—¿Señora secretaria? —Esta vez, la voz del otro lado de la puerta era la del agente Kowalski, el jefe del equipo de la Seguridad Diplomática de Ellen—. ¿Necesita ayuda?
—No, no, gracias, sólo un minuto más. Nos estamos remojando la cara.
Era verdad, pero Ellen había dejado el grifo abierto para que resultara más difícil oír lo que estaba a punto de decirle a Betsy.
—Me parece que ya sé qué quería decir Pete Hamilton —susurró.
—¿Cómo?
—El mensaje, «HLI».
—O sea que ¿no lo ha escrito mal, por el pánico?
—No creo. Hace años, justo después de la investidura de Dunn, vino a verme Alex Huang.
—Tu corresponsal jefe para la Casa Blanca —recordó Betsy.
—Exacto. Había encontrado por casualidad un foro de conspiranoicos de segunda que hablaban vagamente de una web con el nombre de HLI. Al investigarlo llegó a la conclusión de que o era una broma o lo hacían circular extremistas de derechas con ganas de que fuera verdad. En todo caso, no existía.
—¿Estás segura de que se llamaba HLI? ¿Cómo te acuerdas del detalle, si han pasado años?
—Por el significado de las siglas HLI, y por el notición que habría supuesto de haber sido verdad.
—¿Qué significaban?
—High-Level Informant: «Informador de Alto Nivel.» Dentro de la Casa Blanca.
—Bueno, pero eran fantasías, ¿no? Un alto cargo ficticio que... ¿qué hacía, pasar información secreta a la ultraderecha? —preguntó Betsy—. ¿En plan Área 51? Los extraterrestres están entre nosotros. Las vacunas llevan un dispositivo de seguimiento. Finlandia no existe. ¿Cosas así? ¿Se inventaban bulos y se los atribuían al HLI?
—Al principio Huang lo veía así, como algo raro pero inofensivo. Incluso se lo preguntó a Pete Hamilton en una rueda de prensa de la Casa Blanca. Hamilton lo desmintió todo, y Huang lo descartó como el típico pozo sin fondo de los conspiranoicos. Aun así, le pedí que siguiera investigando un poco.
—¿Por qué?
—Porque ese tipo de pozos sin fondo suelen desembocar en la periferia, pero éste llegaba más allá.
—A la red oscura.
—La verdad es que no lo sé.
—¿Y Alex Huang acabo dejándolo?
A Betsy siempre le había hecho gracia que los periodistas que informaban sobre temas del gobierno recibieran el nombre de «corresponsales», como si estuvieran en otro país, pero al final lo había entendido: era un país dentro de otro, con sus propias normas de conducta, su propia gravedad, su propia atmósfera, asfixiante, y sus propias fronteras, en constante cambio.
El animal nacional de ese país era el rumor. La Casa Blanca estaba plagada de ellos. Los veteranos que habían capeado más de un cambio de gobierno debían su supervivencia a saber distinguir entre rumores ciertos y rumores falsos, y también a otra habilidad, quizá más importante: la de reconocer rumores falsos que pudieran ser útiles.
—Sí, no pudo llegar muy lejos. La verdad es que fue lo que más me extrañó. La mayoría de los que pregonan teorías de la conspiración aspiran a la máxima publicidad. Quieren que su «secreto» se difunda por todas partes; y los que estaban al corriente del HLI no. Al contrario: parecían desesperados para que no se divulgase.
—Un gran silencio —añadió Betsy, y Ellen asintió.
—En fin, que Alex paró de investigar y poco después dejó el trabajo.
—¿Y adónde fue, a otro periódico?
—No, me parece que se mudó a Vermont. No sé, igual lo contrataron en algún periódico, pero en todo caso se buscó una vida más tranquila. El trabajo de corresponsal en la Casa Blanca quema mucho.
—Vale, voy a intentar localizarlo.
—¿Por qué?
—Porque quiero seguir investigando. Si es verdad que existe ese HLI, y está implicado, tenemos que averiguarlo. Por Pete.
