Gil y Anahita se habían arriesgado a salir a la aldea, donde habían encontrado comida y agua embotellada para los demás.
Se pasaron todo el camino de ida y el de vuelta hablando, cargados con bolsas de malla llenas de aromática comida.
Primero, a modo de tanteo, cada uno contó lo que le había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas.
Anahita estuvo muy atenta a la descripción del reencuentro de Gil con Hamza, y del ataque de Akbar: le hizo varias preguntas, y no perdió detalle, mostrándose empática. Acto seguido fue él quien le preguntó qué le había pasado.
Anahita lo conocía lo suficiente para saber que era sólo por educación, para corresponder a su interés. Su madre le había dicho muchas veces que la primera pregunta puede hacerla todo el mundo, pero que la que cuenta es la segunda, y la tercera.
En el tiempo que habían pasado juntos, mientras yacían en la cama tras hacer el amor, Gil a menudo le había preguntado cómo le había ido el día, pero llegaba pocas veces a la segunda pregunta, y jamás a la tercera. Por otra parte, aunque pudiera mostrar cierto interés por los hechos del día, rara vez, por no decir ninguna, le preguntaba cómo estaba.
Además de aprender cuáles eran los límites del interés de Gil por ella, Ana había aprendido a no dar información personal sin que se lo pidiera, visto que en el fondo le era indiferente. Lo que no podía evitar era que él le importase a ella. No amaba con cordura, sino demasiado bien, como Otelo.
Con la diferencia de que el amor de Otelo era correspondido. Su tragedia había sido no saberlo.
Mientras caminaban a oscuras por las calles de la pequeña localidad paquistaní, envueltos por el cálido aroma de la comida especiada, Anahita había ido dando respuestas superficiales, simples titulares, lo que le habría contado a cualquiera; nada que pudiera transmitir a Gil lo que pensaba y sentía de verdad.
Aun así, la puerta no estaba cerrada del todo. Ella seguía al otro lado, ardiendo en deseos de abrírsela. La llave era la segunda pregunta, mientras que, con la tercera, Gil cruzaría el umbral para acceder a su corazón.
—Habrá sido horrible —fue lo único que dijo cuando ella hubo acabado.
Anahita se quedó a la espera, sin poder evitarlo: un paso, dos, tres pasos en silencio por el callejón.
Notó que Gil le cogía la mano y reconoció el gesto como lo que era: el preludio de una intimidad que no se había ganado y que ya no merecía. Sintió durante un momento el calor de sus pieles en contacto, un calor conocido que percibió en su interior, en esa noche de calor y bochorno.
Luego se soltó.
Gil abrió la boca para decir algo, pero justo entonces recibió un mensaje en el móvil.
—Es de mi madre. Bashir Shah le ha dado un papel con unos números y quiere saber si te dicen algo.
—¿A mí?
—Parece que está en clave, y como resolviste la anterior cree que también podrías resolver ésta.
—A ver.
—Ana... —dijo Gil al orientar el móvil hacia ella para que leyera el mensaje.
—Espera, que lo leo —contestó Anahita, seria y escueta.
«3 10 1600.»
Sus jóvenes ojos se habían fijado enseguida en el espacio entre los números. La FSO ya estaba volcada de lleno en el trabajo.
Esta vez no lo asimilaría tan despacio. Había tardado demasiado en darse cuenta de la importancia del mensaje de su prima Zahara, y más en deducir lo que significaba.
Cientos de personas habían pagado esa demora con sus vidas. No volvería a pasar. No volvería a dejarse distraer. Estuvo repasando los números durante todo el camino de vuelta a la casa segura.
«3 10 1600.»
Al llegar los puso por escrito en varios trozos de papel, que repartió entre los demás.
—Lo ha enviado Bashir Shah —dijo—. Tenemos que averiguar qué significa.
—¿Es sobre las bombas sucias? —preguntó Katherine.
—Eso cree tu madre.
Mientras comían juntos a la misma mesa, inclinando la cabeza a la luz de varias lámparas de aceite, fueron barajando ideas, ocurrencias, conjeturas.
1600. ¿La Casa Blanca?
¿Tres autobuses de la línea 10?
No tardaron en llegar a las mismas teorías que la secretaria Adams, incluida la posibilidad de que los números fueran una estratagema, la broma de un loco, aunque tenían que partir de la premisa de que significaban algo.
Gil miró a Ana por encima de la mesa: su cara, suavemente iluminada por la llama, sus ojos, llenos de brillo e inteligencia, y su concentración absoluta.
Cuando volvían caminando había querido, o mejor dicho ansiado, preguntarle qué había sentido al presenciar el interrogatorio de sus padres.
Cómo había sido llegar a Teherán y que la detuvieran: qué había pasado y cómo la había afectado.
Cuando la oyó describir, en apenas unas frases, el ataque dentro de la cueva, a Gil le había dado vértigo la idea de perderla.
