39

El Air Force Three aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Moscú-Sheremétievo a las nueve y diez de una mañana de febrero, en plena tormenta de nieve.

Parecía que el cielo se hubiera llevado una paliza, con nubes amoratadas que tapaban el sol de invierno, débil ya de por sí. Betsy se acordó de unas palabras de Mike Tyson.

«Todo el mundo tiene un plan hasta que le dan un puñetazo en la boca.»

Ella estaba bastante noqueada, y el plan que pudieran tener ya se le había olvidado.

Ni Ellen ni Betsy ni los agentes de Seguridad Diplomática llevaban abrigos, guantes ni gorros. En respuesta a una llamada rápida a la embajada de Estados Unidos, en la pista esperaban varios todoterrenos blindados, pero no se les había ocurrido pedir ropa de abrigo.

Ellen respiró hondo antes de salir del avión sin nada que la protegiera, más allá de un paraguas que enseguida se le quedó del revés por la embestida de un viento que, nacido en Siberia, había ido acumulando nieve, hielo y velocidad en su recorrido por Rusia, y que la dejó un momento en estado de shock, incapaz de bajar ni un escalón, respirar y mover algo más que las pestañas, con las que se protegía de la nieve que le azotaba la cara y los ojos.

Tras hacer entrega del paraguas, ya inservible, al agente al que tenía detrás, levantó las manos para no perder el equilibrio, pero nada más tocar el frío metal de la baranda la soltó por miedo de que se le quedase adherida la carne caliente de la mano y tuviera que arrancarse la palma.

—¡¿Se encuentra bien?!

Las ráfagas de viento eran tan fuertes que Steve tuvo que gritárselo al oído.

¿Bien? ¿Hasta qué punto podría atravesarse un día? Sin embargo, pensó en los rangers, en los pasajeros de los autobuses y en las madres, los padres e hijos con fotos en las manos.

En Pete Hamilton y Scott Cargill.

—Perfectamente —contestó con todas sus fuerzas mientras veía de reojo que Betsy se había puesto a asentir: para Navidad le había regalado el último libro de su poeta favorita, Ruth Zardo: un breve poemario titulado Genial (las siglas de «grillada, egoísta, neurótica, insegura y alienada»).

Apretando los dientes para no temblar, la secretaria Adams se volvió de nuevo hacia los que aguardaban abajo y sonrió a la fuerza, como si acabara de aterrizar de vacaciones en una isla del Caribe.

Tenía presente que el presidente Williams había hecho hincapié en que la visita debía ser confidencial: nada de atención ni de aspavientos ni, sobre todo, de eco en los medios.

Un simple encuentro privado entre su secretaria de Estado y el presidente ruso.

Desde lo alto de la escalerilla, saludó con la mano a los reporteros y las cámaras. Si le pedía a Ivanov que hiciera algo, tenía prácticamente asegurado que haría todo lo contrario. Tal vez, pensó mientras la acometía otro estremecimiento, debería exigirle que, bajo ningún concepto, le revelase el paradero de Bashir Shah...

Ni dónde se hallaban escondidas las bombas.

Empezó a bajar con la esperanza de llegar al suelo sin haberse muerto congelada. A medio camino ya le costaba caminar. Se le habían empezado a congelar las piernas y los pies, calzados con zapatos de tacón bajo, y ya no se sentía la cara.

La nieve y el hielo que cubrían los peldaños la hacían resbalar un poco a cada paso. Se preguntó si Ivanov lo había hecho a posta, porque tampoco podía ser tan difícil tener limpia una escalera, ¿no? ¿Esperaba que se partiera la crisma?

Pues ni loca le daría esa satisfacción, decidió justo cuando le fallaba el pie otra vez y conservaba el equilibrio de milagro.

Vio los coches, aparcados más lejos de lo necesario: calor. Le dieron ganas de saltar los peldaños finales y correr hasta ellos, con la esperanza de llegar antes de haberse convertido en una estatua de hielo.

Al final hizo el esfuerzo de descender despacio y detenerse justo antes del último escalón para esperar a Betsy, que la seguía a pocos peldaños. Lo sabía porque iba mascullando «joder, joder, joder».

Si Betsy resbalaba con el hielo de la escalerilla, Ellen quería poder atenuar su caída, como lo había hecho Betsy toda la vida por ella.

Era como bajar del Everest, aunque al final sus pies tocaron la nieve de la pista.