No era una manera de hablar, sino la realidad: Betsy se sentía en deuda con el joven.
—Por mí perfecto, pero que lo haga otro —dijo Ellen— . Ya buscaré a alguien.
—¿Y por qué no lo hago yo?
—Porque a Pete Hamilton, de tanto hacer preguntas, lo han matado.
—¿Y qué crees, corazón, que si estallan las bombas no nos mandarán al paredón, a nosotras y a todos? —contestó Betsy—. Voy a investigarlo. ¿Cuáles has dicho que eran las iniciales?
Ellen sonrió un poco.
—Pero qué tonta eres. —Cerró los grifos—. ¿Preparada?
—De vuelta al tajo, amiga mía —respondió Betsy mientras se miraba en el espejo para retocarse el pintalabios.
Al salir del baño se toparon con la cara de enfado del primer ministro de Pakistán.
Ali Awan estaba en medio del fastuoso pasillo, con las manos en la espalda y una mirada feroz. A su espalda se alineaban todos los comensales de la cena, incluido el cuarteto de cuerda.
Todos fulminaban a Ellen Williams con la mirada.
—Señora secretaria, ¿cuándo pensaba contármelo?
Le enseñó su móvil, donde acababa de entrar un mensaje sobre la auténtica naturaleza de las incursiones de las fuerzas especiales.
Era el colmo.
—¿Y usted, señor primer ministro, cuándo pensaba contármelo? —Si él estaba enfadado, ella echaba humo—. Sí, esta noche nuestras fuerzas especiales han combatido contra los talibanes y Al Qaeda en Bajaur, y han pagado un precio terrible, mientras otra fuerza atacaba la fábrica de cemento abandonada. Hemos sido nosotros, no los británicos. En pleno territorio paquistaní, efectivamente. ¿Y sabe por qué?
Dio dos pasos hacia Awan y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrarlo por la larga kurta bordada.
—Porque es donde están los terroristas. ¿Y por qué es donde están? Porque ustedes les han proporcionado refugio. Se han prestado a que su país sirva de base a enemigos de Occidente, de Estados Unidos. ¿Que por qué no le habíamos contado nada sobre las incursiones de esta noche? Porque no podemos fiarnos de ustedes. Permitieron que Al Qaeda tuviera bases en el interior de Pakistán, y por si fuera poco han permitido que Bashir Shah usara una fábrica abandonada para sus armas. La responsabilidad... —dio otro paso hacia el primer ministro, que retrocedió— es... —otro paso— suya.
Ellen tenía la cara sudorosa del primer ministro justo delante de sus ojos.
—¿Y ahora cómo quiere que nos fiemos nosotros de ustedes? —dijo Awan, recuperándose—. Ha mentido, señora secretaria. Sólo ha venido para distraernos.
—Por supuesto, y volvería a hacerlo.
—Ha atentado contra nuestro honor nacional.
Ellen se acercó aún más.
—A la mierda su honor —susurró—. Esta noche han perdido la vida treinta y cuatro miembros de nuestras fuerzas especiales tratando de impedir una catástrofe que usted ha permitido.
—Yo... —El primer ministro se había puesto a la defensiva, figurada y literalmente.
—¿Qué va a decirme, que no lo sabía? ¿No será que no quería saberlo? ¿Qué pensaba que ocurriría cuando soltó a Shah?
—No teníamos...
—¿Alternativa? ¿Me está tomando el pelo? ¿Un gran país como Pakistán capitulando ante un americano loco?
—El presidente de Estados Unidos.
—¿Y cómo piensa explicárselo al de ahora? —Ellen lo fulminó con la mirada.
El primer ministro Awan parecía apabullado. Se había resbalado de la cuerda floja, pero aún se aferraba a ella con una sola mano. Le iba la vida en ello: a sus pies se abría un abismo.
—Acompáñeme.
Ellen lo tomó por el brazo y prácticamente lo empujó dentro del baño de mujeres. Betsy fue tras ellos y cerró con pestillo antes de que pudiera entrar nadie más.
—¡Señor primer ministro! —exclamó el jefe de seguridad de Awan—, ¡apártese!
