcaban el cielo nocturno.

• • •

Los helicópteros se estaban acercando a la zona de aterrizaje, pero entre montañas y barrancos resultaría imposible atisbar la meseta hasta que la tuvieran justo debajo.

Los pilotos tenían activada la visión nocturna, con la esperanza de no ser descubiertos por los talibanes, ni por su artillería antiaérea, antes de haber llegado a la zona de aterrizaje. Por muy modificados que estuvieran los Chinook, pilotos y soldados sabían que en los helicópteros la tecnología de baja detectabilidad aún distaba mucho de ser perfecta.

Nadie hablaba. Los pilotos aguzaban la vista, y en la bodega los soldados contemplaban las estrellas, sumidos en sus pensamientos.

Después de los cócteles —que para alivio de Ellen estaban elaborados con zumos de fruta recién exprimida y no contenían alcohol—, los invitados se sentaron en torno a una mesa ovalada con una cubertería y una vajilla preciosas.

Ellen le había dado su móvil a Steve Kowalski, su jefe de seguridad, no sólo por protocolo, sino también porque no quería tenerlo en las manos. No estaba nada segura de poder resistirse a mirarlo cada dos minutos.

Betsy, que estaba enfrente, había entablado conversación con un oficial joven del ejército de tierra mientras Ellen se volvía hacia el primer ministro, sentado a su izquierda.

Entre los comensales, convocados con urgencia, Ellen reconoció con alivio al ministro de Defensa del doctor Awan, el general Lajani, sentado al otro lado del primer ministro.

También estaba el ministro de Asuntos Exteriores, supuso Ellen que con la esperanza de que la nueva secretaria de Estado demostrara ser tan inepta como su predecesor.

Comprendió que la reciente debacle en Corea del Sur le estaba reportando beneficios imprevistos, en el sentido de que algunas personas, si no todas, la interpretaban como la confirmación de que era una incompetente y, por lo tanto, una persona fácil de manipular.

—Esperaba que también viniera el doctor Shah. —Ya puesta, más valía confirmar sus dotes de indiscreta.

Se oyó un ruido de cubiertos: a dos o tres altos cargos del gobierno se les había caído el tenedor. No fue el caso del primer ministro Awan, que ni se inmutó.

—¿Se refiere a Bashir Shah, señora secretaria? Lamento decirle que no es bienvenido en mi casa, ni en ningún edificio gubernamental. Aunque haya quien lo considere un héroe, nosotros sabemos la verdad.

—¿Que trafica con armas? ¿Que vende tecnología y materiales nucleares al mejor postor? —La mirada de Ellen era inocente, y su tono, neutro, como si buscara la confirmación de un rumor que acababa de llegar a sus oídos.

—Sí. —El tono de Awan era tenso. En alguien sin tanto dominio de sí mismo habría rayado en lo descortés.

En todo caso, contenía una advertencia: en Pakistán estaba prohibido nombrar a Bashir Shah entre personas educadas, y más delante de extranjeros.

—Por cierto, el pescado está buenísimo —indicó Ellen, ahorrándole el mal trago al doctor Awan.

—Me alegro de que le guste. Es una especialidad de la región.

Ambos se estaban esforzando al máximo por mantener la cordialidad y el sosiego. Ellen sospechaba que Awan tenía tantas ganas como ella de poner fin a aquella farsa. Sus investigaciones previas, para las que había hablado con una larga serie de expertos paquistaníes y oficiales de inteligencia que habían estudiado el turbulento país, la habían llevado a la conclusión de que el doctor Awan era un hombre lleno de contradicciones.

Al principio había mostrado su apoyo a Shah, pero luego se había vuelto públicamente contra él. El primer ministro Awan, de ideas nacionalistas, estaba convencido de que la única esperanza que tenía su país de sobrevivir al lado de un gigante como la India era hacerse cada vez más fuerte, o al menos parecerlo.

Pakistán, como los peces globo, simulaba ser mayor o más peligroso de lo que era, y con lo que se inflaba era con material fisionable.

Esto último se lo proporcionaba Bashir Shah, pero el físico nuclear tenía el inconveniente de atraer una atención tan indeseada como peligrosa: era otro loco que jugaba con armas, con la diferencia de que en su caso no eran granadas, sino bombas nucleares.

—Supongo que no sabe dónde está, señor primer ministro. Tengo entendido que su domicilio no queda lejos de aquí.

Su casa estaba vigilada por agentes estadounidenses, pero podía haber entrado a hurtadillas antes de que empezara todo.