Asintió y se obligó a sonreír a los que habían acudido a recibirla. Al menos esperó estar sonriendo, porque cabía la posibilidad de que se le hubiera resquebrajado la cara sin más.

Todos los que la esperaban llevaban parkas tan gruesas, con capuchas forradas de piel, que podrían haber sido hombres o mujeres, osos polares o maniquís.

De camino al coche resbaló, pero Steve la sostuvo por el brazo. Una vez dentro del vehículo se apoderó de ella un temblor incontrolable. Se frotó los brazos y acercó las manos a las salidas de aire caliente.

—¿Estás bien? —le preguntó a Betsy, aunque le salió un balbuceo ininteligible.

Como su amiga tenía la cara congelada, y le castañeteaban los dientes, tan sólo pudo contestar con una serie de gruñidos, aunque se las arregló para darles un toque malsonante.

—¿Qué hora es? —le preguntó Ellen a Steve cuando la boca volvió a responderle.

—Las nueve y treinta y cinco. —Aún tenía los labios helados, de modo que a duras penas logró articular las palabras.

—¿Y en Washington?

El agente echó un vistazo a su reloj de pulsera.

—Las tres y... —le dio un escalofrío— treinta y cinco de la madrugada.

—¿Me da mi móvil, por favor?

Cuando lo recuperó, Ellen le escribió un breve mensaje al presidente Williams. Le temblaban tanto los dedos que tuvo que retroceder varias veces para enmendar sus propios errores y para corregir al corrector automático, que había cambiado la palabra «bombas» por un emoticono que hacía parecer ridículo un asunto muy serio.

Doug Williams leyó el mensaje.

Estaba en el despacho oval. El equipo de seguridad había peinado la Casa Blanca y no había encontrado indicios de uranio-235 ni ningún tipo de radiación, a pesar de lo cual había informado al presidente de que no se podía concluir que no hubiera nada, sino sólo que no lo habían encontrado.

El Servicio Secreto, que estaba al corriente de la situación, había pedido, exigido y, por último, rogado al presidente que se fuera: sabían tan bien como él que si había un artefacto nuclear en la Casa Blanca estaría lo más cerca posible del presidente.

Aun así, Williams se había negado a marcharse.

—Es un gesto inútil, señor —le espetó la responsable del dispositivo, cansada, tensa y exasperada.

—¿Usted cree? —Williams la miró con atención—. Tiene bastante experiencia en trabajar con presidentes para saber que no hay gesto, palabra, acción o falta de ella que no tenga algún tipo de repercusión. ¿Qué sería peor, morir aquí o que los terroristas sepan que han expulsado al presidente de su propia casa? —Le sonrió—. Le aseguro que me encantaría irme. En las últimas horas me he dado cuenta de que no soy valiente, pero no me puedo ir, lo siento.

—Pues entonces nosotros tampoco.

—Es una orden. Sus muertes sí que serían un gesto inútil. Mire, ya sé que su trabajo consiste en protegerme, pero en el sentido de intentar impedir un ataque o incluso de interponerse ante un disparo para proteger al presidente. Pero si estalla una bomba no pueden protegerme. Mi muerte le diría al mundo que no nos dejamos intimidar; las de ustedes, en cambio, no tendrían ninguna utilidad. Tienen que irse, y yo, quedarme.

Se negaron, por supuesto, pero en algo transigió la agente al mando ante su comandante en jefe: los agentes con hijos pequeños fueron reasignados al recinto exterior, donde el peligro quizá fuera menor.

Hasta que Williams se quedó a solas no salió el general del baño privado para ponerse a su lado.

Miraron por la ventana, orientada al jardín sur.

—Para que lo sepa, señor presidente: es usted un hombre valiente.

—Gracias, general, pero dígaselo a mis calzoncillos.

—¿Es una orden, señor?

Williams se rió y miró al jefe del Estado Mayor Conjunto. Nunca se le borraría de la memoria la expresión del general en la puerta al comprender que habían muerto todos los rangers de la meseta, incluida su propia ayudante de campo, elegida personalmente por él para encabezar el asalto: una maniobra de distracción que había sido idea del propio general.

Habían pasado varias horas, pero la expresión de espanto seguía ahí; era como un velo amniótico que sólo resultaba visible de muy cerca.

Williams sospechaba que el rostro del general la reflejaría hasta su muerte.

Eran las tres menos cuarto.

En consecuencia, podían faltar veinticinco minutos para la misma.