—No, un momento —repuso Awan—. No corro ningún peligro. —Se volvió hacia Ellen—. ¿Verdad?
—Si por mí fuera... —Ellen suspiró con fuerza, sin acabar la frase—. Mire, necesito información. Shah contrató a físicos nucleares para fabricar bombas y usó la cementera de Bajaur para ensamblarlas.
—¿Bombas?
Se fijó en el doctor Awan. ¿Era posible que no lo supiese? Al ver su cara de consternación, le pareció muy probable. Cabía la posibilidad de que por fin hubieran encontrado una línea moral que no estaba dispuesto a cruzar.
—En la fábrica hay indicios de material físil.
—¿Nucleares? —Awan no acababa de hacerse a la idea. Su expresión había pasado de la consternación al horror.
—Sí. ¿Qué sabe usted?
—Nada. Dios mío... —Dio la espalda a Ellen y empezó a dar vueltas con la mano en la frente, entre grandes y lujosos pufs tapizados de seda.
—Algo tiene que saber —insistió ella, siguiéndolo—. Según nuestra inteligencia, las bombas fueron vendidas a Al Qaeda y ya están colocadas en sus objetivos.
—¿Dónde?
—Ése es el problema. —Lo frenó con una mano y le hizo dar media vuelta—. No lo sabemos. Lo único que sabemos es que están en tres ciudades de Estados Unidos. Necesitamos conocer su localización exacta y cuándo están programadas para explotar. Tiene que ayudarnos, señor primer ministro; si no, pongo a Dios por testigo de que...
La respiración del primer ministro Awan se había vuelto rápida y superficial. Betsy tuvo miedo de que se desmayase.
Tal vez algunas cosas ya las sospechara, pero estaba claro que los detalles concretos le habían provocado un gran impacto.
Se sentó con todo su peso en una de las otomanas.
—Se lo advertí. Intenté avisarlo.
—¿A quién?
Ellen ocupó la de al lado, inclinándose hacia él.
—A Dunn, pero sus asesores fueron inflexibles: había que poner en libertad al doctor Shah.
—¿Qué asesores?
—No lo sé. Lo único que sé es que Dunn les hacía caso y no se dejaba convencer.
—¿El general Whitehead?
—¿Del Estado Mayor Conjunto? No, él estaba en contra.
Lógico, se dijo Betsy, al menos en público. Se acordó de Pete, y de su mezcla de entusiasmo y horror al encontrar los documentos escondidos en el archivo privado que inculpaban al jefe del Estado Mayor Conjunto.
¿Era Whitehead el HLI? Tenía que serlo, pero cabía la posibilidad de que no actuara solo. Él representaba al Pentágono. ¿Y si había alguien más, alguien de la Casa Blanca propiamente dicha?
—¿Dónde está ahora Shah? —le preguntó Ellen a Awan.
—No lo sé.
—¿Y quién lo sabe?
Silencio.
—¿Quién lo sabe? —exigió saber Ellen—. ¿Su ministro de Defensa?
El doctor Awan bajó la vista.
—Puede ser.
—Que venga.
—¿Aquí? —Awan echó un vistazo al baño de mujeres.
—Pues a su despacho. Adonde sea, pero deprisa.
Sacó su móvil y llamó. Y llamó y llamó.
El primer ministro frunció el ceño y envió un mensaje de texto. Luego llamó a otro número.
—Localicen al general Lajani, ahora mismo.
Entretanto, Ellen mandó un mensaje al presidente Williams para aconsejarle que hiciera volver a Tim Beecham de Londres.
La respuesta fue inmediata: Beecham regresaría a Washington en un avión militar.
«Y a usted también la quiero aquí», escribió el presidente.
Ellen tardó un poco en teclear la respuesta.
«Deme unas horas más, por favor. Puede que aquí encuentre respuestas.»
Pulsó «enviar», y en breves instantes recibió la respuesta.
«Dispone de una hora. Luego quiero que suba al Air Force Three.»
