36

Fue un aterrizaje brusco.

El viento que soplaba con fuerza en los barrancos hacía casi imposible controlar los helicópteros. Aun así, los pilotos de los dos Chinook los mantuvieron firmes el tiempo necesario para que el pelotón de rangers se lanzara al suelo y se pusiera a cubierto.

Justo cuando los helicópteros se elevaban de nuevo y cambiaban de rumbo para alejarse del peligro, una ráfaga de gran intensidad empujó al primero hacia la pared de roca.

—Mierda, mierda, mierda —murmuró la piloto mientras intentaba no perder el control con la ayuda de su copiloto, pero el rotor rozó las rocas y se produjo una sacudida.

La palanca de control vibró en sus manos mientras el aparato se inclinaba.

Muy consciente de cuál sería el desenlace, lanzó una ojeada a su copiloto, que le devolvió la mirada y asintió.

Acto seguido, la piloto se alejó de los rangers de la meseta, y del segundo helicóptero.

Se hizo el silencio en la cabina mientras el helicóptero se perdía de vista por el borde.

—Dios mío —susurró la piloto.

Lo siguiente fue la bola de fuego.

A los pocos segundos aparecieron estelas en las posiciones talibanes.

—¡Nos atacan! —gritó la capitana de los rangers.

• • •

Un cuarteto de cuerda interpretaba el Concierto para dos violines de Bach mientras servían la ensalada.

Era una de las obras favoritas de Ellen, que la escuchaba casi cada mañana para empezar el día con buen pie. Se preguntó si era una coincidencia, aunque sospechó que no. Otra pregunta que se hizo fue cuál de los presentes había elegido la pieza.

¿El primer ministro? No parecía consciente de ningún mensaje oculto. ¿El ministro de Exteriores? Podía ser.

¿El ministro de Defensa, el general Lajani? Por lo que había leído en los informes confidenciales, era lo más probable: un hombre con un pie en el establishment y otro en los campamentos de radicales.

Alguien, sin embargo, tenía que habérselo dicho al general Lajani, y Ellen adivinaba quién.

La misma persona que le había mandado los guisantes de olor.

La misma que le había enviado las postales por los cumpleaños de sus hijos, y la que, sin la menor duda, había envenenado a su marido.

La misma que había organizado la muerte de tantos hombres, mujeres y niños.

Bashir Shah puso el plato de verdura y hierbas frescas delante de la secretaria Adams.

Era el momento. Experimentó una sensación extraña y se dio cuenta de que estaba emocionado. Hacía mucho tiempo que él, tan cínico, no sentía nada, y menos un estremecimiento semejante.

No conocía personalmente a Ellen Adams, pero la había estudiado desde lejos. En ese momento, al agacharse, la tuvo bastante cerca para oler su colonia: Aromatics Elixir, de Clinique. Ya lo sabía. Quizá incluso se tratara del frasco que le había mandado para Navidad, aunque sospechaba que ella lo había tirado directamente a la basura.

Se daba cuenta de que estaba corriendo un riesgo absurdo, pero ¿qué era la vida sin riesgos? ¿Y qué era lo peor que podía pasarle? Si lo descubrían, alegaría que hacerse pasar por camarero sólo había sido una pequeña broma. En el peor de los casos podían acusarlo de allanamiento de morada, pero no iría a juicio, de eso estaba seguro.

Una parte de él, la más temeraria, tenía la esperanza de que lo descubrieran para poder ver la cara de Ellen Adams al caer en la cuenta de quién era ese hombre, de cuánto se había acercado y de que no podía hacer nada al respecto: gracias a los propios americanos, era un hombre libre.

Podía matarla ahí mismo partiéndole el cuello o clavándole uno de los cuchillos puntiagudos, podía echarle veneno o cristales triturados en la comida.

Tenía ese poder sobre ella: el poder de la vida y la muerte.

Al final, lo que hizo fue deslizarle un papel en el bolsillo de la chaqueta. Tal vez no la matara, pero poco faltaría.

Sí, jugaría un poco más con ella y vería su reacción cuando estallaran las bombas y entendiera que su fracaso había causado la muerte de miles de personas, amén de un cambio radical en su país.