• • •

Entre las ráfagas de nieve, Ellen veía pasar la arquitectura brutal de los edificios soviéticos de posguerra. Veía pasar a transeúntes que, con la cabeza gacha, avanzaban penosamente hacia el trabajo, sin molestarse en levantar la vista al paso de la comitiva.

Aunque no sintiera un gran entusiasmo por sus gobernantes, a la secretaria Adams le caían muy bien los rusos, al menos los que conocía: al margen de su fuerza ante las adversidades, eran personas vitales y risueñas, llenas de generosidad y hospitalidad, que nunca hacían ascos a compartir una comida o una botella. No sería ella quien pusiera en duda la fortaleza de los rusos, aunque le parecía una auténtica lástima que tras derrotar con tanta valentía la amenaza externa del nazismo y el fascismo esa misma amenaza se estuviera infiltrando en ellos desde el interior.

Tenía miedo, mucho miedo de que si fracasaba en su misión pasara lo mismo en Estados Unidos, o ya estuviera pasando en realidad.

Se habían marcado el tanto de vencer al déspota en unas elecciones justas, pero no dejaba de ser una victoria frágil. De todos modos, su trabajo como secretaria no era convencer al electorado, sino procurar que llegaran a las siguientes elecciones.

Consultó la hora: las diez menos cinco de la mañana, hora de Moscú.

Las tres menos cinco en Washington.

Más adelante, vio que las cúpulas bulbosas tan características del Kremlin aparecían y desaparecían en la nieve. Betsy y ella ya habían entrado un poco en calor, al menos lo suficiente para no temblar, aunque tenían la ropa empapada y los zapatos mojados, con manchas de la mezcla de nieve y aceite de la pista de aterrizaje.

Pero qué ganas de una buena ducha, con agua bien caliente... un gusto que no iban a poder darse.

• • •

Betsy miró su móvil. Había averiguado que el antiguo corresponsal en la Casa Blanca vivía en Quebec, en la pequeña localidad de Three Pines. Se había cambiado de nombre, pero era él.

Le había pedido ayuda en un mensaje y, pese a lo tarde que era, él había contestado. En la respuesta explicaba que había empezado una vida nueva, que se había enamorado y vivía con la dueña de una librería, una tal Myrna. Trabajaba de librero tres días por semana, y el resto del tiempo lo dedicaba a hacer voluntariado por el pueblo.

Quitando nieve, llevando comida, cortando el césped en el verano...

Era feliz. Adiós.

Aunque no preguntara el porqué del mensaje, Betsy sospechó por la respuesta que lo había adivinado.

Aun así, valía más ser clara.

Tecleó «HLI» y después pulsó «enviar».

Desde entonces sólo había habido silencio, aunque era como si notase que el móvil palpitaba con el terror del antiguo corresponsal como si el miedo fuera una aplicación y ella acabara de activarla.

—Señora secretaria...

Ellen fue recibida en la puerta del Kremlin por una ayudante del presidente Ivanov, que los hizo pasar entre sonrisas. Una vez dentro pidieron al equipo de seguridad que entregara sus armas.

—Lo siento, señora —dijo Steve—, pero no podemos. Tengo entendido que hay una exención diplomática que nos permite portar armas. —Le enseñó sus credenciales.

Spasibo. Sí, en circunstancias normales sería así, pero al tratarse de una visita de última hora no hemos tenido tiempo de hacer el papeleo.

—¿Qué papeleo? —Steve Kowalski aparentaba una tranquilidad absoluta, pero Ellen vio que le palpitaba la vena de la sien.

—Bueno, ya sabe lo que son las democracias —dijo la ayudante, sonriendo—: te pasas el día rellenando formularios.

—No como en los viejos tiempos —comentó Betsy, con lo que se ganó una mirada gélida.

—No pasa nada —le dijo Ellen en voz baja a Steve.

—Sí que pasa, señora secretaria. Si hubiera algún percance...

—Seguiré teniéndolo a mi lado. Además, no va a pasar nada. Venga, acabemos de una vez.

Eran las diez y dos minutos.

Quedaban ocho minutos.

Doug Williams estaba sentado en el sofá del despacho oval. Delante tenía al general.

Se conocían desde hacía años. El presidente había tenido trato personal con la esposa del general, y también con su hijo, que había pasado por Afganistán, en las fuerzas aéreas. Lo correcto, a juicio de Williams, habría sido pedirle que se fuera, pero en honor a la verdad se alegraba de estar acompañado.