Estuvo a punto de guardarse el teléfono, pero se lo pensó mejor. Aún le quedaba una pregunta.
«¿Con qué armas mataron a los físicos?»
«Rusas.»
Miró al primer ministro Awan.
—¿Hasta qué punto están metidos los rusos en Pakistán?
—En absoluto.
Lo observó, y él a ella. Por alguna razón, la calma de la secretaria Adams era más perturbadora que sus gritos.
¿Dónde demonios estaba el general Lajani? Él los había metido en aquel lío; le tocaba a él aguantar las iras de la secretaria.
—Soy consciente de que le he parecido una idiota y una incompetente —lo sorprendió diciendo Ellen—, fácil de manipular.
—Bueno, señora secretaria, es la impresión que ha dado, aunque ahora veo que era intencionado.
—¿Sabe qué me ha parecido usted?
—¿Un idiota y un incompetente, fácil de manipular?
Oyéndolo, Betsy pensó que era difícil no tenerle simpatía, aunque había algo que era aún más difícil: fiarse de él.
—Bueno, un poco quizá sí —reconoció Ellen—, pero más que nada me ha parecido un buen hombre en una posición insostenible, y me lo sigue pareciendo. Sin embargo, ha llegado la hora de la verdad. Tiene que decidirse, y tiene que ser ahora mismo. ¿Nosotros o los yihadistas? ¿Está en el bando de los terroristas o en el de sus aliados?
—Si la elijo a usted, Ellen, si la ayudo...
—Sí, ya lo sé, podría convertirse en su próximo objetivo. —Ellen lo miró con cierta simpatía—. Pero si opta por los terroristas tarde o temprano también lo matarán, cuando ya no les sirva. Y le diré otra cosa, Ali: está en esa frontera. Hasta es posible que con lo de esta noche ya la haya cruzado. Por lo visto Shah está haciendo limpieza, y usted forma parte de los residuos. Su única esperanza es ayudarnos a encontrarlo. —Vio que se debatía—. ¿Qué quiere, que Pakistán caiga en manos de terroristas y de locos? ¿En serio? ¿De los rusos?
«Reyes y hombres desesperados», pensó Betsy, pero esta vez eran ellos los desesperados.
—No sé dónde está Shah, de verdad —respondió Awan—. Quizá puede decírselo el general Lajani, aunque lo dudo. Hace un momento me ha preguntado por los rusos. No son aliados nuestros, pero en Pakistán hay ciertos elementos vinculados a la mafia rusa.
—¿Entre ellos el general Lajani?
El primer ministro asintió con profundo pesar.
—Creo que sí.
—¿Vende armas de la mafia rusa a Shah?
Hizo un gesto de asentimiento.
—¿Incluido material físil?
Otro.
—¿Y de Shah a Al Qaeda?
Otro.
—Y garantiza un refugio seguro a los terroristas.
Otro.
Ellen estuvo a punto de preguntarle a Awan por qué no lo había impedido, pero no era el momento. Ya lo haría si sobrevivían. Sin embargo, también era consciente de que el gobierno de Estados Unidos se había metido en la cama con muchos demonios a lo largo de su historia. En algunas ocasiones era un mal necesario, pero rara vez un trato equitativo.
Bajo la atenta mirada de la secretaria Adams, el primer ministro Ali Awan tomó una decisión: soltó la cuerda floja y entró en caída libre.
—Si Bashir Shah posee material físil —dijo—, tiene que estar en contacto con la mafia rusa a su máximo nivel.
—¿Es decir...?
Ellen vio que vacilaba.
—Ya ha llegado muy lejos, Ali —susurró—. Un paso más.
—Maxim Ivanov. Aunque nunca lo reconozcan, el presidente ruso está involucrado en todo lo que ocurre. Sin su visto bueno sería imposible que alguien se hiciera con esas armas y ese material físil. Ha ganado miles de millones.
Ellen siempre había tenido sus sospechas, e incluso había encargado a la unidad de investigación de uno de sus grandes periódicos que indagara en los lazos entre Ivanov y la mafia rusa, pero al cabo de dieciocho meses seguían con las manos vacías. Nadie abría la boca. Quien lo hiciera se arriesgaba a desaparecer.