Aspirando el sutil perfume de la secretaria de Estado, Shah se preguntó si no sentiría una especie de capricho macabro, de síndrome de Estocolmo a la inversa: así de unidos estaban, por lo visto, el amor y el odio.

Pero no, sabía muy bien que lo que le inspiraba Ellen Adams no tenía nada de agradable. Esa mujer le había destrozado la vida y él se disponía a devolverle el favor. Lo haría despacio, quitándole todo lo que más quería. ¿Que su hijo había salido indemne de la tentativa de asesinato? Cierto, pero habría más días, más oportunidades.

De momento estaba disfrutando. Hasta se permitió hablar con ella.

—Su ensalada, señora secretaria.

Ellen Adams se volvió.

Shukria —dijo en urdu.

Apka jair maqdam hai —contestó el camarero con una cálida sonrisa.

Ellen pensó que tenía ojos bonitos, castaño oscuro, amables como los de su propio padre. Por eso debía de sonarle.

También olía bien: a jazmín.

El camarero se acercó al primer ministro, quien también le dio las gracias, pero sin mirarlo. El ministro de Defensa parecía de un humor casi jovial. Le dijo algo al camarero, que sonrió educadamente antes de seguir con el servicio.

¿Qué motivos tenía para estar tan satisfecho el general Lajani? Ellen no podía evitar la sensación de que, fuera lo que fuese, no anunciaba nada bueno.

Mientras Bach continuaba sonando de fondo, advirtió que estaba siendo un baile mucho más complejo de lo que había previsto.

¿Dónde estaban en ese momento los rangers? Ya debía de haber empezado la maniobra de distracción. ¿Habían llegado a la fábrica o todavía no?

—Hablaba usted de devolverle su armamento a Irán. —Las palabras del primer ministro Awan hicieron que se concentrase de nuevo en la conversación—. Creo que el gran ayatolá es demasiado perspicaz para eso, señora secretaria. No quiere convertirse en otro Muamar el Gadafi.

Ellen estuvo a punto de pedirle que la pusiera en antecedentes, pero le pareció que sería llevarlo demasiado lejos: el primer ministro Awan no se habría creído que pudiera ser tan ignorante. La observaba muy atentamente, analizándola. Ellen sintió la intensidad de su mirada.

Decidió no decir nada y dejarlo con la duda de hasta dónde llegaba su ingenuidad. Al mismo tiempo, luchó contra la tentación de mirar su reloj, un gesto que se habría considerado el colmo de la mala educación y que algún observador podría haber interpretado como que estaba pendiente de que pasara algo.

Lo cual era cierto.

Volvió a pensar en las fuerzas de asalto, y en el transcurso de la operación, y en la que se armaría cuando sus anfitriones descubriesen qué ocurría de verdad mientras ellos degustaban una ensalada de hierbas frescas y oían música de Bach.

—Al coronel Gadafilo convencieron de que renunciara a su armamento nuclear —explicó el ministro de Defensa mientras el doctor Awan seguía observando a Ellen—, y a partir de ahí lo que pasó fue que invadieron Libia y a él lo derrocaron y lo mataron. Es una lección que en esta zona hemos aprendido todos. Cuando un país tiene armas nucleares, está a salvo, y cuando no las tiene es vulnerable. Es un suicidio renunciar a ellas.

—El equilibrio del terror —dijo Ellen.

—El equilibrio del poder, señora secretaria —la corrigió el primer ministro con una sonrisa benévola.

Un ayudante se había agachado para decirle algo al general Lajani, que después de mirarlo fijamente le dirigió unas palabras. El ayudante se marchó a toda prisa.

Acto seguido, el ministro de Defensa habló en voz baja con el doctor Awan.

Ellen se dio cuenta de que había llegado el momento e hizo un esfuerzo por relajarse, respirar, respirar... Betsy, que estaba al otro lado de la mesa ovalada, también se había fijado en aquel intercambio.

Tras atender a las palabras del ministro de Defensa, el primer ministro miró a Ellen.

—Acaban de informarnos de que los británicos están planeando atacar esta noche posiciones de Al Qaeda dentro de Pakistán. ¿Usted sabe algo?