Ambos tenían en la mano un vaso de whisky escocés, el segundo; con el primero habían brindado el uno a la salud del otro.

Quizá fuera una mezquindad, pero Williams había hecho volver a Tim Beecham desde Londres. No soportaba la idea de que su director nacional de Inteligencia pudiera estar disfrutando de un desayuno inglés completo en el hotel Brown’s mientras él se enfrentaba a una bomba nuclear.

Beecham aún tardaría unas horas en llegar, pero no dejaba de ser una pequeña satisfacción para el presidente Williams.

Charlando con el general, tuvo la inevitable sensación de que deberían haber tratado temas de importancia histórica, asuntos cruciales en lo político o lo personal, pero acabaron hablando de perros.

El del general era un pastor alemán. Se llamaba Pine, y él le contó al presidente que se lo había regalado un gran amigo que vivía en un pueblecito de Quebec, un alto cargo de la Sûreté. Un verano había ido a visitarlo y se habían sentado en un banco del parque del pueblo, a la sombra de los tres enormes pinos que daban nombre a la localidad. Por primera vez en décadas, escuchando el canto de los pájaros, oyendo la brisa y viendo jugar a los niños, el general se había sentido en paz.

Tanto era así que había puesto nombre al perro por el pueblo.

Williams le habló de Bishop, un golden retriever que no se llamaba así en honor a ningún obispo, sino a un colegio donde había estudiado el presidente y al que tenía un gran cariño, probablemente porque era donde había conocido a su difunta esposa. Bishop solía sentarse o dormir debajo del escritorio del despacho oval, pero Doug Williams le había pedido a un mayordomo de la Casa Blanca que se lo llevara lejos.

Y que lo cuidara, si era necesario.

Quedaban cinco minutos.

—Señora secretaria...

Maxim Ivanov permaneció inmóvil en medio de la sala, de modo que Ellen no tuvo más remedio que acercarse. No la afectaban esos gestos mezquinos cuyo único propósito era ofender. En otro momento quizá le hubieran tocado las narices, pero no ese día.

—Señor presidente...

Después del apretón de manos, Ellen presentó a Betsy e Ivanov hizo lo propio con su principal ayudante. Ellen se fijó en que no lo llamaba «consejero»: a ese hombre nadie lo aconsejaba, no dos veces.

Ivanov era mucho más bajo de lo que ella esperaba, pero tenía una fuerte presencia: tenerlo cerca era como estar al lado de un explosivo cuyo disparador se aguantaba con una goma elástica a punto de ceder.

El presidente ruso estaba a un paso del manicomio. Ése era uno de sus numerosos puntos en común con Eric Dunn. La diferencia, perceptible a simple vista, era que Maxim Ivanov era el original y Dunn la copia.

Un tirano implacable entrenado para la opresión, ya fuera sutil o cruel.

Aunque Eric Dunn tuviera un instinto innato para las debilidades ajenas, lo que no tenía era capacidad de cálculo. La pereza se lo impedía. Ivanov, en cambio... Ivanov lo calculaba todo con una frialdad que hacía pensar en Siberia.

Pese a todo, con lo que Ivanov no contaba era con Ellen Adams: no se esperaba que la secretaria de Estado estadounidense se subiera al Air Force Three para plantarse en el mismísimo Kremlin.

Por su parte, Ellen advirtió que bajo la mirada glacial del mandatario ruso se escondía algo tan insólito en él como el desconcierto, acompañado de ciertas dosis de miedo y rabia.

A Ivanov no le gustaba aquella situación, y tampoco Adams: su antipatía hacia ella era mayor que nunca.

Sin embargo, Ellen también notó que el aplomo de Ivanov renacía en su presencia y sabía por qué.

Era porque estaba hecha un desastre: llevaba el cabello de cualquier manera —en un lado levantado y en el otro pegado a la cabeza—. Se había peinado en el avión, pero la ventisca había dado al traste con todos sus esfuerzos.

Tenía la ropa mojada y sucia, le chirriaban los zapatos al andar...

Lejos de intimidar como representante de una superpotencia, la secretaria de Estado recordaba un ratón que ha caído al agua. Daba pena: era tan débil como el país al que representaba. Al menos eso pensaba Ivanov... o más bien, al menos eso quería Ellen que pensara.

—¿Café? —le preguntó el presidente a través de un intérprete.

Pozhaluysta —dijo Ellen: «Por favor.»