Habría querido preguntarle más: qué había ocurrido luego, y luego, y luego... Habría querido escucharla sentado en un umbral, eternamente, perderse en su mundo y encontrarse en su mundo.
Al final, sin embargo, no había dicho nada.
Su padre le había inculcado que era de mala educación hacer preguntas personales a menos que se tratase de alguna historia, como periodista, pero que en el caso de los amigos era mejor esperar a que se abrieran ellos, sobre todo con las mujeres. Según él, hacer preguntas podía considerarse una infracción e interpretarse como curiosidad indebida.
Sin embargo, si sus padres se habían divorciado era por algo, y si su padre había encadenado varios fracasos sentimentales también sería por algo.
Como era por algo, también, que su madre se hubiese casado con Quinn Adams, un hombre que sí le preguntaba por sus sentimientos y escuchaba sus respuestas; un hombre que a esa pregunta añadía otras, no por curiosidad —aunque seguramente la sintiese—, sino porque le importaba.
En lugar de hablar, Gil había manifestado su interés de la única manera que sabía, cogiéndole la mano, pero Anahita se había apartado... en silencio.
Delante del coche de la secretaria Adams se pararon dos todoterrenos negros de los que bajaron varios agentes con uniforme de asalto.
Una vez que la Seguridad Diplomática, que tenía las armas en la mano, comprobó las identificaciones, abrieron las puertas del vehículo, y salieron Ellen y Betsy.
—¿Sabe a quién pertenece esta casa? —preguntó Ellen.
—Sí, señora secretaria, al doctor Bashir Shah —respondió el agente al mando—. La hemos estado vigilando, y no hay ni rastro de Shah.
—Pues nos consta que puede estar en Islamabad, y necesitamos encontrarlo y detenerlo vivo. —Ellen lo miró a los ojos—. Vivo.
—Entendido.
—¿Está al corriente de la distribución de la casa?
—Sí, la he estudiado en previsión de que algún día tuviéramos que entrar.
Asintió en señal de aprobación.
—Bien. —Miró la casa, donde no había luz—. Puede que también haya papeles importantes, con detalles sobre el próximo objetivo de Shah.
—¿El próximo?
—Es el cerebro de los atentados de Londres, París y Fráncfort, y sospechamos que ha puesto más bombas. Tenemos que averiguar dónde.
El agente respiró hondo. De pronto ya no se trataba de asaltar el domicilio de un físico famoso y detenerlo, sino de algo mucho más serio.
—No podemos llamar y esperar a que nos abran —dijo la secretaria Adams—. No podemos arriesgarnos a que quemen los documentos. Necesitamos que la sorpresa sea total.
—Es nuestra especialidad, señora. —El superior miró los altos muros de la finca—. Supongo que habrá vigilancia.
—Me imagino. ¿Será un contratiempo?
—No, siempre prevemos encontrar problemas.
—Problemas con P mayúscula —respondió Ellen—. Los acompaño.
—Mejor que no —contestó el agente.
—No —dijo al mismo tiempo Steve Kowalski, el responsable de la protección de la secretaria.
—No interferiré. Es que necesito buscar esos papeles.
—No, no puedo permitirlo; no sólo por su seguridad, señora secretaria, sino porque será un obstáculo y pondrá en peligro toda la operación.
—No estoy diciendo que vaya a dirigir la incursión. —Ellen miró a su jefe de seguridad—. Vamos a ver, Steve... Ya ha oído lo que nos decíamos, y sabe qué está en juego. Sabe cuántas vidas se han perdido intentando encontrar esa información. —Kowalski estaba a punto de protestar de nuevo—. Sabe tan bien como yo que ya no se está seguro en ningún sitio, al menos hasta que tengamos a Shah y la información. Si se sale con la suya, esos atentados no serán los últimos; será un no parar, así que propongo que nos repartamos el trabajo: ustedes localizan a Shah y toman la casa, y yo, mientras tanto, reviso sus papeles. —Miró a Kowalski, y luego al jefe del grupo de asalto—. No entraré hasta que me lo indiquen, ¿de acuerdo?
Accedieron muy a regañadientes.
Ellen se dirigió a Betsy.
—Tú quédate aquí.
—Vale.
Fueron hacia la alta verja de acceso, seguidos por Betsy.
—«Trouble, trouble...» —canturreó.
En respuesta a una señal de Kowalski, las dos mujeres echaron a correr por el patio. A medida que se acercaba a la casa a oscuras, a Ellen se le fue erizando el vello de los brazos.
—«Trouble with a capital “T”.»
No encontraron resistencia. No había vigilantes. La secretaria Adams, consternada, creyó saber por qué.
—Un momento, un momento, un momento. —Zahara Ahmadi hizo un gesto con las manos a fin de que los demás se callaran.