Por suerte la noticia sorprendió sinceramente a Ellen, y se le notó.

—No, nada.

Awan siguió observándola con esa mirada suya tan intensa y asintió.

—Ya veo que es verdad.

—Pero no deja de ser lógico, supongo —dijo lentamente Ellen—, si creen que quien está detrás de los atentados de Londres y las otras ciudades es Al Qaeda.

Eran palabras muy estudiadas, que pronunció despacio, pero su agudeza mental estaba analizando a gran velocidad todas las posibilidades.

¿Podía ser cierto lo que había dicho el primer ministro? ¿Había decidido el Reino Unido atacar por su cuenta, partiendo tal vez de una propuesta surgida de la reunión de inteligencia en la que estaba participando Tim Beecham? ¿Estaba siendo una noche especialmente transitada en el espacio aéreo paquistaní?

La otra posibilidad era que fuese mentira, un rumor puesto en circulación por el presidente Williams. En tal caso, era brillante. Lamentó no saber cuál de las dos opciones era verdad.

—Lo que no tiene lógica —replicó Awan con dureza mientras se interrumpían todas las conversaciones— es no habernos informado. Se trata de un ataque a nuestro territorio soberano. ¿Sabemos dónde es?

—Lo está averiguando mi ayudante —contestó el general Lajani, ya no tan jovial como antes, ni muchísimo menos.

Justo entonces reapareció el ayudante en cuestión, que se agachó para hablarle al oído.

—En voz alta —pidió el general—, que ya lo sabe todo el mundo. ¿Dónde se supone que será el ataque?

—Ya está en marcha, general. En la región de Bajaur.

—Pero ¿a quién se le ocurre? —saltó el primer ministro—. ¿Otra batalla de Bajaur? ¡Como si no hubiera sido bastante sangrienta la primera!

Él había participado, como oficial de rango intermedio, y había sobrevivido por los pelos. Y estaba escuchando música y comiendo ensalada en pleno apogeo de la segunda. Que Dios lo perdonara, pero era un alivio no estar en Bajaur. Tuvo un momento de conmiseración para los comandos británicos que se enfrentaban a los talibanes y Al Qaeda en su bastión de las montañas.

La batalla de Bajaur. La operación Corazón de León. El trauma no se superaba nunca. Era sólo una de las numerosas razones por las que el primer ministro Awan odiaba la guerra y anhelaba un Pakistán pacífico y seguro.

Lo que no le cuadró fue que su ministro de Defensa hubiera puesto cara de alivio. ¿Cómo podía alegrarse de que el Reino Unido hubiera iniciado un ataque secreto dentro de las fronteras paquistaníes? Debería haber montado en cólera.

El primer ministro se preguntó qué tramaba. También se preguntó, sintiendo que se bamboleaba sobre la cuerda floja, si quería saberlo realmente.

El primer ministro Awan no se hacía falsas ilusiones sobre el general Lajani, cuyo nombramiento había sido sólo un medio para apaciguar a los elementos más radicales de su partido. Era un problema no poder fiarse de su propio ministro de Defensa.

Justo entonces, el jefe de seguridad de la secretaria Adams le susurró algo a esta última y le entregó su teléfono.

—Con permiso, señor primer ministro; tengo un mensaje urgente.

—¿De los británicos? —inquirió Awan, que seguía herido en su orgullo nacional.

—No, de mi hijo.

—Casi estamos, señor —anunció el piloto—. Noventa segundos.

El coronel dio la orden, y las tropas de asalto se levantaron y se pusieron en fila delante de la puerta.

Por las ventanillas vieron los fogonazos de la artillería que iluminaban el cielo nocturno y a continuación una serie de explosiones enormes: sus aviones estaban bombardeando posiciones talibanes.

Los rangers de la meseta habían entrado en combate con el enemigo. La maniobra de distracción estaba en marcha.

—Cuarenta y cinco segundos.

Las miradas se apartaron de las ventanillas para converger en la puerta, que estaba a punto de abrirse. Ellos también tenían una misión: tomar la fábrica como un rayo, antes de que sus ocupantes pudieran dispersarse y destruir documentos.