Podría haber pedido tiempo para arreglarse antes de la reunión, aunque había preferido no hacerlo, consciente de que los hombres como Ivanov y Dunn siempre subestimaban a las mujeres, sobre todo si iban desaliñadas.

Era una ventaja a su favor, pero muy pequeña, y por otra parte convenía no incurrir en la misma equivocación subestimando a Ivanov: quien lo hacía acababa mal.

Quedaba poco tiempo. Una vez creada la impresión que buscaba, Ellen ya podía pedirlo:

—¿Le importa si mi consejera y yo nos arreglamos un poco, señor presidente?

—Faltaría más.

Ivanov hizo señas a la ayudante, que las acompañó al baño.

Era rudimentario, pero contaba con lo imprescindible y les daba intimidad, que era lo principal.

Una vez dentro, lo primero que hizo fue llamar.

Quedaban noventa segundos.

El presidente Williams miró su móvil: estaba sonando. Era Ellen Adams.

—¿Alguna novedad? —preguntó permitiéndose un resquicio de esperanza.

—No, lo siento.

—Ya . — Su voz reflejó decepción y resignación. No habría rescate, no aparecería la caballería.

«3 10 1600.»

Quedaban cincuenta segundos.

—Acabamos de llegar al Kremlin y no quería... —A Ellen se le fue apagando la voz— no quería que estuviera solo.

—No lo estoy.

Williams le explicó con quién estaba.

—Me alegro —dijo ella—. Bueno, más que alegrarme...

—Lo entiendo.

Treinta segundos. Betsy estaba tan cerca que oía la conversación.

A las dos les latía muy fuerte el corazón.

En el despacho oval, Doug Williams se levantó, y el general, también.

Veinte segundos.

Las dos mujeres se miraron a los ojos.

Los dos hombres se miraron a los ojos.

Diez segundos.

Williams cerró los suyos. El general cerró los suyos.

Había un prado con flores silvestres. Era un día de sol.

Dos.

Uno.

Silencio. Silencio.

Esperaron. Podía haber unos segundos de retraso. Un minuto entero, incluso.

Williams abrió los ojos y vio que el general lo estaba mirando. Aun así, no se dijeron nada. No se atrevían.

—¡Dios mío...! —exclamó Anahita—. Creo que ya lo tengo: ya sé qué significa «3 10 1600».

—¿Qué? —inquirió Boynton mientras todos se agolpaban en torno a ella.

—Lo que has dicho de pensar desde el punto de vista de un yihadista —le dijo Anahita a Zahara—. Todos sabemos a qué nos referimos al decir «11-S». Pues suponte que para Al Qaeda es lo mismo «310».

—¿Por qué? —preguntó Katherine—. ¿Qué podría significar?

—Osama bin Laden nació el 10 de marzo, el diez del tres. —Anahita orientó su móvil hacia ellos, con el fin de que vieran la biografía que se había descargado—. ¿Lo veis? Hoy es su cumpleaños. Al Qaeda ha jurado vengar su muerte a manos de los americanos. Por eso está programado que exploten hoy las bombas: es una declaración, algo simbólico.

—Una venganza —dijo Boynton.

Katherine, que lo estaba consultando, asintió con la cabeza.

—Es verdad: nació el 10 de marzo de 1957. ¿Y qué quiere decir «1600»?

—Es la hora a la que lo mataron —dijo Zahara.

—No —replicó Katherine—: según esto lo mataron a la una de la madrugada.

—Hora de Pakistán —intervino Gil—, en la costa Este de Estados Unidos son las cuatro de la tarde.

—Lo sabemos de cuando trabajábamos en Islamabad y dábamos el parte a Washington —dijo Anahita, mirándolo a los ojos—. Tenemos que decírselo a tu madre.

—Toma. —Gil le dio su móvil—. Mándale tú el mensaje, que eres la que ha descifrado la clave.

Ellen echó un vistazo al mensaje de texto y se lo releyó de inmediato al presidente.

Doug Williams dejó de contener la respiración.

—Parece que tenemos trece horas más, general. Luego volveremos a hacer lo mismo.

Le explicó lo de la clave al general, que asintió con la cabeza.

—Tenemos tiempo de encontrar los trastos esos del demonio, y los encontraremos. —Llamó a Ellen, que aún tenía el móvil en la mano—. Gracias, señora secretaria, y vaya con cuidado.

—Lo mismo digo. Nos vemos en la Casa Blanca. En cuanto acabe vuelvo.

—No se dé mucha prisa —dijo Williams—. Con que llegue mañana, es suficiente.