A los oligarcas los creaba el presidente ruso, que era quien les concedía su riqueza y poder y quien los controlaba, mientras que ellos, a su vez, controlaban a la mafia.
La mafia rusa era el hilo conductor entre todos los elementos: Irán, Shah, Al Qaeda y Pakistán.
Se oyó la señal de otro mensaje entrante con bandera roja. Era del presidente Williams.
El material físil detectado en la fábrica se había identificado como uranio-235. Procedía de minas del sur de los Urales, y el comité de vigilancia nuclear de la ONU había denunciado su desaparición dos años antes.
Una vez asimilada la noticia, Ellen se armó de valor y mandó una respuesta.
Sin embargo, aún le quedaba una pregunta para el primer ministro Awan.
—¿A usted le dicen algo las siglas HLI?
—¿HLI? No, lo siento.
La secretaria Adams ya estaba de pie. Le dio las gracias a Awan y se fue, no sin antes pedirle la máxima discreción sobre lo que se habían dicho.
—Puede estar tranquila, no se lo diré a nadie.
Eso sí se lo creyó.
En el despacho oval, el presidente Williams miró su teléfono.
—Mierda —murmuró.
La noche, ya horrenda de por sí, acababa de empeorar.
Según el mensaje de su secretaria de Estado, era muy probable que la mafia rusa estuviera implicada, lo cual significaba que también debía de estarlo el presidente ruso.
A Doug Williams no le cabía la menor duda de que había una bomba nuclear debajo de sus posaderas, cosa que le provocaba un miedo atroz. Tenía tan pocas ganas de morir como cualquiera.
Lo que menos quería, sin embargo, era fracasar.
Había ordenado que se procediera poco menos que a la evacuación de la Casa Blanca. Sólo se quedaría el personal más esencial.
En esos momentos, los especialistas estaban buscando indicios de radiación del uranio-235 por todo el edificio, pero el presidente Williams sabía que había muchas maneras de ocultar su presencia, y la Casa Blanca estaba repleta de escondrijos.
Si se trataba de una bomba sucia, cabía en un maletín, y si algo no faltaba en ese viejo caserón eran maletines.
Volvió a mirar el mensaje de Ellen Adams.
De momento no regresaba a Washington, sino que viajaba a Moscú en el Air Force Three. ¿Podía Williams concertarle un encuentro con el presidente ruso?
Se planteó fugazmente que el traidor fuera su secretaria de Estado, y que por eso estuviera alejándose todo lo posible de las bombas nucleares.
Sin embargo, lo descartó enseguida, consciente de que era uno de los grandes peligros que corrían: enfrentarse los unos a los otros por el pánico y dejarse dividir por las sospechas.
Sus posibilidades de éxito pasaban por mantenerse unidos.
Él podía estar sentado sobre una bomba nuclear, pero a Ellen Adams tampoco le iba mejor: en el horizonte inmediato de la secretaria de Estado había una confrontación con el oso ruso.
¿Cómo era mejor morir, reducido a cenizas o despedazado?
Cruzó los brazos en el escritorio Resolute, apoyó en ellos la cabeza y, durante unos instantes, con los ojos cerrados, se imaginó un prado de flores y un arroyo en el que se reflejaba el sol. Su golden retriever, Bishop, perseguía mariposas sin ninguna esperanza de atraparlas.
De repente Bishop se paró y miró el cielo, donde había aparecido un hongo nuclear.
El presidente Williams levantó la cabeza, se frotó la cara con las manos e hizo una llamada a Moscú.
«Dios, no dejes que cometa un error ahora», pensó.
• • •
De camino al aeropuerto, Ellen se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el móvil. Fue un gesto maquinal. Siempre se le olvidaba que después de cada uso lo dejaba en manos de su jefe de Seguridad Diplomática.
Pero...
—¿Qué es esto?
—¿El qué? —preguntó Betsy.
Estaba a la vez exhausta, completamente frita y en alerta máxima. Se preguntó cuánto tiempo podían durar así.