Antes de que pudieran detonar un artefacto nuclear.

—Quince segundos.

La puerta se abrió de un tirón, dejando entrar una sonora ráfaga de aire frío y puro.

Engancharon las cuerdas al cable de arriba y se prepararon.

Ellen leyó el breve mensaje de texto. No era de Gil, sino de Boynton.

Los rusos habían matado a Farhad, el informador que trabajaba al mismo tiempo para la inteligencia iraní y la mafia rusa, pero antes de morir había pronunciado dos palabras.

«Casa Blanca.»

El fuego de las posiciones talibanes era brutal, peor de lo que se esperaban. Al ver que utilizaban armamento ruso, la capitana transmitió el dato al cuartel general y aprovechó para informar de que ellos estaban contraatacando sin ceder terreno.

Justo cuando iba a preguntar dónde estaban los refuerzos aéreos surcó el cielo un ruido atronador, y las bombas lanzadas sobre las montañas por cazas estadounidenses hicieron que el suelo se estremeciera.

Aquello les proporcionó un alivio temporal en medio del devastador fuego.

Se reanudó enseguida.

Parapetada en una roca, miró su reloj. El otro pelotón debía de estar en la fábrica. Con que atrajeran los ataques otros veinte minutos sería suficiente.

«Hay que aguantar, hay aguantar pase lo que pase.»

Era la única del pelotón que sabía cuál era realmente su misión. Si los hacían prisioneros, ninguno de sus soldados revelaría nunca en qué consistía, por mucho que lo torturasen.

De todos modos, no habría prisioneros. Ya se ocuparía ella de que no atrapasen a ninguno de sus hombres.

El presidente Williams estaba sentado en la sala de crisis principal del sótano de la Casa Blanca, rodeado por sus asesores de inteligencia y Defensa. La sala no tenía ventanas, y el ambiente, después de una hora de reunión, estaba muy cargado, pero a nadie le llamaba la atención ni le importaba.

Estaban completamente absortos en los monitores, donde veían y oían a los rangers que estaban a punto de bajar con cuerdas a la fábrica.

«Quince segundos», se oyó decir al piloto con una nitidez sorprendente.

El presidente Williams se aferró a los brazos de su silla giratoria.

A su lado estaba el jefe del Mando de Operaciones Especiales, y en la habitación contigua el subjefe del Estado Mayor Conjunto, haciendo un seguimiento de la operación de la meseta.

—Señor presidente, hemos perdido uno de los helicópteros —informó a Williams.

—¿Y los rangers? —contestó el presidente, procurando disimular su inquietud.

—Ya habían salido, pero la piloto y el copiloto son bajas.

Asintió con un gesto brusco.

—¿El resto aguanta?

—Sí, están atrayendo el fuego y la atención.

—Bien.

• • •

«¡Vamos, vamos, vamos!» Era la orden.

En la sala de crisis, a miles de kilómetros, el presidente de Estados Unidos se inclinó.

Las cámaras de visión nocturna que llevaban los rangers en sus cascos le permitían verlo todo con exactitud. Era como estar sin estar.

Doug Williams se deslizó por la cuerda desde el helicóptero, con el oficial al mando de la incursión. Resultaba inquietante el silencio casi plácido con que veía bajar a los demás.

Se oyó el ruido sordo de sus botas al chocar con el suelo, acompañado de un gruñido.

Nadie dijo nada. Los rangers sabían perfectamente lo que tenían que hacer.

El agente llamó a la puerta de Pete Hamilton y echó un vistazo al mugriento rellano.

Olía fatal. Miró a su compañero, que estaba haciendo muecas.

—¿Hamilton? —dijo en voz alta, aporreando la puerta.

Le habían seguido el rastro desde el Off the Record. Hamilton llevaba más de una hora en casa, pero no había respondido a sus mensajes.

El agente al mando, un veterano del Servicio Secreto, miró a su alrededor. Pasaba algo raro. Cualquier persona que trabajase para la Casa Blanca se habría asegurado de responder a los mensajes de texto, los correos electrónicos y las llamadas. Tampoco es que fueran las tres de la madrugada. No era ni media tarde.

Notó que se le erizaba el vello de la nuca.