—¿Shah? No tengo la menor idea. —En vista de que la secretaria de Estado parecía resuelta a hablar sobre ese tema tan desagradable, y hasta peligroso, el doctor Awan se había resignado a llegar hasta el final de la conversación—. Su anterior presidente pidió que se le levantase el arresto domiciliario, y se lo concedimos. Desde entonces el doctor Shah ha tenido plena libertad de movimientos.

—¿Usted no lo considera una amenaza?

—¿Para nosotros? No.

—Entonces ¿para quién?

—Si fuera Irán, yo estaría preocupado.

—Me alegro de que lo mencione, señor primer ministro, porque tenía la esperanza de que pudiéramos colaborar para que Irán se reintegre en el pacto nuclear y renuncie al armamento que pueda tener. En el caso de Libia funcionó.

La reacción fue la esperada y deseada: Awan arqueó las cejas, y el general Lajani, ministro de Defensa, se inclinó por delante del primer ministro para mirar a Ellen fijamente, como si acabara de soltar una sandez monumental.

Lo cual era cierto.

La secretaria Adams pensó que a veces se es el gato, otras el ratón y otras el cazador.

Les leyó el pensamiento.

Les había caído una oportunidad del cielo, casi literalmente, y no podían desaprovecharla. Podían tomar de la mano a la nueva secretaria de Estado y brindarse a ser sus maestros y mentores, inculcándole el punto de vista paquistaní sobre la región; un punto de vista según el cual ellos eran los buenos, y todos los demás —la India, Israel, Irán, Irak...— los malos, indignos de su confianza.

Ellen, sin embargo, sabía también que en Pakistán, en el gobierno, en el mismísimo ejército y con mucha probabilidad en esa mesa, había elementos que veían la retirada de Estados Unidos de Afganistán como una oportunidad para aumentar el poder e influencia de su país en la región.

Lo cual, a grandes rasgos, entrañaba convertir Afganistán en una provincia más de Pakistán.

Tras la marcha de Estados Unidos, los talibanes, que durante años habían hallado refugio en tierras paquistaníes, recuperarían el poder en Afganistán, y con ellos llegarían sus aliados, en cierto modo su brazo militar en el resto del mundo: Al Qaeda.

Se trataba de una tentativa por parte de Al Qaeda de causar daño a Occidente y, más en concreto, de vengarse de Estados Unidos por la muerte de Osama bin Laden. Se habían comprometido a ello y, gracias a la ayuda de Bashir Shah y la mafia rusa, a la retirada de Estados Unidos de Afganistán y al resurgimiento de los talibanes, pronto estarían en situación de cumplir su amenaza de una manera más espectacular y destructiva de lo que pudieran haber soñado nunca.

Una organización terrorista podía hacer cosas que tenían vedadas los gobiernos, sujetos como estaban al escrutinio y las sanciones internacionales.

Escrutinio y sanciones que no afectaban a las organizaciones terroristas.

El doctor Awan, quizá no un gran hombre, pero sí uno bueno, distaba mucho de ser un yihadista, un radical. Los atentados terroristas lo asqueaban, pero al mismo tiempo era realista y sabía que no podía controlar a los elementos radicales de su país. Con los americanos fuera de Afganistán, los talibanes de regreso y Shah en libertad, era prácticamente imposible detener el curso de los acontecimientos.

En su fuero interno, al primer ministro de Pakistán le había chocado que durante la cumbre con el anterior presidente de Estados Unidos éste hubiera pedido la liberación de Shah. Awan había intentado explicar al presidente Dunn las posibles consecuencias de esa medida, pero éste había hecho oídos sordos a sus palabras.

Por una vez, la lluvia de halagos que solía darle resultados con el presidente norteamericano no había logrado hacerle desistir de la puesta en libertad de Shah. Era el único fracaso de Awan. Estaba claro que alguien se le había adelantado dando aún más coba a Dunn. Ya se imaginaba quién.

El resultado era que Bashir Shah andaba suelto y que el primer ministro no tenía más remedio que caminar por la cuerda floja, haciendo equilibrios entre no distanciarse de los americanos y tampoco de los elementos radicales de su propio país.

En cuanto a Al Qaeda... a ese respecto, Awan se conformaba con no llamar la atención.

Su vida política y su vida como tal dependían de ello.

Les había preocupado que Dunn perdiera las elecciones, pero estaban comprobando que la nueva secretaria de Estado era igual de ignorante, arrogante y, por consiguiente, manipulable.

El pescado estaba cada vez más delicioso.