Pensó en Pete Hamilton y en los rangers de la meseta.
La respuesta era más, todo el tiempo que hiciera falta.
Ellen sostenía un papel entre el pulgar y el índice.
—Steve...
Kowalski, que iba delante, se volvió.
—Diga, señora secretaria.
—¿Tiene una bolsa para guardar pruebas?
El tono de la pregunta le hizo que el agente se fijara primero en Ellen y después en lo que tenía en la mano. Sacó una bolsa de un compartimento situado entre los asientos.
Ellen introdujo el papel en la bolsa, no sin que antes Betsy fotografiase el texto escrito en él con letra minuciosa, y hasta elegante:
«3 10 1600.»
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—No lo sé.
—¿De dónde ha salido?
—Lo tenía en el bolsillo.
—Ya, pero ¿quién lo ha metido ahí?
Ellen había estado repasando mentalmente la velada. En el momento en que se había puesto la chaqueta en el Air Force Three, hacía una eternidad, no había ningún papel. A partir de entonces se lo podía haber deslizado en el bolsillo mucha gente, aunque la mayoría de los comensales había mantenido una distancia respetuosa, y no le pareció que el primer ministro Awan o el ministro de Asuntos Exteriores se hubieran acercado lo suficiente.
El general Lajani tampoco.
¿Quién, entonces?
Recordó unos ojos de color castaño oscuro y una voz con acento leve: los de alguien que se había inclinado lo suficiente para oler su colonia.
Jazmín.
«Su ensalada, señora secretaria.»
Luego no había vuelto a verlo. No había participado en el resto del servicio.
Pero sí había estado cerca de ella el tiempo suficiente para deslizarle el papel en el bolsillo. Estaba segura.
Tan segura como de algo más.
—Era Shah. —Lo dijo con un hilo de voz.
—¿Shah? —Betsy se había despertado de golpe—. ¿Ha hecho que te lo diera alguien, como las flores?
—No, me refiero a que era el propio Shah. El camarero que me ha traído la ensalada. Era Shah.
—¿Estaba ahí esta noche? Dios mío, Ellen...
—Rápido, Steve, necesito mi teléfono. —En cuanto lo tuvo en sus manos, Ellen hizo una llamada—. Soy la secretaria Adams. Póngame con quien esté de guardia en inteligencia.
Después del suplicio de tener que dedicar un minuto entero a intentar convencer al telefonista nocturno de la embajada de Estados Unidos en Islamabad de que era la secretaria de Estado, colgó y llamó al embajador.
—Necesito la dirección de Bashir Shah —dijo—. Ah, y necesito que personal de seguridad e inteligencia se reúna conmigo en su casa de inmediato, armado.
—Sí —masculló el embajador, esforzándose por salir de un profundo sueño—. Un momento, señora secretaria, le doy la dirección.
Lo hizo. Pocos minutos después llegaron a un barrio de Islamabad con abundantes zonas verdes, y mientras esperaban a que llegase el personal de la embajada Betsy intentó localizar a Alex Huang, el antiguo corresponsal para la Casa Blanca que había descubierto lo del HLI.
Ellen hizo otra llamada, esta vez al primer ministro Awan, para ponerlo al día.
—¿Que el doctor Shah estaba aquí esta noche? —inquirió atónito el primer ministro—. Lo habrá organizado el general Lajani. Me extrañaba que bromeara con el camarero...
—A mí también. ¿Alguna novedad del general?
—No, estamos investigándolo. Es posible que esté con Shah.
—¿Me da su permiso para entrar en el domicilio de Shah?
—Entrará de todas formas, ¿no?
—Ni lo dude, pero le estoy dando la oportunidad de hacer bien las cosas.
—De acuerdo, tiene mi permiso, aunque no estoy seguro de que nuestros tribunales consideren que estoy autorizado para dárselo. —Hizo una pausa—. De cualquier modo, gracias por confiar en mí.
Hasta entonces, a decir verdad, Ellen no había confiado plenamente en él, pero se decidió a dar el paso.