Se agachó hacia la cerradura y sólo tardó unos segundos en manipularla con sus herramientas hasta que se oyó un suave clic. Desenfundó su pistola y le hizo una señal con la cabeza al otro.

«¿Listo?»

«Listo.»

Empujó un poco la puerta con el pie.

Y se detuvo.

• • •

A Ellen le sirvieron el postre, aunque el camarero no era el mismo de antes.

La cena en Islamabad no había destacado en ningún momento por su animación, pero la noticia del supuesto ataque británico a Bajaur había instaurado un ambiente hosco.

El general Lajani había tenido que ausentarse. Quien seguía en la mesa era el primer ministro, señal, quizá, de la importancia que atribuía a su invitada americana, aunque a Ellen le pareció más probable que fuera señal de quién mandaba de verdad y quién hacía mejor en limitarse a disfrutar de su gulab jamun.

La secretaria Adams ya había comprendido que el rumor sobre el SAS era una artimaña y que eran fuerzas especiales norteamericanas las que habían caído sobre Bajaur para entrar en combate con Al Qaeda. Era cuestión de poco, de minutos, que los paquistaníes se percatasen de lo que ocurría en realidad y de quién había orquestado realmente la incursión... las incursiones.

Movió las bolas de masa dulce por el jarabe. El cuenco de porcelana fina desprendía un leve aroma a rosa y cardamomo.

Del presidente Williams no sabía nada desde que le había reenviado el aviso de Boynton.

«Casa Blanca.»

En realidad, no era más que la confirmación de lo que ya sabían: que dentro de la Casa Blanca había un traidor, alguien cercano al presidente.

Justo entonces notó que vibraba el teléfono y vio un mensaje con bandera roja.

Los agentes enviados para controlar a Pete Hamilton lo habían encontrado en su piso, muerto a tiros.

Le habían seguido el rastro desde el Off the Record, donde Hamilton había estado conversando con una joven que se había ido poco después de él. Estaban averiguando quién era.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el doctor Awan al verla pálida.

—No sé si me ha sentado muy bien el pescado. ¿Me disculpa, señor primer ministro?

—Por supuesto.

Awan se levantó a la vez que Ellen, que le hizo a Betsy una señal con la cabeza para que la acompañara. Los demás comensales, que también se habían puesto en pie, siguieron con la mirada a las dos mujeres que se apresuraban a salir, acompañadas por una subalterna.

Todo apuntaba a que la incómoda y larga velada tocaba a su fin. Si el invitado de honor vomitaba, solía ser señal de que se había acabado.

Esta vez se equivocaban.

Nada más tocar tierra, los rangers echaron a correr hacia la fábrica. El presidente y los demás los vieron tirar la verja abajo y entrar todos en masa.

—¡Despejado!

—¡Despejado!

—¡Despejado!

Siete segundos desde la entrada, y de momento ninguna resistencia, ni un disparo siquiera.

—¿Es normal? —le preguntó Williams al jefe de Operaciones Especiales.

—En estos casos lo «normal» no existe, señor presidente, pero esperábamos que el recinto estuviera defendido.

—¿Entonces...?

—Podría querer decir que los hemos tomado totalmente por sorpresa.

A pesar de sus palabras, ponía cara de perplejidad.

El presidente Williams estuvo a punto de preguntar qué otra cosa podía querer decir, pero decidió observar sin decir nada. Pronto lo sabrían.

Los segundos se alargaban casi hasta romperse. Williams no sabía que pudieran ser tan largos y elásticos.

Se oía un ruido de botas pesadas subiendo peldaños de cemento de dos en dos con fusiles M16 a punto. Mientras subía un grupo bajó otro, y el tercero tardó muy poco en desplegarse por la enorme explanada sembrada de material industrial.

Veintitrés segundos.

—¡Despejado!

—¡Despejado!

—¡Despejado!

—¿Qué es eso?

Williams estaba señalando una de las pantallas.

El jefe del grupo recibió la orden de acercarse más, hasta que quedó despejada cualquier duda sobre lo que era «eso».

—Joder —dijo el presidente.

—Joder —dijo el jefe del Mando Conjunto de Operaciones Especiales.