Habían estado dando vueltas a varias teorías sobre los números, a cuál más descabellada.
—El tal Bashir Shah filtró la información sobre los físicos nucleares a mi gobierno, ¿no? —preguntó.
—Sí, a los iraníes —contestó Boynton.
—Porque quería que los matáramos y que nos culparan a nosotros.
—Exacto —añadió Katherine—. ¿Adónde quieres ir a parar?
—¿Cómo sabemos que no está haciendo lo mismo, que no nos está manipulando?
—Es muy probable que nos manipule —intervino Charles Boynton—, pero esta vez lo sabemos.
—No es la única diferencia —continuó Zahara—. Yo creo que nos hemos estado centrando demasiado en Shah, porque es lo que él quiere. ¿Por qué iba a entregarle este mensaje a la secretaria Adams?
—¿Porque es un ególatra enfermizo y le pueden las ganas de jugar con nosotros? —sugirió Boynton.
—Eso es verdad —corroboró Gil—, pero también es un hombre de negocios. Si esto le sale mal tendrá que rendir cuentas ante sus clientes, y dudo mucho que le convenga. Yo creo que tiene un pelín de miedo de que le salga mal. El tiempo apremia, y nos estamos acercando más de lo que creía posible.
—Yo opino lo mismo —agregó Zahara—: lo hace para protegerse. Sólo le falta ponerse a dar saltos y mover los brazos para que lo miremos.
—Distrayéndonos de donde deberíamos mirar —concluyó Katherine.
—¿O sea...? —preguntó Boynton.
—A sus clientes —respondió Anahita—. Shah es el traficante de armas, el intermediario; gestiona la fabricación de las bombas, pero no es él quien las usa. Los objetivos y las horas no los elige él.
—Exacto, aunque es probable que los conozca —observó Zahara.
—Sí, es probable —convino Anahita—. Hasta puede que haya organizado la detonación.
—Pero dónde y cuándo lo deciden sus clientes. —Katherine abrió mucho los ojos al darse cuenta de por dónde iban—. Hemos estado mirando los números desde el punto de vista de Shah, pero tenemos que cambiarlo...
—Al de Al Qaeda —concluyó Zahara.
Anahita se volvió hacia su prima.
—Hemos estado mirándolo desde una perspectiva occidental. Lo que dices tú es que hay que empezar a mirar los números con mentalidad islámica.
—No, islámica no, yihadista —la corrigió Zahara—. ¿Qué querrían decir estos números en su mundo? ¿Qué significado podrían tener? Al Qaeda y otras organizaciones terroristas no recurren sólo a la religión, sino también a la mitología; repiten sin cesar ofensas y agravios pasados y presentes. Mantienen abiertas las heridas. Sabiendo eso, ¿a qué herida podrían corresponder estos números?
«3 10 1600.»
—¡Hay un cadáver! —El agente se acercó al hombre que yacía boca abajo en el sótano de la casa de Shah y vio que asomaban unos cables casi imperceptibles—. Está conectado a algo —informó, alejándose.
Antes de que dieran dos pasos en el patio ya sabían que no había nadie. No habían hallado resistencia, cuando alguien como Shah se rodearía de un ejército privado.
No había nadie, no; bueno, no con vida.
Ellen y Betsy estaban en el estudio de Shah, en la planta baja, buscando entre sus papeles después de que hubieran descartado la presencia de explosivos mediante un barrido de la sala.
—Tienen que irse, señora secretaria —dijo Steve—. En el sótano han encontrado un cadáver con explosivos.
—¿Es Shah? —preguntó Betsy, pese a que ya sabía la respuesta.
Steve las estaba acompañando al exterior.
—No lo sabemos. Quieren desactivar la bomba antes de darle la vuelta e identificarlo.
Ellen estaba prácticamente segura de saber quién era el muerto del sótano, y en cinco minutos se lo confirmaron: el general Lajani, el ministro de Defensa de Pakistán.
Esa noche el Azhi Dahaka había estado muy ocupado en hacer limpieza, usando como solución la sangre y el terror.
En cuanto les anunciaron que tenían vía libre, Betsy se dispuso a volver a la casa y seguir buscando entre los documentos, pero Ellen la detuvo.
—No hay nada. Se lo ha llevado todo, y lo que podamos encontrar lo habrá dejado para despistarnos. Tenemos que irnos.
—¿A Moscú? —preguntó Betsy, como si prefiriera el riesgo de estar dentro, con la bomba.
—A Moscú.
Ellen sabía que era el último recurso: después de Moscú, ya no les quedaba ningún sitio al que ir, excepto Estados Unidos, para esperar.
Lo que sí les quedaba era otra vía que explorar. Una vez a bordo del Air Force Three, Betsy continuó buscando al periodista desaparecido, el que había descubierto lo del HLI.
Lo encontró cuando sobrevolaban Kazajistán.