—¿A usted le dicen algo los números «310 1600»?
Awan los repitió y se quedó pensando.
—¿1600 no es la dirección de la Casa Blanca?
Ellen palideció. ¿Cómo no se había dado cuenta? El 1600 de Pennsylvania Avenue.
—Sí.
Pero ¿qué podían significar los otros números? 310. ¿Era una hora? ¿Significaba que la bomba de la Casa Blanca estaba programada para explotar a las tres y diez?
—Tengo que colgar.
—Mucha suerte, señora secretaria.
—Lo mismo digo, señor primer ministro.
Colgó y le explicó a Betsy lo que había dicho Awan sobre los números.
—Sí, podría ser. —Betsy asintió—. Una de las bombas está en la Casa Blanca. Eso ya lo sospechábamos. De todos modos, si hay tres bombas, ¿qué sentido tiene que Shah sólo te avise de una? Yo creo que es más sencillo. Creo que es como con las otras.
—¿Qué otras?
—Los autobuses; los números que recibió tu FSO, y que descifró.
Ellen se fijó en los números.
—¿Autobuses? ¿Quieres decir que Al Qaeda ha puesto las bombas en la línea de autobús 310 de alguna ciudad de Estados Unidos, y que están programadas para explotar a las 16.00 h?
—A las cuatro de la tarde. Yo creo que sí. Imagínate que las explosiones en Londres, París y Frankfurt no sólo hubieran servido para matar a los físicos señuelo, sino que también fueran una especie de ensayo.
—Lo malo es que no podemos saber en qué ciudades —dijo Ellen—. Además, ¿las cuatro de la tarde de qué huso horario?
Betsy miró fijamente el papel hasta que algo le llamó la atención.
—Ellen, no pone «310». Hay un tres, un espacio y luego un diez. Tres autobuses de la línea número diez explotarán a las cuatro de la tarde, independientemente del huso horario en el que estén.
—Tampoco tiene sentido —intervino Steve, volviéndose hacia ellas—. Perdón, no he podido evitar oírlo. —Estaba pálido, claramente conmocionado por lo que estaba escuchando—. Si sabemos que hay bombas sucias en tres autobuses de Estados Unidos que llevan el número diez, sólo tenemos que difundir una alerta por todos los departamentos de transporte para que los paren y los registren. No sería fácil, pero se podría hacer, y tiempo hay.
Ellen suspiró.
—Tiene razón, no puede ser.
Se quedaron mirando los números. Ellen veía borroso por la falta de sueño, y no se había fijado en el pequeño espacio, que una vez detectado ya no se podía pasar por alto.
«3 10 1600.»
Seguían sin tener ni idea de lo que significaba. Por eso era más esencial que nunca que encontrasen a Shah.
Ellen contempló la casa a oscuras y sintió que el miedo le invadía el cuerpo y le ascendía como agua helada hacia la boca y la nariz. Estaba literalmente con el agua al cuello, o peor.
No sabía. No sabía. No sabía qué significaba el mensaje.
Podía referirse tanto a autobuses como a la Casa Blanca.
También podían ser números aleatorios, una tomadura de pelo de Bashir Shah para hacerle perder un tiempo valiosísimo.
Lo que sí sabía era que no le quedaban fuerzas para deducirlo ella sola, aunque hubiera tenido idea de cómo hacerlo. No había advertido el espacio entre los números. ¿Qué otros detalles se le estaban escapando?
—Mándame la foto que has hecho.
Una vez recibida la reenvió.
—¿Al presidente? —preguntó Betsy.
—No, se le resistiría tanto como a nosotras, y si es verdad que hay un HLI no podemos arriesgarnos a que lo vea alguien más de la Casa Blanca. Se lo he enviado a la persona que resolvió la primera clave.
Después sí que le mandó un mensaje a Doug Williams para avisarlo de que si había una bomba nuclear en la Casa Blanca era posible que estuviera programada para estallar a las tres y diez de esa misma madrugada.
Williams miró el reloj.
Eran poco más de las ocho de la tarde. Tenían siete horas.