—Joder —dijo el jefe del grupo.

Era una hilera de cadáveres, todos con bata blanca de laboratorio. Los físicos estaban tirados por el suelo, frente a una pared con agujeros de balas y manchas de sangre.

—Coged sus identificaciones —ordenó el jefe—. Registradlos por si llevan algún documento encima.

Varias manos con guantes se acercaron a los cadáveres para registrarlos.

—¿Cuándo ha ocurrido? —le preguntó el jefe de Operaciones Especiales al jefe de la fuerza de élite.

—Parece que llevan muertos al menos un día.

Shah había matado a los suyos. Ya no le servían de nada. Williams comprendió que ya tenía lo que necesitaba: las bombas estaban montadas y vendidas a Al Qaeda, que gozaba de la protección de los talibanes.

Shah se limitaba a hacer limpieza.

—Encuentren los documentos, necesitamos la información —ordenó el presidente.

—¡Sí, señor!

«Por favor, Dios, por favor...»

—Aquí arriba hay más muertos —dijo otra voz—. En la primera planta.

—Y en el sótano también. Madre mía, es una masacre...

—Cuidado, puede haber explosivos —indicó el jefe mientras él y otros registraban las instalaciones en busca de documentación, ordenadores, teléfonos... cualquier otra cosa.

El presidente Williams levantó las manos y apoyó la cara en ellas sin quitar ojo a las pantallas. Tenía los ojos muy abiertos, y se le había acelerado la respiración.

—Tenemos que saber adónde enviaron las bombas —repetía.

Noventa segundos desde que habían entrado y nada.

Dos minutos y diez segundos. Nada.

—De momento nada —informó el jefe—. Vamos a seguir buscando. Trampas no parece que haya.

El jefe del Mando Conjunto de Operaciones Especiales miró al presidente.

—Qué raro...

—Mejor, ¿no?

—Supongo que sí.

No parecía muy tranquilo.

—Dígamelo.

—Me preocupa que los que han montado todo esto quieran hacer entrar más a los nuestros antes de ponerles la zancadilla.

—¿Y qué podemos hacer?

—Nada.

—¿No habría que avisarlos? —El presidente Williams estaba señalando la pantalla con la cabeza.

—Ya lo saben.

En la sala de crisis, todos miraban muy serios las pantallas, donde los rangers seguían adentrándose en la fábrica y buscando información vital a sabiendas de qué era más probable que los esperase.

—Señor presidente...

Williams, muy concentrado, dio un respingo y se volvió hacia la puerta, donde estaba el subjefe del Estado Mayor Conjunto, aferrado al marco y con cara de no encontrarse bien. Tenía detrás a los hombres y mujeres que habían estado pendientes de lo que sucedía en la meseta.

Se levantó. Estaba claro, por las caras, que no eran buenas noticias.

—¿Qué, general?

—Se acabó.

—¿Cómo? —dijo Williams.

—Están todos muertos, todo el pelotón.

Se hizo un silencio sepulcral.

—¿Todos?

—Sí, señor. Han intentado contener a los insurgentes, pero eran demasiados. Da la impresión de que estaban avisados.

Williams miró al jefe de Operaciones Especiales, que se había quedado atónito, y luego otra vez hacia la puerta.

—Siga, general —pidió muy erguido, preparándose para lo peor.

«Porque tengo más...»

—Cuando ya estaba claro que no iban a poder contra los pastunes y Al Qaeda, y que no había escapatoria, la capitana al frente de la operación ha ordenado capturar a todos los terroristas posibles para usarlos como escudos y resistir hasta el final.

—Dios mío... —Williams cerró los ojos y bajó la cabeza, intentando imaginárselo... Pero no pudo. Levantó la cabeza, respiró hondo y asintió—. Gracias, general. ¿Y los cadáveres?

—He mandado helicópteros de combate para intentar recuperarlos, aunque...

El malestar del general parecía físico.

—Ya. Gracias. Quiero sus nombres.

—Sí, señor.

Ya habría tiempo de sobra para el luto. El presidente Williams volvió a mirar la fábrica, donde seguían adentrándose los otros rangers.

Era casi seguro que se trataba de una trampa, pero necesitaban esa información.

¿En qué ciudades de Estados Unidos había artefactos nucleares a punto de explotar?

Betsy registró el cuarto de baño y cerró la puerta con pestillo.

Que estuvieran solas no quería decir que no las oyeran.

—¿Qué, qué ha pasado? —susurró.

Ellen se sentó en el sofá de terciopelo y miró fijamente a su amiga, que tomó asiento a su lado.

—Han matado a Pete Hamilton —susurró— y se han llevado su portátil, su móvil y sus papeles.

—Oooh.

Betsy se desmoronó. Le había venido a la cabeza la cara de entusiasmo de Hamilton y le había flaqueado todo el cuerpo. Ella lo había reclutado, ella lo había convencido de que los ayudase.

Si hubiera...

—¿A qué hora te ha llegado su último mensaje? —preguntó Ellen.

Rehaciéndose del golpe, Betsy lo consultó y se lo dijo.

—¿Y desde entonces nada? ¿Ninguna explicación?

Negó con la cabeza. De repente «HLI» no era algo mal escrito, sino un último mensaje urgente de un joven que tal vez temiera por su vida.

—Y no es lo único —añadió Ellen con muy mala cara—. La fuerza de distracción... los rangers...

—¿Qué?

Respiró hondo.

—Los han matado.

Betsy la miró fijamente con ganas de apartar la vista, cerrar los ojos y refugiarse en la oscuridad, aunque sólo fuera unos segundos, pero no podía abandonar a su amiga ni un instante, así que le cogió la mano.

—¿A todos?

Ellen asintió.

—Treinta rangers y cuatro pilotos de helicóptero, y no queda nadie.

—Dios mío... —Betsy suspiró. Acto seguido hizo la pregunta que más temía—: ¿Y los otros, los de la fábrica?

—No he sabido nada.

Llamaron a la puerta y sacudieron el pomo.

—Señora secretaria —dijo una voz femenina—, ¿se encuentra bien?

—Un momento —contestó Betsy—, ahora mismo salimos.

—¿Necesitan ayuda?

—No. —Recuperó la compostura—. No, gracias, sólo necesitamos un poco más de tiempo. Es que tiene un poco revuelta la barriga.

Esta vez era verdad.

Miraron fijamente el móvil que tenía Ellen entre los dedos crispados, esperando algún otro mensaje de la Casa Blanca.

«Casa Blanca», pensó Ellen. Era el mensaje de Boynton, lo que había dicho el doble agente iraní con su último aliento.

—Déjame ver otra vez el mensaje de Pete Hamilton.

Otro mensaje de un hombre a punto de morir, y consciente de su situación. No era «Casa Blanca», pero podría haberlo sido.

«HLI

Justo entonces apareció en el móvil de Ellen un mensaje marcado como urgente. Era de la Casa Blanca.

El presidente Williams no quitaba ojo a las pantallas, donde los rangers de la fábrica estaban acabando de registrarla por segunda vez. Se volvió hacia el jefe del Mando Conjunto de Operaciones Especiales.

—Tráigalos de vuelta.

—Sí, señor.

• • •

Ellen Adams entró en el cubículo y se puso de rodillas para vomitar mientras Betsy miraba fijamente las pocas líneas de texto que aparecían en el móvil, enviadas por el presidente Williams.

«Fábrica vacía. Físicos y técnicos muertos. No hay papeles ni ordenadores. Ni idea de adónde se enviaron las bombas. Indicios de presencia de material físil. Se está analizando la firma isotópica. Sin información sobre los destinos.»

Nada.

Betsy sabía que su deber era ir con Ellen, ayudarla y llevarle paños fríos para la cara.

Sin embargo, no pudo moverse salvo para cerrar los ojos: se los tapó con las manos, que temblaban, y sintió las mejillas mojadas debajo de las palmas.

Pete Hamilton estaba muerto, y el pelotón de rangers enviados como distracción también.

Los físicos estaban muertos, y la fábrica, vacía.

Todo había sido en balde.

Seguían ignorando por completo dónde estaban las bombas nucleares y cuándo explotarían. La única certeza que tenían, o casi, era que sería pronto.